Una señal de las que no se esperan ver [François]

La igualdad entre partes no existía —bien sabía Tulipe— hasta el momento en que el alma salía del cuerpo para encomendarse al juzgamiento del máximo creador. Ahí todos eran ovejas del mismo rebaño, salvo que no se tratara de un cordero, sino de una cabra. La pregunta más grande era… ¿dónde comenzaba uno y terminaba el otro? Afanosamente la cohibida sirvienta buscaba en las enseñanzas trasmitidas vía oral las respuestas cuyo analfabetismo le impedía conocer por escrito, pero así y todo las dudas la invadían no en cuanto a su fe, pero sí en relación a cómo aplicarla con las personas que la rodeaban. ¿Por qué una pobretona se podría interesar en esos asuntos espirituales? La respuesta era que Tulipe se contentaba con cumplir con tres pilares: comida, trabajo y fe. Los primeros dos permanecían estables, pero a medida que satisfacía sus necesidades básicas, las de su religión aumentaban en frecuencia e intensidad, y más cuando su vida en la ciudad de París le hacía conocer una considerable cantidad y variedad de personas en comparación a la escasa y restringida población de su pueblo en Amiens.

Repasaba estas inquietudes al mismo tiempo que el obispo de la catedral terminaba de dar la bendición a los fieles que habían acudido ese día a misa, incluyendo a la muchacha. Tulipe despertó de su transe con la última frase del sacerdote episcopal.


—Amén —pronunciaron los católicos en conjunto. El pan de vida estaba en sus cuerpos y la oración en sus mentes, aunque no en todos residiera en su corazón.

La criada Tulipe, quien se hallaba de pié en el sector más alejado del altar, allí cerca de la puerta, fue la primera en persignarse para despedirse. Su reverencia tenía la fineza de una porquera, pero su sumisión ante el camino del bien era tal que moralmente podía considerársela una más del clero. Dio una última mirada a la figura omnipotente de Cristo al fondo de la construcción, esperando que su luz se extendiera también a los que caminaban por pasajes más estrechos y penumbrosos como ella, y se giró con la intención volver a su trabajo en la mansión del duque de Escocia al sur de París. Tenía varias tareas acumuladas y no quería terminarlas a altas horas de la madrugada.

Suele ocurrir que Dios se manifiesta todos los días, pero no todos aceptan que se trata de una señal porque simplemente no es la especie señal que se espera ver. Se suele confiar en que se verá un milagro o una figura divina en medio de un sueño, pero no se concibe que pueda ocurrir un indicio como el que se le presentó a Tulipe. Sucedió que al fijarse en el umbral de las puertas, vislumbró a un joven muy peculiar de pié entre el límite que separaba al inmueble del exterior. La manceba de escasos recursos entrecerró levemente sus ojos para enfocar mejor la figura de quien tenía a contraluz. Melena rubia, ojos perdidos, cuerpo tonificado y ropas un tanto reveladoras para un caballero fueron puntos que los ojos azules de la muchacha captaron. Tenía el similor de un ángel, pero había algo más que la inocencia de Tulipe no pudo identificar hasta que el resto de los fieles lo hizo evidenciar.

—Desdichado infiel, ¿no te da vergüenza aproximarte a este lugar tan descaradamente? —increpó al desconocido joven uno de los tantos hombres de la alta sociedad extremadamente católicos.

Tulipe pensó que se trataba de un caso aislado, que lo más probable era que se tratara de un conflicto personal entre dos varones, pero entonces se le sumó otro a expulsar al joven y después otro y otro. Todo un grupo de moralistas airado ordenaba que dicho personaje se fuera. Lo trataban de transgresor, indecente, obsceno, pero el calificativo que más le llamó la atención a la chica fue “lujurioso”. Entonces encontró aquello que su ingenuidad y candor le habían impedido ver: un cortesano.

El bullicio cesó cuando uno de los amonestadores demostró su descontento empujando con su bastón al suelo al trabajador sexual. Las risas hicieron cesar los reproches de quienes comenzaban a alejarse, pero por otro lado hicieron nacer la compasión en Tulipe. Sabía que el comercio sexual y la promiscuidad eran unos de los mayores atentados a los principios de la Iglesia, pero negarle el amor al prójimo también lo era. Tantas veces ella había sido aventada al suelo así por los poderosos mediante zancadillas o empujones, que no podía deseárselo a nadie, por mucho que se tratara de una oveja descarriada.

Tulipe recordó un versículo que repasaron en una de las tantas ceremonias: 1 Corintios 6:9 "¿O no sabéis que los injustos no heredarán el Reino de Dios? No erréis, que ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales…". Dicho pasaje inhibía su acercamiento, pero otro le decía todo lo contrario, uno al que finalmente siguió: Levítico 19:18. “No te vengarás, ni guardarás rencor a los hijos de tu pueblo, sino amarás a tu prójimo como a ti mismo.”

Tuve que reprimir el impulso de morderse el labio inferior y armarse de valor para caminar hacia el joven y ayudarlo a reincorporarse. Nadie merecía ser aventado al suelo, de eso estaba seguro su corazón, aunque su mente fuera un manojo de nervios.

—L-Lo siento —se disculpó Tulipe mientras tomaba el brazo del blondo sin mirarlo. Tenía vergüenza, pero no de él, sino de ella misma— Esto no debió haber pasado.

¿Por qué se disculpaba? Porque ella misma también había estado a punto de juzgarlo y se sentía mal por eso. Muchos la habían juzgado por no usar zapatos o por haber nacido del vientre de una prostituta y le había dolido, ¡por Dios que todavía la lastimaba que lo hubieran hecho y cómo le hubiese gustado que alguien apareciese no para defenderla, sino para volverla a levantar! Sentía que Jesús mismo le había dado la ocasión perfectamente imperfecta para darle a otro la oportunidad de un consuelo, un consuelo que ella no había recibido de nadie más que de su fe.

Era una señal.
Una señal de las que no se esperan ver.