Esencia ● Privado

por **Portia Allston-Wilde** Lun Abr 22, 2013 6:23 pm

"La esencia se contamina o se altera,
en el primero los factores externos influyen,
en la segunda el cambio es desde el interior,
aspectos que están ligados con la experiencia y el dolor".

Tres semanas habían pasado desde su último arribo a Paris. Tres semanas exactas para extrañar silenciosamente a su amada Edimburgo.
La capital francesa sin dudas era famosa por su extravagancia, plasmada hasta en las multiculturales calles en donde podía verse cualquier cosa; desde prostitutas ejerciendo su labor a tempranas horas de la mañana, pequeños mercados con un sinfín de tesoros aún sin ser descubiertos y entre todo aquel mar de sorpresas era claro que no podía faltar la innumerable cantidad de rostros –unos tan diferentes a otros- moviéndose de un lado a otro de la ciudad.
Extrañamente todo aquel festín para los sentidos parecía no llamar en absoluto la atención de Portia, quizás porque la porción más entretenida de aquel atractivo pastel llamado París solía darse en horarios atestiguados por la luz solar, enemiga inevitable de los vástagos como ella. Pero aunque saltease en sus pensamientos a ese pequeño e inmenso detalle, la inmortal no podía negar en su inerte corazón que para su interior no habría sensación alguna como la que despertaba la capital escocesa. Las tierras altas tenían un encanto complejo, posiblemente difícil de descifrar por las mayorías pero que una vez hecho jamás se borraba de la mente de sus descubridores.
No obstante, la realidad obligaba a Portia a viajar constantemente, pues una dama independiente y de alto rango como ella debía estar constantemente en contacto con aquellos que directa e indirectamente jalaban las cuerdas que movían a aquel títere gigante llamado Europa.
No existía opción más sabia que la de estar al tanto de todo de forma fugaz, pues existían asuntos que no permitían temporalmente de exponer advertencias por correo.

Su vestido era negro como su cabello esa noche. Su paso sereno, sin apuro alguno. Los tacos golpeteaban el adoquín de las rúas con una grácil melodía, también conformada por el choque del vértice del paraguas que acompañaba a la dama a la vez que jugaba a tono con todo aquel vestuario despojante de una onerosidad envidiable.
Los transeúntes se movían de un lado a otro, lentamente desapareciendo de las veredas parisinas. La noche había caído y muchos le temían ¿Quiénes habrían sido los estúpidos descuidados que sembraron tal sentimiento en la población? La morocha frunció sus labios incrédula de que por las calles francesas caminasen vástagos recientemente convertidos sin guía alguna por parte de sus creadores. Imbéciles que dejaban crecer un miedo que a nadie le convenía, ni a las presas, ni a sus cazadores. De todas formas para ella el tema alimenticio era algo completamente diferente al del resto, pues su dieta desde hacía un siglo había pasado a ser solamente de sangre proveniente de cambiaformas. Si, aquellos seres tan peculiares que podían adoptar formas animales de manera extraordinaria. Portia les admiraba, a tal punto de desear dejarlos sin una gota de sangre cada vez que los capturaba para saciar su sed. Le era inevitable, inclusive luego de tantos años sumergida en aprendizajes para controlar el hambre más instintivo de sus vísceras.

“¡Constantino!” su mente exclamo aquel nombre violentamente alejando cualquier otro pensamiento de forma brusca, como si una ráfaga inesperada de viento azotase contra la psiquis de la inmortal. El andar de la escocesa ceso de forma involuntaria a la par que la enguantada mano que sostenía el mango de su paraguas se afirmó en éste de manera casi violenta.

¡La esencia de su hijo estaba en el mismo aire!

¿Pero donde yacía su presencia? La última vez que había visto a su progenie databa de algo así como cincuenta o sesenta años. Aquella noche Portia se despidió del vástago con una bofetada. Estaba disgustada, decepcionada. El maldito estaba adoptando una conducta sádica, detestable por aquella que le había creado y que, con el paso del tiempo anhelaba con que sus “hijos” asumiesen ese camino de no “deshumanizarse” tal y como ella lo había hecho. Pero no, Constantino deseaba la sangre de un modo que trascendía al solamente alimentarse. Él quería degustar miedo en su elixir. Drogarse con la adrenalina despojada de una víctima consciente de su muerte. Sin embargo Portia jamás lo liberó y él simplemente jamás la escuchó, prefirió huir y borrar su rastro. Pero allí estaba la escocesa, paralizada al percibir nuevamente aquella esencia inconfundible, la de su silenciosamente adorada progenie.

Comenzó a andar nuevamente, dejándose llevar por el aroma, que a esas alturas parecía funcionar como el polen que delicadamente atrae a las abejas. Los rostros con los que la dama nocturna se cruzaba perdían nitidez, importancia. Ella solo debía llegar hasta su hijo, como fuese.

La sorpresa se dio cuando aquella fragancia resultó poseer un dueño completamente distinto al que Portia esperaba.
Cabello rubio, casi angelical, enmarcado un rostro aniñado y dócil ¿Sería posible que Constantino haya convertido a alguien? De sí haberlo hecho, aquella muñeca de porcelana no podría ser su hija, pues era completamente opuesta, de pies a cabeza a lo que últimamente el inmortal venía siendo; un completo hijo de puta.

- ¿Dónde está Constantino? - cuestionó firme y sin tapujos al detenerse sin titubeo alguno frente a la desconocida. Portia deseaba de forma urgente aclarar sus pensamientos, sepultados en una nube de confusión para aquellos instantes en los que paradójicamente, el cielo otoñal se encontraba completamente despejado. Finalmente parecía ser que no llovería como la inmortal había previsto. Pero estaba claro que aquella noche, las sorpresas estaban a flor de piel.