AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La Primavera {Privado}
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La Primavera {Privado}
Durante décadas, el poder de los Médici había dominado la ciudad de Florencia y los había vuelto los líderes no sólo políticos, sino también culturales y económicos de una ciudad que se convertiría, a posteriori, en todo un punto de referencia del arte del llamado Quattrocento. Yo lo sabía bien; al fin y al cabo, había vivido bajo su mando durante unos años, en los que me había codeado con artistas y mecenas en ese ambiente tan rico culturalmente hablando y en los que, incluso, había posado para algunos de ellos. Lo que me resultaba curioso era que pese a que hacía algo menos de cuatro siglos que su época de mayor esplendor ya se había pasado, aún parecía seguir vivo el espíritu de la familia Médici en cualquier ínfimo detalle que se tratara respecto a Florencia. Aquella noche me encontraba en el museo del Louvre, concretamente en una de las salas más protegidas y vigiladas de la institución porque se encontraba ubicado en ella, frente a mí, uno de los mayores tesoros que había conseguido para una exposición sobre, precisamente, el arte de los primeros grandes maestros: la Primavera de Sandro Botticelli. Originariamente, el cuadro se guardaba y exponía en la Galeria degli Ufizzi, ubicada en la ciudad de la que era oriundo tanto el autor como su mecenas, pero hacía algún tiempo que había ansiado verlo, y mi posición como dueña de uno de los museos más importantes del panorama continental me daba cierta preponderancia a la hora de pedir una obra maestra de tales características que, fieles al estilo de los Médici, les había costado prestarme. Daba igual mi reputación, y poco les había importado que hubiera jurado y perjurado que la cuidaría, puesto que era su tesoro y no se desharían de él; sin embargo, tras unos meses de cartas constantes y de comunicaciones, por fin había ganado la batalla y lo había podido exponer.
Para celebrar el acontecimiento, el Louvre acogía una fiesta privada y selecta en la que los invitados podrían disfrutar del cuadro a una distancia respetable para no dañarlo y en la que, si le echaban suficiente imaginación, podrían llegar a ver a su anfitriona representada en una de las Tres Gracias, que danzaban a la izquierda del retrato, con la vista clavada en el joven Mercurio. No era casualidad que mi retrato apareciera allí, aunque de una manera distinta y difusa a como se entendían los retratos en el París decimonónico en el que me encontraba; había sido, durante algún tiempo, el amor platónico de Botticelli, y me había suplicado que posara para él, aunque me había representado más de la manera en que me veía que como realmente era y seguía siendo, por mi naturaleza inmortal. Cuando posaba la vista en el rostro de la joven Gracia que era yo recordaba mi pasado, lo distinta que era mi vida de entonces con la de ahora, y sobre todo sentía que se recubría mi interior de una fina capa de escarcha que ayudaba a distanciarme de un presente en el que había sido atrapada y derrotada políticamente por un bárbaro que sólo sabe luchar, nada más. Esa frialdad, no exenta de algo de resentimiento, fue lo que me obligó a apartar la mirada del cuadro y romper por un instante la conexión con un pasado que, a todas luces, me parecía más brillante que el momento presente, en el que no obstante debía concentrarme, por lo que caminé hacia la salida para, así, poder dirigirme hacia la recepción del museo.
Rostros antiguos, rostros nuevos; rostros mortales, rostros inmortales; rostros interesados, rostros aburridos: todos se habían reunido para acudir a la exposición que la joven monarca de los Países Bajos había organizado en torno a obras del Quattrocento en general y de Botticelli, entre otros, en particular, y a todos ellos me dirigí en un breve discurso previo a enseñarles la obra maestra, el fruto de mi esfuerzo. La reacción fue unánime: admiración. La obra, cuyas características expliqué a grandes rasgos, hablaba por sí misma lo suficiente para despertar simpatías intelectuales en quienes conocían algo de historia del arte, pues la tendencia de la época en la que nos encontrábamos a alabar por encima de todo lo geométrico y lo ordenado en contra del movimiento caótico barroco veía su natural enlace con el que denominábamos Renacimiento al que pertenecía la obra, así que no fue necesaria una gran introducción para causar el efecto esperado, admiración, y que se les abriera el apetito, metafóricamente hablando, para ver el resto de la muestra, a través de la cual los guié. La jornada cultural terminó cuando, vista la última obra, les indiqué el camino al piso inferior, donde se celebraría un fastuoso baile al que, de momento, no pensaba asistir. Mi mente estaba a una distancia lejana, tanto como el Nuevo Mundo o quizá incluso más, del museo del Louvre; no me sentía con ánimos de acudir a la llamada de la música y del baile, sino que prefería observar cómo se abría la celebración desde la balaustrada del piso superior. A aquella distancia, además, nadie podría oler la sangre que se acumulaba en la copa que pronto serví, directa del cuello de un anónimo donante.
Como si fueran hormigas, las personas, debajo de donde yo me encontraba, se juntaban en pequeños grupos que pese a su aspecto de pandillas de niños en un colegio seguramente decidirían acerca del futuro de miles de personas, y todo eso antes del baile. Los murmullos, de los que escuchaba apenas palabras sueltas, sólo se vieron interrumpidos cuando los instrumentos tomaron el relevo en la tarea de ambientar la habitación, y sólo entonces alcé la copa en honor de los invitados y bebí de lo que parecía vino y, en realidad, no lo era. Sola como estaba en el piso superior, apoyada en la balaustrada y con un vestido de seda rojiza discretamente ajustado que insinuaba muchísimo más de lo que llegaba a mostrar, parecía por fin la reina que decía ser y que, en la distancia, se encargaba de sus súbditos. En vez de obedecer a mi instinto y acudir, de nuevo, a la muda contemplación del cuadro que reposaba silenciosa y calmadamente en una de las salas adyacentes, opté por apoyarme en una de las columnas de orden corintio con la copa aún en la mano y contemplar la escena a mis pies, en la que cualquier cosa podría pasar. Tan fría, tan serena, y a la vez disfrutando de la sangre recién salida de una vena, así como con un vestido que no podía pasar desapercibido, era una clara muestra del contraste entre la lejanía en la que se encontraba mi mente y la pasión habitual con la que solía manejarme, una especie de metáfora de lo espiritual y lo carnal que Sandro Botticelli tan bien había representado en las Tres Gracias admirando a Mercurio y Céfiro raptando a una ninfa, respectivamente, en el cuadro de la Primavera. Al final incluso resultaría que no estaba tan alejada de él como había pensado en un primer momento...
Para celebrar el acontecimiento, el Louvre acogía una fiesta privada y selecta en la que los invitados podrían disfrutar del cuadro a una distancia respetable para no dañarlo y en la que, si le echaban suficiente imaginación, podrían llegar a ver a su anfitriona representada en una de las Tres Gracias, que danzaban a la izquierda del retrato, con la vista clavada en el joven Mercurio. No era casualidad que mi retrato apareciera allí, aunque de una manera distinta y difusa a como se entendían los retratos en el París decimonónico en el que me encontraba; había sido, durante algún tiempo, el amor platónico de Botticelli, y me había suplicado que posara para él, aunque me había representado más de la manera en que me veía que como realmente era y seguía siendo, por mi naturaleza inmortal. Cuando posaba la vista en el rostro de la joven Gracia que era yo recordaba mi pasado, lo distinta que era mi vida de entonces con la de ahora, y sobre todo sentía que se recubría mi interior de una fina capa de escarcha que ayudaba a distanciarme de un presente en el que había sido atrapada y derrotada políticamente por un bárbaro que sólo sabe luchar, nada más. Esa frialdad, no exenta de algo de resentimiento, fue lo que me obligó a apartar la mirada del cuadro y romper por un instante la conexión con un pasado que, a todas luces, me parecía más brillante que el momento presente, en el que no obstante debía concentrarme, por lo que caminé hacia la salida para, así, poder dirigirme hacia la recepción del museo.
Rostros antiguos, rostros nuevos; rostros mortales, rostros inmortales; rostros interesados, rostros aburridos: todos se habían reunido para acudir a la exposición que la joven monarca de los Países Bajos había organizado en torno a obras del Quattrocento en general y de Botticelli, entre otros, en particular, y a todos ellos me dirigí en un breve discurso previo a enseñarles la obra maestra, el fruto de mi esfuerzo. La reacción fue unánime: admiración. La obra, cuyas características expliqué a grandes rasgos, hablaba por sí misma lo suficiente para despertar simpatías intelectuales en quienes conocían algo de historia del arte, pues la tendencia de la época en la que nos encontrábamos a alabar por encima de todo lo geométrico y lo ordenado en contra del movimiento caótico barroco veía su natural enlace con el que denominábamos Renacimiento al que pertenecía la obra, así que no fue necesaria una gran introducción para causar el efecto esperado, admiración, y que se les abriera el apetito, metafóricamente hablando, para ver el resto de la muestra, a través de la cual los guié. La jornada cultural terminó cuando, vista la última obra, les indiqué el camino al piso inferior, donde se celebraría un fastuoso baile al que, de momento, no pensaba asistir. Mi mente estaba a una distancia lejana, tanto como el Nuevo Mundo o quizá incluso más, del museo del Louvre; no me sentía con ánimos de acudir a la llamada de la música y del baile, sino que prefería observar cómo se abría la celebración desde la balaustrada del piso superior. A aquella distancia, además, nadie podría oler la sangre que se acumulaba en la copa que pronto serví, directa del cuello de un anónimo donante.
Como si fueran hormigas, las personas, debajo de donde yo me encontraba, se juntaban en pequeños grupos que pese a su aspecto de pandillas de niños en un colegio seguramente decidirían acerca del futuro de miles de personas, y todo eso antes del baile. Los murmullos, de los que escuchaba apenas palabras sueltas, sólo se vieron interrumpidos cuando los instrumentos tomaron el relevo en la tarea de ambientar la habitación, y sólo entonces alcé la copa en honor de los invitados y bebí de lo que parecía vino y, en realidad, no lo era. Sola como estaba en el piso superior, apoyada en la balaustrada y con un vestido de seda rojiza discretamente ajustado que insinuaba muchísimo más de lo que llegaba a mostrar, parecía por fin la reina que decía ser y que, en la distancia, se encargaba de sus súbditos. En vez de obedecer a mi instinto y acudir, de nuevo, a la muda contemplación del cuadro que reposaba silenciosa y calmadamente en una de las salas adyacentes, opté por apoyarme en una de las columnas de orden corintio con la copa aún en la mano y contemplar la escena a mis pies, en la que cualquier cosa podría pasar. Tan fría, tan serena, y a la vez disfrutando de la sangre recién salida de una vena, así como con un vestido que no podía pasar desapercibido, era una clara muestra del contraste entre la lejanía en la que se encontraba mi mente y la pasión habitual con la que solía manejarme, una especie de metáfora de lo espiritual y lo carnal que Sandro Botticelli tan bien había representado en las Tres Gracias admirando a Mercurio y Céfiro raptando a una ninfa, respectivamente, en el cuadro de la Primavera. Al final incluso resultaría que no estaba tan alejada de él como había pensado en un primer momento...
Invitado- Invitado
Re: La Primavera {Privado}
Crudo, como el invierno que azota las desoladas calles de la vieja Suecia, se siente sumergido en un vacío y lapidoso instante de su vida. Ha estado admirando su cuerpo frente al espejo, la juventud robada y la muerte burlada una vez más. ¿Cuántas veces se empeñará en escapar de ella? Ni siquiera ahí, en aquella exposición lograría que la muerte le sorprendiese. Lo peor es que no se encuentra en ese lugar por mero gusto o por el estrecho amor que le tiene a una vana demostración de poderío sobre la ya tan elaborada treta de la anfitriona con la galería. Es sólo el hecho de que, sin quererlo, saberlo o entenderlo, sus pies lo arrastraron hasta ese sitio domado por una amarga visión. Se quedó plasmado frente a la obra idealizando y escuchando las voces del pasado a su alrededor. Las Gracias podrían seguir su cántico en aquella fascinante pero poco ortodoxo aquelarre de primavera. Ellas continuarían con su mítica danza contradiciendo a los historiadores por mucho, mucho tiempo. Céfiro, que representado por el viento distante de la obra, desearía poder robar a esa ninfa… No importa lo que Botticelli hubiese podido expresar en aquel cuadro, el significado del mismo, así como le es indiferente la representación de la familia a la cual le pertenece el cuadro. Los naranjos no se irían a ningún lado, pero él sí. ¡Bagh!
Arte, estaba asqueado de él y no necesita que se le recuerde que, en algún momento, los mejores años de su vida se hubieron quedado estancados en un pasado. Se ha perdido a si mismo, pues la única que contaba la historia después de su presencia, era ella… La musa diabólica que lo mantuvo cuerdo todo este maldito infierno. No, no quiere sentarse y dejarse consumir por la amargura o representativo dolor que emerge de su pecho con cada segundo en su ausencia, pudo sobrevivir antes de ella así que lo hará de nuevo. Sus labios forman la siniestra sonrisa de su rostro, pero sin llegar a sus ojos. La maldad que se percibe en su aura demoniaca no ha logrado desaparecer la sombra que a ella le pertenecía, una mujer que no podrá ser reemplazada y por la cual siempre querrá poseer a toda las demás que, con su mismo color de cabello, se paseen pavorosas frente a él, gozando de su vida e intentando no ceder ante el cruel encanto embustero de un hombre como él. La ironía resalta a la vista cuando se encuentra robándoles la sangre y cayendo en un laberinto sin salida hasta la destrucción propia. Encaprichado, malhumorado, con la intrínseca idea de encontrarla a ella en los brazos de otra. ¡Como si pudiera hacerlo! Al menos lo fingiría, pero esta vez tendría que ser con más decoro, más pasión y el deseo irrefutable por un cuerpo. De la misma forma en la que, posiblemente, Botticelli plasma la filosofía neoplatónica: «El amor carnal surge de la tierra como pasión, pero desaparece, como Cloris al ser tocada por Céfiro, mientras el verdadero, el que nace de la contemplación espiritual, se eleva al cielo.» En una hermosa alegoría del amor platónico. Pero, siendo Hannes ¿Qué es para él la belleza?
Sacude su cabeza. No le gustan los pensamientos que circulan su cabeza, son macabros, viles y denigrantes. No podría detenerse a contemplar las formas de semejante tontería, no cuando sus pasiones se muestran mucho más carnales que filosóficas. Fue entonces que lo recordó. Su invitación y el nombre impreso en ella. La anfitriona resulta ser aquella exuberante mujer de cabellos como el fuego, la misma extraña a la que le habría hincado el diente hace mucho tiempo atrás. Vuelve a sonreír. Se confunde entre los mortales que apestan a sangre fresca, ligada a sus cuerpos, corriendo por sus venas. El mundo se detiene al observar sus movimientos, la perfección, la vanidad y por supuesto la pasión con la que habla sobre la obra es digna de uno de los suyos. Sólo alguien como él podría expresarse con tanta exactitud sobre un objetos hecho hace siglos. ¡Vulgar, eso era!
Baja junto con los hombres y mujeres que le acompañan. La demostración termina, eso es precisamente lo que esperaba con anhelo enfebrecido. La observa en lo alto, ahí, postrada sobre el balcón del piso superior. El olor de la sangre lo golpea como si fuese una funesta caricia a sus sentidos, una invitación implícita pero funcional. –Imperdonable- Susurra a sabiendas que, desde donde quiera que él se encuentre, ella podría escucharlo a través de la distancia. Son los únicos condenados de la noche, mínimo podría llamar la atención de la fémina no como hombre, si no por curiosidades de la especie. -¿No debería usted estar disfrutando de la grata compañía de las ovejas que, como un buen rebaño, acuden al llamado de su pastor sin importar el sacrifico que este haga para saciar su hambre?- La mofa se cuela desde sus labios, no puede esconder la gracia que eso le provoca, porque no es un caballero, porque no pretende serlo, porque no necesita más que su desgarbado cinismo para llamar la atención. Atención de alguien expresamente superior a él y el problema no era la diferencia, sino el malinterpretado idealismo de lo inalcanzable, un Amor platónico como se confunde hoy en día. Por eso esta ahí, es su sencilla razón para soportar el teatral escenario de la galería.
Arte, estaba asqueado de él y no necesita que se le recuerde que, en algún momento, los mejores años de su vida se hubieron quedado estancados en un pasado. Se ha perdido a si mismo, pues la única que contaba la historia después de su presencia, era ella… La musa diabólica que lo mantuvo cuerdo todo este maldito infierno. No, no quiere sentarse y dejarse consumir por la amargura o representativo dolor que emerge de su pecho con cada segundo en su ausencia, pudo sobrevivir antes de ella así que lo hará de nuevo. Sus labios forman la siniestra sonrisa de su rostro, pero sin llegar a sus ojos. La maldad que se percibe en su aura demoniaca no ha logrado desaparecer la sombra que a ella le pertenecía, una mujer que no podrá ser reemplazada y por la cual siempre querrá poseer a toda las demás que, con su mismo color de cabello, se paseen pavorosas frente a él, gozando de su vida e intentando no ceder ante el cruel encanto embustero de un hombre como él. La ironía resalta a la vista cuando se encuentra robándoles la sangre y cayendo en un laberinto sin salida hasta la destrucción propia. Encaprichado, malhumorado, con la intrínseca idea de encontrarla a ella en los brazos de otra. ¡Como si pudiera hacerlo! Al menos lo fingiría, pero esta vez tendría que ser con más decoro, más pasión y el deseo irrefutable por un cuerpo. De la misma forma en la que, posiblemente, Botticelli plasma la filosofía neoplatónica: «El amor carnal surge de la tierra como pasión, pero desaparece, como Cloris al ser tocada por Céfiro, mientras el verdadero, el que nace de la contemplación espiritual, se eleva al cielo.» En una hermosa alegoría del amor platónico. Pero, siendo Hannes ¿Qué es para él la belleza?
Sacude su cabeza. No le gustan los pensamientos que circulan su cabeza, son macabros, viles y denigrantes. No podría detenerse a contemplar las formas de semejante tontería, no cuando sus pasiones se muestran mucho más carnales que filosóficas. Fue entonces que lo recordó. Su invitación y el nombre impreso en ella. La anfitriona resulta ser aquella exuberante mujer de cabellos como el fuego, la misma extraña a la que le habría hincado el diente hace mucho tiempo atrás. Vuelve a sonreír. Se confunde entre los mortales que apestan a sangre fresca, ligada a sus cuerpos, corriendo por sus venas. El mundo se detiene al observar sus movimientos, la perfección, la vanidad y por supuesto la pasión con la que habla sobre la obra es digna de uno de los suyos. Sólo alguien como él podría expresarse con tanta exactitud sobre un objetos hecho hace siglos. ¡Vulgar, eso era!
Baja junto con los hombres y mujeres que le acompañan. La demostración termina, eso es precisamente lo que esperaba con anhelo enfebrecido. La observa en lo alto, ahí, postrada sobre el balcón del piso superior. El olor de la sangre lo golpea como si fuese una funesta caricia a sus sentidos, una invitación implícita pero funcional. –Imperdonable- Susurra a sabiendas que, desde donde quiera que él se encuentre, ella podría escucharlo a través de la distancia. Son los únicos condenados de la noche, mínimo podría llamar la atención de la fémina no como hombre, si no por curiosidades de la especie. -¿No debería usted estar disfrutando de la grata compañía de las ovejas que, como un buen rebaño, acuden al llamado de su pastor sin importar el sacrifico que este haga para saciar su hambre?- La mofa se cuela desde sus labios, no puede esconder la gracia que eso le provoca, porque no es un caballero, porque no pretende serlo, porque no necesita más que su desgarbado cinismo para llamar la atención. Atención de alguien expresamente superior a él y el problema no era la diferencia, sino el malinterpretado idealismo de lo inalcanzable, un Amor platónico como se confunde hoy en día. Por eso esta ahí, es su sencilla razón para soportar el teatral escenario de la galería.
Mstislav Lèveque- Cazador Clase Alta
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Re: La Primavera {Privado}
Era el contraste entre dos mundos aparentemente opuestos lo que, al igual que en la pintura, se representaba con los vivos colores de los vestidos y joyas de los presentes en aquella suerte de sala de recepciones en la que se había convertido el museo que regentaba. Ellos representaban lo mundano, lo perecedero, lo que moriría sin dejar rastro alguno en la tierra salvo la propia simiente que permitiría que las raíces de los cipreses de los cementerios se hincaran con auténtica ansia en el suelo; yo, por mi parte, representaba lo sobrehumano, lo inmortal, lo que seguiría existiendo y sería capaz de doblegar bajo mis caprichos los destinos de seres pequeños y nada importantes como los que eran ellos, que valían en la medida en que lo hacía su sangre salvo, claro, las excepciones que demostraban ser dignas de atención, y de esas ya había encontrado varias en lo que llevaba de existencia. La copa de sangre que suponía la condena de un humano que había sido vaciado por completo para servirme era, por el contrario, el primer plato de un banquete que conmemoraba precisamente esa diferencia, como una fiesta sumamente lejana que se celebra por costumbre y ante cuyos orígenes sólo se puede sentir respeto. Eso era lo que ellos me profesaban, sin siquiera saber lo que yo era y lo que representaba para ellos, una amenaza tal que, si lo deseaba, podía masacrar toda la vida en aquella sala en menos tiempo del que se tarda en bailar un minué. Al menos, eso era lo que la mayoría de ellos sentía, y sus comentarios al respecto me resultaban perfectamente audibles pese a la distancia y los susurros que el protocolo les obligaba a expresar para, así, mantenerse cordiales y educados, pero no todos eran partícipes de esa dualidad.
Era un fallo extraño por mi parte no haber encontrado al otro inmortal del recinto, al único cuyo corazón no latía y por cuyas venas no circulaba la vida salvo para alguien moribundo a quien se convertiría en vampiro. Su voz, apenas un murmullo, fue lo que consiguió que clavara la mirada en la suya, de fríos ojos azules enmarcados por gruesas y expresivas cejas, con una mirada que, creía, había visto antes... quizá en la mayoría de vampiros que, con el tiempo, había encontrado. Era atractivo, sí, eso era indudable, pero carecía de la chispa que hacía a otros como él únicos, al menos en un primer vistazo, y me era imposible no reflejar la indiferencia más pura en mis rasgos ante su ofensa, que si creía que me había molestado era porque se daba demasiada importancia, mucha más de la que merecía. No era joven, eso se veía en su entidad, pero tampoco era uno de los más ancianos de nuestra especie, y permanecía, salvo de nuevo el aspecto físico, anclado en una profunda mediocridad que no llamaba mi atención, y que seguramente habría conseguido que, de no ser por su actuación, hubiera pasado desapercibido, sin pena ni gloria, ante mí.
– ¿Como vos, decís, que rechazáis la presencia de vuestra propia clase en pos de una procesión infinita de platos de dudosa calidad y que debe de estar, no obstante, abriendo vuestro apetito? Eso sí que resulta imperdonable. – murmuré, con la copa de sangre a un lado y una expresión cordial que, en realidad, no significaba nada, puesto que no había sentimiento alguno en ella.
La distancia no era impedimento entre seres de nuestra índole para garantizar la conversación, puesto que nuestros sentidos, como los de los animales a los que nuestros colmillos y nuestra fuerza nos acercaban, estaban agudizados hasta el extremo y podían salvar unas separaciones tan profundas como la que se alzaba entre nosotros, de más de un piso. Incluso el ruido de fondo de las conversaciones vacías de contenido sobre arte, que más que demostrar sus conocimientos respecto al tema ilustraban su ignorancia, era un simple murmullo que no hacía sino amortiguar la conversación, haciendo que se tuviera que centrar la atención en la otra persona, o el otro ser en aquel caso, para poder así escuchar lo que se decía. Esa era la única manera por la que conseguiría mi interés, pese a que este fuera efímero y estuviera abocado a finalizar enseguida, ya que no había sido capaz de atraparme como, en otros tiempos, seguramente sí habría logrado.
– La vida no os favorece, si me lo permitís, y tampoco lo hace vuestra autoproclamada posición de pastor en el rebaño que os acompaña. Tomáoslo como sugerencia, únicamente, pero os quita interés ante los ojos de cualquiera con un mínimo de criterio. Observaros desde aquí hace que el placer de contemplar a Botticelli aumente aún más; os doy, por ello, mi enhorabuena. – comenté, irónica, y premiándole con una media sonrisa divertida que supuso la única concesión a la expresividad que estaba dispuesta a hacer en aquel momento.
Como bien le había dicho, prefería mil veces volver a la muda contemplación del lienzo del maestro del Quattrocento que su rostro, que me parecía casi un pegote fuera de lugar entre la masa que se había juntado bajo el son de la música que, lentamente, iba enriqueciendo el aire de aquel salón. Precisamente por mi sinceridad, opté por abandonar la posición en la que me encontraba para, lentamente, caminar de nuevo hacia la sala protegida por guardias fuertes y de aspecto feroz, pero tristemente humanos, con la copa de sangre en la mano. Si reconocieron su contenido no hicieron ningún gesto al respecto, porque no estaba en su posición criticar lo que su jefa hacía o dejaba de hacer; además, aun en el caso de que supieran que era sangre de lo que se trataba, reconocerlo sólo significaba que ellos podían ser los siguientes, así que les era más producente callar que increparme por ello. Así, el silencio fue lo único que me acompañó al interior de la estancia, donde el cuadro de la Primavera presidía sobre todos los demás el espacio único que el aire a mi alrededor, quieto salvo por rebeldes motas de polvo que danzaban a su propio son, generaba. Parecía haber vuelto a retroceder en el tiempo simplemente con haber cruzado un umbral; la Florencia del Renacimiento se levantaba poco a poco ante mis ojos, avivada por mis recuerdos de todas aquellas obras en los talleres de los maestros que las habían gestado, y por un instante el hechizo de las Gracias cobró vida junto a su baile, que parecía extenderse por toda la habitación... Pero, como todo embrujo, la magia se rompió cuando un sonido me devolvió a la realidad, y la copa de sangre que tenía en la mano acarició mis labios una vez más para beber, con lo que mi boca quedó por fin teñida del rojo que le correspondía a la espera, quizá, de identificar al causante del sonido en el exterior de la estancia.
Era un fallo extraño por mi parte no haber encontrado al otro inmortal del recinto, al único cuyo corazón no latía y por cuyas venas no circulaba la vida salvo para alguien moribundo a quien se convertiría en vampiro. Su voz, apenas un murmullo, fue lo que consiguió que clavara la mirada en la suya, de fríos ojos azules enmarcados por gruesas y expresivas cejas, con una mirada que, creía, había visto antes... quizá en la mayoría de vampiros que, con el tiempo, había encontrado. Era atractivo, sí, eso era indudable, pero carecía de la chispa que hacía a otros como él únicos, al menos en un primer vistazo, y me era imposible no reflejar la indiferencia más pura en mis rasgos ante su ofensa, que si creía que me había molestado era porque se daba demasiada importancia, mucha más de la que merecía. No era joven, eso se veía en su entidad, pero tampoco era uno de los más ancianos de nuestra especie, y permanecía, salvo de nuevo el aspecto físico, anclado en una profunda mediocridad que no llamaba mi atención, y que seguramente habría conseguido que, de no ser por su actuación, hubiera pasado desapercibido, sin pena ni gloria, ante mí.
– ¿Como vos, decís, que rechazáis la presencia de vuestra propia clase en pos de una procesión infinita de platos de dudosa calidad y que debe de estar, no obstante, abriendo vuestro apetito? Eso sí que resulta imperdonable. – murmuré, con la copa de sangre a un lado y una expresión cordial que, en realidad, no significaba nada, puesto que no había sentimiento alguno en ella.
La distancia no era impedimento entre seres de nuestra índole para garantizar la conversación, puesto que nuestros sentidos, como los de los animales a los que nuestros colmillos y nuestra fuerza nos acercaban, estaban agudizados hasta el extremo y podían salvar unas separaciones tan profundas como la que se alzaba entre nosotros, de más de un piso. Incluso el ruido de fondo de las conversaciones vacías de contenido sobre arte, que más que demostrar sus conocimientos respecto al tema ilustraban su ignorancia, era un simple murmullo que no hacía sino amortiguar la conversación, haciendo que se tuviera que centrar la atención en la otra persona, o el otro ser en aquel caso, para poder así escuchar lo que se decía. Esa era la única manera por la que conseguiría mi interés, pese a que este fuera efímero y estuviera abocado a finalizar enseguida, ya que no había sido capaz de atraparme como, en otros tiempos, seguramente sí habría logrado.
– La vida no os favorece, si me lo permitís, y tampoco lo hace vuestra autoproclamada posición de pastor en el rebaño que os acompaña. Tomáoslo como sugerencia, únicamente, pero os quita interés ante los ojos de cualquiera con un mínimo de criterio. Observaros desde aquí hace que el placer de contemplar a Botticelli aumente aún más; os doy, por ello, mi enhorabuena. – comenté, irónica, y premiándole con una media sonrisa divertida que supuso la única concesión a la expresividad que estaba dispuesta a hacer en aquel momento.
Como bien le había dicho, prefería mil veces volver a la muda contemplación del lienzo del maestro del Quattrocento que su rostro, que me parecía casi un pegote fuera de lugar entre la masa que se había juntado bajo el son de la música que, lentamente, iba enriqueciendo el aire de aquel salón. Precisamente por mi sinceridad, opté por abandonar la posición en la que me encontraba para, lentamente, caminar de nuevo hacia la sala protegida por guardias fuertes y de aspecto feroz, pero tristemente humanos, con la copa de sangre en la mano. Si reconocieron su contenido no hicieron ningún gesto al respecto, porque no estaba en su posición criticar lo que su jefa hacía o dejaba de hacer; además, aun en el caso de que supieran que era sangre de lo que se trataba, reconocerlo sólo significaba que ellos podían ser los siguientes, así que les era más producente callar que increparme por ello. Así, el silencio fue lo único que me acompañó al interior de la estancia, donde el cuadro de la Primavera presidía sobre todos los demás el espacio único que el aire a mi alrededor, quieto salvo por rebeldes motas de polvo que danzaban a su propio son, generaba. Parecía haber vuelto a retroceder en el tiempo simplemente con haber cruzado un umbral; la Florencia del Renacimiento se levantaba poco a poco ante mis ojos, avivada por mis recuerdos de todas aquellas obras en los talleres de los maestros que las habían gestado, y por un instante el hechizo de las Gracias cobró vida junto a su baile, que parecía extenderse por toda la habitación... Pero, como todo embrujo, la magia se rompió cuando un sonido me devolvió a la realidad, y la copa de sangre que tenía en la mano acarició mis labios una vez más para beber, con lo que mi boca quedó por fin teñida del rojo que le correspondía a la espera, quizá, de identificar al causante del sonido en el exterior de la estancia.
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Re: La Primavera {Privado}
La contemplación no sólo es quedarse varado frente a algo y prestar atención a sus finos detalles. Es comprender al artista, la situación por la cual pasaba en el preciso instante en que decidió capturar la obra y compartirla con los demás; nadie podrá tener el mismo significado para el mismo objeto, la interpretación es subjetiva y, de la misma forma en la que las pupilas no son capaces de capturar el mismo color que observa un ente ajeno, el valor de las obras puede ser vagamente mal influenciado por terceros. La vida le escupía a la cara, contando todas las veces en que, indudablemente, él pudo jactarse del vómito expresivo de su comportamiento. Por un segundo, un instante mortuorio, donde el segundo fue lo más extrañamente parecido a la realidad, la gallarda figura de la fémina, devoró impacientemente los retazos de memorias que poseía de ella. Fue su voz, única entre el estridente murmullo de conversaciones rotas y sin sentido, quien le aseguró estar en un completo error. Sus palabras, alfileres clavándose en un muñeco de vudú a la espera de causar dolor en el hombre real, carecieron de importancia para Hannes. Él sólo buscó la forma de entablar una conversación, pero la excusa de la dama fue como si se creyese inalcanzable, tan lejana de él como lo era la verdad del mundo cuántico. Pero ahí estaba, respondiendo a palabras desperdigadas en el viento, sonriendo con amabilidad e intentando esforzarse por darles un gusto a sus invitados. Patética.
-No bebo porquerías madame- Musitó. Dedicándole una reverencia a la mujer que se encontraba frente a él. Con la mano en el pecho, inclinando la cabeza ligeramente y respetando la presencia de la joven, era un notable caballero perdiéndose entre la multitud; no apartó la vista de la mujer en un nivel más arriba. Las cátedras no son su especialidad, la dama discrepaba en sus comentarios y eso era justificable, de hecho le resultaría decepcionante si no fuese así. Negó con la cabeza, apenas perceptible a la vista de los demás, apenas provisto de energías para permanecer en ese lugar sin tener que recrear la escena del cuadro en su cabeza. Pensó en las sombras, intentando con desesperación y agonía, imitar la figura de un objeto con colores, podrían conseguir igualar el contorno y rellenar el interior, pero jamás imprimirían la vida de lo que es en realidad. Justamente, de la misma forma vacía, le pareció el rumbo que tomaría aquella conversación. –Mi error, madame, fue creer que comprendería que, con pastor, me refería a usted y no a mí, del mismo modo en que pensé usted podría resultar ser interesante; se aburre de su propia parafernalia, de su propio ejercicio que, con tanto esmero, esperó para verlo realizado.- Tomó una copa de vino de las bandejas que los meseros paseaban por el salón. La decoración era exquisita, indudablemente, elegida por la anfitriona de la galería. Excéntrica, orgullosa e imponente como ella lo esperaba. Juntar las palmas y engrandecer su ego, no forma parte de los pasatiempos de Hannes, pues nadie merece su respeto por una simple presentación que, por más ataviada de lujos que estuviese, fuese tan decadente, tan simple como el origen de un gigantesco árbol.
-Usted, Señora, no es diferente a la masa aquí reunida. Esperando el reconocimiento, el valor de alguien más. Usted no trajo esta obre hasta aquí por un capricho o la obsesión que podría o no tener con el autor. Quería mostrar su poder, el influjo que tiene ante ellos y el como puede pulverizarlos si lo quiere. Si usted fuese la mínima mujer de lo que cree que es, entonces sabría que, congregar a un montón de imbéciles para alardearle, la hace a usted, aún más desesperada de lo que parece.- Encogiéndose de hombros levantó la copa en su dirección, una forma de brindar por algo o, en este caso, por alguien. –Mis felicitaciones a usted, madame; un brillante trabajo.- Dobló el brazo para beber el vino. Su sonrisa cínica quedó marcada en la comisura de sus labios. Girando sobre sus talones, se excusó con un hombre regordete, para él lo mejor de la noche no se encontraba en esa estúpida sala, había visto lo que quería y lo había apreciado en formas inimaginables. Se perdió en la textura de la obra, retrocedió el tiempo e idealizo con cada uno de sus sentidos, el pensamiento por el cual estaba regida la pintura. Había terminado ahí. La expresión de su rostro, aquella que se graba endiabladamente en la memoria de los demás, no sería olvidada por ella, de eso estaba considerablemente seguro, así como apuesta su jodida existencia a que, ella volverá su cuerpo a él antes de que ose marcharse, no importa que sea para dedicarle su total desprecio, ella lo hará.
-No bebo porquerías madame- Musitó. Dedicándole una reverencia a la mujer que se encontraba frente a él. Con la mano en el pecho, inclinando la cabeza ligeramente y respetando la presencia de la joven, era un notable caballero perdiéndose entre la multitud; no apartó la vista de la mujer en un nivel más arriba. Las cátedras no son su especialidad, la dama discrepaba en sus comentarios y eso era justificable, de hecho le resultaría decepcionante si no fuese así. Negó con la cabeza, apenas perceptible a la vista de los demás, apenas provisto de energías para permanecer en ese lugar sin tener que recrear la escena del cuadro en su cabeza. Pensó en las sombras, intentando con desesperación y agonía, imitar la figura de un objeto con colores, podrían conseguir igualar el contorno y rellenar el interior, pero jamás imprimirían la vida de lo que es en realidad. Justamente, de la misma forma vacía, le pareció el rumbo que tomaría aquella conversación. –Mi error, madame, fue creer que comprendería que, con pastor, me refería a usted y no a mí, del mismo modo en que pensé usted podría resultar ser interesante; se aburre de su propia parafernalia, de su propio ejercicio que, con tanto esmero, esperó para verlo realizado.- Tomó una copa de vino de las bandejas que los meseros paseaban por el salón. La decoración era exquisita, indudablemente, elegida por la anfitriona de la galería. Excéntrica, orgullosa e imponente como ella lo esperaba. Juntar las palmas y engrandecer su ego, no forma parte de los pasatiempos de Hannes, pues nadie merece su respeto por una simple presentación que, por más ataviada de lujos que estuviese, fuese tan decadente, tan simple como el origen de un gigantesco árbol.
-Usted, Señora, no es diferente a la masa aquí reunida. Esperando el reconocimiento, el valor de alguien más. Usted no trajo esta obre hasta aquí por un capricho o la obsesión que podría o no tener con el autor. Quería mostrar su poder, el influjo que tiene ante ellos y el como puede pulverizarlos si lo quiere. Si usted fuese la mínima mujer de lo que cree que es, entonces sabría que, congregar a un montón de imbéciles para alardearle, la hace a usted, aún más desesperada de lo que parece.- Encogiéndose de hombros levantó la copa en su dirección, una forma de brindar por algo o, en este caso, por alguien. –Mis felicitaciones a usted, madame; un brillante trabajo.- Dobló el brazo para beber el vino. Su sonrisa cínica quedó marcada en la comisura de sus labios. Girando sobre sus talones, se excusó con un hombre regordete, para él lo mejor de la noche no se encontraba en esa estúpida sala, había visto lo que quería y lo había apreciado en formas inimaginables. Se perdió en la textura de la obra, retrocedió el tiempo e idealizo con cada uno de sus sentidos, el pensamiento por el cual estaba regida la pintura. Había terminado ahí. La expresión de su rostro, aquella que se graba endiabladamente en la memoria de los demás, no sería olvidada por ella, de eso estaba considerablemente seguro, así como apuesta su jodida existencia a que, ella volverá su cuerpo a él antes de que ose marcharse, no importa que sea para dedicarle su total desprecio, ella lo hará.
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Re: La Primavera {Privado}
Botticelli, con sus curiosas formas heredadas de su maestro y su manera particular de tratar los temas, tanto mitológicos como religiosos, poseía la capacidad de lograr que mi mente volara, incluso cuando era mucho más joven que en aquel momento y tenía presente de manera mucho más acuciante la sed a la que ya casi estaba acostumbrada. Su efecto sobre mí no dejaba de sorprenderme, sobre todo porque se intensificaba a medida que pasaban los años en vez de perder vigor, como sería lo habitual, y era uno de los principales motivos por los que me había plantado frente a La Primavera en la intimidad de la sala vacía, o casi vacía desde que el otro vampiro del recinto hizo acto de presencia en la habitación. Desde que entró, fue como si la tranquila superficie de agua concentrada en un vaso se viera de pronto surcada por un mar de aceite, ya que la impresión que me producía era la de que éramos incompatibles. Físicamente podía ser todo lo hermoso que quisiera, y realmente su atractivo era algo que yo no negaba, pero era una simple cubierta para tratar de ocultar algo podrido por dentro, eso lo intuía habiendo compartido con él apenas unas palabras en la distancia que nos separaba, y la atracción que hubiera sido razonable que me provocara se convertía en repulsión con cada segundo que pasaba y cada una de las palabras que se escapaban de sus labios, falsos razonamientos con la intencionalidad del disparo de un cañón y que pretendían causar ese mismo daño a alguien que, no obstante, sabía aguantar eso y mucho más... Por desgracia para él, no le creía lo suficientemente importante para que sus palabras dejaran de entrarme por un oído y salirme por el otro.
– No necesito hacer todo esto para demostrar un poder que es evidente que tengo, ya que de lo contrario no os habríais visto tentado a desafiarme verbalmente. Vuestra propia confrontación confirma algo que ya sé y que no quería ver reflejado en este acontecimiento, ya que, lo creáis o no, yo dirijo mi museo como me place y traigo las obras que me apetece ver entre estas paredes por deseo propio, para satisfacerme únicamente a mí. Ellos sólo tratan de rodearse de quien está por encima, ya sea en un plano moral o simplemente político, para que se les contagie algo. Los que me necesitan son ellos a mí, y no al contrario, así que ¿quién se regodea aquí, salvo ellos, que muestran su plumaje de pavo real para atraer la atención de alguien a quien no le interesan sus vidas lo más mínimo? – razoné, con el tono de voz de una maestra que trata de explicar a sus alumnos algo tan sencillo como evidente y que, además, no provocaba ningún efecto ni en el emisor ni en el receptor. Era como si me decían que si salía el sol durante una tormenta aparecería el arco iris, algo que ya sabía, que había experimentado en innumerables ocasiones durante mi vida humana y que, por todo eso, no me importaba lo más mínimo... igual que él. Tal era mi indiferencia, de hecho, que ni siquiera me volteé para mirarlo, puesto que prefería dedicarme a la contemplación de la valiosísima obra que tenía frente a mí.
– Por favor, cerrad la puerta al salir. El sonido de las voces humanas, sin nada que lo amortigüe, puede distraer terriblemente mi atención y no me gustaría darle a la obra menos de lo que merece. Ya, lo sé, podría derribarlos si quisiera, pero ¿sabéis?, eso supondría preocuparme por ellos más de lo que merecen... – pedí, con una media sonrisa fugaz que apareció y desapareció de mi rostro con la misma facilidad, de ahí la potencia del sentimiento al que iba adscrita: nula. Era absolutamente tedioso soportar la presencia de alguien como él a mi lado, y me resultaba tan aburrido que estaba tentada a echarlo de allí yo misma, pero me detuve a tiempo de proponérselo para que lo hiciera él, ya que era evidente que no merecía mancharme las manos para llevar a cabo tan burda acción por mí misma. No le estaba haciendo ningún caso, y era un vampiro joven comparado conmigo, así que no tendría mi paciencia forjada a fuego durante los años de mi humanidad y mi primera no-vida y se hartaría rápido del tratamiento de indiferencia al que le estaba sometiendo. La mayoría de los vampiros, en ese sentido, eran tan parecidos... Tenían el ego por las nubes y no soportaban que no se les considerara el centro de atención, y yo estaba tan curada de espanto respecto a ellos que no estaba dispuesta a considerarlos como tales y a aguantarlos más rato del necesario, por lo que lo mejor que podía hacer era ignorarlo, y ya estaba. Mi propia salud mental, e incluso el Botticelli que tenía delante, me lo agradecerían.
– No necesito hacer todo esto para demostrar un poder que es evidente que tengo, ya que de lo contrario no os habríais visto tentado a desafiarme verbalmente. Vuestra propia confrontación confirma algo que ya sé y que no quería ver reflejado en este acontecimiento, ya que, lo creáis o no, yo dirijo mi museo como me place y traigo las obras que me apetece ver entre estas paredes por deseo propio, para satisfacerme únicamente a mí. Ellos sólo tratan de rodearse de quien está por encima, ya sea en un plano moral o simplemente político, para que se les contagie algo. Los que me necesitan son ellos a mí, y no al contrario, así que ¿quién se regodea aquí, salvo ellos, que muestran su plumaje de pavo real para atraer la atención de alguien a quien no le interesan sus vidas lo más mínimo? – razoné, con el tono de voz de una maestra que trata de explicar a sus alumnos algo tan sencillo como evidente y que, además, no provocaba ningún efecto ni en el emisor ni en el receptor. Era como si me decían que si salía el sol durante una tormenta aparecería el arco iris, algo que ya sabía, que había experimentado en innumerables ocasiones durante mi vida humana y que, por todo eso, no me importaba lo más mínimo... igual que él. Tal era mi indiferencia, de hecho, que ni siquiera me volteé para mirarlo, puesto que prefería dedicarme a la contemplación de la valiosísima obra que tenía frente a mí.
– Por favor, cerrad la puerta al salir. El sonido de las voces humanas, sin nada que lo amortigüe, puede distraer terriblemente mi atención y no me gustaría darle a la obra menos de lo que merece. Ya, lo sé, podría derribarlos si quisiera, pero ¿sabéis?, eso supondría preocuparme por ellos más de lo que merecen... – pedí, con una media sonrisa fugaz que apareció y desapareció de mi rostro con la misma facilidad, de ahí la potencia del sentimiento al que iba adscrita: nula. Era absolutamente tedioso soportar la presencia de alguien como él a mi lado, y me resultaba tan aburrido que estaba tentada a echarlo de allí yo misma, pero me detuve a tiempo de proponérselo para que lo hiciera él, ya que era evidente que no merecía mancharme las manos para llevar a cabo tan burda acción por mí misma. No le estaba haciendo ningún caso, y era un vampiro joven comparado conmigo, así que no tendría mi paciencia forjada a fuego durante los años de mi humanidad y mi primera no-vida y se hartaría rápido del tratamiento de indiferencia al que le estaba sometiendo. La mayoría de los vampiros, en ese sentido, eran tan parecidos... Tenían el ego por las nubes y no soportaban que no se les considerara el centro de atención, y yo estaba tan curada de espanto respecto a ellos que no estaba dispuesta a considerarlos como tales y a aguantarlos más rato del necesario, por lo que lo mejor que podía hacer era ignorarlo, y ya estaba. Mi propia salud mental, e incluso el Botticelli que tenía delante, me lo agradecerían.
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Re: La Primavera {Privado}
Fanatismo y adoración. Dos palabras que convergen en un mismo síntoma, la pérdida total del libre albedrio. Existe desde épocas inmemorables, desde los inicios del tiempo y el espacio; en el punto en que e hombre comenzó a pensar y filosofar sobre cosas más allá de su comprensión, le dio vida a esto que hoy acaba con la humanidad, como un cáncer en el interior. Así mismo, los vampiros han llegado a olvidar sus conocimientos adquiridos durante décadas, para postrarse ante los ojos de bestias neandertales como lo son un puñado de humanos; saltar, correr, volar y tener el poder suficiente para adormecerlos, es el crimen del egocentrismo, mismo que llevó a Hannes a su derrota tiempo atrás. Ella, Amanda Smith, una mujer a la cual le siguió la pista desde que la conoció, cometía el mismo error que él. Su narcisismo extremo la condenaría a una sumisión a la cual no estaba preparada, porque ¿Quién podría imaginar a una reina con la cabeza entre las piernas? La sonrisa de Hannes no se hizo esperar. La palabrería de Amanda hacía ahínco a su desesperación por el reconocimiento, por hacer ver que ella era más grande de lo que podía aparentar una simple ostentación como el título que porta o, quizá, el movimiento de su insólita voluntad. Mordiéndose el labio inferior, Hannes se traga una gota perfilada y escarlata de su propia sangre, sangre que habría de despedir el embriagador perfume de su inmortalidad. Bajó la vista y asintió en repetidas ocasiones. No, no le dio el derecho de la razón, eso incluso entre ellos, es debatible. La mujer cree una cosa ciegamente y él la desaprueba por completo. Convencerse entre ambos, significaría más que un simple repaso de críticas constructivas y juicios premeditados.
-Y vuelve usted a reforzar su obstinación sin darse cuenta del error particularmente repetitivo que comete. ¿Cómo habría de hacerlo si es, en esencia, perfecta?- Arqueó una ceja tras su tono sardónico. El ciclo de la vida es épicamente sencillo que, sin darse cuenta, un ser inmortal como ellos, repetían la misma cadena cíclicamente, un cliché, un círculo vicioso. Lamentablemente, dependía de ello, más de lo que pudiesen imaginar. Hannes tuvo la suerte de adivinarlo, reflexionarlo y aceptarlo mientras su cuerpo decrépito se perdía en la belleza de Aria. Al vampiro le pareció efímero el momento en que ella desperdigó sus conocimientos intentando volcarse en su contra con tal indiferencia como le era permitida. Una lección más que aprender -Una pregunta madame, ¿No le parece más hermosa un ave enjaulada que en pleno vuelo? Las pretensiones, lo arruinan todo, incluso, la gloria- Le dedicó el tiempo suficiente para que respondiera a su cuestión. La historia es falsa, no importa quién y cómo la cuente, habrá diferentes versiones sin importar que se haya visto, escuchado y sentido lo mismo, siempre algo discrepará de lo otro. Era ese punto a donde Hannes deseaba llegar con ella. Depende de su respuesta, él vería la posibilidad de obsesionarse o pasar de largo, porque si había algo que consume su existencia más que la falta de sangre es, sin duda alguna, la perfección de la belleza femenina, la inteligencia bestial y la indomabilidad de su persona, ella reunía dos atributos, Hannes iba por todo o nada.
–Si le son tan indiferentes estos sujetos, si usted es tan imponente y sólo trajo la obra por capricho.. ¿Por qué compartirla con la escoria, no sería mejor admirarla en el perene silencio de sus aposentos?- Ella lo necesitaba, alguien con quien compartir su fanatismo por la pintura y que este no sólo le dedique su tiempo al objeto, sino se consuma por completo en ambas. Las dos, eran fechorías que el hombre hizo para el consumo de pocos. Detuvo su andar antes de estirar el brazo a la puerta principal y halarla para abrirla. –Por cierto, aunque Botticelli, fue un artístico erudito, no logró capturar la belleza de su musa. Lástima que el ojo mortal no pueda contemplar la perpetuidad- Sentenció dando un paso hacia delante para salir de la exhibición. A Hannes no se le escapan los detalles, él supo, desde que las vio por primera vez en el mismo plano, que Amanda era una de ellas.
Mstislav Lèveque- Cazador Clase Alta
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Re: La Primavera {Privado}
El vampiro era testarudo, lo supe desde el momento en el que no había atendido a mi orden indirecta, implícita en mis palabras, y no contento con ello siguió hablando. ¿No había aprendido aún que no me importaban sus juicios sobre mí? Si llegaba el momento, sería yo y solamente quienes eran más cercanos a mí los que debían analizar mis acciones y decidir si lo que hacía estaba bien o estaba mal, pero él estaba empeñado en adquirir una posición de juez, superior a mí en todos los sentidos, y de ahí sus palabras, o al menos eso era lo que yo interpretaba. Si había decidido llevar el cuadro al Louvre, un museo que me pertenecía, ¿qué importaba que no fuera mi propio palacete quien hiciera las funciones de continente para aquel nuevo contenido? No debía de ser muy ducho en arte, por mucho que su juicio sobre Botticelli fuera absolutamente acertado, si no comprendía los beneficios que suponía para el observador la confrontación con otras obras de distintos autores y el mismo período. Si no tenía ningún cuadro de Paolo Uccello cerca, por mucho que fuera una generación anterior, ¿cómo podía apreciarse la evolución en el estilo de uno y de otro? ¿Cómo podía verse la diferente influencia que había bañado la obra de Botticelli y la que caracterizaba los intensos colores de mi Batalla de San Romano, de Uccello? Su incomprensión nacía de un desconocimiento patente de mi mundo, ese al que yo había elegido pertenecer por vocación y por pasión de mi juventud, y cuyos influjos aún me invadían como la primera vez que había posado mis ojos sobre una obra de tanta envergadura como La Primavera.
– La arquitectura del Louvre, como vos bien sabréis de estilo barroco clasicista, muestra una particular relación con el estilo del Quattrocento de Botticelli. Ayuda a mostrar más las diferencias entre ambas corrientes, separadas por bien poco tiempo si se mide en términos vampíricos e históricos, que si estuviera en mis aposentos. No es como si os interesara, pero la ornamentación del barroco italiano de mi hogar desviaría mi atención de la obra que tengo enfrente, así que traerla a un edificio de líneas tan puras ayuda a realzar su valor estético. Mi tono fue propio de esos que se llamaban enciclopedistas franceses: absolutamente impersonal, sumamente racional, casi pagado de sí mismo y de la fría lógica que guiaba los argumentos. No podía aplicar las reglas de la lógica escolástica a un mundo tan subjetivo como lo era el arte, eso por descontado, pero sí tenía razón al justificar mi respuesta de aquella manera. Enfrentar distintas corrientes en distintos lugares daba lugar a una amalgama de argumentos para comprenderlas y compararlas, y el arte, siendo una disciplina que requería un estudio tan intenso, agradecía todo ejercicio de análisis que se le pudiera aplicar, como estaba haciendo yo en aquellos momentos incluso aunque tuviera la obra muy vista y conociera los detalles y la simbología florentina, personificada en Flora.
– Alessandro Filipepi era un genio, eso queda absolutamente fuera de toda discusión, y no necesitáis preguntarme a mí para saberlo, porque vuestra vista en el cuadro os lo confirma. Era, no obstante, insoportablemente humano, y estaba preso de un afán religioso extraordinario que le impedía hacer criaturas demasiado perfectas, porque la perfección es un atributo divino. Su inspiración es Fra Filippo Lippi, que como su nombre indica era un religioso. De todas maneras, ¿qué esperáis de alguien que quemó obras maestras por el ponzoñoso veneno que salía de los labios de Savonarola...? – repliqué, con una sonrisa divertida en los labios, y de nuevo mirando al cuadro, y no a él. La Florencia de aquellos años había sido fascinante, de eso no cabía duda, pero cuando Savonarola había hecho acto de presencia y Lorenzo il Magnifico había fallecido se notó un cambio de poder hacia otras ciudades de los Estados Italianos. Dicho cambio, que había afectado a Botticelli, lo había vivido en mis carnes al ser su modelo durante un tiempo, y sobre todo por mi cercanía a los Médici, así que sabía de lo que hablaba, pero él... Él, seguramente, no tendría ni idea. Parecía joven, lo suficiente para no haber vivido en directo la gloriosa época a la que Vasari se había referido como de ruptura con la llamada época oscura anterior, aunque de nuevo quizá me equivocaba y había habitado aquella curiosa sociedad florentina. Lo duda, en cualquier caso.
– El sentido de las aves es volar. Con las alas plegadas contra el cuerpo, su hermosura queda opacada por la de la jaula en la que esté atrapada. Por el contrario, si vuela, alcanza el acto para el que toda su fisonomía está pensada, llega al máximo exponente de su belleza, con las alas extendidas y el viento guiando sus movimientos. Así que, monsieur, creo sinceramente que no hay mayor belleza que la de la libertad y que cualquier jaula, por hermosa que sea, no deja de ser precisamente un impedimento para la belleza. Mi tono volvió, por un instante, a ser el enciclopédico de antes. El único tema de los que me podía ofrecer que me alentaba lo suficiente para inflamar mi voz con pasión era el de la pintura, y lo habíamos abandonado desde el momento en que Savonarola había hecho acto de presencia. Ah, él... Siempre parecía estar ahí cuando se trataba del asesinato a las artes, lo llamara hoguera de las vanidades o como quisiera, y Alejandro VI no podía haber actuado mejor quemándolo en la hoguera, aunque sólo fuera por callarlo. Una época convulsa, aquella, muy medieval en ciertas zonas y, al mismo tiempo, con claras semillas de cambio en otras como la que yo había vivido de primera mano. El tema resultaba fascinante, al menos a mí, y opacaba de manera total cualquier interés, al margen del físico, que mi invitado indeseado me provocara, lo cual significaba que no tenía lo que tenía que tener para entretenerme y que me dignara a mirarlo.
– La arquitectura del Louvre, como vos bien sabréis de estilo barroco clasicista, muestra una particular relación con el estilo del Quattrocento de Botticelli. Ayuda a mostrar más las diferencias entre ambas corrientes, separadas por bien poco tiempo si se mide en términos vampíricos e históricos, que si estuviera en mis aposentos. No es como si os interesara, pero la ornamentación del barroco italiano de mi hogar desviaría mi atención de la obra que tengo enfrente, así que traerla a un edificio de líneas tan puras ayuda a realzar su valor estético. Mi tono fue propio de esos que se llamaban enciclopedistas franceses: absolutamente impersonal, sumamente racional, casi pagado de sí mismo y de la fría lógica que guiaba los argumentos. No podía aplicar las reglas de la lógica escolástica a un mundo tan subjetivo como lo era el arte, eso por descontado, pero sí tenía razón al justificar mi respuesta de aquella manera. Enfrentar distintas corrientes en distintos lugares daba lugar a una amalgama de argumentos para comprenderlas y compararlas, y el arte, siendo una disciplina que requería un estudio tan intenso, agradecía todo ejercicio de análisis que se le pudiera aplicar, como estaba haciendo yo en aquellos momentos incluso aunque tuviera la obra muy vista y conociera los detalles y la simbología florentina, personificada en Flora.
– Alessandro Filipepi era un genio, eso queda absolutamente fuera de toda discusión, y no necesitáis preguntarme a mí para saberlo, porque vuestra vista en el cuadro os lo confirma. Era, no obstante, insoportablemente humano, y estaba preso de un afán religioso extraordinario que le impedía hacer criaturas demasiado perfectas, porque la perfección es un atributo divino. Su inspiración es Fra Filippo Lippi, que como su nombre indica era un religioso. De todas maneras, ¿qué esperáis de alguien que quemó obras maestras por el ponzoñoso veneno que salía de los labios de Savonarola...? – repliqué, con una sonrisa divertida en los labios, y de nuevo mirando al cuadro, y no a él. La Florencia de aquellos años había sido fascinante, de eso no cabía duda, pero cuando Savonarola había hecho acto de presencia y Lorenzo il Magnifico había fallecido se notó un cambio de poder hacia otras ciudades de los Estados Italianos. Dicho cambio, que había afectado a Botticelli, lo había vivido en mis carnes al ser su modelo durante un tiempo, y sobre todo por mi cercanía a los Médici, así que sabía de lo que hablaba, pero él... Él, seguramente, no tendría ni idea. Parecía joven, lo suficiente para no haber vivido en directo la gloriosa época a la que Vasari se había referido como de ruptura con la llamada época oscura anterior, aunque de nuevo quizá me equivocaba y había habitado aquella curiosa sociedad florentina. Lo duda, en cualquier caso.
– El sentido de las aves es volar. Con las alas plegadas contra el cuerpo, su hermosura queda opacada por la de la jaula en la que esté atrapada. Por el contrario, si vuela, alcanza el acto para el que toda su fisonomía está pensada, llega al máximo exponente de su belleza, con las alas extendidas y el viento guiando sus movimientos. Así que, monsieur, creo sinceramente que no hay mayor belleza que la de la libertad y que cualquier jaula, por hermosa que sea, no deja de ser precisamente un impedimento para la belleza. Mi tono volvió, por un instante, a ser el enciclopédico de antes. El único tema de los que me podía ofrecer que me alentaba lo suficiente para inflamar mi voz con pasión era el de la pintura, y lo habíamos abandonado desde el momento en que Savonarola había hecho acto de presencia. Ah, él... Siempre parecía estar ahí cuando se trataba del asesinato a las artes, lo llamara hoguera de las vanidades o como quisiera, y Alejandro VI no podía haber actuado mejor quemándolo en la hoguera, aunque sólo fuera por callarlo. Una época convulsa, aquella, muy medieval en ciertas zonas y, al mismo tiempo, con claras semillas de cambio en otras como la que yo había vivido de primera mano. El tema resultaba fascinante, al menos a mí, y opacaba de manera total cualquier interés, al margen del físico, que mi invitado indeseado me provocara, lo cual significaba que no tenía lo que tenía que tener para entretenerme y que me dignara a mirarlo.
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Re: La Primavera {Privado}
Cuando observas un eclipse a simple vista, eres cegado por la intensa luz del anillo solar alrededor del punto obscuro; se pierde la cabeza, la razón y todo es penumbra. Sí, se está completamente eclipsado por la belleza de ver la luz directamente con tus propios ojos; pero en ocasiones, la visión regresa a su estado normal y se puede ver claramente lo ordinario, lo común, lo vago, lo simple…. de un acto que se vanaglorió antes de tiempo. Cegado por una luz intensa, así se sintió Hannes por la dueña del Louvre. Pero él también había recuperado su vista y, lo que antes le pareció ser una comparación digna con lo que buscaba, se fue difuminando la idea con el paso del tiempo. Comenzaba a ser bastante tedioso el ir desperdigando palabrería absurda para complacer a la crítica, las personas la aceptan, la ignoran y la retan. A esas alturas, Hannes perdió todo interés depositado en la mujer, no le interesaba continuar con la parafernalia en una egocéntrica lucha por saber quien tiene la razón. Él aceptaba sus errores y esta vez, bueno, quizá siempre cometía el mismo. Suspiró. Aunque la respuesta fue realmente brillante y aunque ella parecía tener el potencial que durante siglos él buscó en diferentes mujeres y hasta encontrarlo en Aria, su tiempo ahí había terminado. Entrecerró los ojos buscando un punto en la distancia, como quien enfoca la vista para concentrarse en las imágenes del pasado. Bajó la mirada al suelo durante un segundo y se relamió confirmando la teoría de la dama.
-Encuentro realmente placentera su justificación, pero entre más cátedra de sobre el tema, más confirma mi propia regla.- Encogiéndose de hombros, ladea la cabeza para mirarla. El destello rojizo de su cabezo abre una herida punzante en el pecho de Hannes, ¿Cómo se puede olvidar a alguien como ella? Frunció el ceño y chasqueó la lengua metiendo una de sus manos dentro del bolsillo. Desechó de su cabeza toda imagen dolosa de Aria, era fácil apagar la sensibilidad, inhibir la humanidad de su cuerpo y mente; bastaba con serle indiferente al todo y eso incluye el olvido de su mujer. De vez en cuando le es permitido evocarla en los rincones, pues la melancolía también es dichosa. Levantó la vista. Esta vez, cuando vio el cabello de la mujer, fue Amanda Smith quien lo recibió con la sonrisa en los labios. Mucho mejor. –Insoportablemente humano. No olvide madame, que alguna vez, usted también lo fue.- Esa es una de las cosas que Hannes disfruta, regodearse ante los demás por la evolución a la que fue incluido y, pese a que ella fuese más antigua de lo que él puede contar, sin duda alguna, también recordará su lugar de procedencia. Quizá el origen de esa dama sea tan mundano como aquello de lo que huye, Hannes no lo sabe y la verdad es que tampoco le interesa indagar a profundidad. Un comentario, sólo eso había sido.
Intentando salir por la puerta, una joven de cabellos dorados y sangre virginal corriendo por sus venas, se adentró al museo completamente indiferente a la reacción del vampiro ante el magnifico olor de su cuerpo. Los ojos azules de Hannes se ennegrecieron por completo, casi se podía sentir que la pupila oscura era lo único que había dentro de sus cuencas. Gruñó por debajo. –A veces madame, la libertad es ignota- Musitó y el tono de su voz fue brutalmente siniestro. No preguntaría a la dueña si podía beber de sus invitados, no necesita pedirle permiso a nadie para alimentarse y, si aquello le parecía aberrante a la mujer, tendría que ser ella quien lo parase. Por supuesto, no lo haría frente a toda esa gente y tampoco sería grotesco, no por respeto a ella y lo que representa, si no por la pintura. El varón se va detrás de la joven y comienza a coquetear con ella, desconectándose por completo de la plática con Amanda. Por supuesto, el tema de conversación es la galería de la anfitriona, sin embargo, la crítica a Botticelli por parte de la dama, no fue la que Hannes esperaba. La teoría de la joven era que el pintor no sólo se había inspirado en la técnica de Lippo Lippi, si no que había algo más en la perspectiva que ambos imprimieron. Bajo esa teoría conspirativa, Hannes conseguía una antesala a su cena… después de todo la noche aún era joven y se divertiría con o sin Amanda.
-Encuentro realmente placentera su justificación, pero entre más cátedra de sobre el tema, más confirma mi propia regla.- Encogiéndose de hombros, ladea la cabeza para mirarla. El destello rojizo de su cabezo abre una herida punzante en el pecho de Hannes, ¿Cómo se puede olvidar a alguien como ella? Frunció el ceño y chasqueó la lengua metiendo una de sus manos dentro del bolsillo. Desechó de su cabeza toda imagen dolosa de Aria, era fácil apagar la sensibilidad, inhibir la humanidad de su cuerpo y mente; bastaba con serle indiferente al todo y eso incluye el olvido de su mujer. De vez en cuando le es permitido evocarla en los rincones, pues la melancolía también es dichosa. Levantó la vista. Esta vez, cuando vio el cabello de la mujer, fue Amanda Smith quien lo recibió con la sonrisa en los labios. Mucho mejor. –Insoportablemente humano. No olvide madame, que alguna vez, usted también lo fue.- Esa es una de las cosas que Hannes disfruta, regodearse ante los demás por la evolución a la que fue incluido y, pese a que ella fuese más antigua de lo que él puede contar, sin duda alguna, también recordará su lugar de procedencia. Quizá el origen de esa dama sea tan mundano como aquello de lo que huye, Hannes no lo sabe y la verdad es que tampoco le interesa indagar a profundidad. Un comentario, sólo eso había sido.
Intentando salir por la puerta, una joven de cabellos dorados y sangre virginal corriendo por sus venas, se adentró al museo completamente indiferente a la reacción del vampiro ante el magnifico olor de su cuerpo. Los ojos azules de Hannes se ennegrecieron por completo, casi se podía sentir que la pupila oscura era lo único que había dentro de sus cuencas. Gruñó por debajo. –A veces madame, la libertad es ignota- Musitó y el tono de su voz fue brutalmente siniestro. No preguntaría a la dueña si podía beber de sus invitados, no necesita pedirle permiso a nadie para alimentarse y, si aquello le parecía aberrante a la mujer, tendría que ser ella quien lo parase. Por supuesto, no lo haría frente a toda esa gente y tampoco sería grotesco, no por respeto a ella y lo que representa, si no por la pintura. El varón se va detrás de la joven y comienza a coquetear con ella, desconectándose por completo de la plática con Amanda. Por supuesto, el tema de conversación es la galería de la anfitriona, sin embargo, la crítica a Botticelli por parte de la dama, no fue la que Hannes esperaba. La teoría de la joven era que el pintor no sólo se había inspirado en la técnica de Lippo Lippi, si no que había algo más en la perspectiva que ambos imprimieron. Bajo esa teoría conspirativa, Hannes conseguía una antesala a su cena… después de todo la noche aún era joven y se divertiría con o sin Amanda.
Mstislav Lèveque- Cazador Clase Alta
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Fecha de inscripción : 23/02/2012
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Re: La Primavera {Privado}
Lo único a lo que podía achacar su falta de modales a la hora de mantener una conversación con un ser como lo era yo era su juventud, una en términos relativos y por supuesto categóricamente vampíricos puesto que, para un humano, cualquier cosa que pasara de un siglo ya excedía su ciclo vital y resultaba, por tanto, inabarcable. Él, que con una mirada a sus ojos indicaba que probablemente pasara los cuatro siglos (una fecha que a los vampiros solía regalarnos habilidades que los neófitos más jóvenes no poseían), seguía siendo apenas un infante a mis ojos, y era de esperar que su comportamiento fuera tal por mucho que para una gran cantidad de seres fuera más antiguo de lo que nunca podrían llegar a imaginar. Ese fue el motivo por el que ni siquiera me sorprendió su reacción, y mucho menos que saliera de mi vista para satisfacer sus deseos con una de mis invitadas, si bien no podía permitir, claro estaba, que él organizara un baño de sangre en mi exposición. A diferencia de lo que él pudiera creer, los deseos de los humanos y, sobre todo, sus opiniones sobre mí no me provocaban más que una absoluta indiferencia no rota más que por algunos seres excepcionales de su raza, que había denominado mis protegidos y que ni siquiera se encontraban allí en aquel momento. No, si me preocupaba el derramamiento de sangre era precisamente porque dudaba que su sed le permitiera ver la dirección del torrente cálido y carmesí en cuanto lo liberara de los vasos sanguíneos que lo contenían y era capaz de salpicar alguno de los cuadros que atesoraba con más cariño que el que regalaba a la mayoría de seres, fuera cual fuese su naturaleza.
Me deslicé con suavidad, casi como si el vestido fuera una nube que me desplazara igual que visualmente se producía el efecto en los cuadros barrocos, fuera de la habitación donde se encontraba mi mayor tesoro, La Primavera. En cuanto mi presencia en la habitación concluyó, como si respondieran a la muda orden que no había llegado a darles, los guardias humanos se apostaron delante de las puertas de la sala donde reposaba la pintura, como si no fueran presa fácil para cualquier sobrenatural que quisiera hacerse con ella. Dudaba, no obstante, que nadie fuera a osar desafiar mi autoridad, más temerosos de las consecuencias que traía consigo mi posición que de mis propias habilidades, tan peligrosas como perfectamente camufladas por el escaso uso que me veía obligada a hacer de ellas. En tanto que no fuera publicitándolas ni, tampoco, favoreciendo su abuso en contra de su razonable uso, siempre podía disponer del factor sorpresa por mi parte, por lo que nadie solía ser capaz de prever mis movimientos y en ese misterio se encontraba una de mis mayores fortalezas contra los demás, en aquel caso él. No sabía si él esperaba que fuera a interrumpirlo, o si siquiera suponía que no permitiría la anarquía de acuerdo a la que él quería comportarse bajo mi techo, pero mi naturaleza se había visto tan imprimada del poder regio que ahora ostentaba que no iba a permitir tal insurrección contra mí, mucho menos en mis dominios, donde antaño se encontraba el palacio de los reyes de Francia y donde una reina iba a disponer de su autoridad tal y como le correspondía: sin siquiera esforzarse por montar un espectáculo.
Así, ni siquiera tuve que acercarme a los dos seres que estaban a punto de compartir algo mucho más profundo que lo carnal, lo único para lo que la limitada mente de la joven pensaba que el seductor y atractivo vampiro la había atrapado, ignorante precisamente de su condición. Sólo me fue necesario pasar por delante de ellos y dejar que mi presencia le hiciera a la joven recordar dónde se encontraba y bajo el amparo de qué potestad había estado a punto de incumplir mis deseos para, precisamente dar satisfacción a los suyos, y eso fue suficiente para que su puritana educación la hiciera salir corriendo y librara al vampiro de su presa. A él simplemente le dediqué una mirada indiferente, con una ceja ligeramente alzada, que suponía en sí misma un recordatorio de que no tenía el poder allí de hacer lo que deseara si no se correspondía con mis propios deseos, y en aquel momento, incluso sin leer su mente, sabía perfectamente que cada uno de los dos teníamos cosas diferentes en la cabeza.
– Y a veces la libertad no existe, monsieur, especialmente cuando hay alguien más poderoso intentando arrebatarla a un ser que, a priori, la posee, al menos dentro de sus propias limitaciones. – comenté, encogiéndome de hombros y dejando que la ambigüedad deliberada de mis palabras calara hondo en su mente, cegada por el deseo de sangre. Bien podía referirme a su situación frustrada, con la joven que había echado a volar como un pájaro cuando se abre la jaula que lo apresa, o a nosotros dos, donde era evidente que la autoridad me pertenecía a mí, ya no sólo por título o posición sino por simple posicionamiento intelectual. – Si teníais sed podríais haberlo dicho. ¿Qué clase de anfitriona creéis que soy? Seguidme. – añadí, con una sonrisa irónica en los labios y girando sobre mis talones para dirigirme hacia la intimidad de una de las salas más pequeñas, absolutamente desnuda de ornamentos y con un simple mueble en el centro, que contenía una botella de sangre casi recién extraída, una botella que le ofrecí en cuanto nos encontramos allí, de nuevo solos y de nuevo enfrentados.
Me deslicé con suavidad, casi como si el vestido fuera una nube que me desplazara igual que visualmente se producía el efecto en los cuadros barrocos, fuera de la habitación donde se encontraba mi mayor tesoro, La Primavera. En cuanto mi presencia en la habitación concluyó, como si respondieran a la muda orden que no había llegado a darles, los guardias humanos se apostaron delante de las puertas de la sala donde reposaba la pintura, como si no fueran presa fácil para cualquier sobrenatural que quisiera hacerse con ella. Dudaba, no obstante, que nadie fuera a osar desafiar mi autoridad, más temerosos de las consecuencias que traía consigo mi posición que de mis propias habilidades, tan peligrosas como perfectamente camufladas por el escaso uso que me veía obligada a hacer de ellas. En tanto que no fuera publicitándolas ni, tampoco, favoreciendo su abuso en contra de su razonable uso, siempre podía disponer del factor sorpresa por mi parte, por lo que nadie solía ser capaz de prever mis movimientos y en ese misterio se encontraba una de mis mayores fortalezas contra los demás, en aquel caso él. No sabía si él esperaba que fuera a interrumpirlo, o si siquiera suponía que no permitiría la anarquía de acuerdo a la que él quería comportarse bajo mi techo, pero mi naturaleza se había visto tan imprimada del poder regio que ahora ostentaba que no iba a permitir tal insurrección contra mí, mucho menos en mis dominios, donde antaño se encontraba el palacio de los reyes de Francia y donde una reina iba a disponer de su autoridad tal y como le correspondía: sin siquiera esforzarse por montar un espectáculo.
Así, ni siquiera tuve que acercarme a los dos seres que estaban a punto de compartir algo mucho más profundo que lo carnal, lo único para lo que la limitada mente de la joven pensaba que el seductor y atractivo vampiro la había atrapado, ignorante precisamente de su condición. Sólo me fue necesario pasar por delante de ellos y dejar que mi presencia le hiciera a la joven recordar dónde se encontraba y bajo el amparo de qué potestad había estado a punto de incumplir mis deseos para, precisamente dar satisfacción a los suyos, y eso fue suficiente para que su puritana educación la hiciera salir corriendo y librara al vampiro de su presa. A él simplemente le dediqué una mirada indiferente, con una ceja ligeramente alzada, que suponía en sí misma un recordatorio de que no tenía el poder allí de hacer lo que deseara si no se correspondía con mis propios deseos, y en aquel momento, incluso sin leer su mente, sabía perfectamente que cada uno de los dos teníamos cosas diferentes en la cabeza.
– Y a veces la libertad no existe, monsieur, especialmente cuando hay alguien más poderoso intentando arrebatarla a un ser que, a priori, la posee, al menos dentro de sus propias limitaciones. – comenté, encogiéndome de hombros y dejando que la ambigüedad deliberada de mis palabras calara hondo en su mente, cegada por el deseo de sangre. Bien podía referirme a su situación frustrada, con la joven que había echado a volar como un pájaro cuando se abre la jaula que lo apresa, o a nosotros dos, donde era evidente que la autoridad me pertenecía a mí, ya no sólo por título o posición sino por simple posicionamiento intelectual. – Si teníais sed podríais haberlo dicho. ¿Qué clase de anfitriona creéis que soy? Seguidme. – añadí, con una sonrisa irónica en los labios y girando sobre mis talones para dirigirme hacia la intimidad de una de las salas más pequeñas, absolutamente desnuda de ornamentos y con un simple mueble en el centro, que contenía una botella de sangre casi recién extraída, una botella que le ofrecí en cuanto nos encontramos allí, de nuevo solos y de nuevo enfrentados.
- Spoiler:
- Lamento muchísimo la tardanza...
Invitado- Invitado
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