AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Falsas apariencias || Privado
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Falsas apariencias || Privado
Condado de Berkshire, Reino Unido. Castillo de Windsor. Otoño del 1800
Las luces y la ostentación eran las dueñas de la fiesta. Una fiesta soberbia, como todas las que celebraba Adrian. Y si se consideraban de categoría no era, exclusivamente, por el cargo real que ostentaba. Sí, hay que aceptar, que una fiesta organizada por el “Rey de Inglaterra” ya implica un nivel superior. Pero, además, las fiestas de su majestad eran consideradas elegantes y entretenidas por el noventa y nueve por ciento de los que habían asistido a alguna de ellas. La mejor música que la ocasión requiriese, los mejores manjares; importados de todas partes del mundo. Variedad; variedad en extremo. A Adrian le encantaba innovar. Le encantaba que él, o cualquier cosa del que él fuera partícipe, fuera el centro de atención allá dónde se encontrara. Tanto lo bueno, como lo malo. ¿Extraño, no? Sin embargo, desde que se hizo con la corona en la plenitud de lo que al cargo se refiere, siempre consideró de lo más entretenido poner en su lugar a aquellos que difamaran su nombre. O el de cualquiera que tuviera que ver con él. Del mismo modo, también ponía en su lugar a aquellos que hablaban sobre él de una forma completamente diferente. Mucho mejor. Y, por tanto, era una puesta de lugar ligeramente diferente también. Y así, con el tiempo, nadie había escapado de los cotilleos sobre Adrian Wessex.
Pero el tiempo pasaba rápidamente, y con el tiempo Adrian se renovaba cada vez más. Sus apariciones eran tan silenciosas cómo el ruido de una trompeta, y tan tranquilas cómo el temblor que provoca un terremoto. Ya fuera en su propio país o en el ajeno, no tenía pudor a la hora de no contener (incluso exagerar) sus acciones. Acciones a veces previstas; a veces no. En este caso, esa noche, estaba todo perfectamente planeado. Cómo en todas las festividades que celebraba en su casa, literalmente hablando. El ancestral castillo de Windsor, residencia de la familia real Inglesa y el lugar dónde durante tantos años se han llevado a cabo las celebraciones más importantes del país. Durante el reinado de Adrian, se añadió también la palabra 'excéntricas' a la descripción, incluida tal excentricidad en la alta categoría por la que se clasificaban sus eventos.
La fiesta que daba comienzo a la temporada de caza había sido durante mucho tiempo una eventualidad marcada en el calendario de Inglaterra. Aunque el propio rey no disfrutaba de la caza (dato que, por supuesto, sólo sus más allegados conocían), se comportaba como en la mayoría de eventos que no eran de su agrado: cómo si fuera lo más entretenido del momento. Era un perfecto artista, siempre que estuviera dispuesto a tal teatro o bien fuera de vital importancia.. cosa poco frecuente, pues pocas cosas se le antojaban vitales. De lo que sí disfrutaba, por otra parte, era de la fiesta en sí. El fruto de todas las horas que había dedicado a planificar cada centímetro del lugar los meses anteriores. Cada pieza de música que se tocaría en los momentos pertinentes y cada plato, elegido por él mismo. ¿Quién podría imaginárselo? Que algo tan, por así decirlo, “mundano” cómo es el preparar un evento lo realizara él mismo sin prácticamente ayuda de nadie. Dato que, una vez más, sólo era conocido por contadas personas. A veces, ni siquiera su propia familia era partícipe de ello, dado que Adrian no solía compartir según que cosas con ellos. Con la mayoría. William, se podría decir, era el más allegado al que a pesar de considerarse oficialmente como hermano él trataba y lo sentía como un hijo. Aunque con su verdadera hija, Sophia, tampoco compartía tantas cosas de lo que al carácter privado se refiere; es complicado.. Adrian, en sí, es un hombre con más complejidades de las que puede llegar a aparentar frente a otros.
— Es injusto.
La voz de Sophia le trajo de su mundo de cavilaciones. Observando al frente, se encontraba viendo a la muchacha, ya crecida, siendo ayudada por una de sus asistentas personales a la hora de ponerse uno de esos tantos vestidos que tenía en el armario. Vestidos de los más caros que podía encontrarse en el mundo, fabricado con las mejores telas, y especiales para festividades en el palacio. A pesar de todo aquello, y del hecho que ella era una privilegiada por haber podido llevar más de uno en su vida, siempre refunfuñaba cuando le tocaba enfundarse en los corsés. Adrian contenía la risa, porque se imaginaba teniendo que llevar un atuendo semejante (masculino, obviamente) y realmente se le quitaban todas ganas de reír. Pero ver la cara de sufrimiento de su hija mientras se enfundaba en uno de esos vestidos, un sufrimiento pasajero claro está, le resultaba alentador. Una forma extremadamente buena de comenzar la noche, noche en la que tendría la compañía de su hija por encima de cualquier otra; incluso la de su madre que, a pesar de serlo, pretendía camuflarse entre sus amistades durante la velada. Él y Sophia, sin embargo, iban a ser el centro de atención de todos los asistentes; porque así tenía que ser.
— ¿Por qué William ha podido escaquearse y yo no? Es injusto
“Ah, aquí va” Pensó, mientras rodaba los ojos en señal de cansancio. ¿Cuándo iba a entender que su papel cómo hija suya era muy diferente al de William? William tenía responsabilidades y obligaciones también, pero en otro ámbito completamente diferente. A él, excepto en contadas ocasiones, no se le exigía hacer acto de presencia en ese tipo de festividades. A ella, del mismo que a él mismo, sí. — No vamos a tener otra vez esta discusión, mocosa. Te lo he dicho infinidad de veces, deja de compararte con William. Y no vuelvas a sacar el tema; me aburres — Apoyado en el respaldo del sillón, hacía girar el bastón con habilidad. Cómo era de costumbre en Adrian, un Adrian real y personal, todo aquello que tuviera que ver con quejas familiares le hacían sacar su vena más indiferente. No había nada, casi nada, que le aburriese más que las quejas de su hija; en particular.
Ya estaba en marcha el festejo, desde hacía aproximadamente una hora. Cómo siempre, una vez los invitados (la mayoría) habían hecho acto de presencia fue el turno de sus majestades. Adrian y Sophía en este caso. A pesar de las reticencias de la muchacha en privado, al igual que su padre, era una perfecta actriz frente al público. Un público, este público en concreto, que la había adorado desde siempre. Sophia era una copia de Alexandrina, su madre, a quién todos habían amado y recordaban con pesar. Por eso, en parte, nunca le había faltado compañía. Y ahora que empezaba a crecer y a asistir a eventos oficiales con más asiduidad, había sido toda una sorpresa para quién la conocía íntimamente lo bien que se había hecho a la gente y a sus demandas. Adrian, por supuesto, estaba muy orgulloso; hasta divertido por ello. Admitía para sí que asistir con Sophia se estaba convirtiendo en una buena forma de pasar un mejor rato. Rato que antes dedicaba a alguna de sus amistades especiales y a las que había decidido ignorar momentáneamente por respeto a la menor; que solía echarle en cara sus descaradas aventuras. Con más frecuencia de la que él puede soportar. Por una noche, se comportaría.
¿Qué sería una simple noche?
Eso estaba todavía por ver.
Las luces y la ostentación eran las dueñas de la fiesta. Una fiesta soberbia, como todas las que celebraba Adrian. Y si se consideraban de categoría no era, exclusivamente, por el cargo real que ostentaba. Sí, hay que aceptar, que una fiesta organizada por el “Rey de Inglaterra” ya implica un nivel superior. Pero, además, las fiestas de su majestad eran consideradas elegantes y entretenidas por el noventa y nueve por ciento de los que habían asistido a alguna de ellas. La mejor música que la ocasión requiriese, los mejores manjares; importados de todas partes del mundo. Variedad; variedad en extremo. A Adrian le encantaba innovar. Le encantaba que él, o cualquier cosa del que él fuera partícipe, fuera el centro de atención allá dónde se encontrara. Tanto lo bueno, como lo malo. ¿Extraño, no? Sin embargo, desde que se hizo con la corona en la plenitud de lo que al cargo se refiere, siempre consideró de lo más entretenido poner en su lugar a aquellos que difamaran su nombre. O el de cualquiera que tuviera que ver con él. Del mismo modo, también ponía en su lugar a aquellos que hablaban sobre él de una forma completamente diferente. Mucho mejor. Y, por tanto, era una puesta de lugar ligeramente diferente también. Y así, con el tiempo, nadie había escapado de los cotilleos sobre Adrian Wessex.
Pero el tiempo pasaba rápidamente, y con el tiempo Adrian se renovaba cada vez más. Sus apariciones eran tan silenciosas cómo el ruido de una trompeta, y tan tranquilas cómo el temblor que provoca un terremoto. Ya fuera en su propio país o en el ajeno, no tenía pudor a la hora de no contener (incluso exagerar) sus acciones. Acciones a veces previstas; a veces no. En este caso, esa noche, estaba todo perfectamente planeado. Cómo en todas las festividades que celebraba en su casa, literalmente hablando. El ancestral castillo de Windsor, residencia de la familia real Inglesa y el lugar dónde durante tantos años se han llevado a cabo las celebraciones más importantes del país. Durante el reinado de Adrian, se añadió también la palabra 'excéntricas' a la descripción, incluida tal excentricidad en la alta categoría por la que se clasificaban sus eventos.
La fiesta que daba comienzo a la temporada de caza había sido durante mucho tiempo una eventualidad marcada en el calendario de Inglaterra. Aunque el propio rey no disfrutaba de la caza (dato que, por supuesto, sólo sus más allegados conocían), se comportaba como en la mayoría de eventos que no eran de su agrado: cómo si fuera lo más entretenido del momento. Era un perfecto artista, siempre que estuviera dispuesto a tal teatro o bien fuera de vital importancia.. cosa poco frecuente, pues pocas cosas se le antojaban vitales. De lo que sí disfrutaba, por otra parte, era de la fiesta en sí. El fruto de todas las horas que había dedicado a planificar cada centímetro del lugar los meses anteriores. Cada pieza de música que se tocaría en los momentos pertinentes y cada plato, elegido por él mismo. ¿Quién podría imaginárselo? Que algo tan, por así decirlo, “mundano” cómo es el preparar un evento lo realizara él mismo sin prácticamente ayuda de nadie. Dato que, una vez más, sólo era conocido por contadas personas. A veces, ni siquiera su propia familia era partícipe de ello, dado que Adrian no solía compartir según que cosas con ellos. Con la mayoría. William, se podría decir, era el más allegado al que a pesar de considerarse oficialmente como hermano él trataba y lo sentía como un hijo. Aunque con su verdadera hija, Sophia, tampoco compartía tantas cosas de lo que al carácter privado se refiere; es complicado.. Adrian, en sí, es un hombre con más complejidades de las que puede llegar a aparentar frente a otros.
— Es injusto.
La voz de Sophia le trajo de su mundo de cavilaciones. Observando al frente, se encontraba viendo a la muchacha, ya crecida, siendo ayudada por una de sus asistentas personales a la hora de ponerse uno de esos tantos vestidos que tenía en el armario. Vestidos de los más caros que podía encontrarse en el mundo, fabricado con las mejores telas, y especiales para festividades en el palacio. A pesar de todo aquello, y del hecho que ella era una privilegiada por haber podido llevar más de uno en su vida, siempre refunfuñaba cuando le tocaba enfundarse en los corsés. Adrian contenía la risa, porque se imaginaba teniendo que llevar un atuendo semejante (masculino, obviamente) y realmente se le quitaban todas ganas de reír. Pero ver la cara de sufrimiento de su hija mientras se enfundaba en uno de esos vestidos, un sufrimiento pasajero claro está, le resultaba alentador. Una forma extremadamente buena de comenzar la noche, noche en la que tendría la compañía de su hija por encima de cualquier otra; incluso la de su madre que, a pesar de serlo, pretendía camuflarse entre sus amistades durante la velada. Él y Sophia, sin embargo, iban a ser el centro de atención de todos los asistentes; porque así tenía que ser.
— ¿Por qué William ha podido escaquearse y yo no? Es injusto
“Ah, aquí va” Pensó, mientras rodaba los ojos en señal de cansancio. ¿Cuándo iba a entender que su papel cómo hija suya era muy diferente al de William? William tenía responsabilidades y obligaciones también, pero en otro ámbito completamente diferente. A él, excepto en contadas ocasiones, no se le exigía hacer acto de presencia en ese tipo de festividades. A ella, del mismo que a él mismo, sí. — No vamos a tener otra vez esta discusión, mocosa. Te lo he dicho infinidad de veces, deja de compararte con William. Y no vuelvas a sacar el tema; me aburres — Apoyado en el respaldo del sillón, hacía girar el bastón con habilidad. Cómo era de costumbre en Adrian, un Adrian real y personal, todo aquello que tuviera que ver con quejas familiares le hacían sacar su vena más indiferente. No había nada, casi nada, que le aburriese más que las quejas de su hija; en particular.
***
Ya estaba en marcha el festejo, desde hacía aproximadamente una hora. Cómo siempre, una vez los invitados (la mayoría) habían hecho acto de presencia fue el turno de sus majestades. Adrian y Sophía en este caso. A pesar de las reticencias de la muchacha en privado, al igual que su padre, era una perfecta actriz frente al público. Un público, este público en concreto, que la había adorado desde siempre. Sophia era una copia de Alexandrina, su madre, a quién todos habían amado y recordaban con pesar. Por eso, en parte, nunca le había faltado compañía. Y ahora que empezaba a crecer y a asistir a eventos oficiales con más asiduidad, había sido toda una sorpresa para quién la conocía íntimamente lo bien que se había hecho a la gente y a sus demandas. Adrian, por supuesto, estaba muy orgulloso; hasta divertido por ello. Admitía para sí que asistir con Sophia se estaba convirtiendo en una buena forma de pasar un mejor rato. Rato que antes dedicaba a alguna de sus amistades especiales y a las que había decidido ignorar momentáneamente por respeto a la menor; que solía echarle en cara sus descaradas aventuras. Con más frecuencia de la que él puede soportar. Por una noche, se comportaría.
¿Qué sería una simple noche?
Eso estaba todavía por ver.
Adrian J. Wessex- Realeza Inglesa
- Mensajes : 15
Fecha de inscripción : 10/02/2013
Re: Falsas apariencias || Privado
—¿Quién es él? —preguntó con el rostro escondido detrás de su abanico
—El mismísimo rey de Inglaterra, querida —contestó la anciana —Llegaste tarde y te perdiste la entrada. No vuelvas a hacerlo.
Madeleine no quitó sus ojos de Su Majestad en toda la noche. Y juró que haría gozar a aquel hombre, cueste lo que cueste.
—El mismísimo rey de Inglaterra, querida —contestó la anciana —Llegaste tarde y te perdiste la entrada. No vuelvas a hacerlo.
Madeleine no quitó sus ojos de Su Majestad en toda la noche. Y juró que haría gozar a aquel hombre, cueste lo que cueste.
La jornada de caza dispuesta para el día siguiente, tenía su gran inauguración esa noche, en la cena de gala. Los invitados habían llegado durante la mañana y se instalaron en las diversas habitaciones del Castillo de Windsor, una construcción que databa de la Edad Media, que combinaba un diseño georgiano con uno victoriano, con toques góticos. Más de cinco hectáreas dispuestas sólo para el gran evento que llevaría dos días. El esplendor de la nobleza europea brillaba, impoluto, en el camino que conectaba el exterior con el ala sur del gran castillo centenario. El incesante traqueteo de los caballos que tiraban de los carruajes, era la muestra de la gran celebración que se llevaría a cabo en la residencia real. A los costados, la extensión de jardines estaba iluminada por gran cantidad de faroles, que permitían disfrutar de las formas de los libustrines y árboles que le otorgaban un aire simpático al trayecto. De los coches se bajaban duques, condes, barones, marqueses, archiduques, y miembros destacados de la alta alcurnia que iba desde lo más occidental de la Europa decimonónica, hasta reconocidos del lado oriental del mundo, que se encontraban hospedados en las diversas alas del Castillo. La corte inglesa era la más prestigiosa de todas las vigentes, no había quien no quisiese el favor del rey de los británicos, todos deseaban aunque sea cruzar una palabra con él. Era, sin dudas, el hombre más poderoso de Europa, y nadie tendría la falta de cordura como para no asistir a un evento para el cual habían llegado las invitaciones hacía un mes, con el sello de lacre de la Casa de Wessex. Las grandes faldas, las pelucas empolvadas, los bastones y aromas excéntricos, englobaban el pomposo cuadro. La fachada estaba plenamente iluminada, y los casacas rojas estoicos no se movían de sus sitios estratégicos, no fuera que algún infiltrado quisiera atentar contra la vida de tantas personalidades. En la entrada, dos elegantes caballeros recibían las tarjetas e invitaban con un ademán histriónico a que pasasen, luego, otros empleados recibían los abrigos y acompañaban a los lacayos a sus sitios. El protocolo se repetía con cada uno de los que se reunía en la entrada, no faltaban los hombres que se saludaban y las damas que se dirigían miradas solapadas, aprobando o desaprobando sus atuendos, celosamente escogidos.
Madeleine hizo su ingreso del brazo del anciano y viudo duque de Spencer, no estaba bien visto que una señorita soltera apareciese sola, y el hombre se había ofrecido a hacer de chaperón. La modista había optado por un color azul –idéntico al de la capa de la familia real francesa, guillotinada años antes- para su vestido, que destacaba su piel blanca y sus ojos claros. El ajustado corsé realzaba sus senos y afinaba su cintura, los chapines de raso le daban unos centímetros más, pero no era una joven alta, pero si de una figura estilizada. Había coronado su atuendo con un tocado sencillo, un rodete a la coronilla adornado con una tira de diamantes, y algunos bucles sueltos. No usó polvo de arroz, tenía un cutis maravilloso, y sólo se delineó los ojos y se colocó carmín en sus gruesos labios. Las joyas, una selección exclusiva de brillantes y zafiros conformaban un aderezo espléndido. Era joven, elegante y hermosa, y a nadie se le pasaban por alto aquellos tres atributos, y sólo algún que otro distraído no volteó para verla hacer su entrada, opacando por completo a renombrado duque de Spencer. El anciano le palmeó la mano y le sonrió con picardía, y a Madeleine le pareció haber estado con alguno de sus dos padres. El caballero se acomodó la peluca, la despidió con una reverencia que ella correspondió igual, y se reunió a un grupo de notables, que debatían sobre la situación política en Francia. Maddie se unió a un grupo de señoras, entre ellas, la duquesa de Alba, que animaba a todos con su inglés mezclado con español y su gracia natural. A la baronesa le caía bien aquella dama excéntrica, que a pesar de romper con las normas protocolares cada cinco segundos, tenía el respeto y simpatía de gran parte de la alta sociedad, y de quienes no lo tenía, parecía no importarle, y claro, si era poderosa, rica y viuda. A Madeleine no se le pasó por alto la atención que el duque de Spencer dispensaba a esa ronda, y no era específicamente por ella, y descubrió el fugaz momento en que las miradas del hombre y la animadora del grupúsculo se cruzaban. Serían una buena pareja, él reservado, serio y con prestigio, la anciana le daría la alegría que se le había terminado con la muerte de su esposa.
Las trompetas anunciaron la entrada del Rey, que apareció en lo alto de una escalera, tomado del brazo de su hija. Todos los presentes aplaudieron, y no faltó quien comentara sobre lo guapo que estaba Su Majestad, o la frescura de la princesa, con su vestido rosa pálido. Luego, un secretario, invitó a todos que pasasen al gran comedor, que estaba a continuación de un largo pasillo que lo conectaba con el vestíbulo. Por arte de magia, el duque de Spencer apareció y le ofreció a Madeleine su brazo, e hizo lo propio con la duquesa de Alba, que no disimuló su placer en el destello que lanzaron sus profundos y enormes ojos negros. La baronesa sonrió y caminó en silencio, dejando que los dos veteranos comenzaran su cortejo. Una gran mesa estaba dispuesta para los comensales, y la rubia tuvo la suerte de estar sentada con la pareja de duques. Sirvieron el primer plato, consomé acompañado de jerez; como indicaban las reglas, nadie lo terminaba, luego una entrada de conchas acompañadas de una salsa de tomillo, y el plato principal, salmón condimentado con finas hierbas. De fondo, una orquesta en la esquina del gran salón, tocaba piezas de música clásica, que amenizaban el ambiente. Madeleine no podía creer que estaba compartiendo una velada en la gran residencia real, cada momento de su vida parecía una burbuja ajena a la vida tan dolorosa que le tocó, aquellas ropas, codearse con aquellas personas, estar sentada en la misma mesa que el Rey de Inglaterra, había sido bendecida. Pensar en el rey, le hizo girar el rostro levemente hacia la cabeza de la mesa, donde Su Alteza departía con quien tenía a su lado izquierdo. Quizá fue el peso de la mirada penetrante de la baronesa, pero el rey la miró por unos segundos y ella le dirigió una sonrisa imperceptible, y a pesar de que él siguió con su conversación, la rubia estaba segura que se había percatado de sus intenciones. Anunciaron el postre, y sacaron a la joven de sus cavilaciones.
Tras la cena, los hombres se retiraron a los diversos salones a jugar, fumar, y beber brandy, mientras las damas se dirigieron a otros para ser deleitadas por alguna muchacha casamentera que deseara mostrar sus dotes con el piano con el arpa. Minutos más tarde, todos fueron llamados al salón principal, para comenzar con el baile. Como era de rigor, lo iniciaron el Rey y la princesa, luego, se le unieron los demás invitados, que ya estaban algo ebrios, los solteros con deseos de conseguir compañía femenina, y los casados que provocaban a sus mujeres, o a las mujeres de otros. Madeleine le había prometido la primera pieza al duque de Spencer, y bailó con el anciano y rió hasta que los pómulos le dolieron. Era un eximio bailarín, y la llevaba como si tuviera su edad, y no los setenta y pico que en verdad cargaba. Le contó sobre su época de soltero, de cómo aprovechaba esas ocasiones para conseguir alguna muchacha, y al ver que Maddie no se escandalizaba, si no, que le brillaban los ojos ante la expectativa de la historia, continuaba, animado por el alcohol y el frenesí de los cuerpos danzando a los costados. Tras los primeros bailes individuales, se pasó al grupal, y a la baronesa la sacó a bailar un fornido aristócrata rubio de unos treinta años y de los ojos verdes más gélidos y excitantes que jamás había visto, y aunque se percató de los comentarios sugerentes que desparramó su compañero, actuó como una gran dama pudorosa y lo ignoró, su objetivo aquella noche era otro. Buscó al Rey durante varias piezas, pero no logró divisarlo entre pelucas y faldones. Le dolían los pies y tenía calor, por lo que dejó la pista de baile y se replegó a un costado, a conversar con un trío de ancianas, que reían detrás de sus abanicos, ellas también parecían haber caído presas de la exaltación de la noche, y bebían champagne constantemente. Maddie aceptó una copa que un mesero le trajo, y perdió sus pensamientos, sólo atenta al momento en que las señoras reían, para ella hacer lo mismo.
Madeleine hizo su ingreso del brazo del anciano y viudo duque de Spencer, no estaba bien visto que una señorita soltera apareciese sola, y el hombre se había ofrecido a hacer de chaperón. La modista había optado por un color azul –idéntico al de la capa de la familia real francesa, guillotinada años antes- para su vestido, que destacaba su piel blanca y sus ojos claros. El ajustado corsé realzaba sus senos y afinaba su cintura, los chapines de raso le daban unos centímetros más, pero no era una joven alta, pero si de una figura estilizada. Había coronado su atuendo con un tocado sencillo, un rodete a la coronilla adornado con una tira de diamantes, y algunos bucles sueltos. No usó polvo de arroz, tenía un cutis maravilloso, y sólo se delineó los ojos y se colocó carmín en sus gruesos labios. Las joyas, una selección exclusiva de brillantes y zafiros conformaban un aderezo espléndido. Era joven, elegante y hermosa, y a nadie se le pasaban por alto aquellos tres atributos, y sólo algún que otro distraído no volteó para verla hacer su entrada, opacando por completo a renombrado duque de Spencer. El anciano le palmeó la mano y le sonrió con picardía, y a Madeleine le pareció haber estado con alguno de sus dos padres. El caballero se acomodó la peluca, la despidió con una reverencia que ella correspondió igual, y se reunió a un grupo de notables, que debatían sobre la situación política en Francia. Maddie se unió a un grupo de señoras, entre ellas, la duquesa de Alba, que animaba a todos con su inglés mezclado con español y su gracia natural. A la baronesa le caía bien aquella dama excéntrica, que a pesar de romper con las normas protocolares cada cinco segundos, tenía el respeto y simpatía de gran parte de la alta sociedad, y de quienes no lo tenía, parecía no importarle, y claro, si era poderosa, rica y viuda. A Madeleine no se le pasó por alto la atención que el duque de Spencer dispensaba a esa ronda, y no era específicamente por ella, y descubrió el fugaz momento en que las miradas del hombre y la animadora del grupúsculo se cruzaban. Serían una buena pareja, él reservado, serio y con prestigio, la anciana le daría la alegría que se le había terminado con la muerte de su esposa.
Las trompetas anunciaron la entrada del Rey, que apareció en lo alto de una escalera, tomado del brazo de su hija. Todos los presentes aplaudieron, y no faltó quien comentara sobre lo guapo que estaba Su Majestad, o la frescura de la princesa, con su vestido rosa pálido. Luego, un secretario, invitó a todos que pasasen al gran comedor, que estaba a continuación de un largo pasillo que lo conectaba con el vestíbulo. Por arte de magia, el duque de Spencer apareció y le ofreció a Madeleine su brazo, e hizo lo propio con la duquesa de Alba, que no disimuló su placer en el destello que lanzaron sus profundos y enormes ojos negros. La baronesa sonrió y caminó en silencio, dejando que los dos veteranos comenzaran su cortejo. Una gran mesa estaba dispuesta para los comensales, y la rubia tuvo la suerte de estar sentada con la pareja de duques. Sirvieron el primer plato, consomé acompañado de jerez; como indicaban las reglas, nadie lo terminaba, luego una entrada de conchas acompañadas de una salsa de tomillo, y el plato principal, salmón condimentado con finas hierbas. De fondo, una orquesta en la esquina del gran salón, tocaba piezas de música clásica, que amenizaban el ambiente. Madeleine no podía creer que estaba compartiendo una velada en la gran residencia real, cada momento de su vida parecía una burbuja ajena a la vida tan dolorosa que le tocó, aquellas ropas, codearse con aquellas personas, estar sentada en la misma mesa que el Rey de Inglaterra, había sido bendecida. Pensar en el rey, le hizo girar el rostro levemente hacia la cabeza de la mesa, donde Su Alteza departía con quien tenía a su lado izquierdo. Quizá fue el peso de la mirada penetrante de la baronesa, pero el rey la miró por unos segundos y ella le dirigió una sonrisa imperceptible, y a pesar de que él siguió con su conversación, la rubia estaba segura que se había percatado de sus intenciones. Anunciaron el postre, y sacaron a la joven de sus cavilaciones.
Tras la cena, los hombres se retiraron a los diversos salones a jugar, fumar, y beber brandy, mientras las damas se dirigieron a otros para ser deleitadas por alguna muchacha casamentera que deseara mostrar sus dotes con el piano con el arpa. Minutos más tarde, todos fueron llamados al salón principal, para comenzar con el baile. Como era de rigor, lo iniciaron el Rey y la princesa, luego, se le unieron los demás invitados, que ya estaban algo ebrios, los solteros con deseos de conseguir compañía femenina, y los casados que provocaban a sus mujeres, o a las mujeres de otros. Madeleine le había prometido la primera pieza al duque de Spencer, y bailó con el anciano y rió hasta que los pómulos le dolieron. Era un eximio bailarín, y la llevaba como si tuviera su edad, y no los setenta y pico que en verdad cargaba. Le contó sobre su época de soltero, de cómo aprovechaba esas ocasiones para conseguir alguna muchacha, y al ver que Maddie no se escandalizaba, si no, que le brillaban los ojos ante la expectativa de la historia, continuaba, animado por el alcohol y el frenesí de los cuerpos danzando a los costados. Tras los primeros bailes individuales, se pasó al grupal, y a la baronesa la sacó a bailar un fornido aristócrata rubio de unos treinta años y de los ojos verdes más gélidos y excitantes que jamás había visto, y aunque se percató de los comentarios sugerentes que desparramó su compañero, actuó como una gran dama pudorosa y lo ignoró, su objetivo aquella noche era otro. Buscó al Rey durante varias piezas, pero no logró divisarlo entre pelucas y faldones. Le dolían los pies y tenía calor, por lo que dejó la pista de baile y se replegó a un costado, a conversar con un trío de ancianas, que reían detrás de sus abanicos, ellas también parecían haber caído presas de la exaltación de la noche, y bebían champagne constantemente. Maddie aceptó una copa que un mesero le trajo, y perdió sus pensamientos, sólo atenta al momento en que las señoras reían, para ella hacer lo mismo.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Falsas apariencias || Privado
La noche era extremadamente joven. Ni siquiera habían tocado la media noche y eso, en una fiesta de Adrian, quería decir que el festejo no había hecho nada más que empezar. El primer paso de la noche fueron las presentaciones. Presentaciones de sus majestades a las personas más importantes de la fiesta, por supuesto, había demasiada gente como para presentarse a cada uno de los invitados. De ser así, se podían llevar todo el rato, pues habrían acudido más de cien personas a aquella exuberante velada. Como de costumbre, todo sea dicho. En las “reuniones” de Adrian, nunca faltaba gente, más bien sobraba. Una a una, las personas más importantes del país se iban presentando a sus majestades. La mayoría eran ya de sobras conocidos tanto por el rey como por la princesa, había un pequeño grupo sin embargo que resultó ser nuevo para la muchacha. A pesar de llevar tantos años en el país y de ser tan conocida, sólo unos privilegiados habían tenido el honor de intimar (por así decirlo) con ella. Su padre se aseguraba de mantenerla extremadamente protegida, a toda costa. Y Adrian había aceptado que empezara a aparecer en público de esa manera, era porque sabía perfectamente que no tenía otra opción. Era la princesa de Inglaterra desde el momento en que nació. No, desde el momento de su concepción. Un echo que bajo ningún concepto se podría cambiar. Él había sufrido el mismo destino muchos años atrás. Sólo esperaba no correr la misma suerte de su padre; no deseaba que su hija pasara por lo mismo que tuvo que pasar él. La boda, las presiones por el trono, la muerte de un ser querido.. No, eso no iba a pasarle a ella. No había Dios que le pudiera impedir estar presente en el momento en que Sophia encontrase un marido. Un marido que, si bien él se había propuesto no escoger, por supuesto tendría que tener su aprobación.
Pero no era momento para pensar en esas cosas, se dijo. Observando fíjamente a la ya no tan pequeña muchacha, sin pretenderlo, se le iba demasiado la cabeza. Había crecido demasiado rápido para su gusto. Con tan solo doce años, Adrian la veía más madura que muchas de las jovencitas que se le acercaban por puro interés constantemente. Las mismas jovencitas que algunos de sus “consejeros” incluso le habían instado a considerar como esposa ¿No era una idea absolutamente ridícula? Tomar por esposa a alguien que podría ser la hermana mayor de su propia hija. Jamás. Ni siquiera sin la prohibición que él mismo se había hecho de no volver a caer en las garras del matrimonio de por medio. Los hombres desesperados eran todo un peligro, al igual que las muchachas que simplemente se dejaban atraer por la riqueza y el poder. ¿Y ahora por qué estaba pensando como un santo? De no ser porque era una conversación mantenida con su propio subconsciente se hubiese asustado. Él era Adrian Wessex, uno de los reyes más polémicos no sólo que había tenido Inglaterra, si no el mundo en general. Sus buenas decisiones y su buen manejo del país no coincidía con la vida privada tan escandalosa que parecía llevar. Claro que, las apariencias solían engañar. Dato que, por fortuna, sólo unos pocos de su entorno más allegado conocían. Y por ese motivo, jamás se le escucharía mencionar en público unas palabras tan puras. Bueno, y por qué había caído en la cama de alguna que otra muchachita. ¿Para qué negarlo? Era, cuándo quería, fácil de seducir.
Esa noche, sin embargo, se había prometido no sucumbir pasara lo que pasara. Él se conocía mejor que nadie y su hija no le perdonaría si no cumplía lo que le había prometido. “Nada de conquistas por una noche, Papá” Resonaba en su cabeza mientras observaba a las bellezas que no hacían más que posar sus ojos en él. Esos ojitos de corderito degollado (y de no tan corderito) que le llamaban al placer de una intensa y divertida noche. Al final, en eso se quedaba, en una diversión. Sólo era una forma “sana” de divertirse para Adrian; lástima que nadie supiera comprenderlo.
— Su Majestad.
Una voz femenina llamó su atención por encima de los demás. Escondida bajo un pequeño y decoroso abanico se encontraba la mirada ruborizada de una muchacha. Una de esas de las que precisamente se había puesto a pensar no hacía mucho. A su lado, con una amplia sonrisa, estaba su madre. No mucho mayor y con claras intenciones de presentarse tanto a ella misma como a su preciosa hija. ¿Cómo podía ser tan hipócrita? Presentar a su hija ante el rey como un pastor que ofrece una de sus ovejas a un lobo, cuándo su mirada parecía querer decirle que se ofrecía ella misma en bandeja de plata. Sí, eso era. ¿De qué se sorprendía? Madres, hijas e incluso abuelas. Tuvieran la edad que tuvieran. Él acababa siendo un objeto de deseo. Él y, por supuesto, su bendita corona. ¿Cómo esperaban que no tuviera un carácter egocéntrico y prepotente? Si eran cuatro personas contadas las que osaban plantarle cara. Las personas que, en cierto modo, más le agradaban. Aunque nadie supiera sobre esos gustos, curiosamente.
Y esa situación resultó ser, como de costumbre, la primera de muchas durante la velada. Por fortuna, la cena le proporcionaba un tiempo de descanso. Escaso, pero suficiente para reponerse, teniendo en cuenta que sólo estaría su hija al lado. Ni siquiera su madre había hecho acto de presencia a su lado aquella noche. ¿Qué pretendía conseguir? ¿Pensaba a caso que podía camuflarse como si nada entre la multitud? Que no hubiese acudido a aquella velada en calidad de anfitriona no significaba que no la iban a reconocer. Por favor, no era capaz de entender a su propia madre, que cuánto más mayor se hacía más le gustaba experimentar con situaciones extrañas como lo era aquella.
— Vuelve a la tierra, Papá.
El tono gruñón en la voz de su hija le hizo, efectivamente, descender a la tierra. Y lo primero que se encontró fue con el ceño fruncido de esa pequeña y redonda cara que tenía por adorno un pelo frondoso y oscuro como el de su madre. Alexandrina, cuánto se parecía a ella. — ¿Qué quieres? — Su intento por disimular que estaba equivocada y que en ningún momento se había quedado absorto, por enésima vez, en sus pensamientos no fue demasiado efectivo. Con el cubierto más cercano comenzó a comer de nuevo, ignorando momentáneamente a su hija que, al parecer, le había estado hablando de algo importante. — Te estaba recordando la promesa que me habías hecho esta misma tarde antes de convencerme para que me metiera en este vestido con el que tanto te gusta verme sufrir — Ahogando una risa, se limpió con la servilleta de una forma tan perfecta que, a pesar de ser quién era, no le pegaba en absoluto. Y se tomó su tiempo para dirigirle de nuevo su atención. — ¿Yo? ¿Gustarme eso? No digas tonterías. ¿A qué padre le puede gustar ver sufrir a su hija? No me eches la culpa de tu imaginación subdesarrollada, Sophía. Y bien sabes que si te has puesto ese vestido es porque es tu obligación, no por ninguna promesa que te haya hecho — Besó su frente percatándose de cómo ella rodaba los ojos graciosamente. Su hija era demasiado parecida a él como para tragarse ese tipo de monsergas, que ella misma utilizaba en su beneficio. Sin embargo, y teniendo en cuenta el público que tenían, no le quedó otra opción que replicar en silencio. Acercándose a su oído, susurró. — Como se te ocurra acercarte a esa rubia que lleva toda la noche mirándote, te prometo que te enteras, Padre — Y retornó a su comida como si fuera completamente indiferente a esa amenaza que acababa de soltarle. Suspiró, desviando la mirada hacia la alargada mesa. ¿La rubia que llevaba toda la noche mirándolo? Había muchas rubias que lo habían mirado. Y no habría prestado atención, de no ser porque sus ojos se cruzaron con una sutil pero embriagadora mirada que provenía desde el otro lado, lo suficiente lejos cómo para no haberse dado cuenta en toda la noche. Sólo fueron unos segundos de contacto antes de que él mismo apartara la vista hacia otra persona. Cualquiera, en realidad. Nadie más acababa de llamar su atención. Pero no podía quedársela mirando más de eso sin conocerla o, de lo contrario, le daría un pensamiento tal vez erróneo. ¿O no? Le había prometido a su hija no inmiscuirse esa noche con ninguna mujer y, de hecho, acababa de ser amenazado por esa misma jovencita de doce años.
Horas más tarde y ya habiendo dado por terminada la cena hacía rato, Adrian se había separado de su hija que cada vez se encontraba más agotada. Era una niña, sí, pero antes se entretenía leyendo un libro (dato del que sólo él era conocedor) que festejando lo que fuera. En eso también se parecía a su madre, no podía negarlo. Alexandrina había sido una perfecta anfitriona y en ningún momento había permitido que notaran su falta de interés por las festividades, pero él sabía de buen grado que siempre que podía acababa encerrada en la biblioteca o en sus aposentos con un libro entre las manos. Podía tenerla absorbida durante horas y horas.
Un coro de risas en medio de la soledad momentánea en la que se encontraba llamó su atención. Concretamente, una risa que conocía de buen grado. Una risa que aunque intentara disimular, simplemente era imposible. No muy lejos de dónde estaba, un pequeño grupo de mujeres charlaba animosamente y reía. Y allí estaba su madre. Como de costumbre, sin pretenderlo (estaba absolutamente seguro), había terminado siendo el centro de atención del reducido grupo. Antes de que alguien reclamara su atención y seguro de que no tardarían mucho, se dirigió en su dirección. Y a medida que se acercaba, otra cosa fue llamando su atención. Oh, qué cosas podía tener la vida. ¿Sería una desafortunada o afortunada coincidencia que la muchacha rubia que tanto le miraba se encontrara entre el grupo de señoras? Sin poder negarlo, ella aumentó su interés por inmiscuirse descaradamente en la conversación. Tan divertida que parecía. — Buenas noches, damas. Veo que por aquí el ambiente es de lo más ameno. ¿Lo haces a propósito, mamá, o es que te gusta ser el centro de atención? — Colocándose al lado de su progenitora y besando su frente, se inclinó en reverencia a las demás féminas que lo rodeaban. Ignorando la mirada penetrante de su madre (que seguramente lo estaba estrangulando con la mente por semejante broma de mal gusto) pasó una por una hasta llegar a la muchacha que gracias a su hija había captado su atención. Dato que ni la propia Sophia sabría cuándo le hizo aquella “vil” amenaza, claro.
Inclinándose a su derecha, dónde ella estaba, besó su mano. Mano que agarró un segundo más de lo permitido, cosa que sólo ambos dos podrían saber.
¿Cuál sería su castigo si llegaba a incumplir su tan preciada promesa?
Pero no era momento para pensar en esas cosas, se dijo. Observando fíjamente a la ya no tan pequeña muchacha, sin pretenderlo, se le iba demasiado la cabeza. Había crecido demasiado rápido para su gusto. Con tan solo doce años, Adrian la veía más madura que muchas de las jovencitas que se le acercaban por puro interés constantemente. Las mismas jovencitas que algunos de sus “consejeros” incluso le habían instado a considerar como esposa ¿No era una idea absolutamente ridícula? Tomar por esposa a alguien que podría ser la hermana mayor de su propia hija. Jamás. Ni siquiera sin la prohibición que él mismo se había hecho de no volver a caer en las garras del matrimonio de por medio. Los hombres desesperados eran todo un peligro, al igual que las muchachas que simplemente se dejaban atraer por la riqueza y el poder. ¿Y ahora por qué estaba pensando como un santo? De no ser porque era una conversación mantenida con su propio subconsciente se hubiese asustado. Él era Adrian Wessex, uno de los reyes más polémicos no sólo que había tenido Inglaterra, si no el mundo en general. Sus buenas decisiones y su buen manejo del país no coincidía con la vida privada tan escandalosa que parecía llevar. Claro que, las apariencias solían engañar. Dato que, por fortuna, sólo unos pocos de su entorno más allegado conocían. Y por ese motivo, jamás se le escucharía mencionar en público unas palabras tan puras. Bueno, y por qué había caído en la cama de alguna que otra muchachita. ¿Para qué negarlo? Era, cuándo quería, fácil de seducir.
Esa noche, sin embargo, se había prometido no sucumbir pasara lo que pasara. Él se conocía mejor que nadie y su hija no le perdonaría si no cumplía lo que le había prometido. “Nada de conquistas por una noche, Papá” Resonaba en su cabeza mientras observaba a las bellezas que no hacían más que posar sus ojos en él. Esos ojitos de corderito degollado (y de no tan corderito) que le llamaban al placer de una intensa y divertida noche. Al final, en eso se quedaba, en una diversión. Sólo era una forma “sana” de divertirse para Adrian; lástima que nadie supiera comprenderlo.
— Su Majestad.
Una voz femenina llamó su atención por encima de los demás. Escondida bajo un pequeño y decoroso abanico se encontraba la mirada ruborizada de una muchacha. Una de esas de las que precisamente se había puesto a pensar no hacía mucho. A su lado, con una amplia sonrisa, estaba su madre. No mucho mayor y con claras intenciones de presentarse tanto a ella misma como a su preciosa hija. ¿Cómo podía ser tan hipócrita? Presentar a su hija ante el rey como un pastor que ofrece una de sus ovejas a un lobo, cuándo su mirada parecía querer decirle que se ofrecía ella misma en bandeja de plata. Sí, eso era. ¿De qué se sorprendía? Madres, hijas e incluso abuelas. Tuvieran la edad que tuvieran. Él acababa siendo un objeto de deseo. Él y, por supuesto, su bendita corona. ¿Cómo esperaban que no tuviera un carácter egocéntrico y prepotente? Si eran cuatro personas contadas las que osaban plantarle cara. Las personas que, en cierto modo, más le agradaban. Aunque nadie supiera sobre esos gustos, curiosamente.
Y esa situación resultó ser, como de costumbre, la primera de muchas durante la velada. Por fortuna, la cena le proporcionaba un tiempo de descanso. Escaso, pero suficiente para reponerse, teniendo en cuenta que sólo estaría su hija al lado. Ni siquiera su madre había hecho acto de presencia a su lado aquella noche. ¿Qué pretendía conseguir? ¿Pensaba a caso que podía camuflarse como si nada entre la multitud? Que no hubiese acudido a aquella velada en calidad de anfitriona no significaba que no la iban a reconocer. Por favor, no era capaz de entender a su propia madre, que cuánto más mayor se hacía más le gustaba experimentar con situaciones extrañas como lo era aquella.
— Vuelve a la tierra, Papá.
El tono gruñón en la voz de su hija le hizo, efectivamente, descender a la tierra. Y lo primero que se encontró fue con el ceño fruncido de esa pequeña y redonda cara que tenía por adorno un pelo frondoso y oscuro como el de su madre. Alexandrina, cuánto se parecía a ella. — ¿Qué quieres? — Su intento por disimular que estaba equivocada y que en ningún momento se había quedado absorto, por enésima vez, en sus pensamientos no fue demasiado efectivo. Con el cubierto más cercano comenzó a comer de nuevo, ignorando momentáneamente a su hija que, al parecer, le había estado hablando de algo importante. — Te estaba recordando la promesa que me habías hecho esta misma tarde antes de convencerme para que me metiera en este vestido con el que tanto te gusta verme sufrir — Ahogando una risa, se limpió con la servilleta de una forma tan perfecta que, a pesar de ser quién era, no le pegaba en absoluto. Y se tomó su tiempo para dirigirle de nuevo su atención. — ¿Yo? ¿Gustarme eso? No digas tonterías. ¿A qué padre le puede gustar ver sufrir a su hija? No me eches la culpa de tu imaginación subdesarrollada, Sophía. Y bien sabes que si te has puesto ese vestido es porque es tu obligación, no por ninguna promesa que te haya hecho — Besó su frente percatándose de cómo ella rodaba los ojos graciosamente. Su hija era demasiado parecida a él como para tragarse ese tipo de monsergas, que ella misma utilizaba en su beneficio. Sin embargo, y teniendo en cuenta el público que tenían, no le quedó otra opción que replicar en silencio. Acercándose a su oído, susurró. — Como se te ocurra acercarte a esa rubia que lleva toda la noche mirándote, te prometo que te enteras, Padre — Y retornó a su comida como si fuera completamente indiferente a esa amenaza que acababa de soltarle. Suspiró, desviando la mirada hacia la alargada mesa. ¿La rubia que llevaba toda la noche mirándolo? Había muchas rubias que lo habían mirado. Y no habría prestado atención, de no ser porque sus ojos se cruzaron con una sutil pero embriagadora mirada que provenía desde el otro lado, lo suficiente lejos cómo para no haberse dado cuenta en toda la noche. Sólo fueron unos segundos de contacto antes de que él mismo apartara la vista hacia otra persona. Cualquiera, en realidad. Nadie más acababa de llamar su atención. Pero no podía quedársela mirando más de eso sin conocerla o, de lo contrario, le daría un pensamiento tal vez erróneo. ¿O no? Le había prometido a su hija no inmiscuirse esa noche con ninguna mujer y, de hecho, acababa de ser amenazado por esa misma jovencita de doce años.
Horas más tarde y ya habiendo dado por terminada la cena hacía rato, Adrian se había separado de su hija que cada vez se encontraba más agotada. Era una niña, sí, pero antes se entretenía leyendo un libro (dato del que sólo él era conocedor) que festejando lo que fuera. En eso también se parecía a su madre, no podía negarlo. Alexandrina había sido una perfecta anfitriona y en ningún momento había permitido que notaran su falta de interés por las festividades, pero él sabía de buen grado que siempre que podía acababa encerrada en la biblioteca o en sus aposentos con un libro entre las manos. Podía tenerla absorbida durante horas y horas.
Un coro de risas en medio de la soledad momentánea en la que se encontraba llamó su atención. Concretamente, una risa que conocía de buen grado. Una risa que aunque intentara disimular, simplemente era imposible. No muy lejos de dónde estaba, un pequeño grupo de mujeres charlaba animosamente y reía. Y allí estaba su madre. Como de costumbre, sin pretenderlo (estaba absolutamente seguro), había terminado siendo el centro de atención del reducido grupo. Antes de que alguien reclamara su atención y seguro de que no tardarían mucho, se dirigió en su dirección. Y a medida que se acercaba, otra cosa fue llamando su atención. Oh, qué cosas podía tener la vida. ¿Sería una desafortunada o afortunada coincidencia que la muchacha rubia que tanto le miraba se encontrara entre el grupo de señoras? Sin poder negarlo, ella aumentó su interés por inmiscuirse descaradamente en la conversación. Tan divertida que parecía. — Buenas noches, damas. Veo que por aquí el ambiente es de lo más ameno. ¿Lo haces a propósito, mamá, o es que te gusta ser el centro de atención? — Colocándose al lado de su progenitora y besando su frente, se inclinó en reverencia a las demás féminas que lo rodeaban. Ignorando la mirada penetrante de su madre (que seguramente lo estaba estrangulando con la mente por semejante broma de mal gusto) pasó una por una hasta llegar a la muchacha que gracias a su hija había captado su atención. Dato que ni la propia Sophia sabría cuándo le hizo aquella “vil” amenaza, claro.
Inclinándose a su derecha, dónde ella estaba, besó su mano. Mano que agarró un segundo más de lo permitido, cosa que sólo ambos dos podrían saber.
¿Cuál sería su castigo si llegaba a incumplir su tan preciada promesa?
Adrian J. Wessex- Realeza Inglesa
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Fecha de inscripción : 10/02/2013
Re: Falsas apariencias || Privado
Cuando el Rey se acercó al grupo, la duquesa, que se había convertido en su chaperona, le dio un leve golpe con el codo en las costillas. Madeleine agradeció que las miradas estuviesen puestas en la regia figura que se caminaba hacia ellas, con su porte maravilloso, que tanto la había deslumbrado desde la primera vez. Allí radicaba su atractivo, no sólo en su aspecto, si no, que no sólo que era el Rey, ¡se movía como tal! Escuchó un par de las típicas risas histéricas que acostumbraban a dejar oír las damas de aquella sociedad, hábito que la joven jamás puso en práctica, a pesar de las lecciones que le dieron. Juzgó la broma hacia su madre como estupenda. Aunque la mujer era encantadora y no la merecía. A Maddie le parecía que todas debían ser como ella, y si bien, por ser la más joven del grupo, reparó poco y nada, no ignoró las miradas especulativas que la anciana le dirigió en más de una oportunidad. No notó malicia, si no, observación, mera observación… Supuso que por su condición y por su instinto maternal, debía estar en todos lados a la vez, controlando a cada invitado, por más que fuera casi incontable la cantidad de asistentes esa noche. Con anterioridad, la había visto acercarse a tantos grupos, que a ella le parecía imposible cumplir con esa tarea. Su propio padre había organizado banquetes casi multitudinarios, y Madeleine jamás había logrado hacer migas con todos, aunque sí con la mayoría. Se propuso estar más atenta a los movimientos de la dama, no sólo para aprender, si no, porque podría ser de gran utilidad una buena amistad con ella.
Valoró que, a pesar de lo mal que le había caído el chascarrillo, la madre del Rey se quedó callada y no mutiló con su lengua viperina a Su Alteza. Maddie se preguntó si luego de que la celebración llegara a su fin, la anciana lo estaría esperando para reprenderlo como si se tratase de una criatura. <<Espero que no…>> y estuvo a punto de esbozar una sonrisa ante sus pensamientos que coqueteaban con lo pecaminoso. Cada miembro del grupo, no pudo evitar un suspiro ante el saludo formal del Rey, no importaba si eran viudas, casadas, solteras o solteronas, el embrujo que lanzaba aquel rostro masculino, que más parecía el de un bárbaro que el de un monarca, recaía sobre propios y extraños. Sus dientes blancos brillaban como perlas cultivadas, su sonrisa era la llave hacia la mismísima lujuria, y su tacto –como pudo comprobar segundos después- la invitación más indecorosa y excitante. Todas podían percibirlo, el instinto femenino no se equivoca cuando el pavo real desplegaba sus plumas de colores para ser admirado en todo su esplendor. Supo, al instante que, Adrian Wessex, era una seductor innato, que él provocaba aquellas sensaciones con su sola presencia. Y, también supo, que la elegida había sido ella. Madeleine conocía lo suficiente de hombres como para darse cuenta cuando se despertaba su apetito voraz, y no le cabían dudas que el de Su Alteza era casi inextinguible. Sonrió con timidez –tal como le habían enseñado- y hasta logró que sus pómulos altos se sonrosaran. <<Demasiado linda para ser una puta, demasiado puta para ser una dama…>> recordaba aquellas palabras como una plegaria, y se las repetía como una arenga, a pesar de que su objetivo inicial había sido el de humillarla.
El único que logró descubrir quién era, ya estaba enterrado varios metros bajo tierra. Fue a las pocas semanas de su llegada a Londres del brazo del difunto Barón, cometió el error de enredarse en las sábanas de un duque con demasiada rapidez. Uno, dos, tres encuentros, y el desgraciado había revelado sus verdaderos propósitos. La había hecho investigar, y había llegado a su objetivo, sólo por un error: creía conocerla demasiado. Madeleine había sufrido lo suficiente para saber que no permitiría que algo estropeara su nuevo presente. Esperó con paciencia el momento indicado, convirtiéndose en amante del hombre que la tenía amenazada, y la noche que una fiesta lo encontró demasiado borracho que podía decir cosas que la perjudicarían, terminó tendido en el suelo, inerte y envenenado. Claro que nadie se atrevió a soslayar la posibilidad, pues era conocido por su debilidad por el alcohol, y el crimen pasó desapercibido. La joven siguió los pasos del investigador y le pagó una cuantiosa suma que duplicaba lo que el muerto había abonado por sus servicios. Comprar el silencio de un hombre era más fácil que llevárselo a la cama. Nunca más, en ese año y pocos meses que llevaba dentro de la nobleza, tuvo inconvenientes de ese tipo, quizá porque el difunto Barón era un hombre bueno y respetado, y a pesar de que era muy difícil, parecía no tener enemigos en puerta, y si los tenía, lo disimulaban muy bien. Una muchacha silenciosa, bella y tímida que no manejaba una sola cuenta, no podía significar una amenaza ni para el apellido Fitzherbert ni para los socios de su padre.
Antes de que el Rey la soltara, rozó con la uña de sus dedo medio, el centro de la palma de éste. Fue fugaz, pero él lo había captado. Nunca le había parecido un mojigato, y unos cuantos rumores sobre sus proezas le habían llegado, a pesar de que se encargaba de que su imagen pública fuese intachable.
—Majestad… —su voz melodiosa y grave, emanó de sus labios con dulzura, al tiempo que hacía una reverencia.
Perdió su atención por completo cuando una anciana le sacó un tema de conversación, luego la otra, y así, una a una, fueron intercambiando palabras con él. A pesar de los apretones que recibía de la duquesa, Madeleine se mantuvo en su sitio de recato, había percibido la mirada de la princesa bajo ella durante la cena, y lo que menos necesitaba era que una niña expandiera rumores o se metiera entre sus piernas. Estaba en una edad difícil, era mimada y, Maddie no pasó por alto la incomodidad que le generaba simular todo en aquella velada. La comprendió, ella también había amado mucho a su padre, que no fue el biológico, pero sí quien la crió de la mejor manera que pudo, le enseñó a leer y escribir, y murió demasiado pronto, dejándola a merced total de su madre, quien sí le había dado vida, una vida oscura y dolorosa. Luego de aquellas cavilaciones durante el postre, la baronesa recordó que ella, a la edad de la princesa, ya era casi una prostituta experimentada, que servía como plato principal para las orgías de los pelotones que cruzaban por Gales, y que, en varias ocasiones, había sido torturada por el mero placer de alguna que otra bestia, y éste término se podía aplicar a las de origen humano y a los sobrenaturales. Todos eran unas bestias, sin importar su condición. Nadie que tenga entre sus gustos sexuales el copular con un infante, podía ser excluido de aquella catalogación. Pero a sus pesadillas, siempre volvía él, el primero, con su panza prominente, su olor a sudor y a caballo, su barba mal cortada, sus manos de dedos gordos y su miembro hinchado y asqueroso penetrando su inocente cuerpo con envestidas brutales.
Se anunció en baile con las esplendorosas primeras notas que no pertenecían a ningún baile en particular, pues cuando el Rey diera inicio, recién el vals comenzaba a sonar. Wessex se despidió dejando su estela de masculinidad en la ronda, y una serie de comentarios subidos de tono cuando su señora madre se retiró, casi detrás de él. Como debía ser, abrieron la pista Su Majestad y la princesa. Eran, simplemente, deslumbrantes. Todas las miradas de los presentes estaban posadas en ellos, y padre e hija no parecían para nada incómodos con aquella situación. Luego le siguió la señora Wessex con un noble caballero, del cual Maddie no recordaba su nombre, y así, cada uno comenzó a danzar al compás del vals. Hasta la mismísima duquesa caminó de la mano del Duque de Spencer, que con galantería intachable la secundó. Madeleine los miró con anhelo y admiración, eran dos ancianos que, de pronto, habían recuperado la juventud bajo las luces de los candelabros de oro y cristal que pendían del techo. <<Prostituta devenida en baronesa>> reflexionó con un deje de resignación, cuando veía que muchas muchachas solteras comenzaban a ser invitadas a bailar. Tarde o temprano le tocaría su turno, y antes de que lograra exhalar todo el aire del suspiro que le había arrebatado los pulmones, un elegantísimo joven de los Casacas Rojas, se acercó a ella. Dedujo que, por sus medallas y demás distintivos del uniforme, debía ser un general o, mínimo, tenía un alto rango dentro de las fuerzas militares inglesas. Tenía el cabello negro abundante, los ojos verdes como dos esmeraldas sin pulir, y una sonrisa encantadora. Madeleine agradeció que su pareja no fuera un anciano viudo.
Aceptó con el mismo decoro fingido que había utilizado con el Rey, y se acercó a la pista escoltada por el caballero. Se sorprendió gratamente con el diestro bailarín que era, se presentó como William Richmond, Teniente General del honorable ejército inglés. Sorprendía su juventud, pero Maddie descubrió que era un hombre firme, sus manos eran grandes y hasta su porte inspiraba respeto. La hacía girar y girar como indicaba el vals, y sus pies casi no tocaban el suelo gracias a cómo Richmond la movía. Cuando reía sobre algún comentario ocurrente que ella hacía, su nuez de Adán subía y bajaba, y Madeleine pensó que si el Rey no le hacía un sitio en su lecho, podría dejarse llevar por el Teniente. Él le contó muy por encima sus proezas, y le agradó que no alardeara de tales, como la mayoría de los oficiales. Se notaba que estaba curtido, y notó cierto rictus de amargura cuando le comentó sobre algún caído, que, a juzgar por el leve cambio de tono de su voz, podría haber sido amigo suyo. Ella detestaba a los militares, le traían los peores recuerdos, pero era evidente que Richmond no era como la mayoría, y si no podía tenerlo de amante, bien podría tenerlo de amigo, o de ambas cosas. Podía sentir el calor debido a la actividad, y él le dijo, con total caballerosidad, que se veía adorable con el rostro enrojecido. Madeleine sonrió abiertamente, y casi se quejó cuando llegó el momento de cambios de pareja. Casi nadie en ese salón podía ser una compañía más maravillosa que William, pero antes de despedirse, prometió que volverían a compartir una pieza.
Valoró que, a pesar de lo mal que le había caído el chascarrillo, la madre del Rey se quedó callada y no mutiló con su lengua viperina a Su Alteza. Maddie se preguntó si luego de que la celebración llegara a su fin, la anciana lo estaría esperando para reprenderlo como si se tratase de una criatura. <<Espero que no…>> y estuvo a punto de esbozar una sonrisa ante sus pensamientos que coqueteaban con lo pecaminoso. Cada miembro del grupo, no pudo evitar un suspiro ante el saludo formal del Rey, no importaba si eran viudas, casadas, solteras o solteronas, el embrujo que lanzaba aquel rostro masculino, que más parecía el de un bárbaro que el de un monarca, recaía sobre propios y extraños. Sus dientes blancos brillaban como perlas cultivadas, su sonrisa era la llave hacia la mismísima lujuria, y su tacto –como pudo comprobar segundos después- la invitación más indecorosa y excitante. Todas podían percibirlo, el instinto femenino no se equivoca cuando el pavo real desplegaba sus plumas de colores para ser admirado en todo su esplendor. Supo, al instante que, Adrian Wessex, era una seductor innato, que él provocaba aquellas sensaciones con su sola presencia. Y, también supo, que la elegida había sido ella. Madeleine conocía lo suficiente de hombres como para darse cuenta cuando se despertaba su apetito voraz, y no le cabían dudas que el de Su Alteza era casi inextinguible. Sonrió con timidez –tal como le habían enseñado- y hasta logró que sus pómulos altos se sonrosaran. <<Demasiado linda para ser una puta, demasiado puta para ser una dama…>> recordaba aquellas palabras como una plegaria, y se las repetía como una arenga, a pesar de que su objetivo inicial había sido el de humillarla.
El único que logró descubrir quién era, ya estaba enterrado varios metros bajo tierra. Fue a las pocas semanas de su llegada a Londres del brazo del difunto Barón, cometió el error de enredarse en las sábanas de un duque con demasiada rapidez. Uno, dos, tres encuentros, y el desgraciado había revelado sus verdaderos propósitos. La había hecho investigar, y había llegado a su objetivo, sólo por un error: creía conocerla demasiado. Madeleine había sufrido lo suficiente para saber que no permitiría que algo estropeara su nuevo presente. Esperó con paciencia el momento indicado, convirtiéndose en amante del hombre que la tenía amenazada, y la noche que una fiesta lo encontró demasiado borracho que podía decir cosas que la perjudicarían, terminó tendido en el suelo, inerte y envenenado. Claro que nadie se atrevió a soslayar la posibilidad, pues era conocido por su debilidad por el alcohol, y el crimen pasó desapercibido. La joven siguió los pasos del investigador y le pagó una cuantiosa suma que duplicaba lo que el muerto había abonado por sus servicios. Comprar el silencio de un hombre era más fácil que llevárselo a la cama. Nunca más, en ese año y pocos meses que llevaba dentro de la nobleza, tuvo inconvenientes de ese tipo, quizá porque el difunto Barón era un hombre bueno y respetado, y a pesar de que era muy difícil, parecía no tener enemigos en puerta, y si los tenía, lo disimulaban muy bien. Una muchacha silenciosa, bella y tímida que no manejaba una sola cuenta, no podía significar una amenaza ni para el apellido Fitzherbert ni para los socios de su padre.
Antes de que el Rey la soltara, rozó con la uña de sus dedo medio, el centro de la palma de éste. Fue fugaz, pero él lo había captado. Nunca le había parecido un mojigato, y unos cuantos rumores sobre sus proezas le habían llegado, a pesar de que se encargaba de que su imagen pública fuese intachable.
—Majestad… —su voz melodiosa y grave, emanó de sus labios con dulzura, al tiempo que hacía una reverencia.
Perdió su atención por completo cuando una anciana le sacó un tema de conversación, luego la otra, y así, una a una, fueron intercambiando palabras con él. A pesar de los apretones que recibía de la duquesa, Madeleine se mantuvo en su sitio de recato, había percibido la mirada de la princesa bajo ella durante la cena, y lo que menos necesitaba era que una niña expandiera rumores o se metiera entre sus piernas. Estaba en una edad difícil, era mimada y, Maddie no pasó por alto la incomodidad que le generaba simular todo en aquella velada. La comprendió, ella también había amado mucho a su padre, que no fue el biológico, pero sí quien la crió de la mejor manera que pudo, le enseñó a leer y escribir, y murió demasiado pronto, dejándola a merced total de su madre, quien sí le había dado vida, una vida oscura y dolorosa. Luego de aquellas cavilaciones durante el postre, la baronesa recordó que ella, a la edad de la princesa, ya era casi una prostituta experimentada, que servía como plato principal para las orgías de los pelotones que cruzaban por Gales, y que, en varias ocasiones, había sido torturada por el mero placer de alguna que otra bestia, y éste término se podía aplicar a las de origen humano y a los sobrenaturales. Todos eran unas bestias, sin importar su condición. Nadie que tenga entre sus gustos sexuales el copular con un infante, podía ser excluido de aquella catalogación. Pero a sus pesadillas, siempre volvía él, el primero, con su panza prominente, su olor a sudor y a caballo, su barba mal cortada, sus manos de dedos gordos y su miembro hinchado y asqueroso penetrando su inocente cuerpo con envestidas brutales.
Se anunció en baile con las esplendorosas primeras notas que no pertenecían a ningún baile en particular, pues cuando el Rey diera inicio, recién el vals comenzaba a sonar. Wessex se despidió dejando su estela de masculinidad en la ronda, y una serie de comentarios subidos de tono cuando su señora madre se retiró, casi detrás de él. Como debía ser, abrieron la pista Su Majestad y la princesa. Eran, simplemente, deslumbrantes. Todas las miradas de los presentes estaban posadas en ellos, y padre e hija no parecían para nada incómodos con aquella situación. Luego le siguió la señora Wessex con un noble caballero, del cual Maddie no recordaba su nombre, y así, cada uno comenzó a danzar al compás del vals. Hasta la mismísima duquesa caminó de la mano del Duque de Spencer, que con galantería intachable la secundó. Madeleine los miró con anhelo y admiración, eran dos ancianos que, de pronto, habían recuperado la juventud bajo las luces de los candelabros de oro y cristal que pendían del techo. <<Prostituta devenida en baronesa>> reflexionó con un deje de resignación, cuando veía que muchas muchachas solteras comenzaban a ser invitadas a bailar. Tarde o temprano le tocaría su turno, y antes de que lograra exhalar todo el aire del suspiro que le había arrebatado los pulmones, un elegantísimo joven de los Casacas Rojas, se acercó a ella. Dedujo que, por sus medallas y demás distintivos del uniforme, debía ser un general o, mínimo, tenía un alto rango dentro de las fuerzas militares inglesas. Tenía el cabello negro abundante, los ojos verdes como dos esmeraldas sin pulir, y una sonrisa encantadora. Madeleine agradeció que su pareja no fuera un anciano viudo.
Aceptó con el mismo decoro fingido que había utilizado con el Rey, y se acercó a la pista escoltada por el caballero. Se sorprendió gratamente con el diestro bailarín que era, se presentó como William Richmond, Teniente General del honorable ejército inglés. Sorprendía su juventud, pero Maddie descubrió que era un hombre firme, sus manos eran grandes y hasta su porte inspiraba respeto. La hacía girar y girar como indicaba el vals, y sus pies casi no tocaban el suelo gracias a cómo Richmond la movía. Cuando reía sobre algún comentario ocurrente que ella hacía, su nuez de Adán subía y bajaba, y Madeleine pensó que si el Rey no le hacía un sitio en su lecho, podría dejarse llevar por el Teniente. Él le contó muy por encima sus proezas, y le agradó que no alardeara de tales, como la mayoría de los oficiales. Se notaba que estaba curtido, y notó cierto rictus de amargura cuando le comentó sobre algún caído, que, a juzgar por el leve cambio de tono de su voz, podría haber sido amigo suyo. Ella detestaba a los militares, le traían los peores recuerdos, pero era evidente que Richmond no era como la mayoría, y si no podía tenerlo de amante, bien podría tenerlo de amigo, o de ambas cosas. Podía sentir el calor debido a la actividad, y él le dijo, con total caballerosidad, que se veía adorable con el rostro enrojecido. Madeleine sonrió abiertamente, y casi se quejó cuando llegó el momento de cambios de pareja. Casi nadie en ese salón podía ser una compañía más maravillosa que William, pero antes de despedirse, prometió que volverían a compartir una pieza.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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Re: Falsas apariencias || Privado
La primera toma de contacto había resultado ser un éxito; y no se sorprendía. Las mujeres, cuándo le miraban (ya fueran segundos o minutos), sólo buscaban una cosa: su estima. Ya fuera en forma de mirada como respuesta, dedicándoles unas palabras o algo más ¿Cómo decirlo? complejo y personal. Fuera lo que fuera, al final, todo se resumía en llamar su atención. Llevaban haciéndolo años, mucho antes incluso de que ascendiera al trono, ser príncipe de Inglaterra ya era por aquel entonces un título que, combinado con su apariencia apuesta, atraía a prácticamente cualquiera. Y es que la combinación de belleza y poder era realmente inusual. Algún día agradecería todo aquello como era debido a su respectiva madre y a su padre, siempre presente en la memoria de todos en calidad no sólo de gran gobernante, sino también como un excelente padre de familia. En eso Adrían jamás podría igualarlo, lo supo desde el mismo instante en que fue obligado a contraer matrimonio, pero hacía años que había lo había asumido. Simplemente se conformaba con intentar ponerse a su nivel como Rey; eso sería más que suficiente.
Por ese motivo, entre algunos otros (su muy acertada intuición, por ejemplo), no se sorprendió al notar el brevísimo pero muy significativo roce en la palma de su mano cuándo éstas ya estaban a punto de separarse. Él le había sujetado la mano un segundo más de lo estipulado y esa era su respuesta. Por supuesto. Evitó sonreír con descaro, aunque era Rey no todo valía para él y esa escena era un perfecto ejemplo, y simplemente retomó su atención en el grupo de mujeres. Si tenía que mostrar favoritismos por alguna de las muchachas allí presentes, no sería en público. A Adrián le gustaba dar la nota, estar en boca de su pueblo, y permitirse algún que otro escándalo que mantuviera viva esa vida privada tan sórdida que todo el mundo decía mantenía. Era puramente divertido. Quién diría que, muy contrario a eso, sus verdaderas conquistas, sus amoríos más placenteros, se llevaban acabo en total intimidad. Lejos de todo y de todos aquellos que pudieran chismear fuera del palacio, o de las cuatro paredes en las que se encontrara allá dónde estuviera. Por eso, si tenía que decantarse por aquella hermosa rubia, no sería nunca en público.
Pronto, demasiado pronto para el gusto del Rey que se mantenía entretenido en compañía de su progenitora y sus amistades, llegó un reclamo que lo obligó a alejarse sin poder hacer nada por evitarlo. El momento del baile estaba próximo y las noticias que a través de un mayordomo le habían mandado no le hicieron dudar de que su presencia era requerida en otro lugar. Despidiéndose con educación se alejó, llevándole sus pasos más allá de dónde estaba situada la fiesta.
En un salón de invitados, uno que aquella noche no había resultado elegido para utilizarse, erradicaba el problema. Un problema al que Adrián miró de frente y desde arriba como si del peor campo de batalla se tratara.
— No me mires así, ya te lo dije antes, no puedo hacerlo.
Y allí estaba la joven Sophía de Wessex, princesa de Inglaterra, trabando una vez más lo que el Rey había creído que sería una "entretenida" velada. Puede que aquellos festejos, dada su larga duración, agotaran. Eso era lógico. Pero el agotamiento que le estaban produciendo las continuas trabas de su hija era infinitamente peor. — Sophía, lo hemos practicado miles de veces. Sólo es un baile. ¡Sólo es música! — En el fondo sabía que no era cierto. No era sólo un baile. Tampoco era simple música. Era un baile de entrada, en el que una equivocación correspondería a una vergüenza monumental. Sin importar el género, hombres y mujeres de la alta cuna apreciaban a los buenos bailarines por igual. Saber bailar era una norma si querías formar parte de aquella sociedad elitista y siendo quién era Sophía, sobraban las palabras. Ella, sin embargo, con lo que no contaba era con que el mismo título que la obligaba a ser perfecta, también la eximía de según que errores. Una muchacha "normal" en el supuesto caso de fallar, de cometer el más mínimo error, arruinaría de forma fatal su reputación. Sophía no importaba lo que ocurriese en aquel baile o en los muchos que le tocara danzar, sería perdonada una y otra vez por una sociedad que por encima de las reglas apreciaba el poder. Y, en este caso, la amistad de aquellos que tenían el poder. Adrían era el Rey de Inglaterra y Sophía su Princesa. A lo único que debía temer (que, de hecho, era a lo que temía) era a los chismes que podrían correr, en caso de fallar, durante una corta temporada. No más.
Un razonamiento, sin embargo, demasiado complejo para una joven que celebraba ese año su doceavo cumpleaños. Y así, en realidad, lo prefería su padre. Un padre que en un acto de gentileza se arrodilló a los pies de su hija. Un padre que, dejando a un lado cualquier título nobiliario o cualquier otra cosa ocurrida durante la noche, le habló simplemente como alguien que quería quitar toda inseguridad de su pequeño cuerpo. Había perdido a una madre que no llegaría a conocer, pero para eso siempre estaría allí él, Adrían James Wessex, su padre. — No has fallado en ningún momento. Lo has hecho bien desde el principio, hija, y ahora volverás a hacerlo. Has practicado mucho para este momento, no te vas a echar atrás ahora — No era frecuente en su relación, pero como cualquier hijo de vecino, también Adrian podía sacarse un discurso de fortalecimiento de la manga. Que no por no estar preparado, era menos cierto o menos efectivo. Y ya poniéndose una vez más en pie, retornando a su porte habitual de Rey y padre despreocupado, habló. — Y además, no pienso cumplir mi promesa si no sales ahí y das la cara. No acataré órdenes de alguien que se atemoriza por algo tan insignificante como esto — Dicho esto, desapareció por dónde había venido con la certeza absoluta de tener una mirada un tanto atónita clavada en la nuca. Era obvio que sus palabras surtirían el efecto deseado.
Y así fue. Cuándo se la reclamó, Sophía atendió el deber de encabezar junto a su padre el primer baile de la noche. Y lo hizo con la destreza de alguien que lleva toda su vida bailando, sin mayor complicación que comer con la boca cerrada. En cuánto Adrian vio a su hija aparecer por la puerta con una mirada de total desafío a su persona, supo que el momento sería todo un éxito. Y que jamás volvería a dudar de si misma sin pensar en esa conversación que acababan de tener. Promesa a parte, esa niña ya era demasiado orgullosa como para permitir que su propio padre (precisamente él, de hecho) la considerase una debilucha. Eso jamás. Y él disfrutaba en sobremanera de ese carácter tan exquisitamente transparente para su persona.
No fue hasta casi el final de la velada que una figura particularmente especial en aquella noche retornó no sólo a su memoria, sino también a su campo de visión. De hecho, hasta resultó gracioso ver a la hermosa rubia danzando con alegría y coquetería junto a un apuesto teniente. Por supuesto, ese muchacho era perfecto. Jóven, apuesto, con una masculinidad que irradiaba por cada poro de su cuerpo. No en vano era uno de los mejores a pesar de su temprana edad y Adrian era conocedor de aquel dato. Eso, si bien resultaba una anécdota, tampoco sería un problema en lo que a desear a la joven se refería. Una única cuestión le carcomía; una cuestión que una vez más le venía a la mente: Esa bendita promesa a su primogénita. Por una parte, era sólo una mocosa. Vamos ¿Por qué hacerle caso? Era el Rey, cualquier cosa que deseara estaría a su disposición, y eso no excluía a las personas. Por otra.. No le gustaba, no le gustaba pensar en ser descubierto faltando a una promesa y haciendo algo que sabía a su hija le molestaba en demasía. ¿Por qué no podía comprenderlo? Se preguntaba. Él no podía ser célibe sólo por el hecho de no contraer de nuevo matrimonio. No podía, era un hecho. Ni tampoco iba a desposarse por segunda vez, sólo para complacer a su mocosa. Su amor fraternal no llegaba hasta tal punto. De alguna forma tenía que ingeniárselas. Tendría que aprender a esconderse, hasta de su propia familia.
Y empezaría aquella noche.
No en vano se tomó su tiempo para meditar, aún en medio del gentío que reclamaba constantemente su atención, logró elaborar un premeditado plan.
Por ese motivo, entre algunos otros (su muy acertada intuición, por ejemplo), no se sorprendió al notar el brevísimo pero muy significativo roce en la palma de su mano cuándo éstas ya estaban a punto de separarse. Él le había sujetado la mano un segundo más de lo estipulado y esa era su respuesta. Por supuesto. Evitó sonreír con descaro, aunque era Rey no todo valía para él y esa escena era un perfecto ejemplo, y simplemente retomó su atención en el grupo de mujeres. Si tenía que mostrar favoritismos por alguna de las muchachas allí presentes, no sería en público. A Adrián le gustaba dar la nota, estar en boca de su pueblo, y permitirse algún que otro escándalo que mantuviera viva esa vida privada tan sórdida que todo el mundo decía mantenía. Era puramente divertido. Quién diría que, muy contrario a eso, sus verdaderas conquistas, sus amoríos más placenteros, se llevaban acabo en total intimidad. Lejos de todo y de todos aquellos que pudieran chismear fuera del palacio, o de las cuatro paredes en las que se encontrara allá dónde estuviera. Por eso, si tenía que decantarse por aquella hermosa rubia, no sería nunca en público.
Pronto, demasiado pronto para el gusto del Rey que se mantenía entretenido en compañía de su progenitora y sus amistades, llegó un reclamo que lo obligó a alejarse sin poder hacer nada por evitarlo. El momento del baile estaba próximo y las noticias que a través de un mayordomo le habían mandado no le hicieron dudar de que su presencia era requerida en otro lugar. Despidiéndose con educación se alejó, llevándole sus pasos más allá de dónde estaba situada la fiesta.
En un salón de invitados, uno que aquella noche no había resultado elegido para utilizarse, erradicaba el problema. Un problema al que Adrián miró de frente y desde arriba como si del peor campo de batalla se tratara.
— No me mires así, ya te lo dije antes, no puedo hacerlo.
Y allí estaba la joven Sophía de Wessex, princesa de Inglaterra, trabando una vez más lo que el Rey había creído que sería una "entretenida" velada. Puede que aquellos festejos, dada su larga duración, agotaran. Eso era lógico. Pero el agotamiento que le estaban produciendo las continuas trabas de su hija era infinitamente peor. — Sophía, lo hemos practicado miles de veces. Sólo es un baile. ¡Sólo es música! — En el fondo sabía que no era cierto. No era sólo un baile. Tampoco era simple música. Era un baile de entrada, en el que una equivocación correspondería a una vergüenza monumental. Sin importar el género, hombres y mujeres de la alta cuna apreciaban a los buenos bailarines por igual. Saber bailar era una norma si querías formar parte de aquella sociedad elitista y siendo quién era Sophía, sobraban las palabras. Ella, sin embargo, con lo que no contaba era con que el mismo título que la obligaba a ser perfecta, también la eximía de según que errores. Una muchacha "normal" en el supuesto caso de fallar, de cometer el más mínimo error, arruinaría de forma fatal su reputación. Sophía no importaba lo que ocurriese en aquel baile o en los muchos que le tocara danzar, sería perdonada una y otra vez por una sociedad que por encima de las reglas apreciaba el poder. Y, en este caso, la amistad de aquellos que tenían el poder. Adrían era el Rey de Inglaterra y Sophía su Princesa. A lo único que debía temer (que, de hecho, era a lo que temía) era a los chismes que podrían correr, en caso de fallar, durante una corta temporada. No más.
Un razonamiento, sin embargo, demasiado complejo para una joven que celebraba ese año su doceavo cumpleaños. Y así, en realidad, lo prefería su padre. Un padre que en un acto de gentileza se arrodilló a los pies de su hija. Un padre que, dejando a un lado cualquier título nobiliario o cualquier otra cosa ocurrida durante la noche, le habló simplemente como alguien que quería quitar toda inseguridad de su pequeño cuerpo. Había perdido a una madre que no llegaría a conocer, pero para eso siempre estaría allí él, Adrían James Wessex, su padre. — No has fallado en ningún momento. Lo has hecho bien desde el principio, hija, y ahora volverás a hacerlo. Has practicado mucho para este momento, no te vas a echar atrás ahora — No era frecuente en su relación, pero como cualquier hijo de vecino, también Adrian podía sacarse un discurso de fortalecimiento de la manga. Que no por no estar preparado, era menos cierto o menos efectivo. Y ya poniéndose una vez más en pie, retornando a su porte habitual de Rey y padre despreocupado, habló. — Y además, no pienso cumplir mi promesa si no sales ahí y das la cara. No acataré órdenes de alguien que se atemoriza por algo tan insignificante como esto — Dicho esto, desapareció por dónde había venido con la certeza absoluta de tener una mirada un tanto atónita clavada en la nuca. Era obvio que sus palabras surtirían el efecto deseado.
Y así fue. Cuándo se la reclamó, Sophía atendió el deber de encabezar junto a su padre el primer baile de la noche. Y lo hizo con la destreza de alguien que lleva toda su vida bailando, sin mayor complicación que comer con la boca cerrada. En cuánto Adrian vio a su hija aparecer por la puerta con una mirada de total desafío a su persona, supo que el momento sería todo un éxito. Y que jamás volvería a dudar de si misma sin pensar en esa conversación que acababan de tener. Promesa a parte, esa niña ya era demasiado orgullosa como para permitir que su propio padre (precisamente él, de hecho) la considerase una debilucha. Eso jamás. Y él disfrutaba en sobremanera de ese carácter tan exquisitamente transparente para su persona.
No fue hasta casi el final de la velada que una figura particularmente especial en aquella noche retornó no sólo a su memoria, sino también a su campo de visión. De hecho, hasta resultó gracioso ver a la hermosa rubia danzando con alegría y coquetería junto a un apuesto teniente. Por supuesto, ese muchacho era perfecto. Jóven, apuesto, con una masculinidad que irradiaba por cada poro de su cuerpo. No en vano era uno de los mejores a pesar de su temprana edad y Adrian era conocedor de aquel dato. Eso, si bien resultaba una anécdota, tampoco sería un problema en lo que a desear a la joven se refería. Una única cuestión le carcomía; una cuestión que una vez más le venía a la mente: Esa bendita promesa a su primogénita. Por una parte, era sólo una mocosa. Vamos ¿Por qué hacerle caso? Era el Rey, cualquier cosa que deseara estaría a su disposición, y eso no excluía a las personas. Por otra.. No le gustaba, no le gustaba pensar en ser descubierto faltando a una promesa y haciendo algo que sabía a su hija le molestaba en demasía. ¿Por qué no podía comprenderlo? Se preguntaba. Él no podía ser célibe sólo por el hecho de no contraer de nuevo matrimonio. No podía, era un hecho. Ni tampoco iba a desposarse por segunda vez, sólo para complacer a su mocosa. Su amor fraternal no llegaba hasta tal punto. De alguna forma tenía que ingeniárselas. Tendría que aprender a esconderse, hasta de su propia familia.
Y empezaría aquella noche.
No en vano se tomó su tiempo para meditar, aún en medio del gentío que reclamaba constantemente su atención, logró elaborar un premeditado plan.
***
Un par de horas más tarde, poco antes de dar por concluida la velada, una nota fue escrita por un apuesto y arriesgado hombre para una joven y hermosa muchacha. El mayordomo sabía cuál era su cometido y lo importante de aquella pequeña "misión" que le habían encomendado. Y así, con la habilidad que le caracterizaba, no tardó en pasar agilmente por entre los invitados hasta llegar a la persona en cuestión. — Disculpen — La muchacha parecía estar conversando animadamente con un muchacho. El mayordomo, en calidad de humilde siervo, inclinó la cabeza a modo de disculpa por haber interrumpido el momento. — Me han ordenado que le entregue esto — Dirigiéndose a ella, alargó el brazo hasta que la bandeja que portaba en su mano derecha quedó entre ambos. En ella se mostraba una solitaria copa de champán y, a su lado, una perfectamente doblada hoja que algo importante parecía contener.Cuartos del servicio, al acabar la fiesta.
Acepta la copa, a tu salud.
James.
Acepta la copa, a tu salud.
James.
Adrian J. Wessex- Realeza Inglesa
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Fecha de inscripción : 10/02/2013
Re: Falsas apariencias || Privado
Tal como lo había prometido, volvió a concederle una pieza al adorable William. La noche comenzaba a apagarse lentamente. Los más ancianos se habían retirado a sus aposentos escoltados de sus criados, dejando la pista y alrededores para los de menor edad. Madeleine observó, con una extraña sensación, a las jóvenes que habían sido presentadas por primera vez en la Corte. Todas ellas estaban agrupadas con sus mejillas sonrosadas y cabellos despeinados a causa del baile. Ella no había sido presentada, su padre había muerto antes de su primer temporada y, automáticamente, ella había pasado a ser heredera, y a ostentar el cargo de duquesa que Fitzherbert había dejado vacante con su triste partida. Le hubiera gustado haber sido parte de aquellas chiquillas, que no eran mucho menores que ella. Todas buscaban un marido, y no habían parado de lanzarle miradas envidiosas ante su compañía. Claro, Richmond era un excelente candidato y estaba bajo las garras de la nueva, mote que le valdría hasta su último día, mal que le pesase. Pero Madeleine tenía algo que ellas no: experiencia. Y eso, en una sociedad como en la que vivían, valía más que todos sus apellidos y sus riquezas. Esas muchachas estaban destinadas a casarse, parir hijos y que sus vidas languidecieran esperando que sus esposos volvieran de los burdeles de su dosis semanal de lujuria. Vivirían de las desgracias ajenas, como los pequeños escándalos de polleras de algún caballero o el vestido mal confeccionado de alguna dama. Y sobre el final de sus días, se convertirían en aquellas ancianas que se sentaban a los costados de la pista y se dedicaban a criticar a media sociedad cortesana. ¿Y la otra mitad? En el peor de los casos, eran ignorados.
Maddie sabía que no quería algo tan triste como la ruta común que transitaba toda muchacha de la high society. Era una verdadera fatalidad, y ella no había salido de su vida de desgracia para meterse en otra con la que competía cabeza a cabeza. Consideraba que estaba para grandes cosas, que había nacido para marcar la diferencia. El que creyó su padre, la había instruido, le había dado lecciones, ¿cuántas jóvenes de aquel pueblucho de Gales sabían leer, escribir, sumar y restar como ella? Casi ninguna. Ese hombre, que sería su eterno ángel, le había brindado las herramientas para convertirla en alguien mejor que su madre. Lo que no quería admitir, es que por más ropas caras que vistiera, por más que usara joyas, caería siempre en el mismo abismo, pues lo llevaba en la sangre. Ethel era una ramera ambiciosa sin escrúpulos, capaz de vender a su propia hija con tal de sacar una buena tajada de dinero. ¿Por qué habría, Madeleine, de ser distinta? Aunque juraba y perjuraba que eran diferentes, cada vez que se miraba al espejo después de copular con un hombre, sólo veía a su madre tras salir de las habitaciones del burdel. Lo peor de todo ello, era que no le daba asco. Era demasiado hipócrita, hasta consigo misma.
Tanto ella como el militar, observaron con sorpresa al mozo que se acercó. Madeleine tomó la nota con seguridad, la leyó rápidamente, y la regresó a la bandeja, perfectamente doblada nuevamente. Agradeció la copa de champagne, pero la rechazó, y despachó al dependiente. La mirada de William la incomodó, y le explicó escuetamente que la duquesa de Alba solicitaba su presencia en sus aposentos. Hizo un comentario respecto a la señora y su reciente conquista, que descontracturó la charla y la regresó al ameno tono inicial. Evidentemente, el joven conocía de las muchas maniobras que los hombres tenían para convocar a las señoritas a sus camas. Lo que no sabía, era que Madeleine era una simuladora experta. En ningún momento sus gestos delataron lo inconveniente que parecía ser aquella misiva, ni las sugerentes palabras que contenía. Sus ojos no habían brillado como una casamentera ilusionada, ni su boca había dibujado un rictus de falso decoro. Ni mucho menos sus fosas nasales habían aleteado en una muestra común de nerviosismo. Había habido tanta naturalidad en su accionar, que hasta el mismo enviado parecía sorprendido. Se preguntó qué le diría a su señor, si es que lo veía, cuando regresara junto a él.
Llegó el fin de la noche, y con ello, la compañía de William. Lamentó no poder continuar la velada junto al muchacho, pero era demasiado bueno para inmiscuirse con él. Le rompería el corazón, y hasta la más puta suele tener escrúpulos. Era evidente que el militar había comprado el personaje de inmaculada pureza que Madeleine le había vendido, y hasta se disculpó cuando sus labios se posaron dos segundos más de lo protocolarmente aceptable en el dorso de su mano. Ella simuló un sonrojo, y aceptó dar un paseo al día siguiente, luego de la jornada de caza. Una de sus doncellas apareció rápidamente para acompañarla a sus aposentos. La joven tenía unos diecisiete años, y había logrado congeniar perfectamente con Madeleine. No preguntaba, ni cuestionaba, ni mucho menos opinaba o juzgaba a su empleadora. Era muy bien paga, su silencio era caro, pero lo valía. Además, para ser tan joven, era de excelentes modales y tenía un gusto exquisito. Era un verdadero baluarte, que la duquesa pretendía conservar a su lado y de su lado por muchísimo tiempo más. Le había demostrado lealtad y discreción, ¿qué más podía pedir?
La doncella no se sorprendió cuando llegaron a la habitación y su ama le informó que le buscara un atuendo discreto, que tenía que salir. La tina ya había sido calentada previamente, a la espera de la joven. Si el caballero en cuestión tenía tantos deseos de verla, que esperara. Eligieron entre ambas un vestido magenta, de pronunciado escote y mangas largas con puños de encaje. La falda tenía un pequeño ruedo bordado en diamantes. Al sentarse frente al tocador, la empleada le recogió el cabello, pero no lo dejó tirante. Madeleine delineó sus ojos con un carboncillo y pellizcó sus mejillas para que tomaran color. Se perfumó detrás de las orejas, en la nuca y entre los senos, con esencia de jazmín. La doncella la envolvió en una mantilla de encaje del mismo color del atuendo, y le colocó los chapines forrados en raso. Le echó un vistazo final, con el índice en el mentón. Luego, abrió un cajón, sacó un pequeño cofre de madera, y de allí un aderezo con un rubí, que colgó de su cuello. Finalmente, se asomó al pasillo y la escoltó hasta los cuartos de servicio. Si las veían, la respuesta era que la duquesa estaba algo descompuesta y necesitaban tomar aire.
<<¿Quién será ese tal James?>> se preguntó mientras se adentraban en los silenciosos cuartos de servicio. El castillo estaba mudo. Tras la celebración, todos habían quedado exhaustos, hasta los propios criados estaban encerrados en sus aposentos. Madeleine se dio cuenta que había ido movida por una sórdida curiosidad que le anudaba el estómago. ¿Y si ese tal James era un viejo decrépito? O peor aún, ¿y si era alguna especie de trampa de alguna señora mal intencionada para demostrar que ella era una farsante? Como fuere, ya estaba ahí, y el camino de regreso era largo. Maddie jamás se quedaba con una cuenta pendiente y, en ese momento, la suya era averiguar quién era el osado caballero que había solicitado su presencia en aquel sitio. La copa de champagne había sido clara, mucho más que la nota que le había enviado. Había hecho esperar al desconocido, y temió que ya se hubiese retirado de allí, con su paciencia rebalsada. Pero no, una puerta que había a unos tres metros de donde estaban las dos jóvenes, se abrió. Madeleine y su doncella se quedaron quietas, aunque la duquesa irguió su espalda y alzó su mentón, llevando las manos a la boca de su estómago.
Tal como imaginó que sería, fue un empleado el que salió a su encuentro. No era el mismo de la carta, lo cual le agradó, pues el dependiente sólo podría decir que la nota fue enviada, no que la invitación terminó siendo aceptada. El hombre era alto, de cabellera abundante y plateada, de ojos verdes e intensos, y de huesos grandes. Rondaba los cincuenta años, pero no había perdido el atractivo. La vida en la corte, aparentemente, también era buena para él. No todo el personal doméstico tenía la suerte de gozar de buena salud y darse el lujo de tener aires de grandeza como aquel señor. Les hizo una reverencia, que ambas respondieron al unísono. La doncella quedó un paso atrás de su ama, como indicaban las normas. George, como se presentó, le pidió a Madeleine que lo acompañase, pues Su Excelencia solicitaba su presencia. <<Evidentemente, tiene un cargo>> pensó la muchacha, que se despidió con un asentimiento de cabeza de la empleada. Cuando traspasó el umbral y la puerta se cerró tras de sí, la habitación estaba vacía.
Maddie sabía que no quería algo tan triste como la ruta común que transitaba toda muchacha de la high society. Era una verdadera fatalidad, y ella no había salido de su vida de desgracia para meterse en otra con la que competía cabeza a cabeza. Consideraba que estaba para grandes cosas, que había nacido para marcar la diferencia. El que creyó su padre, la había instruido, le había dado lecciones, ¿cuántas jóvenes de aquel pueblucho de Gales sabían leer, escribir, sumar y restar como ella? Casi ninguna. Ese hombre, que sería su eterno ángel, le había brindado las herramientas para convertirla en alguien mejor que su madre. Lo que no quería admitir, es que por más ropas caras que vistiera, por más que usara joyas, caería siempre en el mismo abismo, pues lo llevaba en la sangre. Ethel era una ramera ambiciosa sin escrúpulos, capaz de vender a su propia hija con tal de sacar una buena tajada de dinero. ¿Por qué habría, Madeleine, de ser distinta? Aunque juraba y perjuraba que eran diferentes, cada vez que se miraba al espejo después de copular con un hombre, sólo veía a su madre tras salir de las habitaciones del burdel. Lo peor de todo ello, era que no le daba asco. Era demasiado hipócrita, hasta consigo misma.
Tanto ella como el militar, observaron con sorpresa al mozo que se acercó. Madeleine tomó la nota con seguridad, la leyó rápidamente, y la regresó a la bandeja, perfectamente doblada nuevamente. Agradeció la copa de champagne, pero la rechazó, y despachó al dependiente. La mirada de William la incomodó, y le explicó escuetamente que la duquesa de Alba solicitaba su presencia en sus aposentos. Hizo un comentario respecto a la señora y su reciente conquista, que descontracturó la charla y la regresó al ameno tono inicial. Evidentemente, el joven conocía de las muchas maniobras que los hombres tenían para convocar a las señoritas a sus camas. Lo que no sabía, era que Madeleine era una simuladora experta. En ningún momento sus gestos delataron lo inconveniente que parecía ser aquella misiva, ni las sugerentes palabras que contenía. Sus ojos no habían brillado como una casamentera ilusionada, ni su boca había dibujado un rictus de falso decoro. Ni mucho menos sus fosas nasales habían aleteado en una muestra común de nerviosismo. Había habido tanta naturalidad en su accionar, que hasta el mismo enviado parecía sorprendido. Se preguntó qué le diría a su señor, si es que lo veía, cuando regresara junto a él.
Llegó el fin de la noche, y con ello, la compañía de William. Lamentó no poder continuar la velada junto al muchacho, pero era demasiado bueno para inmiscuirse con él. Le rompería el corazón, y hasta la más puta suele tener escrúpulos. Era evidente que el militar había comprado el personaje de inmaculada pureza que Madeleine le había vendido, y hasta se disculpó cuando sus labios se posaron dos segundos más de lo protocolarmente aceptable en el dorso de su mano. Ella simuló un sonrojo, y aceptó dar un paseo al día siguiente, luego de la jornada de caza. Una de sus doncellas apareció rápidamente para acompañarla a sus aposentos. La joven tenía unos diecisiete años, y había logrado congeniar perfectamente con Madeleine. No preguntaba, ni cuestionaba, ni mucho menos opinaba o juzgaba a su empleadora. Era muy bien paga, su silencio era caro, pero lo valía. Además, para ser tan joven, era de excelentes modales y tenía un gusto exquisito. Era un verdadero baluarte, que la duquesa pretendía conservar a su lado y de su lado por muchísimo tiempo más. Le había demostrado lealtad y discreción, ¿qué más podía pedir?
La doncella no se sorprendió cuando llegaron a la habitación y su ama le informó que le buscara un atuendo discreto, que tenía que salir. La tina ya había sido calentada previamente, a la espera de la joven. Si el caballero en cuestión tenía tantos deseos de verla, que esperara. Eligieron entre ambas un vestido magenta, de pronunciado escote y mangas largas con puños de encaje. La falda tenía un pequeño ruedo bordado en diamantes. Al sentarse frente al tocador, la empleada le recogió el cabello, pero no lo dejó tirante. Madeleine delineó sus ojos con un carboncillo y pellizcó sus mejillas para que tomaran color. Se perfumó detrás de las orejas, en la nuca y entre los senos, con esencia de jazmín. La doncella la envolvió en una mantilla de encaje del mismo color del atuendo, y le colocó los chapines forrados en raso. Le echó un vistazo final, con el índice en el mentón. Luego, abrió un cajón, sacó un pequeño cofre de madera, y de allí un aderezo con un rubí, que colgó de su cuello. Finalmente, se asomó al pasillo y la escoltó hasta los cuartos de servicio. Si las veían, la respuesta era que la duquesa estaba algo descompuesta y necesitaban tomar aire.
<<¿Quién será ese tal James?>> se preguntó mientras se adentraban en los silenciosos cuartos de servicio. El castillo estaba mudo. Tras la celebración, todos habían quedado exhaustos, hasta los propios criados estaban encerrados en sus aposentos. Madeleine se dio cuenta que había ido movida por una sórdida curiosidad que le anudaba el estómago. ¿Y si ese tal James era un viejo decrépito? O peor aún, ¿y si era alguna especie de trampa de alguna señora mal intencionada para demostrar que ella era una farsante? Como fuere, ya estaba ahí, y el camino de regreso era largo. Maddie jamás se quedaba con una cuenta pendiente y, en ese momento, la suya era averiguar quién era el osado caballero que había solicitado su presencia en aquel sitio. La copa de champagne había sido clara, mucho más que la nota que le había enviado. Había hecho esperar al desconocido, y temió que ya se hubiese retirado de allí, con su paciencia rebalsada. Pero no, una puerta que había a unos tres metros de donde estaban las dos jóvenes, se abrió. Madeleine y su doncella se quedaron quietas, aunque la duquesa irguió su espalda y alzó su mentón, llevando las manos a la boca de su estómago.
Tal como imaginó que sería, fue un empleado el que salió a su encuentro. No era el mismo de la carta, lo cual le agradó, pues el dependiente sólo podría decir que la nota fue enviada, no que la invitación terminó siendo aceptada. El hombre era alto, de cabellera abundante y plateada, de ojos verdes e intensos, y de huesos grandes. Rondaba los cincuenta años, pero no había perdido el atractivo. La vida en la corte, aparentemente, también era buena para él. No todo el personal doméstico tenía la suerte de gozar de buena salud y darse el lujo de tener aires de grandeza como aquel señor. Les hizo una reverencia, que ambas respondieron al unísono. La doncella quedó un paso atrás de su ama, como indicaban las normas. George, como se presentó, le pidió a Madeleine que lo acompañase, pues Su Excelencia solicitaba su presencia. <<Evidentemente, tiene un cargo>> pensó la muchacha, que se despidió con un asentimiento de cabeza de la empleada. Cuando traspasó el umbral y la puerta se cerró tras de sí, la habitación estaba vacía.
Madeleine Fitzherbert- Realeza Inglesa
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