Impulsos Bravíos (privado)

Encerrar a la bestia sin darle tregua para que desatara sus instintos, tendría sus consecuencias en esa noche de luna creciente. La sangre en mis venas corría impacientemente, mi cuerpo se intranquilizaba y una llama de fuego se ponía a bailar en el centro de mis ojos. Me había sentido así antes y sabía lo que significaba; mis llamados licántropos exigían acción humana, una que no llevaría a cabo solo y que irremediablemente me llevaría a vuestra merced para conquistar los fuegos del infierno. No os conocía ni vos me conocías a mí. Podría decirse que neustro encuentro fue azaroso y más excitante por lo mismo.

Mi costumbre no era la de frecuentar a mujeres indefensas para ilusionarlas y luego herirlas en lo más profundo del alma, no, lo mío era precisamente hacerme de una desconocida para digerir rápido lo que tuviera que ocurrir. A eso partí al burdel esa noche, a valerme de la suerte para que mis ojos detectaran a la meretriz que más llamara mis sentidos, fuera cual fuera y resultasteis ser vos por una situación que hasta el día de hoy no me explico.

Recuerdo que esa noche me cercioré de que mi guardia me creyera a salvo en mi alcoba para así despojarme de mis atuendos reales, vestir ropas comunes y corrientes y llevar encima de todo eso una capucha que ocultara mi porte real. No necesitaba llevar el antifaz que tantos años me había acompañado; después de todo no me identificaría a vuestra merced como el Duque del Sacro Imperio Romano Germánico. Un cliente más, sí, ese era mi afán y ni siquiera tenía planeado que fuera con vos.

Llegué entonces al recinto del placer como un cliente incógnito, uno de tantos. Apenas ingresé me percaté de la ensayada rutina que tenían vuestras compañeras de trabajo; sus manos recurriendo su cintura, sus caderas vaiveneando de manera insinuante y sus bocas entreabiertas invitando a invertir en ellas una buena suma de francos. Me sabía esa rutina de memoria y como sabéis, lo predecible mata la pasión, por lo que pasé de ellas y me senté en una de las mesas para observar bien mi rojo entorno. Había niñas pequeñas y otras mujeres que se resistían a retirarse, a pesar de que los pliegues se les escaparan de las barbas del corsé y también… os presencié a vos, aunque lamentablemente ya habíais terminado de hacer vuestra más que apetecible performance para cuando os hallé.

Recuerdo no haber visto a cortesana de cabello rubio menos gustosa con las caricias recibidas de su cliente y teníais razón en no mostraros a gusto, puesto que el idiota tocaba en cualquier parte, como si no supiera identificar los puntos sensibles de vuestro cuerpo ni los de ninguna mujer con mínima sensibilidad. En el momento en que apartasteis vuestro cuerpo el pésimo amante que había resultado ser ese granuja y os vi subir las escaleras hacia las habitaciones de las florecillas, encendisteis dentro de mí el instinto lupino de cazador innato. Habíais logrado escapar de vuestro primer depredador prolijamente, pero yo quería ser el siguiente en ir al asecho y convertirme en el depredador triunfante. Rondaba en mi cabeza si os convertiríais en mi presa o caeríamos juntos bajo la misma trampa carnal.

La temperatura de mi sangre se elevó con la imagen de teneros piel contra piel y supe que seríais mi amante esa noche, aunque no sé si fue esa mi preferencia o la del licántropo dentro de mí. La cosa es que era fuerte y eso me impidió ser lo suficientemente prudente como para no levantarme de mi asiento, subir las escaleras y seguir el aroma vuestro que mi desarrollado olfato había memorizado. Frente a mí se presentaba una multitud de puertas y para qué decir de los olores mezclados de vuestro lugar de trabajo, pero eso no fue impedimento para hallar la puerta que me llevaría a vos. Era un aroma que comprendía jazmines y cosméticos y además un ingrediente especial: carencia de inocencia. No os intentaré explicar cómo estaba el lobo salvaje olfateando ansioso el aire que os rodeaba.

Mi actuar recatado era nublado por el deseo ciego. Abrí vuestra puerta sin siquiera golpear, tomando en cuenta también que no estabais atendiendo a nadie, pero si lo hubieseis estado haciendo, me valdría una migaja; os hubiera apartado para mí de todas formas. Os encontré en medio de vuestra habitación un tanto sobresaltada por mi intromisión y a punto de cepillar vuestro cabello. Supuse que no esperabais atender esa noche, pero haría cambiar vuestra suerte tal vez de una manera no muy delicada.

Cerré la puerta a mis espaldas sin deciros nada, sólo mirándoos fijamente cual lobo a la oveja y es que lo único que quería hacer era devoraros. La luna creciente tenía ese efecto en mí que me impedía actuar correctamente como lo hacía en mi vida pública y esa noche os habíais topado en mi camino sin pasar inadvertida; viviríais sus efectos conmigo. La nívea piel que os envolvía se me hacía gustosa y más aún cuando dejabais ver la región naciente de vuestros incitantes montes que hicieron preguntarme cómo se sentirían en las palmas de mis manos. Caminé hacia vos pausadamente, pero con firmeza y me detuve a unos cuantos centímetros sin dejar de veros expectante. Os daríais cuenta de que no era un hombre de muchas palabras, pero sí de hechos y uno de esos hechos fue que vuestro improvisado cliente no pudo rehuir de sus ansias de comprobar su teoría y llevó su mano derecha a uno de vuestros pechos, acariciando con suavidad su forma al principio y luego presionando un poco más fuertemente. Erais tal y como habían percibido mis instintos; tersa, exquisita y ligera. ¿Cómo poder negarle a mi cuerpo tal dicha?

Y entonces rompí el silencio finalmente.

—Vuestra merced sois despiadada al haber pretendido no compartir vuestra figura esta noche —me referí a vuestra erótica figura y cómo los hombres solitarios debían haber lamentado ese hecho— Mas es menester preguntaros… ¿Abriríais vuestro lecho a un cliente impertinente que solicita vuestras más que satisfactorias atenciones?

Sí, por fuera esperaba vuestra opinión, mas por dentro lo único que quería era estamparos contra el sillón y descartar cada retazo de vuestra molesta ropa desatar todos mis instintos; instintos bravíos.

Lo habíais logrado, ¿sabéis? Lo único que había mantenido mis bravíos impulsos quietos y contenidos se había marchado con sólo una muestra de agresividad vuestra. Vos, mi desdichada cortesana, os habíais encargado de aportar la chispa necesaria para provocar un incendio. Oh, si hubieseis sabido que vuestro cliente era un licántropo desalmado y salvaje, vuestra belicosidad se habría callado lo suficiente como para consumar nuestro ineludible acto como el resto de las personas, pero no… habíais coartado toda posibilidad de eso y se cierta manera os lo agradecía por provocarme lo suficiente como para hacer lo que mi hirviente sangre me pedía haceros.

Vuestra cachetada no me había dolido nada, pero había sido efectiva en otras cosas. Me sonreí con mi rostro ladeado por el impacto y luego desvié mi mirada a la vuestra, pero el brillo de mis ojos para con vos había cambiado. No me contendría en lo que mis instintos me estaban pidiendo haceros. Di un portazo para daros mi respuesta y entonces posicioné y mantuve cada una de vuestras manos a un lado vuestro. Tal vez ese ahínco que mostrabais por defender una honra que rozaba los suelos podía haber funcionado para combatir la fuerza de un mortal común y corriente, pero intentad hacer lo mismo con un licántropo embravecido y veréis lo que sucede.

—Era mi afán ser amable, pero habéis querido lo contrario —os dije peligrosamente, acercando mi rostro al vuestro como si fuera a haceros daño. Mi respiración comenzó a acelerarse prematuramente; llevaría a cabo mi anhelo— Dije que os requiero ya. No aceptaré un “no” por respuesta y vuestro jefe tampoco.

Os mentiría si os dijera que recordaba haberle hablado así de firme a alguno de mis sirvientes. Vuestro actuar había desencadenado algo que no se podía pausar y pagaríais las consecuencias por ello. Comencé a avanzar con vuestra merced hasta topar nuestros cuerpos con la pared. La paz que podríais haber anhelado apsar esa noche sería arrebatada por mí. No tendríais calma si yo no lo tenía antes. ¿Por qué debía ser así? Porque esa noche en la que un animal de respiración más agitada de la mía mordió mi enfermo cuerpo adolescente cambió algo más que mi anatomía; las sensaciones se multiplicaban y necesitaba dejarlas ir de alguna manera si no quería volverme loco en el intento y destrozar todo a mi alrededor, incluyéndoos. ¿Quién diría que la paz pudiera alcanzarse en un mundo paralelo al placer? Nosotros… los licántropos.

Vuestro cuello estaba húmedo a pesar de la frescura del ambiente. En él hice que mis labios se perdieran, dejando marcas en su recorrido por vuestra piel. Había oído que las mujeres platinadas eran más complacientes que las fieras morenas, pero vuestra merced rompía con esa regla. Sentí que el calor de vuestro cuerpo aumentaba en unos instantes, al igual que vuestra furia. ¡Qué combinación más explosiva y tentadora! Era tanto así que arranqué la parte superior de las inútiles vestimentas que os cubrían para destacar vuestros senos ante mi mirada hambrienta, pero antes de probarlos quise averiguar qué tanto más podía provocar vuestra ira; de esa manera ocuparíais toda vuestra energía en el lecho. Lujuria e ira, dos motivos por los cuales perder la cordura.

—¿Queréis golpearme otra vez? ¡Adelante, no oséis parar, que yo tampoco lo haré! —dije sin afán de lastimaros; eso os lo dejaba a vos. Lo que quería hacer era elevar vuestra intensidad y que se mezclara con la mía.

Así que con miras a elevar la pasión, elevé vuestro cuerpo deliberadamente para pegar vuestras caderas a las mías. Cuerpo contra cuerpo, así se construían y destruían los frenesíes. Traspasó nuestras ropas ese calor; estaba seguro de que sentíais mi excitación, aunque no al mismo nivel que yo devoraba el vuestro. Estabais inquieta y nerviosa, pero sentimientos tan extremos como esos llevaban a otro llamado fogosidad. Os sentía así; los instintos no mienten y abren la boca como unos chismosos condenados.

Sin dejar de sosteneros junto a mí, os miré a los ojos una vez descubierta esa sensación en vuestro cuerpo. Una sonrisa apareció en mi rostro, aunque estoy casi seguro de que esa expresión que os brindé se parecía a todo menos a un ser humano.

—Estáis… comenzando a disfrutar.