AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Mi risa ya no es tan frágil [Priv.]
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Mi risa ya no es tan frágil [Priv.]
El que ha naufragado tiembla incluso ante las olas tranquilas.
Ovidio
Ovidio
La ciudad se inundaba entre el olor a verano y el color del medio día, la corriente de oro líquido que arrastraba sin mover iluminaba delicadamente a las personas que avanzaban por doquier. Una corriente ligera apresuro su andar, encaminándola a la casa, a la dirección, que llevaba apuntada en una hoja de papel. Acariciaba el objeto como si fuese un talismán, leyendo una y otra vez las palabras que se exponían sobre el como un epitafio a un nuevo porvenir, uno en el cual, el miedo sucumbiría ante la tranquilidad y el calor hogareño de una vivienda. Esperaba, poder encontrar un lugar aunque fuese bajo el humilde sino de sirvienta.
Aquella mañana había abrazado al astro rey con una bienvenida que solo el ruiseñor le podía otorgar, un soneto en una lengua perfecta y desconocida. Desconocida como su voz, como la alegría que le invadía en aquellos instantes ante la posibilidad de avanzar y dejar atrás todo pesar que siguiese oprimiendo su frágil pecho. Y la simple idea dibujada en su rostro una sonrisa que desfiguraba sus labios en una curvatura de la que manaban mil palabras sin necesidad de articular. Mil alabanzas a los cielos por permitirle volar “Solo debes ser educada, tu madre te crio bien” como a toda buena dama de sociedad.
Termino frente a la casa, la que correspondía a la dirección, viéndose obligada a cesar su andar y contener la respiración para permitirse apreciar las dimensiones y ornamenta del majestuoso techo. No podía siquiera intentar comparar aquellos espacios con el hogar de los gitanos y no se debía a ninguna clase de menosprecio, el tiempo que había pasado con ellos seria de sus mejores recuerdos para su estadía en París y en general, para la nueva vida que esperaba con ansias. Porque se había cansado de repasar los rostros ocultos de los expectantes cuando su espectáculo tenía lugar, en más de una ocasión, el rostro del gendarme saltaba por aquí, por allá, y luego desaparecía entre la obscuridad.
No más. Exhalo el aire que se amotinaba en su pecho, un prolongado suspiro que se extendió a su alrededor y así, sin más, sujeto la saliente de metal para golpear la puerta dos veces. Retrocedió un paso, esperando así, no generarle un sobresalto a quien sea que fuese a abrirle para ofrecerle pasar, aquello si le ofrecían pasar porque si no tendría que regresar todos los pasos, devolver todos los suspiros y olvidarse del epitafio. Arrugo nerviosamente el papel entre sus manos aguardando por lo mejor “Mucho gusto, Viviane Balloch” sonrió, con la mala costumbre de pronunciar las palabras en su interior, como si desde sus adentros pudiesen llegar a alguien más.
¿Cómo explicar su inesperada llegada? Llevaba lista una carta que lo exponía todo con claridad. Se había topado, por simple casualidad, con una vieja mucama que cuchicheando le había comunicado a su sobrina la existencia de vacantes en aquel lugar. Quizás, la molestia que se había tomado al recordar la dirección seria un atrevimiento que la Señora de la casa no llegaría a tolerar, y una cosa había llevado a la otra y la siguiente a aquel lugar. Plancho la parte frontal de su vestido con las manos, palpando con sus dedos el papel bien envuelto que llevaba sujeto a la cintilla que adornaba su cintura con un moño bien logrado y sin más, espero.
Aquella mañana había abrazado al astro rey con una bienvenida que solo el ruiseñor le podía otorgar, un soneto en una lengua perfecta y desconocida. Desconocida como su voz, como la alegría que le invadía en aquellos instantes ante la posibilidad de avanzar y dejar atrás todo pesar que siguiese oprimiendo su frágil pecho. Y la simple idea dibujada en su rostro una sonrisa que desfiguraba sus labios en una curvatura de la que manaban mil palabras sin necesidad de articular. Mil alabanzas a los cielos por permitirle volar “Solo debes ser educada, tu madre te crio bien” como a toda buena dama de sociedad.
Termino frente a la casa, la que correspondía a la dirección, viéndose obligada a cesar su andar y contener la respiración para permitirse apreciar las dimensiones y ornamenta del majestuoso techo. No podía siquiera intentar comparar aquellos espacios con el hogar de los gitanos y no se debía a ninguna clase de menosprecio, el tiempo que había pasado con ellos seria de sus mejores recuerdos para su estadía en París y en general, para la nueva vida que esperaba con ansias. Porque se había cansado de repasar los rostros ocultos de los expectantes cuando su espectáculo tenía lugar, en más de una ocasión, el rostro del gendarme saltaba por aquí, por allá, y luego desaparecía entre la obscuridad.
No más. Exhalo el aire que se amotinaba en su pecho, un prolongado suspiro que se extendió a su alrededor y así, sin más, sujeto la saliente de metal para golpear la puerta dos veces. Retrocedió un paso, esperando así, no generarle un sobresalto a quien sea que fuese a abrirle para ofrecerle pasar, aquello si le ofrecían pasar porque si no tendría que regresar todos los pasos, devolver todos los suspiros y olvidarse del epitafio. Arrugo nerviosamente el papel entre sus manos aguardando por lo mejor “Mucho gusto, Viviane Balloch” sonrió, con la mala costumbre de pronunciar las palabras en su interior, como si desde sus adentros pudiesen llegar a alguien más.
¿Cómo explicar su inesperada llegada? Llevaba lista una carta que lo exponía todo con claridad. Se había topado, por simple casualidad, con una vieja mucama que cuchicheando le había comunicado a su sobrina la existencia de vacantes en aquel lugar. Quizás, la molestia que se había tomado al recordar la dirección seria un atrevimiento que la Señora de la casa no llegaría a tolerar, y una cosa había llevado a la otra y la siguiente a aquel lugar. Plancho la parte frontal de su vestido con las manos, palpando con sus dedos el papel bien envuelto que llevaba sujeto a la cintilla que adornaba su cintura con un moño bien logrado y sin más, espero.
Viviane Balloch- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 62
Fecha de inscripción : 18/04/2012
Re: Mi risa ya no es tan frágil [Priv.]
Cuando el Sol nacía y acariciaba con sus primeros rayos el firmamento, Bárbara se asomaba por la ventana de su despacho a admirar el espectáculo. Despertaba antes del amanecer, cuando aún la noche pugnaba por no ceder ante la luz, pero, finalmente, el cielo estrellado desaparecía y le daba paso a la claridad. Se había acostumbrado al exigente ritmo de vida, a dormir pocas horas, a comer lo esencial, a estar encerrada en el habitáculo revisando papeles o cavilando sobre alguna inversión, a salir apurada a cerrar algún trato; estaba preparada para imprevistos y siempre tenía a la señora Robertson apuntalándola y dispuesta a ayudarla. Pero la mujer había muerto traes caer del caballo y había significado una pérdida esencial para la joven, que se vio obligada a ascender a la segunda al mando de las tareas domésticas, dejando vacante un puesto. Rápidamente tuvo que pedirle a sus empleados que corrieran el rumor entre personas de confianza, y ese día era el pautado para las entrevistas. La idea de hacerle las mismas preguntas a un grupúsculo de seres necesitados de trabajo le provocaba dolores de cabeza, y había convenido con uno de sus abogados que, entre los dos, realizarían ese labor, turnándose. No quería que su cabeza estallara a mitad del día, pues a la noche debía cenar con un príncipe saudí y su comitiva, interesados en la compra de animales, y si la sociedad europea era obtusa a la hora de aceptar negociar con una mujer, los musulmanes se cortarían las manos antes de hacerlo; como bien le habían aconsejado, no había mencionado su viudez, y sólo que era la señora de Turner, eso los obligaba a viajar y la presión de haber surcado tamaña distancia para cerrar un acuerdo haría que sus prejuicios comenzaran a flaquear. Se había preparado muy bien para esa reunión, hasta había tomado algunas clases de árabe para que ellos se sintieran a gusto y no se debieran dirigirse enteramente en francés. Había contratado un cocinero especialista en comida oriental y dos traductores para que la guiaran cuando no lograra comprender sus palabras. Sabía de la importancia del dinero que obtendría si atraía esos inversionistas, ello también le abriría las puertas hacia otros horizontes. En el mundo reducido de los negocios, los rumores corrían rápidamente. Turner nunca se había interesado en tratos con oriundos de países tan lejanos, pero Bárbara había entrado en la vorágine de la ambición, y sus metas alcanzadas, la incitaban a replantearse objetivos de mayor magnitud.
Se sentó tras su escritorio y bebió un sorbo del té que le acababan de servir. Cuando la puerta se cerró tras la doméstica, la joven se tomó las sienes y cerró los ojos. Repasó mentalmente todas y cada una de las preguntas que iba a realizarle tanto a los aspirantes a empleados como las que usaría para romper el hielo con los árabes. Guardó en el segundo cajón del lado izquierdo las notas que había tomado sobre lo básico de la religión musulmana y se dispuso a terminar su infusión. Limpió la comisura de sus labios con la servilleta blanca que descansaba sobre su regazo y luego la dejó sobre la bandeja de plata. Tocó la campanilla y en pocos segundos ya tenía despejado el despacho. Una suave y cálida brisa entró por la ventana que estaba a sus espaldas y le meció los bucles que caían por sus patillas. Llevaba el cabello atado en un rodete tirante, que le dejaba la frente despejada, y sólo esos pocos mechones no habían sido incluidos en el recogido. Estaba ataviada de negro, como de costumbre, y no llevaba joyas; de hecho, no soportaba a las mujeres que exageraban en accesorios en las horas matinales. Golpearon la puerta y le anunciaron la llegada de una mujer, a la cual hizo pasar y despachó con la misma rapidez, pues su aspecto no era el de pulcritud y elegancia que exigía. Si todas serían así, contrataría a una de sus yeguas, seguro que sería más competente. La segunda en ingresar sí estaba correcta en su apariencia, hasta olía a limpio, pero hablaba demasiado y terminó provocando una fuerte jaqueca a la dueña de casa. La tercera tenía cualidades, pero sus dientes estaban podridos y su aliento apestaba… Y el abogado que no llegaba. Bárbara se levantó de golpe cuando la cuarta mujer se fue sin ser contratada. Se preguntó si ella era demasiado exigente o si sus empleados se habían vuelto burlistas con la gente a la cual le habían hecho saber sobre la vacante. Tomó la sombrilla que descansaba en un perchero y salió acomodándose los guantes. Ignoró a la quinta persona que recorría el pasillo junto al mayordomo, y la fulminó con la mirada cuando ésta la siguió y le insistió en que le tomara la entrevista. La mujer comenzó a llorar de manera histérica al recibir sólo indiferencia, y le relató su triste historia familiar hasta que llegaron al ingreso. Demasiado ofuscada para esperar que el mayordomo le abriera, ella misma giró el picaporte y se encontró con una figura femenina, seguramente, otra más que esa mañana tenía la esperanza de encontrar trabajo. La observó de pies a cabeza, la analizó mientras la otra, desesperada, seguía con su denigrante súplica. Le agradó la fachada de quien tenía en frente y también le agradó su mirada. —Entre —le ordenó, y fue más brusca de lo que hubiera deseado. Volteó y pasó junto a los tres hombres que sostenían a la mujer que ya estaba enajenada e insultaba por doquier. —La quiero lejos de aquí, encárguense de que no pase ni a diez metros de mi casa —Bárbara era una mujer benevolente, pero cuando su humor se oscurecía, se volvía implacable. Siguió su camino junto a la nueva aspirante, por el bien de ella, rogó que reuniera las aptitudes.
Se sentó tras su escritorio y bebió un sorbo del té que le acababan de servir. Cuando la puerta se cerró tras la doméstica, la joven se tomó las sienes y cerró los ojos. Repasó mentalmente todas y cada una de las preguntas que iba a realizarle tanto a los aspirantes a empleados como las que usaría para romper el hielo con los árabes. Guardó en el segundo cajón del lado izquierdo las notas que había tomado sobre lo básico de la religión musulmana y se dispuso a terminar su infusión. Limpió la comisura de sus labios con la servilleta blanca que descansaba sobre su regazo y luego la dejó sobre la bandeja de plata. Tocó la campanilla y en pocos segundos ya tenía despejado el despacho. Una suave y cálida brisa entró por la ventana que estaba a sus espaldas y le meció los bucles que caían por sus patillas. Llevaba el cabello atado en un rodete tirante, que le dejaba la frente despejada, y sólo esos pocos mechones no habían sido incluidos en el recogido. Estaba ataviada de negro, como de costumbre, y no llevaba joyas; de hecho, no soportaba a las mujeres que exageraban en accesorios en las horas matinales. Golpearon la puerta y le anunciaron la llegada de una mujer, a la cual hizo pasar y despachó con la misma rapidez, pues su aspecto no era el de pulcritud y elegancia que exigía. Si todas serían así, contrataría a una de sus yeguas, seguro que sería más competente. La segunda en ingresar sí estaba correcta en su apariencia, hasta olía a limpio, pero hablaba demasiado y terminó provocando una fuerte jaqueca a la dueña de casa. La tercera tenía cualidades, pero sus dientes estaban podridos y su aliento apestaba… Y el abogado que no llegaba. Bárbara se levantó de golpe cuando la cuarta mujer se fue sin ser contratada. Se preguntó si ella era demasiado exigente o si sus empleados se habían vuelto burlistas con la gente a la cual le habían hecho saber sobre la vacante. Tomó la sombrilla que descansaba en un perchero y salió acomodándose los guantes. Ignoró a la quinta persona que recorría el pasillo junto al mayordomo, y la fulminó con la mirada cuando ésta la siguió y le insistió en que le tomara la entrevista. La mujer comenzó a llorar de manera histérica al recibir sólo indiferencia, y le relató su triste historia familiar hasta que llegaron al ingreso. Demasiado ofuscada para esperar que el mayordomo le abriera, ella misma giró el picaporte y se encontró con una figura femenina, seguramente, otra más que esa mañana tenía la esperanza de encontrar trabajo. La observó de pies a cabeza, la analizó mientras la otra, desesperada, seguía con su denigrante súplica. Le agradó la fachada de quien tenía en frente y también le agradó su mirada. —Entre —le ordenó, y fue más brusca de lo que hubiera deseado. Volteó y pasó junto a los tres hombres que sostenían a la mujer que ya estaba enajenada e insultaba por doquier. —La quiero lejos de aquí, encárguense de que no pase ni a diez metros de mi casa —Bárbara era una mujer benevolente, pero cuando su humor se oscurecía, se volvía implacable. Siguió su camino junto a la nueva aspirante, por el bien de ella, rogó que reuniera las aptitudes.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/05/2012
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Localización : París
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Re: Mi risa ya no es tan frágil [Priv.]
Siete, siete eran los minutos que llevaba esperado una respuesta en la entrada de la inmensa casa. Había arreglado ya su vestido una decena de veces, planchando los tablones y desarrugando las cintillas con los dedos, aplastando la tela entre sus manos para hacerla lucir adecuada para la ocasión. Se había aderezado todos los rebeldes cabellos que emergían de su sien tras sus orejas, reviso la presencia de la carta con el latente temor de que un viento perdido la pudiese volar de su lugar, arrastrándola sobre la calles de París hasta manos de quien no necesitaba conocer su razón. Su mirad oscilaba de aquí a allá, aguardaba pero no sabía cuánto más seria capaz de aguardar olvidada en aquel lugar.
Los pasos atascados que emergieron desde el interior censurado de la casona apresuraron el ritmo de su respiración, tan abruptos que por poco prefirió el silencio de la soledad ¿Eran gritos los que acompañaban el tamboriteo de los zapatos al avanzar? Contuvo la respiración cuando la puerta se abrió dejando ver a una mujer que en lo absoluto llegaba a lucir como la sirvienta del lugar, y si a la clase laboral de una casa se le jerarquizaba también con rangos era algo que llegaba a ignorar. Propicio una torpe reverencia cuando la mujer la observo con aquel semblante molesto y mirada distante, su voz a pesar de sonar tajante y dura se mezclaba perfectamente con su aspecto, dedujo antes de escucharla hablar que sus palabras no serian cálidas ni adornadas y por ello la orden le pareció bien.
Tuvo que hacerse a un lado para que los hombres lograran sacar a empujones y miradas recriminantes a la mujer que sin dejar un segundo de profesar injurias e insultos por doquier comenzaba a darse por vencida conforme su cuerpo se adentraba en la calle, regreso algunos pasos extendiéndole un pañuelo que saco del interior de su vestido, un pañuelo blanco que había recibido de manos de los gitanos el día que llego con el rostro cubierto de llanto y dolor. Ese pañuelo, podía con el sufrimiento de aquella mujer también “No necesito que me lo devuelvas” y antes de que la mujer pudiese decidir cuál sería su reacción la puerta se cerró en sus narices obligándola a girar al interior del lugar. Lo que encontró frente a ella no fue sino la concepción exacta de lo que en su infancia hubiese sido la descripción de un castillo.
Encandilada como estaba, ante los lujos que se exponían en el pasillo del lugar avanzaba tras la mujer con rapidez. Intentaba no detenerse mucho tiempo cerca de las cosas que llamaban su atención, muebles antiguos, objetos que destellaban con la intensidad de las estrellas y todo eso acompañado de un aroma que no lograba reconocer “Tiene un hogar precioso” aquello hubiese sido lo que de sus labios habría emergido de haber podido hablar y no lo decía con el afán de quedar bien o aparentar ser una mujer de clase baja porque en su antigua vida no había sido así. La frase, sin embargo, se entonaba a algo totalmente diferente, a la capacidad de pertenencia a un lugar y a la inminente tranquilidad que un espacio puede dar, tranquilidad que en aquellos instantes disipaban los nervios de la posible ráfaga de preguntas que estaba por recibir.
Observo con curiosidad a la mujer que la guiaba por el pasillo con aquel porte autoritario y femenino, como contradicción de la educación que se brindaba a los demás. Inspiro, aferrándose a la mínima esperanza de encontrar un nuevo inicio.
Los pasos atascados que emergieron desde el interior censurado de la casona apresuraron el ritmo de su respiración, tan abruptos que por poco prefirió el silencio de la soledad ¿Eran gritos los que acompañaban el tamboriteo de los zapatos al avanzar? Contuvo la respiración cuando la puerta se abrió dejando ver a una mujer que en lo absoluto llegaba a lucir como la sirvienta del lugar, y si a la clase laboral de una casa se le jerarquizaba también con rangos era algo que llegaba a ignorar. Propicio una torpe reverencia cuando la mujer la observo con aquel semblante molesto y mirada distante, su voz a pesar de sonar tajante y dura se mezclaba perfectamente con su aspecto, dedujo antes de escucharla hablar que sus palabras no serian cálidas ni adornadas y por ello la orden le pareció bien.
Tuvo que hacerse a un lado para que los hombres lograran sacar a empujones y miradas recriminantes a la mujer que sin dejar un segundo de profesar injurias e insultos por doquier comenzaba a darse por vencida conforme su cuerpo se adentraba en la calle, regreso algunos pasos extendiéndole un pañuelo que saco del interior de su vestido, un pañuelo blanco que había recibido de manos de los gitanos el día que llego con el rostro cubierto de llanto y dolor. Ese pañuelo, podía con el sufrimiento de aquella mujer también “No necesito que me lo devuelvas” y antes de que la mujer pudiese decidir cuál sería su reacción la puerta se cerró en sus narices obligándola a girar al interior del lugar. Lo que encontró frente a ella no fue sino la concepción exacta de lo que en su infancia hubiese sido la descripción de un castillo.
Encandilada como estaba, ante los lujos que se exponían en el pasillo del lugar avanzaba tras la mujer con rapidez. Intentaba no detenerse mucho tiempo cerca de las cosas que llamaban su atención, muebles antiguos, objetos que destellaban con la intensidad de las estrellas y todo eso acompañado de un aroma que no lograba reconocer “Tiene un hogar precioso” aquello hubiese sido lo que de sus labios habría emergido de haber podido hablar y no lo decía con el afán de quedar bien o aparentar ser una mujer de clase baja porque en su antigua vida no había sido así. La frase, sin embargo, se entonaba a algo totalmente diferente, a la capacidad de pertenencia a un lugar y a la inminente tranquilidad que un espacio puede dar, tranquilidad que en aquellos instantes disipaban los nervios de la posible ráfaga de preguntas que estaba por recibir.
Observo con curiosidad a la mujer que la guiaba por el pasillo con aquel porte autoritario y femenino, como contradicción de la educación que se brindaba a los demás. Inspiro, aferrándose a la mínima esperanza de encontrar un nuevo inicio.
{Lamento la demora!}
Viviane Balloch- Cambiante Clase Media
- Mensajes : 62
Fecha de inscripción : 18/04/2012
Re: Mi risa ya no es tan frágil [Priv.]
El mayordomo apareció de una habitación contigua al despacho, y le abrió la puerta a Bárbara de éste, así ella ingresaba, acompañada de la joven aspirante al cargo de doncella. El ventanal, abierto de par en par, aceptaba el ingreso de una suave brisa que traía con ella el aroma del maravilloso jardín de uno de los patios de la mansión. La calidez del lugar, de su lugar, le devolvió la serenidad que la mujer había corrompido con su insensatez. Quizá eso era lo que más le molestaba, el hecho de no poder controlar absolutamente todo lo que la rodeaba, o perder el control de sus propias reacciones, porque, sin dudas, aquella señora había logrado que la paciencia impoluta de Bárbara, se viera afectada de sobremanera. Y no sólo había sido ella, si no, el hecho de que el abogado que iba a ayudarla tampoco se presentase y la dejase sola bajo aquellas circunstancias. Cuando rodeó el escritorio, se percató de la pila de papeles por revisar que descansaban sobre éste. Suspiró en su imaginación, estaba sumamente presionada por todos los flancos, y ni siquiera en el ámbito doméstico podía tener un diminuto espacio para su propia relajación. Se sentó y acarició la madera con sus manos pequeñas de dedos largos, el barniz la volvía suave y el fresco de la habitación la mantenía fría, le gustó la sensación y logró tranquilizar su mente. Había olvidado que estaba acompañada, levantó la vista y se encontró con la joven de rostro sereno. No estaba asustada, a pesar del ataque de ira que había tenido que presenciar, si aún seguía allí, era o porque no le importaba una patrona cruel y necesitaba realmente el trabajo, o porque su paz interna era demasiada para rebajarse a una emoción tan humana como la que había tenido Bárbara. Pudo observarla mejor, entre los cuadros de fondo y la estantería de libros, parecía una verdadera estatua de exposición, tenía una piel maravillosa y se notaba que era educada. Le agradó.
—Discúlpame —habló, relajando sus hombros— No suelo tratar así al personal —había vuelto a sus cabales, a y pesar de que su gesto era, naturalmente, serio, intentó sonar cálida y amable. —Siéntate, por favor —la invitó con un gesto de su mano. Era silenciosa y sus ademanes sigilosos, todo en aquella muchacha inspiraba confianza. Aunque le extrañó que no haya emitido palabra, sin embargo, quizá aquella podía ser su manera de expresar el rechazo que le había provocado la escena. Claro, no todos los días se veía a una mujer haciendo sacar a la calle a otra por sus empleados a gritos e insultos. El mayordomo tocó la puerta, Bárbara reconocía los dos golpes que daba el hombre, y le dio permiso de ingresar. —Trae dos tés de jazmín, por favor —dio por sentado que la visitante tomaría lo mismo que ella, era demasiado tarde para contradecirse y preguntarle si le gustaba el té de jazmín. El dependiente pidió permiso y salió del despacho, no se escuchó cuando cerró la puerta. Se detuvo, una vez más, en la señorita, no había dicho qué deseaba beber ni tampoco había hecho el además de hacerlo, le gustó. Un empleado jamás contrariaba a su jefe, no lo corregía salvo que se lo pidiesen y hacía lo que le decían. Notó que en las manos de ella descansaba un papel, una carta, ¿de recomendación? —Permiso —dijo, y la tomó.
Abrió el sobre sin volver a mirar a la dueña del papel. Desdobló la hoja y descubrió una caligrafía espléndida, en una letra cursiva que denotaba que quien la había escrito, era alguien de carácter. La leyó con detenimiento, y sólo alzó las cejas de manera casi imperceptible cuando descubrió, en la quinta línea, que Viviane Balloch, como decía que se llamaba la muchacha, padecía de mutismo. Podía esperar muchas cosas, pero no aquello. No porque le molestasen las discapacidades, si no, por el hecho de que le parecía sorprendente que alguien así se atreviese a buscar trabajo como doméstica, cuando se obligaba a los empleados a decir “si, señor” o “no, señor”, para absolutamente todas las actividades. Viviane era instruida, según decía la nota. No podían estar mintiendo, pues era evidente que aquella joven había recibido educación. Terminó de leer y demoró unos pocos segundos en doblar el papel y devolverlo al sobre, para luego apoyarlo en el escritorio. El mayordomo volvió con las infusiones, y el rito de servir el té lo hizo en absoluto silencio. Sólo se escuchaban a los pájaros que cantaban cerca de la ventana, y el ruido del agua al ser servida en las tazas de porcelana china. Depositó una frente a Bárbara y otra frente a Viviane, y cuando su señora le dio la orden de que podía retirarse, éste lo hizo igual que la vez anterior. Destutt de Tracy le puso dos cucharadas de azúcar a su té, y luego de revolver, se dignó a volver la vista hacia la aspirante. —Tienes muy buenas referencias —comenzó— Aquí dice que eres muda, lo cual, para ser sincera, me provocó sorpresa, pues no es común que alguien como tú se aventure a un puesto de doncella —acotó, midiendo la reacción de la receptora, y como ésta no se desmoralizó, continuó —¿Realmente te crees preparada para éste puesto? ¿Conoces una manera de que podamos comunicarnos? Porque, como es evidente, ni siquiera puedes responderme éstas simples preguntas. Necesito soluciones, señorita Viviane —probaría el carácter y la fortaleza de aquella joven, por ello, había usado su tono de voz que rozaba lo autoritario. No le gustaba amedrentar a la gente, pero no podía darse el lujo de una doncella débil.
—Discúlpame —habló, relajando sus hombros— No suelo tratar así al personal —había vuelto a sus cabales, a y pesar de que su gesto era, naturalmente, serio, intentó sonar cálida y amable. —Siéntate, por favor —la invitó con un gesto de su mano. Era silenciosa y sus ademanes sigilosos, todo en aquella muchacha inspiraba confianza. Aunque le extrañó que no haya emitido palabra, sin embargo, quizá aquella podía ser su manera de expresar el rechazo que le había provocado la escena. Claro, no todos los días se veía a una mujer haciendo sacar a la calle a otra por sus empleados a gritos e insultos. El mayordomo tocó la puerta, Bárbara reconocía los dos golpes que daba el hombre, y le dio permiso de ingresar. —Trae dos tés de jazmín, por favor —dio por sentado que la visitante tomaría lo mismo que ella, era demasiado tarde para contradecirse y preguntarle si le gustaba el té de jazmín. El dependiente pidió permiso y salió del despacho, no se escuchó cuando cerró la puerta. Se detuvo, una vez más, en la señorita, no había dicho qué deseaba beber ni tampoco había hecho el además de hacerlo, le gustó. Un empleado jamás contrariaba a su jefe, no lo corregía salvo que se lo pidiesen y hacía lo que le decían. Notó que en las manos de ella descansaba un papel, una carta, ¿de recomendación? —Permiso —dijo, y la tomó.
Abrió el sobre sin volver a mirar a la dueña del papel. Desdobló la hoja y descubrió una caligrafía espléndida, en una letra cursiva que denotaba que quien la había escrito, era alguien de carácter. La leyó con detenimiento, y sólo alzó las cejas de manera casi imperceptible cuando descubrió, en la quinta línea, que Viviane Balloch, como decía que se llamaba la muchacha, padecía de mutismo. Podía esperar muchas cosas, pero no aquello. No porque le molestasen las discapacidades, si no, por el hecho de que le parecía sorprendente que alguien así se atreviese a buscar trabajo como doméstica, cuando se obligaba a los empleados a decir “si, señor” o “no, señor”, para absolutamente todas las actividades. Viviane era instruida, según decía la nota. No podían estar mintiendo, pues era evidente que aquella joven había recibido educación. Terminó de leer y demoró unos pocos segundos en doblar el papel y devolverlo al sobre, para luego apoyarlo en el escritorio. El mayordomo volvió con las infusiones, y el rito de servir el té lo hizo en absoluto silencio. Sólo se escuchaban a los pájaros que cantaban cerca de la ventana, y el ruido del agua al ser servida en las tazas de porcelana china. Depositó una frente a Bárbara y otra frente a Viviane, y cuando su señora le dio la orden de que podía retirarse, éste lo hizo igual que la vez anterior. Destutt de Tracy le puso dos cucharadas de azúcar a su té, y luego de revolver, se dignó a volver la vista hacia la aspirante. —Tienes muy buenas referencias —comenzó— Aquí dice que eres muda, lo cual, para ser sincera, me provocó sorpresa, pues no es común que alguien como tú se aventure a un puesto de doncella —acotó, midiendo la reacción de la receptora, y como ésta no se desmoralizó, continuó —¿Realmente te crees preparada para éste puesto? ¿Conoces una manera de que podamos comunicarnos? Porque, como es evidente, ni siquiera puedes responderme éstas simples preguntas. Necesito soluciones, señorita Viviane —probaría el carácter y la fortaleza de aquella joven, por ello, había usado su tono de voz que rozaba lo autoritario. No le gustaba amedrentar a la gente, pero no podía darse el lujo de una doncella débil.
Off: Mil disculpas por la demora eterna!
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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