Victorian Vampires
Ô bruit doux de la pluie (Priv.) 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Peter Jan Hansson Lun Mar 18, 2013 4:10 am

Il pleure dans mon coeur
comme il pleut sur la ville;
Quelle est cette langueur
qui pénètre mon coeur?

Ô bruit doux de la pluie
par terre et sur les toits!
Pour un coeur qui s'ennuie,
ô le chant de la pluie!

(Verlaine)


No hace una noche muy apacible a las afueras del College. Peter Jan y sus compañeros han pasado dentro de la institución toda la tarde, y en el aula de historia las ventanas están tapadas por cortinajes espesos que no dejan adivinar el paisaje del exterior. Ninguno de los jóvenes congregados en las clases esperaba que comenzara a llover mientras estaban encerrados con la cabeza metida entre las páginas de sus libros de texto, pero ahora tienen que enfrentarse al problema. Algunos tienen suerte y su familia, presuntamente de buen pasar económico, les ha enviado un vehículo a esperarlos a la puerta. Hay uno, Richard, que incluso tiene a su hermana esperándole dentro del coche, una muchachita rubia de tirabuzones dorados que de inmediato despierta el interés de todos los compañeros del mozo. Bromean con la niña, Richard les advierte que si se le acercan los dejará inútiles para la vida reproductiva, y tras unas risas los alumnos empiezan a disgregarse. En un momento dado uno de los que comparten banco con Hansson le ofrece al sueco acercarlo a casa en su diligencia, pero Peter Jan se niega con amabilidad. A él no parece molestarle caminar bajo la lluvia, se diría que casi lo toma como una prueba que podría fortalecerle el carácter. La cartera en la que lleva los libros y los papeles es de cuero, por lo que sus manuscritos están a salvo de estropearse con la humedad. No hace una noche fría y las luces de las farolas evitan que la zona quede en penumbra, por lo que el paseo se le antoja casi agradable. Hace falta algo más que unas cuantas gotas para amilanarlo.

El temporal no se decide a arreciar y se mantiene en un vaivén constante de intensidad, calando poco a poco al joven pero sin llegar a empapar sus ropas. Viste con la misma sencillez de siempre y en un tono oscuro que contrasta con su pálida piel, haciéndolo parecer casi uno de esos seres de la noche que se pasa la vida estudiando. La mejor preparación para ser un cazador es recopilar información para conocer los puntos fuertes y débiles del enemigo, y eso es algo que Peter Jan se toma tan en serio como el resto de parcelas de su existencia. Desde que se levanta por las mañanas hasta que se acuesta, siguiendo un horario bastante rígido, deja pocas cosas al azar. Hace ejercicio, estudia, entrena con su tío y se prepara para cazar. No le preocupa pensar que tal vez se dedique a eso hasta que cumpla ochenta años y sus huesos se quejen ya, artríticos, de no poder aguantar el ritmo de esfuerzo que su dueño intenta imponerles. Hasta que eso ocurra seguirá con su rutina, pero de vez en cuando... le gusta improvisar. Solo caprichos inocentes, como ése de pasear bajo el agua fingiendo que no tiene prisa para llegar a ninguna parte. A los pocos minutos de haber abandonado el College llega a un puente solitario en el que se detiene para mirar el cauce del río.
Peter Jan Hansson
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Mensaje por Anaís Jacobi Lun Abr 01, 2013 5:49 pm

C’est la vie


Estaba tan feliz de haber recibido su paga que había decidido beberse unos tragos en una taberna. ¡Vino! ¡Hacía tiempo que no bebía un buen vino! Y se había dado el gusto, por más que la mitad de su sueldo se haya ido en ello. No lo necesitaba demasiado, tenía casa, comida y un techo. No era que estaba conforme, extrañaba su cama cómoda, caliente y repleta de almohadones, y los grandes festines que se daban en Virginia en su honor, pero lo que más extrañaba era organizar eventos en los que era la anfitriona y estrella. La buena vida había acabado en un vendaval del que no existían precedentes, todo de un momento a otro se había tornado oscuro, turbio, y vagaba en un limbo de impredecible ambivalencia. Se sentía aferrada a un péndulo que amenazaba con cortarse, y ella era la pequeña pieza que sería aplastada por un distraído que vería el desastre y la acabaría. No le importó que la cabeza le diera vueltas ni el tener que espantar unos cuantos hombres cuando salió al exterior. Las gotas le acariciaron el rostro y la trajeron a la realidad. Amaba la lluvia y caminó lentamente por la oscuridad, tomándose el pecho pues llevaba todo el dinero que le quedaba en el interior del corsé. Agradeció el haber llevado una capa, y se envolvió en ella. No tenía muchas prendas, y lamentó que el único abrigo que poseía y que le había costado demasiado comprar, se mojara y dejara de ser útil hasta que el Sol decidiera salir. Podía ser al día siguiente, como muchos después. Pasó frente a una Iglesia y se persignó, no por religiosidad, si no, porque las gárgolas del arte gótico que se erigían en la penumbra incitaban a cualquier ser humano a volverse cristiano por unos instantes, aunque sea, demostrando respeto por Dios en su casa. Siguió a paso acelerado, tenía un largo trayecto y comenzaba a caer en la cuenta de que era demasiado tarde para estar recorriendo las calles en completa soledad. Un refusilo le iluminó el camino y en ese fugaz instante supo que en la esquina había un grupo de hombres. No conocía demasiado la ciudad para tomar atajos, y tampoco estaba en pleno uso de sus facultades como para intentar asociar las direcciones, por lo que casi pasó corriendo frente a ellos, pero demasiado lento para que uno la tomara por la muñeca.

Se vio en medio de una ronda de cinco jóvenes. Uno le tapó la boca, pero ella no se rendiría con tanta facilidad, y comenzó a arrojar manotazos y patadas, mientras intentaban sostenerla. No se dejaría ultrajar, y cuando uno de los delincuentes descubrió el fajo de billetes que se contenía, débilmente, en su escote, hubo un instante de estupor en que la soltaron. Anaís comenzó a correr, el cabello le caía pesado en la cara, estaba mojada y le acababan de robar su único medio de subsistencia hasta el mes siguiente. ¿Podían ocurrirle más desgracias? Caminó sin rumbo fijo, secándose las lágrimas que le caían por las mejillas como torrentes, ya no sólo estaba sin dinero, si no, también perdida. No reconoció absolutamente ninguno de los edificios que tenía alrededor, y en cada suspiro angustioso sentía que se le iba un año de vida. Había caído tan bajo que dudaba que algún día pudiera emerger. Agradeció que no le robaran el guardapelo con los mechones de sus dos bebés. Les rogó a los dos pequeños ángeles que le mostraran el camino, pero no ocurrió un milagro, sólo encontró un puente. La lluvia ya no era tan copiosa como hacía instantes, y se sentó, apoyándose en la estructura, abrazada a las rodillas. Nadie pasaría por allí con ese clima, sabía, por propia experiencia, que si buscaba refugio en algún porche, sería corrida como un perro vagabundo. Aquella instancia le recordó su llegada a París, desolada y sin recursos. Frente a ella, del otro lado del puente, se apoyó un joven que perdió su vista en el río que pasaba bajo ellos. Se puso de pie, no podía creer que no había reparado en su persona, ¿tan insignificante se había vuelto? Se paró junto al muchacho. —No voy a robarte —le advirtió antes de levantar sospechas, hablando en un excelente francés, aunque sin la típica pronunciación, lo que dejaba latente el hecho de ser extranjera— de hecho, acabo de ser asaltada. ¿Puedo solicitar tu ayuda? —recién reparaba en que el desconocido tenía libros entre sus brazos, y recordó el placer de una buena lectura, claro que sus escasos francos jamás habían alcanzado para comprar uno.
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