AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The edge of reason || Privado
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The edge of reason || Privado
La mariposa recordará siempre que fue gusano
Mario Benedetti
Mario Benedetti
El ocaso se consumaba en el profundo horizonte, las nubes tomaron aquella tonalidad anaranjada que se fue oscureciendo hasta que la noche cayó con su manto impiadoso y las tiñó de gris. Algunas estrellas se asomaban entre ellas pugnando por brillar, en una lucha que tenían perdida desde el inicio. La humedad se volvía intensa a medida que el carruaje avanzaba en la zona de pantanos. Era la visita mensual que realizaba a aquel sitio que le recordaba tanto al pequeño condado galés que la había visto nacer y crecer, el mismo que había sido testigo del horror que le había arrebatado la inocencia de la infancia. Sin embargo, no podía arrancarse el cariño por las tierras galesas, por su clima lluvioso y su sencillez, la gran ciudad de París la había cautivado, las grandes construcciones y su constante ajetreo, contrastaban con las edificaciones sencillas y precarias del condado de Powys y sus pocos y hoscos habitantes. Los franceses eran desenfrenados y al alcance de su mano tenían tanto los vicios como los placeres. Madeleine había aprendido a disfrutar de unos y otros, probaba y si no le gustaba, lo descartaba, si le producía satisfacción, lo incorporaba a sus hábitos hasta aburrirse. Quizá por ello seguía frecuentando un sitio que despertara su nostalgia y la llevara de vuelta a la miseria en la que había vivido. En el camino había visto varios niños mendigando, y en ellos, sabía verse a sí misma con el estómago hinchado por la desnutrición, con el rostro consumido y los ojos sin expresión, también veía a sus hermanos, que también habían padecido la falta de alimentos; sin embargo, no la conmovían las escenas dolorosas, sabía que si seguía aferrándose al pasado, éste terminaría destruyéndola y pisoteándola. Se acaricio el vestido elegante en color rojo y se dijo a sí misma que nada terminaría con aquella vida que tanto sacrificio le había costado conseguir, arriesgándose ante la ley y abandonando a los de su propia sangre, para abrirse paso en la abundancia y el buen vivir. No era hipócrita y no sentía cargo de consciencia, aunque en ocasiones deseaba que alguno de sus cuatro hermanos también pudiera disfrutar de aquello, pero luego los recordaba comiendo desaforadamente, conjugando mal los verbos al hablar, con las uñas sucias y con olor a mugre, y descubría que los prefería lejos, muy lejos.
Corrió la cortina de la ventanilla del coche y supo que estaban próximos al destino. No se adentraban demasiado, el cochero estacionaba bajo unos árboles y no preguntaba hacia dónde se dirigía, simplemente, esperaba que Madeleine diera su paseo y luego le ayudaba a quitarse los zapatos y cambiárselos por unos limpios. Llegaron y esperó que el hombre abriera la puerta y colocara una escalerilla, le ofreció la mano y la ayudó a descender. La joven sintió como sus pies se hundían en la tierra húmeda y aquello le agradó. Se perdió en la espesura, el olor en esa zona no era tan pestilente como en el corazón de los pantanos, pero no dejaba de ser abrumador para quien no estuviera acostumbrado a él. Quizá era el deseo a no olvidarse de quien era lo que la arrastraba en aquellos paseos sin sentido, en los que daba unas vueltas y emprendía el regreso. Estar allí le recordaba a lo que no quería volver y lo que nunca más quería ser. Se apoyó contra un tronco y se dedicó a mirarse los sencillos chapines enlodados, igual que el ruedo de la falda, que había adquirido una tonalidad marrón. Era suficiente. Regresó al carruaje, vio al empleado fumarse un cigarro mientras acariciaba el lomo de uno de los caballos que lo tiraban, el animal era imponente, de un color plata con manchas blancas, el pelo brilloso y un carácter manso. El dependiente, al ver a la muchacha, se incorporó con nerviosismo, hizo una reverencia y se dispuso a asistirla para que subiera. Se quitó el calzado, las medias color blanco y esperó unos pocos segundos a que Patrick –así se llamaba el chofer-, le asistiera con las prendas limpias. No había reparado que, a pesar de que el hombre sobrepasaba los treinta, aún conservaba su atractivo. Negó con la cabeza, lo último que necesitaba en ese momento era encamarse con los empleados de su difunto padre.
El coche se puso en marcha y el traqueteo de los caballos la obligaba a sostenerse con más fuerza de la habitual. La cabina en la que viajaba se movía con violencia, Madeleine podía escuchar las órdenes que el cochero le daba a los caballos y cómo los azuzaba con la fusta. La rubia se preguntó qué estaría sucediendo para que la voz del dependiente expresara tanta desesperación, y se instó a mantener la calma. Se aferró al asiento y luego no oyó más que sus propios gritos, su cuerpo se balanceaba de un lado a otro y los golpes que recibía no le provocaban dolor. Luego todo se volvió oscuro y disonante. Cuando abrió los ojos, sólo notó la falta de luz, la cabeza parecía a punto de estallar y el dolor de cintura le impedía incorporarse. Palpó el asiento forrado en terciopelo y supo que aún estaba dentro del carruaje. Habían tenido un accidente, afuera sólo se escuchaban los bufidos lejanos de los potros y los grillos que cantaban hasta casi ensordecer. Con voz débil llamó a Patrick, pero éste nunca contestó. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero había pasado por situaciones mucho peores en las que había tenido que mantener la calma. Quizá la nueva vida la había ablandado y había terminado por mimetizarse con aquellas damiselas histéricas y debiluchas que gritaban desesperadas ante la presencia de una simple araña. <<No, yo no>> se recordó a sí misma y haciendo un esfuerzo descomunal se sentó, el simple movimiento provocó un balanceo de la cabina que le revolvió el estómago. Por un instante se preguntó si estaba pendiendo de las ramas de un árbol, pero cuando se detuvo de súbito, supo que sólo estaba apoyada en una mala posición sobre tierra firme. La portezuela no cedió cuando intentó abrirla, y la baronesa no tuvo más opción que patearla, lo que le agudizó el dolor que se le dispersaba por el cuerpo. Asomó su cabeza y lo único que vio fue el cuerpo dado vuelta del chofer y en el cráneo de éste, una rama incrustada. —Está muerto —susurró, se tapó la boca y volvió al interior, no tenía intenciones de salir aún.
Corrió la cortina de la ventanilla del coche y supo que estaban próximos al destino. No se adentraban demasiado, el cochero estacionaba bajo unos árboles y no preguntaba hacia dónde se dirigía, simplemente, esperaba que Madeleine diera su paseo y luego le ayudaba a quitarse los zapatos y cambiárselos por unos limpios. Llegaron y esperó que el hombre abriera la puerta y colocara una escalerilla, le ofreció la mano y la ayudó a descender. La joven sintió como sus pies se hundían en la tierra húmeda y aquello le agradó. Se perdió en la espesura, el olor en esa zona no era tan pestilente como en el corazón de los pantanos, pero no dejaba de ser abrumador para quien no estuviera acostumbrado a él. Quizá era el deseo a no olvidarse de quien era lo que la arrastraba en aquellos paseos sin sentido, en los que daba unas vueltas y emprendía el regreso. Estar allí le recordaba a lo que no quería volver y lo que nunca más quería ser. Se apoyó contra un tronco y se dedicó a mirarse los sencillos chapines enlodados, igual que el ruedo de la falda, que había adquirido una tonalidad marrón. Era suficiente. Regresó al carruaje, vio al empleado fumarse un cigarro mientras acariciaba el lomo de uno de los caballos que lo tiraban, el animal era imponente, de un color plata con manchas blancas, el pelo brilloso y un carácter manso. El dependiente, al ver a la muchacha, se incorporó con nerviosismo, hizo una reverencia y se dispuso a asistirla para que subiera. Se quitó el calzado, las medias color blanco y esperó unos pocos segundos a que Patrick –así se llamaba el chofer-, le asistiera con las prendas limpias. No había reparado que, a pesar de que el hombre sobrepasaba los treinta, aún conservaba su atractivo. Negó con la cabeza, lo último que necesitaba en ese momento era encamarse con los empleados de su difunto padre.
El coche se puso en marcha y el traqueteo de los caballos la obligaba a sostenerse con más fuerza de la habitual. La cabina en la que viajaba se movía con violencia, Madeleine podía escuchar las órdenes que el cochero le daba a los caballos y cómo los azuzaba con la fusta. La rubia se preguntó qué estaría sucediendo para que la voz del dependiente expresara tanta desesperación, y se instó a mantener la calma. Se aferró al asiento y luego no oyó más que sus propios gritos, su cuerpo se balanceaba de un lado a otro y los golpes que recibía no le provocaban dolor. Luego todo se volvió oscuro y disonante. Cuando abrió los ojos, sólo notó la falta de luz, la cabeza parecía a punto de estallar y el dolor de cintura le impedía incorporarse. Palpó el asiento forrado en terciopelo y supo que aún estaba dentro del carruaje. Habían tenido un accidente, afuera sólo se escuchaban los bufidos lejanos de los potros y los grillos que cantaban hasta casi ensordecer. Con voz débil llamó a Patrick, pero éste nunca contestó. Los ojos se le llenaron de lágrimas, pero había pasado por situaciones mucho peores en las que había tenido que mantener la calma. Quizá la nueva vida la había ablandado y había terminado por mimetizarse con aquellas damiselas histéricas y debiluchas que gritaban desesperadas ante la presencia de una simple araña. <<No, yo no>> se recordó a sí misma y haciendo un esfuerzo descomunal se sentó, el simple movimiento provocó un balanceo de la cabina que le revolvió el estómago. Por un instante se preguntó si estaba pendiendo de las ramas de un árbol, pero cuando se detuvo de súbito, supo que sólo estaba apoyada en una mala posición sobre tierra firme. La portezuela no cedió cuando intentó abrirla, y la baronesa no tuvo más opción que patearla, lo que le agudizó el dolor que se le dispersaba por el cuerpo. Asomó su cabeza y lo único que vio fue el cuerpo dado vuelta del chofer y en el cráneo de éste, una rama incrustada. —Está muerto —susurró, se tapó la boca y volvió al interior, no tenía intenciones de salir aún.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Fecha de inscripción : 11/02/2013
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Re: The edge of reason || Privado
Go tell that long tongue liar
Go and tell that midnight rider
Tell the rambler, the gambler, the back biter
Tell 'em that God's gonna cut 'em down
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"Desde que llegamos a este mundo nos convertimos en hombres libres. Sin embargo, algunos creen que existe una delgada línea que ha sido creada para cada uno de nosotros, una línea que estamos destinados a caminar y que por muy enredada que parezca estar, al final, llegara siempre a un punto
¿Qué caso tiene entonces molestarse si la vida tomara sus propias decisiones?
O tal vez no. Tal vez solo necesitemos tomar el rumbo de nuestra vida. Haciendo lo necesario, lo que sea necesario.
A mí, a mí me gusta creer en lo segundo"
Hace un par de noches conocí a Fabrice Berger, hombre de negocios, señor dinero y aristócrata de la república. Con el apogeo de esta nueva concepción del poder, que ahora no era dominada por reyes sino por hombres, yo tenía trabajo hasta para darme el lujo de elegir. Así es como conocí al señor Berger, eligiendo, y es que aunque puedas vestir bien a un hombre y enseñarle a hablar, nunca podrás quitarle su instinto. Depredadores, depredadores todos, incluso de sus semejantes.
El contrato era sencillo en el aire. Resulta que el señor Berger era el encargado de autorizar diversas entradas de mercancía a Francia. Si querías comerciar con algo que no era de estas tierras él era el hombre al que tenías que recurrir. Así pues cuando uno no puede arreglarse con palabras, ni con dinero, lo hace con mercenarios. Tan fácil como eso era el trabajo que involucraba al señor “dinero” Berger. No había que matarlo, claro estaba, de otra forma solo reemplazarías a un político con otro y eso es como jugar a cortar cabezas de Hidra, nunca terminaras; en su lugar tenía que “convencerlo” – Persuádelo, espántalo, has que se zurre en los pantalones, yo qué sé ,has lo que sea necesario, ya sabes lo que ustedes hacen – Eso fue lo que me dijo quién me contrato - Convéncelo de que autorice nuestra mercancía y que retire el embargo y tendrás tu pago – ¿Fácil no?, tan solo tenía que hacer “eso” que nosotros hacemos. Claro, como si todo fuese como uno lo planea.
Tan fácil como resulto secuestrar a Fabrice fue que comenzaran a buscarlo, y es que, esa concepción de la Hidra también la conocen los políticos, para qué reemplazar a un hombre amaestrado como Berger con otro al que tengas que amaestrar desde cero. Es mejor, en todo caso, movilizar un centenar de hombres como si del mismísimo Rey de tratase, claro, si él un viviera.
Así es como termine aquí, escondido a las afueras de la ciudad en la zona de pantanos. Somos solo yo, Berger y un centenar más de soldados buscándonos haya fuera. Tan solo un día más de trabajo
Había dejado a mi “amigo” en una pequeña cueva, muy adentro en el pantano, de difícil acceso pero aun rastreable. Mientras, yo cabalgaba siguiendo los pasos de quien nos buscaba. Ocultar mi rastro me resultaba fácil, era mi naturaleza encontrar cosas así que sabía lo que buscaba un rastreador cuando le seguía la pista a alguien. Sin embargo, ocultar el hedor y las huellas de aquel hombre era otra cosa y no podía arriesgarme a ser encontrado, no antes de que consiguiera lo que necesitaba.
Cabalgue hasta el inicio de la zona donde aún podría entrarse con una carreta y patrulle el lugar un par de horas. Todo parecía estar muy tranquilo. Las propiedades del pantano lo hacían el lugar perfecto para esconderse y el peor para perderse. Con todo esto tenía las cartas a mi favor, un par de horas más que el señor Berger pasara aquí y ese contrato sería mío.
El camino era largo y recorrerlo, incluso a caballo, podía tomarte un par de horas si no lo hacías a trote constante. Así es como no fue sino hasta la segunda vuelta que pude notar las huellas de una carreta. El rastro seguía y se adentraba por el camino al pantano, a juzgar por las marcas en la tierra mantenía un ritmo lento, como si de un paseo se tratase. Era claro, entonces, que no se trataba de nuestros perseguidores, era algo más, o alguien más.
Mientras recorría el camino, que hace no mucho acuñando la frescura de las huellas, había recorrido nuestro misterioso amante de los paseos por el pantano; pensaba, dejando volar la imaginación, quién podría hacer un viaje hasta este lugar y con que fines. Podría ser un excéntrico que prefería una “aventura” en el pantano por sobre la opulencia y el lujo de la ciudad o quizá se trataba de una linda pareja de amantes que obligados a mantener su pasional relación tenían que recurrir a tal bizarro panorama para dar rienda suelta a tu amor. Sea cual fuese la razón, resultaba, sin duda… poco común.
Cuando alcance el destino del carruaje pude vislumbrar en mi cabeza la escena que había tenido lugar hace tan solo unos minutos, incluso pude oír el crujir de la madera y el relinche de los caballos. La carreta estaba tumbada sobre un costado, había perdido dos de sus ruedas y una más se encontraba a la mitad, la otra parte había condenado a la muerte a su cochero. Éste, yacía muerto tan solo a unos metros del carruaje con la rueda sobre él y una rama incrustada en su cráneo, bien profundo, mortal.
Los caballos aún corrían nerviosos y se les podía ver en la lejanía, seguramente algo los asusto y trataron de correr olvidando todo lo que alguna vez ese cochero les pudo enseñar. Los animales son como el hombre, pueden ser amaestrados pero nunca, nunca les quitaras su instinto.
Aun sin bajarme de mi propio animal y después de comprobar que no hubiera más cuerpos me acerque hasta el coche, de alguna u otra forma sabía que si había un pasajero o no < sin importar si había sobrevivido >, solo podía ser perjudicial para mi causa. Cuando estaba a punto de bajarme y revisar el interior del carro pude oírlos; hombres y sabuesos. Estaban cerca, eran perros de caza, usados ahora para rastrear al señor Berger. Seguramente eso fue lo que altero a los caballos, eso y un cochero con un mal día habían causaron todo este lio.
Retomando de nuevo la razón de mi acercamiento le di un vistazo al coche, de inmediato pude oler su aroma, era una mujer, no cualquier mujer. Su olor era característico, a juzgar por él, aquel carro y su ornamenta; los caballos y muchas otras señales propias de su clase, supe de inmediato que estaba frente a alguien de la realeza. Realeza y mujer al pie de mi caballo sobre el suelo pantanoso… era una imagen simplemente irónica.
— Madame, voy a ofrecerle esto una sola vez. Puede salir por su propia mano y subir al caballo o, puede quedarse aquí y seguir llorando hasta que, si tiene suerte, alguien la encuentre - mi voz suena hueca en aquel lugar pero me aseguro que sea lo suficientemente clara como para que me escuche a pesar de estar dentro del coche y de que seguramente este llorando. Mientras espero alguna respuesta, de repente sin avisar, escucho a los sabuesos de nuevo.
— Si me permite darle un consejo Madame ¡Saque su lindo trasero de ese coche y suba al maldito caballo ahora! – De repente ya no me importa sonar claro sino ser claro. Estoy nervioso, los sabuesos están más cerca y a mí se me acaba el tiempo y la paciencia. La quiero fuera del carruaje y en mi caballo, no me puedo arriesgar, me toca tomar el control de lo que el destino me ha arrojado.
El contrato era sencillo en el aire. Resulta que el señor Berger era el encargado de autorizar diversas entradas de mercancía a Francia. Si querías comerciar con algo que no era de estas tierras él era el hombre al que tenías que recurrir. Así pues cuando uno no puede arreglarse con palabras, ni con dinero, lo hace con mercenarios. Tan fácil como eso era el trabajo que involucraba al señor “dinero” Berger. No había que matarlo, claro estaba, de otra forma solo reemplazarías a un político con otro y eso es como jugar a cortar cabezas de Hidra, nunca terminaras; en su lugar tenía que “convencerlo” – Persuádelo, espántalo, has que se zurre en los pantalones, yo qué sé ,has lo que sea necesario, ya sabes lo que ustedes hacen – Eso fue lo que me dijo quién me contrato - Convéncelo de que autorice nuestra mercancía y que retire el embargo y tendrás tu pago – ¿Fácil no?, tan solo tenía que hacer “eso” que nosotros hacemos. Claro, como si todo fuese como uno lo planea.
Tan fácil como resulto secuestrar a Fabrice fue que comenzaran a buscarlo, y es que, esa concepción de la Hidra también la conocen los políticos, para qué reemplazar a un hombre amaestrado como Berger con otro al que tengas que amaestrar desde cero. Es mejor, en todo caso, movilizar un centenar de hombres como si del mismísimo Rey de tratase, claro, si él un viviera.
Así es como termine aquí, escondido a las afueras de la ciudad en la zona de pantanos. Somos solo yo, Berger y un centenar más de soldados buscándonos haya fuera. Tan solo un día más de trabajo
Había dejado a mi “amigo” en una pequeña cueva, muy adentro en el pantano, de difícil acceso pero aun rastreable. Mientras, yo cabalgaba siguiendo los pasos de quien nos buscaba. Ocultar mi rastro me resultaba fácil, era mi naturaleza encontrar cosas así que sabía lo que buscaba un rastreador cuando le seguía la pista a alguien. Sin embargo, ocultar el hedor y las huellas de aquel hombre era otra cosa y no podía arriesgarme a ser encontrado, no antes de que consiguiera lo que necesitaba.
Cabalgue hasta el inicio de la zona donde aún podría entrarse con una carreta y patrulle el lugar un par de horas. Todo parecía estar muy tranquilo. Las propiedades del pantano lo hacían el lugar perfecto para esconderse y el peor para perderse. Con todo esto tenía las cartas a mi favor, un par de horas más que el señor Berger pasara aquí y ese contrato sería mío.
El camino era largo y recorrerlo, incluso a caballo, podía tomarte un par de horas si no lo hacías a trote constante. Así es como no fue sino hasta la segunda vuelta que pude notar las huellas de una carreta. El rastro seguía y se adentraba por el camino al pantano, a juzgar por las marcas en la tierra mantenía un ritmo lento, como si de un paseo se tratase. Era claro, entonces, que no se trataba de nuestros perseguidores, era algo más, o alguien más.
Mientras recorría el camino, que hace no mucho acuñando la frescura de las huellas, había recorrido nuestro misterioso amante de los paseos por el pantano; pensaba, dejando volar la imaginación, quién podría hacer un viaje hasta este lugar y con que fines. Podría ser un excéntrico que prefería una “aventura” en el pantano por sobre la opulencia y el lujo de la ciudad o quizá se trataba de una linda pareja de amantes que obligados a mantener su pasional relación tenían que recurrir a tal bizarro panorama para dar rienda suelta a tu amor. Sea cual fuese la razón, resultaba, sin duda… poco común.
Cuando alcance el destino del carruaje pude vislumbrar en mi cabeza la escena que había tenido lugar hace tan solo unos minutos, incluso pude oír el crujir de la madera y el relinche de los caballos. La carreta estaba tumbada sobre un costado, había perdido dos de sus ruedas y una más se encontraba a la mitad, la otra parte había condenado a la muerte a su cochero. Éste, yacía muerto tan solo a unos metros del carruaje con la rueda sobre él y una rama incrustada en su cráneo, bien profundo, mortal.
Los caballos aún corrían nerviosos y se les podía ver en la lejanía, seguramente algo los asusto y trataron de correr olvidando todo lo que alguna vez ese cochero les pudo enseñar. Los animales son como el hombre, pueden ser amaestrados pero nunca, nunca les quitaras su instinto.
Aun sin bajarme de mi propio animal y después de comprobar que no hubiera más cuerpos me acerque hasta el coche, de alguna u otra forma sabía que si había un pasajero o no < sin importar si había sobrevivido >, solo podía ser perjudicial para mi causa. Cuando estaba a punto de bajarme y revisar el interior del carro pude oírlos; hombres y sabuesos. Estaban cerca, eran perros de caza, usados ahora para rastrear al señor Berger. Seguramente eso fue lo que altero a los caballos, eso y un cochero con un mal día habían causaron todo este lio.
Retomando de nuevo la razón de mi acercamiento le di un vistazo al coche, de inmediato pude oler su aroma, era una mujer, no cualquier mujer. Su olor era característico, a juzgar por él, aquel carro y su ornamenta; los caballos y muchas otras señales propias de su clase, supe de inmediato que estaba frente a alguien de la realeza. Realeza y mujer al pie de mi caballo sobre el suelo pantanoso… era una imagen simplemente irónica.
— Madame, voy a ofrecerle esto una sola vez. Puede salir por su propia mano y subir al caballo o, puede quedarse aquí y seguir llorando hasta que, si tiene suerte, alguien la encuentre - mi voz suena hueca en aquel lugar pero me aseguro que sea lo suficientemente clara como para que me escuche a pesar de estar dentro del coche y de que seguramente este llorando. Mientras espero alguna respuesta, de repente sin avisar, escucho a los sabuesos de nuevo.
— Si me permite darle un consejo Madame ¡Saque su lindo trasero de ese coche y suba al maldito caballo ahora! – De repente ya no me importa sonar claro sino ser claro. Estoy nervioso, los sabuesos están más cerca y a mí se me acaba el tiempo y la paciencia. La quiero fuera del carruaje y en mi caballo, no me puedo arriesgar, me toca tomar el control de lo que el destino me ha arrojado.
Larden- Licántropo Clase Media
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Re: The edge of reason || Privado
¿Puedes sentir la caricia de la soledad? Es muy parecida a la muerte
Nadie iba a pensar jamás, que Madeleine Williams iba a ser víctima de aquel estado de abandono de sí misma. Se había abrazado a sus rodillas y se mantenía quieta, sólo el temblequeo de sus dientes denotaba que aún continuaba con vida. Ella, que había padecido hambre, frío, vejaciones y maltrato, se había impactado ante la visión de un hombre muerto y ante la perspectiva de una muerte solitaria y por inanición. Porque era, simplemente, lo que le deparaba. Nadie la encontraría, y ella no sería capaz de salir del carruaje, y en caso de hacerlo, no encontraría el camino y vagaría hasta que por fin la muerte le arrojase su manto. Qué triste final para su preciada vida, esa vida que con tanto esmero había logrado cambiar. De nada le servían las joyas ni los vestidos caros, sin embargo, era hermoso saber que moriría envuelta en aquel atuendo costoso. Si, valía la pena. Todo había valido la pena por ese último año que había recorrido las cortes europeas y en el que se había codeado con lo más alto de la sociedad, siendo una más. Los bailes, las intrigas, las camas de hombres importantes, las amistades envidiables, los viajes, los lujos, todas y cada una de aquellas frivolidades, que en un pasado no tan lejano, le habían parecido inalcanzables, las tenía en la palma de su mano, formaba parte de aquel espejismo de felicidad, de aquellos rubíes, zafiros y diamantes, ella misma se consideraba una, y se sentía en paz. Ni la idea de que sus hermanos o su madre continuasen con hambre o sumergidos en la miseria, podían hacerle mella en el orgullo que sentía por su lucha, tampoco el hecho de haber abandonado aquel amor puro e inocente, podía provocar un mínimo cimbronazo en su estructura. Se había convertido en una baronesa inglesa, en Madeleine Fitzherbert, y ya no era la puta galesa que usaban los soldados ingleses en sus campamentos o en sus visitas al burdel durante alguna campaña. De todas maneras, debía agradecerles a todos y cada uno de los que pagaron por sus servicios, pues le enseñaron de los hombres, de cómo tratarlos, de lo que les gustaba y de lo que no, y esa había sido una ventaja y un arma importante para moverse en el círculo cerrado de la nobleza. No podía negar que con muchos había gozado, pero habían sido más los que le había provocado repulsión, como el mismísimo olor que emanaba el pantano por aquel entonces. De muchos había olvidado los rostros, el único que era nítido era el del primero, del viejo asqueroso que la violó siendo una niña, que pagó por ello. Realmente se estaba acercando el fin, pues ya podía sentir que se quedaba dormida por el mero cansancio que le provocaba la situación…
Ladridos, lejanos y huecos, pero ladridos en fin. Podían ser una jauría de perros rabiosos o un grupo de ¿cazadores? Lo único que significaban, era esperanza. Madeleine sacudió la cabeza y se instó a levantarse, pero el carruaje se tambaleó, petrificándola del miedo una vez más. El hecho de asomarse y volver a encontrar la imagen de su cochero con el cráneo atravesado por una rama, le revolvió el estómago, e hizo acopio de una voluntad casi sobrehumana para no vomitar. Decidió que se quedaría allí hasta distinguir voces o algo que le dijera que aún no debía perder la esperanza. Escuchó un caballo que galopaba con furia, podía sentir cómo su jinete lo azuzaba con las riendas y lo instaba a mantener el ritmo. Si aquello era una persecución, podía terminar en medio de una balacera y ser muerta, de todas maneras. Prefería algo más digno que una bala perdida, la muerte en aquel sitio solitario podía convertirla en mártir y sería leyenda, en cambio, un enfrentamiento armado con una doncella como víctima la ridiculizarían. No se explicaba aquellas teatrales conjeturas cuando su vida dependía de ello, y sintió miedo de nuevo, o sólo la sensación anterior se había agudizado. Se abrazó y se refregó los brazos, comenzaba a hacer frío. El caballo estaba más cerca, y por fin se detuvo. Distinguió a un hombre que se asomaba levemente por la portezuela abierta y le hablaba. No reaccionó ante las primeras palabras, demasiado agradecida con algún Ser Superior como para prestarle atención. No podía ser otra cosa más que un verdadero milagro, visto desde cualquier perspectiva, estaba salvada. Quiso sonreír, pero no pudo, aún continuaba atormentada por la situación y la posterior luz de consuelo. Luego, el tono que en un principio sonó impaciente pero conciliador, se tornó imperativo, y la sacó del transe. ¡Le estaba gritando! Pensó en no salir, pero no debía ponerse quisquillosa con alguien que sólo intentaba ayudarla y sacarla de una muerte segura. Asintió con su cabeza, pero tenía la certeza de que no podía verla, y cuando intentó incorporarse, el carruaje se tambaleó nuevamente, ella exclamó una maldición, muy impropia para una joven de su posición, pero logró ponerse de pie. Se aferró al marco de la puerta con ambas manos, y sacó la cabeza, allí se encontró con el corcel y quien lo montaba. Miró en la dirección de la que provenían los ladridos, se escucharon voces ahogadas, y luego volvió su vista hacia el hombre, con desconfianza. Podía ser un criminal.
—Yo no lloro —frunció el seño para acentuar la afirmación. Dio un salto y sus pies se enterraron levemente en la tierra húmeda. Se preguntó cómo subir con aquella ropa, y al notar que el “caballero” no se bajaría a ayudarla, no tuvo más opción que levantarse el vestido y arrancarse algunas enaguas, luego, sin dirigir sus ojos hacia el jinete, se tomó de la montura, puso un pie en el estribo y tomó envión para cruzar su pierna y lograr sentarse detrás del desconocido. La falda le quedó desacomodada, se sentía incómoda y aún temblaba de miedo, pero se aferró a la cintura del extraño. —Gracias —susurró, y de pronto sintió que un gran peso caía sobre sus hombros, estaba laxa, agotada. —Espero que no me uses de escudo para que quienes te persiguen —era evidente que lo perseguían— no te maten, ya que si te disparan, las balas se incrustarán en mi espalda y no en la tuya —utilizó un tono que rozaba con el reproche, sin dejar de lado cierta ironía en su voz. Apoyó la mejilla en la espalda, le hubiera gustado ver bien el rostro de quien la había sacado de una muerte dolorosa, pero lo único que quería era alejarse de ese lugar. Le echó un último vistazo al cuerpo de su empleado muerto, Patrick continuaba en la misma posición. Madeleine se mordió el labio inferior y giró su cara, aquella imagen la acompañaría por el resto de su vida. No supo en qué momento el caballo inició su carrera nuevamente, porque cayó profundamente dormida.
Ladridos, lejanos y huecos, pero ladridos en fin. Podían ser una jauría de perros rabiosos o un grupo de ¿cazadores? Lo único que significaban, era esperanza. Madeleine sacudió la cabeza y se instó a levantarse, pero el carruaje se tambaleó, petrificándola del miedo una vez más. El hecho de asomarse y volver a encontrar la imagen de su cochero con el cráneo atravesado por una rama, le revolvió el estómago, e hizo acopio de una voluntad casi sobrehumana para no vomitar. Decidió que se quedaría allí hasta distinguir voces o algo que le dijera que aún no debía perder la esperanza. Escuchó un caballo que galopaba con furia, podía sentir cómo su jinete lo azuzaba con las riendas y lo instaba a mantener el ritmo. Si aquello era una persecución, podía terminar en medio de una balacera y ser muerta, de todas maneras. Prefería algo más digno que una bala perdida, la muerte en aquel sitio solitario podía convertirla en mártir y sería leyenda, en cambio, un enfrentamiento armado con una doncella como víctima la ridiculizarían. No se explicaba aquellas teatrales conjeturas cuando su vida dependía de ello, y sintió miedo de nuevo, o sólo la sensación anterior se había agudizado. Se abrazó y se refregó los brazos, comenzaba a hacer frío. El caballo estaba más cerca, y por fin se detuvo. Distinguió a un hombre que se asomaba levemente por la portezuela abierta y le hablaba. No reaccionó ante las primeras palabras, demasiado agradecida con algún Ser Superior como para prestarle atención. No podía ser otra cosa más que un verdadero milagro, visto desde cualquier perspectiva, estaba salvada. Quiso sonreír, pero no pudo, aún continuaba atormentada por la situación y la posterior luz de consuelo. Luego, el tono que en un principio sonó impaciente pero conciliador, se tornó imperativo, y la sacó del transe. ¡Le estaba gritando! Pensó en no salir, pero no debía ponerse quisquillosa con alguien que sólo intentaba ayudarla y sacarla de una muerte segura. Asintió con su cabeza, pero tenía la certeza de que no podía verla, y cuando intentó incorporarse, el carruaje se tambaleó nuevamente, ella exclamó una maldición, muy impropia para una joven de su posición, pero logró ponerse de pie. Se aferró al marco de la puerta con ambas manos, y sacó la cabeza, allí se encontró con el corcel y quien lo montaba. Miró en la dirección de la que provenían los ladridos, se escucharon voces ahogadas, y luego volvió su vista hacia el hombre, con desconfianza. Podía ser un criminal.
—Yo no lloro —frunció el seño para acentuar la afirmación. Dio un salto y sus pies se enterraron levemente en la tierra húmeda. Se preguntó cómo subir con aquella ropa, y al notar que el “caballero” no se bajaría a ayudarla, no tuvo más opción que levantarse el vestido y arrancarse algunas enaguas, luego, sin dirigir sus ojos hacia el jinete, se tomó de la montura, puso un pie en el estribo y tomó envión para cruzar su pierna y lograr sentarse detrás del desconocido. La falda le quedó desacomodada, se sentía incómoda y aún temblaba de miedo, pero se aferró a la cintura del extraño. —Gracias —susurró, y de pronto sintió que un gran peso caía sobre sus hombros, estaba laxa, agotada. —Espero que no me uses de escudo para que quienes te persiguen —era evidente que lo perseguían— no te maten, ya que si te disparan, las balas se incrustarán en mi espalda y no en la tuya —utilizó un tono que rozaba con el reproche, sin dejar de lado cierta ironía en su voz. Apoyó la mejilla en la espalda, le hubiera gustado ver bien el rostro de quien la había sacado de una muerte dolorosa, pero lo único que quería era alejarse de ese lugar. Le echó un último vistazo al cuerpo de su empleado muerto, Patrick continuaba en la misma posición. Madeleine se mordió el labio inferior y giró su cara, aquella imagen la acompañaría por el resto de su vida. No supo en qué momento el caballo inició su carrera nuevamente, porque cayó profundamente dormida.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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