Equilibrium {Ignis Lunacy, Atriella y Badou}

Una de las creencias populares se basa en el dicho que, para creer en algo, es necesario poder dar fe y testimonio de los hechos; Ignis no puede ver el circo a su alrededor, ni siquiera está segura de las ropas que viste o de sus rojizos cabellos, su mundo es obscuridad total. Pero los hombres estaban ahí, las ratas, los cuervos, las mujeres enfermizas que gritaban su agonía en medio de las carpas agigantadas con los postes de madera. También están regados por todas partes, los bárbaros y deformes conceptos de la humanidad. Algunos de ellos sólo salen de noche, otros se pierden entre la multitud apareciendo cuando los mortales están concentrados en la ilusión de la magia con una gitana que se mueve al son de la música, meneando sus caderas y tocando la pandereta con su sonrisa detrás del velo que le oculta el rostro. Los demás, atrapados en la casa de espejos, provocaban que la gente terminara observando sus pesadillas en el frío del cristal. No existe mente humana que se resista a la manipulación de Malaquias en medio de aquel espectáculo. Los demonios cobran vida y ella, ella es uno de ellos.

Sus ojos se cierran con parsimonia, aspira con profunda delicadeza el aroma de todo aquel enigma que la rodea. Conoce ese peculiar aroma de gentuza invadiendo sus tierras, en realidad, nada de eso es suyo, nada le pertenece, sólo la mancha en su muñeca y la temible rata que besa y acaricia mientras permanece encerrada en esa jaula con los trozos de animales a su alrededor. Por un segundo, un insípido instante que para Ignis resulta una eternidad, la libertad acaricia sus mejillas y el fragor del sol toca su pálida piel. Pero el término de la música en las lejanías le dicta su actuación. Baja de la trampa en la que se encuentra. Casi como si pudiese distinguir las dimensiones, los colores y la profundidad de las cosas, corre en dirección hacia la última carpa del espectáculo mayor. Los hombres se meten de dos en dos, no apto para niños, pero aún así se desafían las leyes del circo. Se agacha y levanta la cortina color púrpura para meterse por debajo «¡Ignis!». Se detiene de golpe al escuchar la voz de su muñeca parlante. Frunce el ceño y sacude la cabeza. Cada palabra, sin importar si fuese una orden, un consejo… es obedecida por la pelirroja si la muñeca lo indica, esta vez el objeto inanimado se percató de algo en el fondo de la carpa. «¡Rápido, métete! ¡Malaquias nos castigará!» Introducirse en esa pequeña jaula, es más difícil que escapar de ella. Levantó su pierna derecha a la altura de su hombro, dobló la rodilla izquierda agachándose e introduciendo su torso en la caja de cristal. Sus cabellos se ensuciaron con el pedacero de carne sobre la superficie de la jaula y sus vendajes quedaron impregnados con el color rojizo de la sangre. Una vez adentro, los cables que cruzan, dejan pequeñas marcar sobre su piel y el polvo combinado con la humedad del agua le añade un aspecto grotesco, mortífero, peligroso.

-No pequeño. No quieres alimentarla, seguro te arranca el brazo- Comenta el hombre detrás de la jaula mostrando los huesos en las esquinas de la misma. Enseñando como la mujer logra posicionar su cuerpo en figuras inimaginables. Sus extremidades se doblan hacia los lados opuestos creando una visión inverosímil de su cuerpo. Malaquias, un hombre de bien pero preocupado por los ingresos del circo, desea ofrecer un espectáculo inolvidable y, como acto vandálico, arroja un gato negro a la jaula de Ignis. El felino maúlla al lado de la fémina. Al escucharlo, lleva ambas manos hasta sus oídos y cae al suelo retorciéndose presa del espasmo que los ruidos fuertes le provocan. Aprieta la mandíbula y chilla. Sus ojos se llenan de lágrimas, pero es la rabia la que se desemboca de sus orbes. Gatea por la jaula buscando, reconociendo el terreno. Encuentra los restos de su comida pasada y sonríe. El gato vuelve a maullar, esta vez lo hace desde la otra esquina. La mirada perdida de la joven, se incendia como si hubiese encontrado un tesoro. Sonríe con la mitad de sus labios. Mueve las manos con rapidez, el felino no tiene a donde ir así que lo atrapa a los pocos segundos. Quien la ve por primera vez, la encuentra encantadora mimando al gato con sus caricias, pero después se da cuenta que no es su intención consentir al felino.

La pelirroja clava la mandíbula en el costado del animal hasta que la sangre aparece y gotea por los costados de su mentón. Un trozo de carne le es arrancado al gato. Los chillidos de la pobre criatura penetran el tímpano de los espectadores y Malaquias arroja su estruendosa carcajada llena de complicidad. Ignis se alimenta como una bestia famélica. El pelaje del felino es escupido por sus fauces y sólo osa en tragarse lo blando de la carne. Retira el pellejo con los dientes y vuelve a morder. Una, dos, tres veces hasta que las costillas del ahora cadáver se visualizan por encima de su piel. Sus huesos son tan blancos como el rostro de la pelirroja y la sangre… bueno, su cabello se pierde bajo ese charco escarlata al borde de sus rodillas. La respiración de Ignis se controla lentamente, enfoca sus sentidos y puede escuchar el terror en los presentes. No los ve, pero eso no significa que no pueda olfatear y oír su miedo. Gruñe. El gato ha muerto, ya no le sirve para seguir comiendo. –¿Metus?- Susurra con la sangre atorándose en su garganta. «Detrás de ti, mi pequeña» Se gira con parsimonia. –Come, come… Te sientes muy delgado. Anda guardé algo para ti- Toma a la rata entre sus manos y la aproxima hasta los restos del gato. Irónico, los felinos cazan a los roedores, pero esa rata llamada Metus, siempre se traga las sobras que su dueña deja y, por lo regular son gatos. -¡Sí! ¡Otras siete almas!-