Ácrux Aquyrón (En proceso)

Hace muchos años, cuando los dioses griegos fueron creados, lograron ponerse de acuerdo en que cada uno de ellos debería tener una extensión de tierra sobre la que reinarían.
Este acuerdo tenía como único objetivo el de evitar confrontaciones, cada Dios, dependiendo de su importancia, poseería una determinada extensión de terreno.
Y así fue como Poseidón tomó posesión de los mares, y de una peculiar isla, la cual estaba formada por anillos de tierra y agua intermitentes.
Poseidón no deseó otra isla, lo que hizo que el resto de Dioses se mofaran de el.

“Os tengo rodeados, a todos vosotros, ¿y osáis reíros de mi decisión?”

Los Dioses guardaron silencio ante el peligro de estas palabras, pues era cierto, Poseidón podría tener una miserable porción de tierra, pero dominaba los mares. La mayor parte del planeta.
Y así fue como cada Dios se encargó de su terreno, cuidándose mucho de interferir en el de otros para evitar represalias.
Pero Poseidón aun conservaba en su memoria las burlas de sus iguales, no deseaba venganza, pero tampoco pasaría por alto aquella situación.
Ansiaba con mostrarles lo que su pequeña isla podría llegar a ser y, motivado como ningún otro, creó un ser fuerte como la misma tierra, liviano como los anillos de agua que lo rodeaban, peculiar como la misma isla, bravos como el mar en plena tormenta, puros como la sustancia de la que Poseidón era señor y con la sal de esta, fueron poseedores de una gran inteligencia.

Pasaron los años desde que los primeros humanos fueron creados, los Dioses alabaron su trabajo y lo imitaron muchísimos años después, pues nunca antes fueron capaces de crear seres semejantes a los atlantes, y a pesar de todo, nunca consiguieron superarlos.
Los atlantes conocían el universo, las matemáticas, la medicina, su arquitectura era sencillamente perfecta, nunca entraban en guerras, pero en cambio sus conocimientos los hacían potencialmente peligrosos.
Los Dioses miraban con envidia a los atlantes y al orgulloso Poseidón, pues al final había demostrado que no se necesitan grandes recursos para crear seres brillantes.

Y así fue como gracias al Dios de los mares, los atlantes aprendieron que todo cuanto los rodeaban eran oportunidades con las que experimentar, absorbiendo todo tipo de información a cada paso que daban. A nada temían, eran poderosos y lo sabían, pero solo utilizaron su poder para que su aprendizaje y recursos aumentase.

Miles de años después de la creación de la Atlántida, nació Ácrux.
Un pequeño niño nacido en la familia real de la isla, formada por los descendientes de los primeros atlantes. Fue el primer y único varón que los reyes tuvieron, tras el, fueron bendecidos con tres niñas.
Así pues, Ácrux estaba destinado a gobernar la Atlántida en un futuro. Por lo que su niñez se basó en aprender todo tipo de cosas, desde arquitectura, sistemas de protección, diseños de navegación, diversas ciencias, derechos sobre todo ser vivo para no menospreciar a ningún ser. Pero al mismo tiempo, adiestrado para el combate para la defensa de la vida.

Esas y muchas otras cosas mantuvieron a Ácrux ocupado hasta sus veintiséis años. Pues muchas responsabilidades le esperaban y debía estar preparado para todas ellas.

Para Ácrux, todo su aprendizaje le resultó insuficiente, y ávido por encontrar situaciones desconocidas de las que aprender, dejó atrás a su familia e isla, iniciando un viaje largo, pero ansiadamente esperado por el. Su destino era Babilonia, situada en la Baja Mesopotamia, donde según los datos recogidos en la Atlántida, estaba asentada una civilización idéntica a los atlantes.
Puesto que la búsqueda de información era propia de los atlantes a nadie le pareció extraño la valentía del joven al tomar un viaje en solitario que nadie más había hecho.

Cuando tomó tierra, quedó hechizado por la belleza de sus construcciones, su maravillosa arquitectura era más simple que la de su hogar, pero con un encanto que lo conquistaba. Pudo confirmar que en efecto, por aquellas tierras existía una civilización idéntica a la suya, pero muchísimo mas atrasada en todos los aspectos.
Poseían características puras y hermosas, como la piedad o el arte. Pero también eran salvajes, la inteligencia no era tomada en cuenta, pero si la fuerza bruta, los espectáculos de sangre y la práctica de tomar por la fuerza cosas, personas y decisiones eran el pan de cada día.

Permaneció en Babilonia dos años, el tiempo suficiente para recoger toda la información necesaria para llevarla a la Atlántida.
Pero ahora la belleza de las construcciones de Babilonia no le parecían tan hermosas, el comportamiento de sus gentes ensombrecía toda belleza que se pudiera observar.
Y totalmente decidido de volver a casa, recogió sus cosas personales y archivos, dispuesto a tomar rumbo a su hogar, la Atlántida.

{Escena}

Algo le agobiaba, y Ácrux sabía muy bien lo que era.
No aguantaba un solo día mas en aquella tierra tan hostil. La belleza que lo había hechizado al principio había desaparecido ante sus ojos, ahora solo quedaba la sangre que cada día era derramada por brutales hombres.
Ya había empacado todas sus cosas, y los archivos reunidos durante los dos años que había permanecido en Babilonia los tenía bien ordenados en un archivador bajo su brazo. Se negaba a separarse de ellos, pues esos papeles habían sido el único motivo que lo animaron a permanecer lejos de casa durante tanto tiempo.
Caminó largo rato hasta llegar a su transporte marítimo, hecho por el mismo en sus años de aprendizaje.
Depositó cuidadosamente sus pertenencias, escondiendo en un doble fondo del suelo sus archivos. Todo iba bien… la calma que apaciguaba su cuerpo ante el regreso a casa le hacía sentir una felicidad indescriptible. Un viaje largo, pero esta vez si, con destino seguro y conocido.

Pero una extraordinaria mujer captó su atención, sus cabellos negros caían en ondas por su espalda y hombros, mientras que sus ojos, de color ámbar avivado por la emoción lo observaban con recelo.
Resultaba un rostro delicado, bello, femenino en extremo.
Ácrux se incorporó y le dedicó una cordial sonrisa.

- Buenas noches tenga, señorita. ¿Puedo ayudarla?

Pero no recibió respuesta, tan solo pudo ver como el cuerpo de la mujer se volvía una imagen borrosa por la velocidad que tomó. Velocidad que situó a la mujer ante el en apenas un segundo, pero antes de recibir un golpe en la cabeza, logró ver mas de cerca sus ojos… unos ojos fieros, crueles. Y entonces calló en la oscuridad provocada por el ataque.
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Despertó en una sala oscura y fría, sus manos y tobillos se encontraban encadenamos e incluso su boca estaba amordaza por un pañuelo. Las titilantes cadenas lograron despejarlo un tanto, pero su visión aun era borrosa.
Así fue como comenzó su cautiverio que duró cinco años.
Conoció la verdadera identidad de la mujer, se trataba de una vampira, cosa que ante el abrió un nuevo mundo inexplorado. Su nombre era Kayhlin, un ser egoísta y repulsivo para nuestro atlante… Se alimentaba de el a placer, quería obligarlo a sucumbir a sus encantos y que fuera suyo, pero poco consiguió de Ácrux. Era obvio que la vampira no conocía su procedencia, pero si hubiera tenido ese dato y algo de información sobre dicha civilización, hubiera sabido que los atlantes se emparejan de por vida y que ni en sus sueños mas locos pensaba en ella para tal decisión.

Los cinco años pasaron y Kayhlin estallaba en enfurecida rabia a menudo, jamás un hombre se le había resistido tanto como el.
Un buen día, la mujer aceptó dejarlo en libertad, pero a su lado se encontraba un extraño hombre que según ella, se trataba de un brujo. Ácrux no era consciente de la maldición que caía sobre sus hombros mientras el supuesto brujo trabajaba en un oscuro hechizo.

“Ninguna mujer será tuya si como precio no quieres pagar su vida…”

Confundido y sin entender que significaba aquello, escuchó la condición de Kayhlin.

“Tu alma será dividida en dos, una morirá si decides traicionarme, la otra te mantendrá con vida el tiempo suficiente para que yo misma pueda encontrarte y acabe contigo.”

Y junto al dolor que el desgarro de su rota alma le provocó, le fue entregada una criatura, un lobo. Un lobo que ante el había llegado al fin de su vida para segundos después, recobrar el aliento. Parte de su alma se encontraba encerrada en dicho animal, con el forjó una unión inmediata, y lo llamo Alphae.

Tiempo después de dejar Babilonia, regresó a su hogar. A su regreso contaba con treinta y cuatro años y su carácter abierto había cambiado al haber estado recluso durante tantos años. Pero seguía siendo el mismo hombre de siempre, bondadoso, sabio, fuerte…
Siempre dando ejemplo a los suyos, compartiendo cuanto había aprendido en Babilonia y aprendiendo nuevas cosas cada día de su vida.
Cuando regresó, la gente comenzó a admirarlo, sentían una adoración hacia su persona que él mismo no creía merecerla, pues la mayor parte del tiempo había estado preso y jamás anulo tal dato. Pero lo único que conseguía era que lo tomaran como un hombre valiente. Y en realidad lo era, pero en todo ese tiempo nunca tuvo oportunidad alguna de poder serlo.


Meses después encontró a la mujer que dos años mas tarde, sería su esposa. Se llamaba Tàmsyn. Una bella mujer de cabello oscuro con reflejos azulados, sus ojos eran verdes, como era común en los habitantes de la Atlántida. Así pues, nuestro príncipe se casó con treinta y seis años, otorgándole a aquella mujer su amor, un amor que tan solo un alma podía poseer por siempre.

Tras la boda, llegó la hora de consumar el matrimonio. Acto que ambos deseaban por la pasión sentida, pero como mandaba la tradición, no rompieron el protocolo en ningún momento. Esperando esos dos años a unirse definitivamente.
Todo debía ir bien, esa noche sería mágica. Ácrux no dudaba sobre eso… se sentía un hombre muy afortunado por haber encontrado a su pequeña Tàmsyn. Pero había olvidado las palabras que su captora un día le procesó: “Ninguna mujer será tuya si como precio no quieres pagar su vida…”
Y así fue.
Uno de los hechizos provocados por el ayudante brujo de Kayhlin se materializó en muerte para Tàmsyn. La cual, en brazos de su amado, murió con terribles dolores internos. El hechizo consumía su vida desde su interior, abrasándola lentamente, hasta el final.

Y fue entonces cuando Ácrux logró recordar y comprender las palabras de la vampira. Vio como el mismo día que tomó como esposa a su amada, se la arrebataron, vio su sufrimiento con impotencia, sin saber como hacer para parar aquello. Escuchó los gritos histéricos de su joven mujer, las lágrimas que intentaban arrancar el dolor…
Ácrux la mecía entre sus brazos, derramando lágrimas sin cesar notaba como la vida de Tàmsyn escapaba de su cuerpo, lo sentía. Y sabía que nada ni nadie podría parar aquello. Que ya no había marcha atrás.

Aquello fue un golpe demasiado grande para el.
Pues se culpaba, pensaba que era un maldito hombre que se había dejado llevar por el deseo, un estúpido por no entender antes el significado de la maldición recibida.
Y desde ese momento, nunca más volvería a sentir deseo por una mujer.
Deseo… el responsable de haber perdido a su amada.
Y se odio, se odio hasta el punto de desear su muerte.
Entre medias de esa oscuridad sintió como algo en el moría… se trataba de su alma.
La segunda maldición provocada por el brujo marcaba una amenaza:

Su lobo aun poseía parte del alma de Ácrux, ¿el propósito? Para que Kayhlin pudiera encontrarlo y aniquilarlo.
Y eso era lo que Ácrux deseaba, morir.

Ácrux había logrado sobreponerse, seguía teniendo a su familia y a su reino. Alphae, con su presencia, le daba los ánimos necesarios para levantarse cada día.
Sabía que ya no volvería a conocer el amor, que a partir de aquel día jamás estaría con otra mujer para evitar su muerte. Por lo que se centró en mejorar todavía mas sus conocimientos. Pronto sería nombrado rey de la Atlántida, pues su padre se encontraba enfermo, pero lograba sobrevivir.
Los días pasaban para Ácrux, días vacíos sin ninguna emoción en su cuerpo debido a la perdida de su alma. Solo sentía tristeza, excepto cuando miraba a su hermoso lobo o pasaba el tiempo con su hermana mas joven, Clary. Sin duda, ella era su favorita. Su dulzura y felicidad le contagiaban dichos sentimientos, haciéndolo dichoso. Su cabello rubio era extremadamente largo, era menuda pero su mirada azul chispeaba llena de vida.

Pero llegó el día que Ácrux tanto había esperado, Kayhlin había encontrado la isla.
Intentó acercarse a ella, pero siempre escapaba, en su rostro siempre había una sonrisa extraña, teñida de odio hacia el. Fue cuando vio como sus gentes eran transformadas en vampiros, cuando comprendió la venganza que había preparado para el.
Ella no se encargaría de matarlo, solo le haría perder su herencia, dejaría que otros lo matasen por ella. Y la maldijo todavía mas si cabe.
Fue consciente del peligro que para su familia suponía ese acontecimiento, Kayhlin no dejaba de convertir a los ciudadanos, los nuevos vampiros asesinaban, otros morían sedientos o por la exposición solar,
Pero ella no se detenía.

Un día la tragedia volvió a asaltarlo. Su hermana Clary había sido convertida.
Ácrux intentó ser fuerte, pero ese nuevo golpe dejó una cicatriz demasiado grande en el… Clary era demasiado pequeña, contaba con once años y la naturaleza vampírica la había cambiado.
La escondió en el sótano del templo real, la mantenía a salvo del sol y encadenada por cadenas prácticamente irrompibles. Le partía el alma tenerla así, pero era la única forma de controlarla para que no matara a inocentes. La alimentaba con su propia sangre… todo lo hacía por su pequeña hermana.

La situación se le escapaba de las manos, lo sabía.
¿Lo peor? No podía hacer nada para evitarlo.
Cualquiera de aquellos seres, hasta su propia hermana, podía matarlo bastándose de un solo movimiento.