El bastardo y el loco [Felipe de Mendoza & Diègue Theodor Döhler]

La impactante luz del sol estival se inmiscuía por el vidrio de la ventana, obligándole a entrecerrar los ojos y dificultándole observar la densa foresta de los bosques propios de la gran llanura europea. Verde; todo brillaba con un profundo color vivaz, delatando la gran humedad que, efectivamente, reinaba en el ambiente. Era muy diferente al sur del continente por obviedades climáticas, por no hablar de la disimilitud con su tierra natal, la Banda Oriental al oriente del Uruguay, que no sólo contaba con otra temperatura, sino, además, con otras especies botánicas. Aquella tierra, Silesia, era llana por lo general, aunque el sur quedaba limitada por los montes Sudetes, los cuales había tenido que atravesar la comitiva en su camino.

El motivo de su viaje era una visita oficial al Sacro Imperio, propiciada por la relativa estabilidad en Francia, lo cual significaba una no necesaria presencia del embajador oficial en París, delegando tal menester a otro diplomático cualificado. Por lo tanto, el motivo del trayecto era la presentación del nuevo primogénito del rey de España, José I, ante las cortes europeas y, por no ser el Imperio germánico una unidad política, debía recorrer varias capitales para presentarse, al menos, a los nobles con mayor importancia dentro del mismo. Arrancando por Mannheim, centro del Palatinado renano, había virado hacia el sur, pasando por Stuttgart y Múnich, para terminar en la regia Viena, capital de los antiguamente omnipotentes Habsburgo, que, pese a la pérdida de poder, aún conservaba su esplendor. La última parada que había realizado en ese mes y medio de viaje había sido Praga y aún le quedaba el camino de vuelta, por Brandemburgo y la nueva capital, Colonia, para dar finalizado su largo recorrido. Felipe agradecía el cambio de aires, pues la putrefacción que se adhería a los suelos de Lutetia, cual roña a la piel, empezaba a agotarle. Él había sido criado en un ambiente limpio y esa gran conglomeración europea falta de higiene empezaba a debilitar su salud; y, sin embargo, se encontraba cansado por el ajetreo y el apenas cesar en el apretado programa.

Sea como fuere, le sorprendía la riqueza patrimonial del Viejo Mundo, más densa en aquel lugar donde el mecenazgo era más practicado por una sencilla razón numérica: si en España había un soberano, en Centroeuropa coexistían cientos que debían demostrar su grandeza por igual. Así, las edificaciones defensivas se intercalaban con las construcciones civiles y las altas catedrales con los majestuosos palacios barrocos de las grandes dinastías. Suponía para él un ingente aprendizaje y Felipe no podía dejar de soñar con mandar levantar uno de características similares en Madrid, por mucho que allí ya existiesen residencias reales y por mucho que luego renegase de ese deseo por considerar que había mucho que arreglar antes en el país ibérico, tan azotado por las guerras y la inflación derivada del comercio con las Américas.

El palacio del Conde de la Alta y Baja Silesia no tardó mucho más en hacer acto de presencia. Emplazado sobre una elevación, su belleza resultaba incuestionable, con una obvia influencia barroca, pero conservando elementos inconfundiblemente anteriores. Había perdido su función militar, algo que se evidenciaba en la multitud de ventanas, que poblaban su fachada desde el piso inferior hasta la buhardilla, y en el pórtico que precedía a la mole. Tras bajar de la diligencia, el joven príncipe tuvo que cerrar fuertemente los ojos por la diferencia lumínica entre el interior y la calle y, después, se acomodó el sobretodo negro que tanto le estaba molestando. Tras las cargantes y protocolarias presentaciones, le condujeron al interior y le desviaron por unos pasillos ricos en decoración para terminar dejándole frente a unas puertas de madera que terminaron por abrir.

- Su Alteza Real, el Príncipe de España y Conde de Minas, Felipe Íñigo Francisco de Castilla y de Toledo y Mendoza – le presentaron con tamaño título, el cual le hiciera gracia en un principio, pero que, tras tanta repetición, no hacía más que aburrirle. El muchacho dio un par de pasos al frente y se inclinó en reverencia, sin ser consciente de si era correcto o no por encontrarse en un escalón nobiliario superior al del conde. En realidad, tampoco es que le importara demasiado.

Al fin, tras el eterno viaje, había llegado el momento que tanto había anhelado, quizás porque, precisamente, con ello el trayecto llegaba a su término. Frente a él se encontraban dos figuras varoniles, la una idéntica a la otra, con la salvedad de aquel ínfimo detalle que era la camisa que el uno portaba negra mientras que el otro se restringía al blanco clásico. Felipe los analizó cuidadosamente, con pudor para evitar cometer ofensa alguna al mostrar descaro. Fue sin sentido, pues, si bien el de camisa clara demostrara formas y maneras, su hermano no tardó en rebajar la carga protocolaria y frívola de la conversación introduciendo un procedimiento que casi se pudiera tildar de jocoso.

- Guten Tag, señores Döhler. – introdujo en alemán para continuar hablando en francés, aquella lengua que se había convertido en la franca de Europa de la mano de los Borbones, dinastía a la que él mismo pertenecía e idioma que dominaba, a diferencia del germano – Por fortuna, mi patria no se halla inmersa en ninguna guerra en este momento, así que ese no es la razón de mi visita, me complace decir. – expuso él, contrario a las batallas sin sentido real que se llevaban siglos librando y azotando la tierra, en especial esa centroeuropea que ahora pisaba y cuyos ciudadanos habían tenido que sufrir una y otra vez – Negocios, quizás alianza, mero encuentro diplomático o quizás gusto por admirar las maravillas que se han edificado en esta Germania, supongo que es algo que se derivará en las horas que nos quedan por delante. - sonrió.

En realidad no tenía motivo real para visitar aquellos lares, sólo su innata curiosidad y el consejo de darse a conocer habían sido los impulsores de tal decisión. Fue un consejero, el segundo en la embajada de París que debía educar al muchacho en los temas que no sabía controlar con tan diestramente como debiese el que le sugirió que se presentase en las cortes del viejo continente para hacer callar lenguas y postularse como primogénito y heredero legítimo del rey de España, José I de Castilla. Al joven no le pareció mala idea, pero quizás aún no estaba lo suficientemente preparado para aquellos menesteres, pues su inexperiencia hacía que no siempre pudiera mostrar la resolución y la firmeza que alguien de su cargo debía mostrar. Pero allí estaba, en medio del fastuoso castillo del conde de Silesia, y no había posible marcha atrás.

- No se preocupe, Alteza, – se dirigió al conde – quizás no esté mal relajar un poco el protocolo. Le puedo asegurar que he tenido más que suficientes pruebas de cuán rígidos pueden ser los alemanes con las formas. – esperó que no se sintieran agraviados al generalizar mientras seguía a ambos en su devenir al interior del palacio – Tengo dos hermanos, pero son gemelos entre ellos, aún demasiado pequeños como para poder hablar. – el término correcto hubiera sido hermanastros, refiriéndose a los hijos de su padre con la difunta Tamina.

Por un instante, no supo qué más decir, sintiendo la necesidad de entrar en algún tema de la política. Tan azorado estuvo de pronto que no se pudo percatar de lo que realmente estaba sucediendo allí entre aquellos dos, aunque, a decir verdad, difícilmente hubiera podido enterar por mucho que estuviera con su completa atención en ellos. No creía ni en la magia ni en ninguna otra cosa que no se pudiera explicar a través de la ciencia.

- Encontré en una posada en el camino a unos campesinos que se quejaban de sufrir robos, ¿tienen problemas con los ladrones? – inquirió él, recordando aquel evento que uno de sus asistentes había tenido la amabilidad de traducir. Aquel establecimiento no era lugar para un príncipe y, de hecho, muchos le hubieran reprendido por pasar por allí, pero, en lo personal, prefería saciar su estómago vacío que atender a estrictas normas sin sentido o utilidad.