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Felipe Íñigo Francisco de Castilla y de Toledo y Mendoza 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Felipe Íñigo Francisco de Castilla y de Toledo y Mendoza

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Mensaje por Felipe de Castilla Sáb Abr 13, 2013 10:30 pm

Felipe Íñigo Francisco de Castilla y de Toledo y Mendoza
18 años (aparente y real) - Licántropo - Realeza - Homosexual - Guadalajara
Príncipe de Liébana, Duque del Infantado y Conde de Minas*1
Habilidades y Poderes Innatos - Telepatía y Comunicación - Bloqueo Mental - Rastreo

Otros títulos
Príncipe de Gerona, príncipe de Viana, duque de Pastrana, duque de Estremera, duque de Francavilla, marqués de Távara, marqués de Santillana, marqués del Cenete, marqués de Almenara, marqués de Cea, marqués de Campoo, marqués de Algecilla, marqués de Argüeso, conde de Saldaña, conde de Villada, conde del Real de Manzanares y conde del Cid.*1

*1Históricamente, el heredero al trono de España ostenta los títulos de Príncipe de Gerona, como heredero de la Corona de Aragón, de Príncipe de Viana, como heredero del Reino de Navarra, y Príncipe de Asturias, como heredero de la Corona de Castilla, que aquí es sustituido por el de Príncipe de Liébana por ya estar en uso. Todos los demás títulos, salvo el inventado Condado de Minas, pertenecen históricamente a la Casa del Infantado, rama de los Mendoza a la que pertenece Felipe.



Superando el metro ochenta, es ciertamente alto, sobretodo teniendo en cuenta su origen hispano. Por sus rasgos se denota que aún no llega a la veintena de edad, quedando éstos lejos de ser maduros. Sin embargo, la serenidad y la convicción, amén de la seguridad que ha ganado, niega esa apariencia infantil, dotándola de ese fuerte sentimentalismo y esa visceralidad propia de la juventud.

De sus facciones, la más destacada son sus ojos, alargados y de un color verde claro que bascula, dependiendo de la luz, entre uno pardo y uno cercano al amarillo. Unas frondosas cejas, que describen una dirección casi recta, enmarcan ese mirar, junto con unos pómulos que hunden disimuladamente las mejillas. La nariz, algo ancha, guía hacia unos carnosos labios.

Su cuerpo es musculoso, aunque ni de lejos en exceso, debido a no mantener una excesiva vida sedentaria, y su tez es pálida ya que no tiende a broncearse pese al tiempo que pasara bajo los rayos solares.

Suele vestir adoptando la moda derivada de la nueva Francia republicana, más cómoda y práctica, a la vez que discreta. Pantalones, botas, camisas, pañuelos al cuello y abrigos largos son sus prendas más comunes, siempre variando dependiendo de en dónde tenga que presentarse.


A diferencia de anteriormente, Felipe se ha transformado en un joven más vivaz, dejando su timidez de lado por una resolución que, pese a todo, no siempre resulta ventajosa. Es consciente del deber que conlleva ser el primogénito del rey, aunque la falta de preparación es algo que juega en contra. Y, sin embargo, también siente una innegable lealtad para con sus principios, los cuales no puede negar. Ambas realidades pueden terminar confrontadas.

Fue criado en las colonias, como noble, pero de una pequeña villa en la que el protocolo quedaba resumido a una expresión mínima y, por lo tanto, no es demasiado estricto con las formas de proceder. A causa de esto logró entablar amistad (o enemistad) con sus ”súbditos”, pudiéndoles ver así como iguales, algo que influiría a la hora de abrazar el pensamiento ilustrado.

Forzado a madurar por la prematura muerte de su madre, Felipe no es un niño y, sin embargo, tampoco acaba de ser un hombre. Enclavado, pues, entre dos edades, tiende a buscar un camino que le lleve a cumplir su deber, pero tampoco es capaz de dejar atrás la inapetencia hacia lo impuesto.

Cree en la libertad e igualdad, unos términos muy extendidos por el momento, aunque no llevándolos, ni mucho menos, al radicalismo. Admira el alzamiento que se ha llevado a cabo en Francia y el nuevo sistema, que considera que se debe copiar, al menos en parte, en el resto de Occidente. No es muy partidario, por lo tanto, de esa Iglesia hegemónica que campa a sus anchas por los países católicos, aunque mantiene su fe a Dios, por mucho que, por razones propias, no sea el mismo que los párrocos y la Biblia predican.

La razón de esto es, principalmente, su orientación sexual. Homosexual aceptado, aunque sea un secreto que guarde sólo para sí, ha terminado creyendo que no puede ser malo amar, siempre y cuando se ame de corazón, sin importar la persona y, por lo tanto, el acto sexual entre dos personas del mismo sexo no puede ser más pecaminoso que el de dos de distinto género. Sin embargo, tampoco piensa mucho en el tema, porque, antes o después saldrá el de su teórica obligación a contraer matrimonio y dejar descendencia, cuestión que no le hace la menor gracia. Es por lo tanto virgen y novato en los temas de amor.

Al estigma que puede resultar su sexualidad se le suma la maldición de la licantropía, que él no puede ver como algo positivo. En ocasiones puede llegar a pensar que Dios le ha maldecido por alguna razón o que, quizás, el convertirse en esa abominación cada vez que sale la luna llena es a causa de su desviación. Es en esos momentos cuando más puede perder el control a causa de la rabia y de la impotencia que le genera el desconocimiento.

Su educación está repartida en varios campos, desde la geografía, hasta los necesarios temas económicos y administrativos, pasando por el latín, el francés y el inglés. También sabe tocar decentemente el piano, así como moderadamente el violín. Tiene especial interés por los temas históricos, algo a lo que dedica parte de su tiempo libre. Es aficionado a la hípica y al juego de palma, así como al senderismo, costumbre que tenía sobretodo de pequeño, explorando los terrenos cercanos a Minas junto a sus amigos. También le gusta el arte, aunque no se considere un gran entendido en él. Tiene adquirido el vicio de beber socialmente, en compañía de confianza, aunque ha estado borracho apenas un par de veces en su vida.

Es alguien sociable y cortés, correcto con su posición social en las esferas pertinentes, pero mucho más cercano en cuanto la ocasión se lo permita. Ya en Buenos Aires le gustaba frecuentar cafés, quizás no tanto para hablar como para escuchar opiniones, pero también exponiendo sus puntos de vista en ciertas ocasiones. Ahora, con su personalidad trastocada por el lobo, vuelve a frecuentar tabernas, aunque intentando no desvelar su identidad, pues resultaría un verdadero escándalo.


El quince de agosto de mil setecientos ochenta y cinco, el buque San Antonio de Padua zarpó del puerto de Cádiz, en la España peninsular, con destino a las Américas, más concretamente a Montevideo. Su carga estaba compuesta, principalmente, por ciento cincuenta colonos asturianos y gallegos y sus enseres, pues su misión era fundar una nueva ciudad en la Banda Oriental. Sin embargo, a parte de esos individuos y los tripulantes, había otras dos personas que viajaban en la nave. Ana María de Toledo y Mendoza, hermana menor del entonces decimosegundo Duque del Infantado, Pedro Alcántara de Toledo y Silva, se había embarcado junto con un bebé que no tenía el medio año de vida y que ya era el primer conde de Minas, el asentamiento que se iba a crear.

Aquel era Felipe Íñigo Francisco de Toledo y Mendoza, el primer nombre por ser propio de reyes, el segundo por ser importante en su familia y, el tercero en honor a su abuela, nacido el veintitrés de febrero de aquel mismo año en el Palacio de los Duques del Infantado, en Guadalajara, una ciudad no lejana a Madrid. Era bastardo, pues su madre no estaba casada y la identidad del padre no había trascendido. Sin embargo, el que el rey hubiera creado ese título específicamente para él ya había dado habladurías acerca de su posible paternidad, aun cuando el niño no pudiera comprender palabra alguna que escuchara.

La travesía no tuvo complicaciones, habiéndose separado a la altura de las Islas Canarias de la Flota de Indias, y arribando en el Río de la Plata semanas después, sólo para retomar el viaje y llegar al lugar indicado el dieciséis de octubre, primer día de la Villa de la Concepción de las Minas o, sencillamente, Minas. Los primeros meses, los colonos se dedicaron a levantar las casas y a establecer las ocupaciones a las que iban a dedicarse para poder poner en marcha la vida normal y cotidiana que necesitaban. La condesa regente Ana María, en un principio junto con el Ministro Real de Hacienda de Maldonado, Rafael Pérez del Puerto, era la encargada de administrar la localidad que, debido a sus reducidas dimensiones, tenía un ambiente familiar.

En ese contexto creció Felipe, recibiendo una educación privada por profesores procedentes de Montevideo y Buenos Aires, algunos oriundos de la metrópoli, pero, sobretodo, rodeado de los hijos de los fundadores del lugar, entablando vínculos afectivos con ellos y, aunque técnicamente lo fuesen, considerándoles más compañeros que vasallos, por mucho que fuese todavía pequeño para comprender esos términos. Su madre, sin embargo, miembro de una de las dinastías nobiliarias más importantes de España, si no la que más, era más autoritaria, algo que hizo que algunos la miraran con recelo, por mucho que fuera un papel que debía jugar.

No fue hasta su décimo cumpleaños cuando su madre le contase quién era su padre, bajo el juramento de no que no trascendiera, al menos no hasta que fuese lo suficientemente maduro. Los rumores sobre el tema no erraban demasiado, pero su progenitor no era el antiguo monarca, sino el entonces príncipe, actual Rey de España, José Alfonso de Castilla, quien era conocido como un mujeriego. Al enterarse que estaba encinta, su madre exigió que el hijo fuera reconocido como legítimo, pero, antes de que pudiera siquiera informar al heredero, el rey habló con Ana María, exponiendo la imposibilidad de aquello por el escándalo que suponía, pero ofreciéndole una compensación: una cuantiosa cantidad de dinero y un título nobiliario en América a cambio de su silencio. Evaluando sus opciones, ella había accedido. También se enteró de que José Alfonso había tenido noticias posteriores de lo sucedido, una vez ya muerto su padre, y que se había puesto en contacto con su antigua amante, aunque sin reconocer oficialmente a su hijo. En virtud de eso, el propio Felipe escribió una carta a su padre, en la medida que su corta edad le permitía, estableciendo una correspondencia clandestina que se mantendría con los años. Aún recuerda aquella primera vez, las largas horas que tardó en redactarla y el nerviosismo que le atenazaba; esa inocencia que tenía, y que en buena parte ha conservado, le hace sonreír.

Dos años después, viajaría junto a un tutor por primera vez a la tierra que lo vio nacer para conocer a su familia, donde pasaría varios meses, principalmente en Guadalajara. En realidad, el motivo de su viaje no era precisamente ese, sino encontrarse en secreto con su padre en el Palacio Real de Aranjuez, aunque aquello sólo fuese unas pocas horas de todo el tiempo que permaneció allí. Él lo entendía, al fin y al cabo, el rey tenía demasiadas ocupaciones y no podía ser visto en público con él, para evitar avivar los cotilleos.

Su vuelta a Minas, a los trece años, no sería muy duradera, pues viajaría a Buenos Aires, donde era más fácil tener estudios de calidad. Allí se relacionaría con personas de todo el virreinato, así como con comerciantes del Galeón de Permiso procedentes de España, siendo un lugar obviamente más cosmopolita que su villa. Terminó entrando en contacto con algunos círculos intelectuales y con el latente sentimiento nacionalista que se vivía en todas las colonias, empezando a darse cuenta de que debía haber un importante cambio administrativo, al menos si se querían evitar esas tentativas o, al menos, un baño de sangre.

En los periodos no lectivos, regresaba a su pueblo, con aquella gente con la que había crecido y con los que eran sus amigos desde la infancia. Destacaban dos entre todos ellos: Lucía Díaz y Manuel Pérez. Tenía un vínculo especial con ambos, aunque diferente en cada caso. Si bien sentía una fuerte confianza para con Lucía, el compañerismo y la admiración hacia el hábil de Manuel eran sólo las bases de lo que con el tiempo se denotaría como atracción. Criado en la fe católica, aquello era una aberración y le costó tiempo asimilarlo, sobretodo consciente de no poder sincerarse con nadie, por mucho que esos pensamientos pesaran sobre él. No sabía qué hacer, pero terminó resultando obvio para él que no podría jamás ver ese atractivo que veía en el propio género en el cuerpo de una mujer. Tampoco hubo mucha opción para exponer nada, pues Manuel demostró no tener la misma inclinación al enamorarse de Catalina Iglesias, otra vecina del Minas. El tema, por lo tanto, quedó más o menos aceptado, pero acallado y lejos de estar latente.

Contando Felipe con quince años, su madre contrajo la fiebre amarilla, la cual acabó con su vida, así como la de otros lugareños. Eso supuso un duro golpe para él, pues era la única familia de sangre que podía considerar como tal, estando los demás en España y no habiendo convivido con ellos más que unas cuantas semanas. Ese fue el momento en el que terminó su regencia y cuando tomó las riendas de Minas, al menos durante veinte meses, antes de decidir viajar a ver a su padre, tras la muerte de la que iba a ser su esposa y de su reconocida hija bastarda, con el consentimiento de éste, dejando el control de la villa en Manuel y Lucía, que conocían el lugar y sus necesidades, ayudados por un entendido en economía.

Nunca hubiera esperado el recibimiento que obtuvo, tan cálido, cercano y, sobretodo, familiar. José Alfonso, el rey, le comunicó sus intenciones de legitimar a su primogénito, algo que no tardó en hacer, dejando Felipe de ser un mero bastardo para convertirse en el heredero al trono Español, por delante de sus dos hermanastros. Tampoco duró mucho su estancia en Madrid, pues fue destinado a París como embajador hispano frente al gobierno galo, cargo que ocupa en el presente.

Cuatro meses duró su preparación en París, invirtiendo su tiempo en anodinas fiestas, entrevistas que no le resultaban más que una sarta de palabras sin fundamento y clases de protocolo que no acababan de fraguar en la mente del rioplatense. Después, emprendió su viaje por Alemania, con la intención de visitar las principales cortes centroeuropeas y hacer acallar los rumores sobre el bastardo del rey hispano que pudieran ensombrecer su legitimidad al trono, lo que se traduciría en la disminución de la estabilidad de la propia España. El viaje le llevó desde Mannheim, pasando por Múnich y Viena, entre otras ciudades, hasta Cottbus, donde el resto de su viaje se vio truncado debido a una misiva que le obligaba a regresar a Francia con razón del atentado que su capital había vivido. La travesía de regreso resultó ser una tragedia para el príncipe.

En algún punto al sur de Reims, la comitiva sufrió un contratiempo. Una de las dos ruedas del carruaje de Felipe se rompió cerca del ocaso, lo cual les obligó a detenerse y descansar en mitad del camino, en medio de un bosque. En un principio, eso alegró al príncipe, alejándose del campamento con la excusa de estirar las piernas, una decisión que resultó un error. En determinado momento de la noche, el joven escuchó un aullido, el cuál el achacó a un lobo, por lo que decidió regresar con los demás. Sin embargo, resultó ser tarde, pues, justo cuando se giró, se encontró a una gran bestia lanzándose contra él. Lo último que sintió antes de caer al suelo y quedar inconsciente por el golpe fue un profundo dolor en su hombro, ahí donde el licántropo que lo maldijo le mordió. A la mañana siguiente le encontraron en el mismo lugar en el que había caído; Felipe no contó nada de lo sucedido por miedo a que pensaran que había perdido la razón, por lo que, sin más, prosiguieron su viaje con la esperanza de recuperar su vida. Una ilusión: ésta nunca sería la misma.


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Mensaje por Nigel Quartermane Lun Abr 15, 2013 1:35 am

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