• En manos del destino •

por Abraxas* Miér Mayo 15, 2013 5:41 am

Era incapaz de contar cuanto tiempo había pasado desde la última vez que la casualidad o el simple destino lo habían llevado a los brazos de aquel cortesano, del cual ni tan siquiera conocía su situación. Solo sabía su nombre y que el lago había sido el lugar de sus dos encuentros. El tacto de su piel, su olor, su rostro o sus ojos, eran cosas que Abraxas no había podido olvidar, y que realmente dudaba hacerlo nunca. Pero del mismo modo, tampoco se sacaba de la cabeza la forma en la que lo había echado de su lado. Es por ello, que aunque lo hubiera encontrado, el cambiaformas habría resistido la tentación de volver a acercarse, ya que no quería un nuevo rechazo como el que había sufrido la última vez.

Puede que ese fuera uno de los motivos por los que había dejado de frecuentar el lago, concentrándose en otras cosas, en otros lugares del abarrotado París. Ir a ver a la cuentacuentos, recorrer algunas casas vacías, colarse en edificios ocupados para curiosear...mataba el tiempo a veces hasta poniéndose en peligro de ser descubierto por culpa de su curiosidad, pero no le importaba. En esa ocasión, estaba paseando por el mercado, un lugar en el que la gente iba y venía prácticamente sin fijarse en los demás, solo atentos a los productos y a que ningún ratero les arrebatara su dinero.

Con sus pantalones, su camisola de costumbre y descalzo, el cuervo paseaba entre los distintos puestos, curioseando las cosas más interesantes, olisqueando a veces la comida, y fijándose en un puestito muy pequeño de joyas. Se le hacía raro que hubiera algo así cuando la mayoría era alimento, pero evidentemente las cosas brillantes llamaban su atención, así que se acercó a mirar. En ello estaba cuando sus ojos captaron algo más, no muy lejos, en el suelo. Era una moneda. Abraxas se acercó, tomándola y echándole un vistazo, haciéndola girar entre los dedo. Conocía perfectamente lo que era el dinero, su madre se lo había explicado, pero él, a pesar de su aspecto de pobre, no lo necesitaba. Tenía todo lo necesario para sobrevivir en el bosque, así que una moneda no era más que un capricho, cuando para otros podía ser un bien necesario.

Miró alrededor, arrugando un poco la nariz mientras observaba a la gente, y algunas personas lo observaban a él con cierto disgusto. Fue entonces cuando se fijó en un par de niños que estaban pegados a una pared, sucios y muy delgados. Estrechó un poco los ojos y no dudó en acercarse a ellos, de forma rápida. Parecieron asustarse, y uno hasta intentó escapar, pero el otro solo enfrentó al cambiaformas, alzando la cabeza, casi retándolo a hacerles daño, seguramente era el hermano mayor o algo así. Al cuervo le pareció muy tierno. Solo estiró la mano, con la palma hacia arriba y el brillante orbe sobre esta, ofreciéndoselo. El menor no parecía muy seguro, miraba a los lados como si aquello fuera una trampa, pero después solo tomó aquella moneda con brusquedad y se echó a correr, tirando de su hermano. No miraron atrás, solo se alejaron de aquel adulto antes de que cambiara de opinión. Él sonrió, negando con la cabeza y dejando escapar un suspiro, girándose de nuevo para mirar al gentío y pensando en qué invertir ahora su tiempo. Aun era de día, tardaría en caer la noche.

por **Yura** Vie Mayo 24, 2013 10:10 pm

Una vida tranquila. Nunca antes había tenido la oportunidad tener una, y ahora, aunque pareciera llena de nimiedades y cosas cotidianas, se había ido enamorando de la simpleza. De levantarse por la mañana y dormir al anochecer, de enseñar y de la paciencia infinita que albergaban sus colegas, de ser dueño de sí mismo. Tanto así que no lo cambiaría jamás, ni por los viajes a lugares más recónditos, ni las ropas más caras, ni nada de lo que antes le hubiesen dado a cambio de su dignidad. Era un hombre completamente nuevo. Aún faltaban cabos por atar, pero se sentía preparado para afrontar lo que viniera. O casi.

Aquella mañana había pensado quedarse un poco más en la cama, reposando una leve gripe que se las había tomado con su garganta, lo que le impedía impartir sus clases de canto del día, lo que fue fácilmente solucionado con un relevo que sabía tendría que pagar luego siguiendo el principio de reciprocidad que abundaba entre los maestros. Debían ser casi las once de la mañana cuando una de las ayudantes de servicio le llevó el desayuno a su habitación, y cómo no, terminaron por charlar un rato dado que su voz se había repuesto casi por completo. Entonces fue que la mujer le recomendó una infusión con miel y propoleo, aunque para su mala fortuna este último ingrediente no se encontraba en las cocinas de la academia.

Por eso, con la esperanza de poder volver a sus clases al día siguiente se decidió a ir él mismo al mercado, ya que de paso podría hacer un par de compras pendientes.

Ya enfundado en un abrigo se acomodó la bufanda antes de dar un paso fuera de su cuarto. Donde a pesar de ser otoño aun, se notaban claramente los embates del frío – Será mejor no tardar – se dijo a sí mismo mientras comenzaba a caminar por las nutridas calles parisinas.

El mercado era un lugar asombroso, uno que se podía visitar millones de veces sin aburrirse porque siempre había ese algo irrepetible y novedoso, pero también era un lugar para perderse entre la gente, y quizás, para no sentirse tan solo. Por eso, mientas vagaba por los puestos buscando el dichoso propoleo acabó comprando cosas que obviamente no necesitaba, como frutos secos y pan dulce al cual no pudo negarse frente a la insistencia de la mujer que los vendía.

Seguía caminando tranquilamente entre ese caos de personas yendo de un lado a otro hasta que la tentación del aroma del pan aún caliente acabó por ganarle. Descuidadamente siguió caminando mientras luchaba por sacar un trozo de la gran hogaza de pan que había comprado, lo que le hizo ir con la vista en la bolsa de papel en que llevaba las compras del día. Al parecer la gula le había hecho obviar la posibilidad de caerse o estrellarse con alguien hasta que esto último ocurrió.

Por fin había conseguido separar una porción de pan, cuando su hombro chocó con el de alguien más, lo que le hizo desistir de comer para dar unas disculpas formales – Lo siento mucho – dijo al tiempo que volvía a guardar el trozo de pan para que no se enfriara – Es mi culpa por no mirar al… - alcanzó antes de levantar la vista y darse cuenta de quién era la persona con la que se había estrellado. Yura cayó en un completo mutismo. ¿Era él? ¿Después de las tantas veces que había vuelto al lago por las noches? Muchas de las cuales eran mera rutina porque había perdido ya toda esperanza de encontrarlo. Entonces recordó sus últimas palabras hacia él. Era obvio el por qué no había vuelto a verlo desde entonces, y de hecho, ahora temía que huyera sin más, pero no pudo moverse, lo único que atinó a hacer fue aferrarse a la bolsa, no como si se la fueran a arrebatar, sino que por el miedo a sentirse desnudo e indefenso sin una barrera que lo separara del muchacho, por más inútil que esta fuera. Quizás porque sabía que las cosas habían cambiado, y que prácticamente todos los argumentos que apoyaban la idea de que lo mejor era alejarse de él ya no existían.

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