AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Justine Saville
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Justine Saville
DATOS BÁSICOS
-Edad: 17 años.
-Especie: Humana // Bruja.
-Tipo, Clase Social o Cargo: Actualmente clase baja.
-Orientación Sexual: Heterosexual.
-Lugar de Origen: Conques - La vallée du Lot – Francia.
-Habilidad/Poder: Premonición // Empatía // Vigoris.
DESCRIPCIÓN PSICOLÓGICA
Tímida y retraída en primera instancia, se puede afirmar que Justine prácticamente no goza de la buena virtud de relacionarse fácilmente con otros. Cuestión que es notoriamente resultado de su pasado inmediato.
De carácter aparentemente endeble, oculta tras la coraza de insensibilidad que ha ganado tras los años, un temple de gran fortaleza con el cual ha sabido subsistir a las inclemencias suscitadas durante su vida.
Curiosa, y soñadora empedernida. Casi ha olvidado el verdadero valor de una sonrisa sincera. Teme considerablemente a la cautividad, y al mal trato. Es abatida constantemente por pesadillas que perturban su descanso, lo cual le acarrea severas complicaciones en su desempeño diario.
A pesar de esto, se trata de una muchacha con una personalidad naciente, internamente colmada de esperanza y vigor. Luchadora a toda costa, cargada de empatía e inmenso sentimiento de compasión por el resto. No existe en ella ápice de maldad, o sentimiento negativo alguno – al menos por el momento -.
Considera a la música el único modo de expresar todo aquello que siente. Sin embargo, al creer que su voz fue la causante de su cautiverio, no ha vuelto a entonar melodía alguna.
La condición de bruja que posee Justine, no es reconocida por ella. Atribuye las premoniciones y todo lo demás a una rara condición que debe mantener oculta; por extraña y desconocida. Es reticente a sus “poderes”, pues de cierta manera le causan temor y desconcierto.
De carácter aparentemente endeble, oculta tras la coraza de insensibilidad que ha ganado tras los años, un temple de gran fortaleza con el cual ha sabido subsistir a las inclemencias suscitadas durante su vida.
Curiosa, y soñadora empedernida. Casi ha olvidado el verdadero valor de una sonrisa sincera. Teme considerablemente a la cautividad, y al mal trato. Es abatida constantemente por pesadillas que perturban su descanso, lo cual le acarrea severas complicaciones en su desempeño diario.
A pesar de esto, se trata de una muchacha con una personalidad naciente, internamente colmada de esperanza y vigor. Luchadora a toda costa, cargada de empatía e inmenso sentimiento de compasión por el resto. No existe en ella ápice de maldad, o sentimiento negativo alguno – al menos por el momento -.
Considera a la música el único modo de expresar todo aquello que siente. Sin embargo, al creer que su voz fue la causante de su cautiverio, no ha vuelto a entonar melodía alguna.
La condición de bruja que posee Justine, no es reconocida por ella. Atribuye las premoniciones y todo lo demás a una rara condición que debe mantener oculta; por extraña y desconocida. Es reticente a sus “poderes”, pues de cierta manera le causan temor y desconcierto.
DESCRIPCIÓN FÍSICA
De suaves líneas y cuerpo delgado, Justine nunca se ha caracterizado por formas demasiado voluptuosas, sin embargo, sus rasgos de mujer comienzan a acentuarse en la medida justa.
Una profunda mirada decora de azul el pálido níveo de su piel, y sus cabellos canos cual cintas onduladas, caen, hasta donde la espalda abandona tal nombre. Ronda en el metro sesenta y algo de altura, y su peso aproximado es de cincuenta y cinco kilogramos.
En líneas generales, la apariencia de Justine puede resultar aniñada, especialmente por la conformación de su rostro; de mejillas fácilmente coloreadas de rosa, y pequeñas pecas esparcidas por su nariz y pómulos poco prominentes.
Lo más característico en su fisonomía no solo es el particular tono de su cabello, que nace color del castaño y se torna blanco centímetro después, sino también el azul zafiro de sus orbes.
Una profunda mirada decora de azul el pálido níveo de su piel, y sus cabellos canos cual cintas onduladas, caen, hasta donde la espalda abandona tal nombre. Ronda en el metro sesenta y algo de altura, y su peso aproximado es de cincuenta y cinco kilogramos.
En líneas generales, la apariencia de Justine puede resultar aniñada, especialmente por la conformación de su rostro; de mejillas fácilmente coloreadas de rosa, y pequeñas pecas esparcidas por su nariz y pómulos poco prominentes.
Lo más característico en su fisonomía no solo es el particular tono de su cabello, que nace color del castaño y se torna blanco centímetro después, sino también el azul zafiro de sus orbes.
HISTORIA
- La llamaremos, Justine –
Susurró el hombre de claros cabellos mientras sostenía con delicadeza a la pequeña criatura entre sus brazos, robustos, a consecuencia del trabajo. La tenue luz de algunas velas encendidas en la habitación, acariciaban con ternura el rostro de la madre, que yacía exhausta en la humilde cama, tras un parto repleto de complicaciones.
- Joseph, ella no está bien –
Interrumpió la anciana que auspiciaba de partera, mientras reposaba sobre la frente de la mujer, paños humedecidos. La calma sobre las facciones de quien era “padre” por primera vez, se esfumó con prisa y el respirar dificultoso de la joven madre, cesó sin remedio.
No hubo abrazos maternales para Justine, ni nanas, ni cuentos de hadas. Nadie secó con dulzura sus lágrimas de niña tras alguna travesura, nadie le enseñó a coser, ni a bordar.
El dios del destino hizo valer sus designios sobre aquella familia modesta residente en un alejado pueblo rural sobre tierras Francesas, y el padre, un simple hombre de campo, se vio obligado a tomar un papel que no le correspondía.
Aquella fatídica y fría noche fue el inicio de una existencia de abruptos altos y bajos.
Justine fue criada por Joseph y Bianca, la mujer que apenas un año después de su nacimiento, pasaría a ocupar el papel de señora de casa.
Su niñez transcurrió dentro de los parámetros normales para tales tiempos. La relación con su madrastra no habría sido la mejor, pero tampoco la peor. Sus tres hermanastros no fueron más que ceros a la izquierda, mayores, sumidos en sus asuntos adolescentes. Joseph continuó con su profesión y un rostro, sobre el cual, no había tenido oportunidad de dibujarse una sincera sonrisa otra vez.
Ocho inviernos pasaron: Justine se había convertido en una niña rebelde, revoltosa y de modales prácticamente escasos. Joseph no solía permanecer en la casa, y Bianca poca atención prestaba a los asuntos concernientes a la muchachita. Las jovencitas de su edad huían como ratas por tirante ante la inocencia salvaje de aquella que se había criado prácticamente en soledad. No jugaba con muñecas, ni soñaba con Príncipes, amaba las espadas de madera y las historias sobre guerreros sin Princesas.
Caía el atardecer y el astro Rey abandonaba su imperio a merced de la Madre Luna. La niña yacía como pocas veces, perfectamente arreglada y sentada cómodamente sobre una alfombra de piel de algún animal, frente a la hoguera. Su particular mirada permanecía estática sobre la puerta de la sencilla casa donde vivían. Había volteado por tercera vez su reloj de arena, luego de que las gallinas del viejo Dereck se guardasen en su gallinero, y aquello sólo significaba una cosa; “papá llegaría inminentemente”.
Cuatro, cinco, seis, siete…, veinte…, veinticinco…, cuarenta…, cincuenta veces giró el reloj, pero Joseph no regresó esa noche, ni la siguiente, ni la próxima. Los rumores en el pueblo eran diversos, aunque no gratos; algunas lenguas atribuían la desaparición a cierta alimaña mitológica hambrienta. Otras simplemente alegaban que el buen hombre se había cansado de su vida y había optado por abandonar a la familia. Muchas cosas se dijeron, más jamás se conoció la verdad.
Justine dejó de comer por voluntad propia, y su joven existencia se redujo a una espera eterna sobre aquella alfombra. Meses pasaron de largo y Bianca decidió vender la humilde propiedad para mudarse temporalmente a casa de una hermana en las afueras de París. Los tres hermanastros tomaron rumbos diferentes por propia cuenta, pero la niña, por su concepción de lozana mujer, no era más que una carga para la disuelta familia.
Sin miramientos, la madrastra hizo los arreglos correspondientes con un bien posicionado comerciante del pueblo y la jovencita pasó a estar en sus manos por un módico precio.
Dos años vivió Justine con Daniel Storck haciendo de servidumbre. No era algo relevante para ella, simplemente su vida había perdido rumbo el día en que Joseph no regresó.
Storck era un afamado comerciante, cualquier cosa que se deseara, por buen precio, él la conseguiría. En los últimos años, aquel hombre había acrecentado su fortuna de forma sospechosa y la causa de esto eran los negocios que había entablado con un Noble vampiro apellidado “Van Dussenholft”, cuyo linaje se había establecido en aquel poblado hacía ya muchísimos años. La mercancía tratada valía su peso en sangre, pues Daniel conseguía las mejores presas del mercado.
Los diez años habían tocado a la puerta de la jovencita, y aquella misma fría noche su existencia daría otro giro inesperado.
- Media noche –
Murmuró el viejo Storck, y sus palabras fueron prontamente seguidas por el golpeteo de los cascos de algunos caballos frente a la elegante aunque modesta vivienda. El “toc toc” delicado sobre la pesada puerta de madera retumbó en la sala de estar, y fue Justine quien giró el picaporte para dar entrada al visitante.
Dos pasos, y una alta figura ataviada con gabardina de color oscuro se hizo presente. Algo llamó atención en la niña: Aquel se movía con la elegancia de la brisa nocturna y su voz grave resonó cual melodía en sus oídos.
- Buenas noches anciano –
Musitó el extraño, sin aparentes ánimos de quitarse el pesado abrigo de encima. El octogenario Storck que esperaba de píe algo más allá de la entrada, inclinó su cabeza plateada en cordial reverencia.
- Gabriel, es nuevamente un gusto visitéis mi humilde morada –
El Vampiro entrecerró la ambarina vista que clavó en Daniel como si se tratara de mil puñales. Resultaba evidente que aquello no era una visita de camaradas. Existía un propósito a tratar con premura.
- Al grano Storck. ¿Tenéis lo acordado? -
Preguntó el caminante nocturno, a lo que el comerciante asintió sin más y añadió.
- Como se acordó Señor. La mercancía marchará de inmediato –
Aquel de nombre Gabriel volvió el dorado de su mirada a la joven que yacía aún junto a la puerta que había alcanzado a cerrar, y un extenso escalofrío recorrió su menudo cuerpo sin tregua alguna. Aquellos ojos parecieron penetrar en ella sin atisbo de permiso y la muchacha permaneció estática e inexpresiva por un extenso instante que simuló ser eterno. Al fin, los pálidos labios del caballero, se curvaron en una fugaz sonrisa, antes de decir, en imperativo tono de voz.
- Ella… viene conmigo –
No fueron oídas las negaciones de Dereck al respecto, y él no puso demasiada insistencia en la permanencia de Justine en su vivienda.
La vida de la niña estuvo entre manos del vampiro a partir de aquella noche. La joven sopesó que su existencia correría el mismo destino de aquellos que emprendieron el viaje con ella, un viaje con un final súbito. Había confirmado la existencia de lo imposible aquellos años que permaneció con Storck. Las habladurías del pueblo tomaron tintes de veracidad.
Fue alojada en una elegante finca de estilo victoriano a las afueras del pueblo, propiedad de los Van Dussenholft, como todos los demás. Su trabajo allí no fue más que el de siempre, servir. El tiempo transcurría y quienes se habían convertido en sus compañeros de tarea, comenzaron a desaparecer con sutileza, tal y cual estaba escrito en su destino.
Gabriel era el último descendiente de aquella dinastía vampírica más gozaba de la compañía de una mujer, obviamente, de su misma naturaleza. Su nombre era Charlotte, lejanamente la criatura más bella y elegante que los ojos de Justine habían tenido oportunidad de vislumbrar.
Charlotte yacía absolutamente enamorada de su compañero, pero la frialdad que de éste emanaba causaba en la vampiresa el más terrible pesar. Parecía Gabriel ser preso de un vacío inmenso, y aquello, se reflejaba en sus acciones poco interesadas hacia los demás, inclusive, hacia su concubina.
La joven huésped había cumplido ya sus trece años. Un extenso tiempo en aquella casona no había cambiado nada en su vida. Silencio, silencio, silencio, desapariciones, miradas extrañas, furtivas, odiosas. Justine aguardaba su turno de ser banquete, sin ánimos de pelear ni suplicar por su subsistencia y aquel momento, llegó al fin.
Pasaba la media noche, la muchacha terminaba de acondicionar algunos vestidos de la Señora Charlotte en un pequeño cuarto junto a la cocina, inservible prácticamente, de aquella mansión. La figura de Claire, la anciana Ama de llaves de la “familia” se hizo presente tras el marco de la puerta de la habitación. Su vetusto tono de voz arrancó de pensamientos a la niña.
- El Señor de la casa pide su presencia en la biblioteca –
Justine la contempló por una fracción de segundo, cierta emoción cargada de morbo la inundó, y las arrugas sobre el rostro de aquella mujer de edad tomaron hasta un tono encantador. Al fin moriría, al fin alguien haría lo que ella no había tenido valía de hacer, silenciar su vida. Asintió, y con premura dirigió sus pasos rumbo al punto que le había sido asignado como destino. El ritmo de su corazón se aceleró con notoriedad, estaba extasiada, imperceptible se dibujó sobre sus labios una sonrisa, hasta que su figura se detuvo frente a la entrada de la dichosa biblioteca, sería aquel, su lecho de muerte.
- Adelante –
Se oyó dulce la voz de quien sería su verdugo. La Joven abrió sin perder tiempo la pesada puerta de madera tallada y la cerró tras de sí. Contempló al vampiro metros frente a ella: Reposaba espléndido y perpetuo, de píe frente al escritorio en aquel recinto y sostenía entre sus perfectas manos una muñeca. Una muñeca de porcelana de nívea piel, y ondulados cabellos color de la nieve. No la sorprendió aquello, el morador de la noche era asiduo coleccionista de antigüedades. Resignada, adelantó pasos que acortaron la distancia entre ambos, y él se remitió a aguardar, como si tuviese total consciencia de los pensamientos de la muchacha.
- ¿Creéis que os daré el precioso regalo de la muerte, Ciel? –
Seco se detuvo el andar de la niña, y fue el vampiro quien finalizó su intención de acercarse, descansando su alta figura un paso frente a ella. Alzó él una de sus manos hacia el rostro de la Joven y acarició con la más absoluta delicadeza el contorno del mismo. La clara mirada de Justine, se iluminó por un segundo ¿Acaso no tenía intenciones de alimentarse de ella? ¿Ciel? Surcaron interrogantes sus pensamientos, él prosiguió.
- He contemplado vuestro rostro por tres años, estático, trémulo, carente de alegría, carente de todo… como ésta muñeca, de nombre Ciel ¿Sabéis a quién perteneció? –
Ella no pronunció palabra. Él continuó.
- … Perteneció a mi Madre. Ella amaba éstas piezas, y tras un suceso poco afortunado, fue Ciel el único recuerdo de su existencia. Miradla, eres tú como esta muñeca. –
Alzó el vampiro la mano siniestra, con la cual sujetaba a “Ciel”, y la detuvo frente a la vista azul de la joven. Ella la contempló, y por un instante, notó el parecido del que él hablaba.
- Ahora, Ciel. ¿Creéis que daré muerte a la más preciada pieza de mi colección? –
El Caballero de oscuros cabellos y finas vestiduras se inclinó lo suficiente para rozar con el filo de sus labios la frente tibia de la muchacha, que perenne permanecía allí, de píe.
- No, no. Os quiero para mí; como el fiel recuerdo de mi madre, como a ésta muñeca hecha carne. Vuestra sola imagen me remonta a tiempos donde el vacío no tenía lugar en mi socavada existencia. Seréis mi Ciel, y yo os contemplaré, cada día –
La mente de Justine no procesó reacción alguna: No pudo negar, no pudo asentir, no logró actuar. Afligió levemente la expresión, y silentes permanecieron sus labios, mientras Gabriel recobraba su erguida postura.
- Muy bien, muy bien mi pequeña muñequilla. Procurad que las lágrimas no surquen vuestro delicado rostro. No quisiera ver en él, nada que lo perturbase. –
Tal teatro fue el inicio de una ficticia mejoría en la existencia de aquella muchacha: Gabriel se encargó de darle la educación, las vestiduras, y la vida de una verdadera dama de la más alta sociedad, algo muy lejano a una campesina. Acondicionó el cuarto que había sido de su difunta madre, Elizabeth, para ella. La arrastraba con cierto entusiasmo perverso a las reuniones de su círculo de “amistades” con categoría, y la pavoneaba altanero ante aquellos que la llamaban “mascota”.
A pesar de tantos lujos sin merecer, Justine mantenía su siempre porte endeble producto de una vida colmada de sin sabores. Ella no era feliz. De alguna forma u otra, siempre había resultado presa, esclava, marioneta de los deseos ajenos. Una vida repleta de infortunios, una vida que no deseó.
Sus ojos se cerraban al inicio del día, y se abrían junto al velo de la noche. Gabriel estaba allí, cada vez, frente a su despertar. Las horas en su compañía resultaban interminables, el vampiro era supremo en toda su extensión: Elegancia, belleza, inteligencia, delicadeza, capricho, soberbia, altanería. Encantador, sin duda, pero el deseo jamás fue reflejo en los ojos de la muchacha, él sería su carcelero, hasta que se cansara de utilizarla como juguete.
Mil veces se preguntó, por qué Gabriel siquiera reclamaba un favor de su parte: Jamás había intentado saciar su sed con ella, nunca la había rodeado con sus brazos, sus labios gélidos jamás la habían besado profundamente. Él, apenas la rozaba con la yema de sus dedos al son de la misma frase “Canta, mi Ruiseñor”. Al parecer, para aquel ser de la oscuridad, la imagen carnal de esa muñeca de voz cual terciopelo era sacra.
Pero el tiempo no es inmóvil para los humanos, y los años transcurrieron disimulados sobre la figura de la muchacha que se negaba a abandonar sus rasgos aniñados. El vampiro no parecía aburrirse, su obsesión creció a tal punto que decidió encerrarla permanentemente en aquella habitación, alejándola de la mirada y el oído de cualquiera. Nadie más que él poseía una llave, y nadie más que él estaba autorizado a tener contacto con ella. Así, la mirada de Charlotte hacia Justine, se tornó cada vez más siniestra.
La joven humana había perdido absolutamente el sentido a vivir. Terminó creyendo, que en realidad, era una simple muñeca o alguna clase de ave. Sus noches eran vacías, absolutamente vacías y plenas de sin sentidos. Gabriel era lo último que sus ojos veían al caer presos del mundo onírico, y era Gabriel lo primero que veían, al despertar.
Un atardecer, la canción, sonó diferente. El vampiro le comunicó casi con aflicción, que debía alejarse de la propiedad durante algunos días por motivos que no mencionó, para la joven, de ahora dieciséis años, aquello no significó nada más que un pequeño cambio en la rutina. El caballero de la noche, viajó pronto y dejó a cargo de Claire, los cuidados de “Ciel”, como él la llamaba.
La normalidad era siempre la actriz cotidiana, hasta que Charlotte, irrumpió con elegancia en la jaula de la avecilla, presa de la ira y del dolor. Caminó hacia ella que yacía dormida, y de un solo movimiento la alzó de su lecho sosteniéndola del cuello como si se tratara de una simple marioneta. Los cobrizos cabellos de la vampiresa yacían en alzas como siempre, y su rostro perfecto no enmarcaba más que cólera.
- Tú, tú me has despojado de lo más preciado en mi existencia. Tú, asquerosa muñeca humana, ¿Cómo puede mi Señor posar en tu moribundo cuerpo, su mirada? –
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par presa de la sorpresa que le causaba el arrebato de la mujer y por primera vez, temió.
- Él no desea darte muerte, yo te la daré ¡Yo te la daré! –
Exclamó Charlotte, dispuesta a cercenar de un solo movimiento de su mano el cuello de la muchacha que luchaba cono fiera por soltarse de tal agarre. Dicho accionar fue abruptamente interrumpido por el sonido de la puerta al abrirse, la voz de Claire, irrumpió en la Ópera.
- ¡Señora Charlotte! Déjela, ¿Acaso no comprende lo que hará el Señor si descubre que usted la asesinó? ¡No olvide lo que habíamos acordado! ¡Por Favor! –
La devoción en aquellas palabras fue notoria. Claire poseía una extraña relación maternal con Charlotte, que pronta atendió con pena a sus palabras, y soltó a la joven. La anciana corrió a tomar entre brazos a la desolada vampiresa, y entre tal teatro, reanudó diciendo.
- ¡Vete, vete niña! Y corre por tu vida, lejos de aquí. Dile al cochero que se comunique urgente con Sergei y que la Señora manda a que te lleve hasta París, como se había estipulado en un primer momento. –
La jaula se había abierto de forma inesperada, y Justine voló libre al fin, complaciendo sin objeción las palabras de Claire y los deseos de Charlotte. Sergei se encargó de depositarla sin perder tiempo en las afueras de la capital francesa, con nada más que un morral, algunos papeles, y un acuerdo prefijado a espaldas de Gabriel.
Los días siguientes no fueron menos complicados. Las calles parisinas eran arma de doble filo: Por un lado la elegancia y el glamour de los más pudientes, por el otro la noche gélida, el frío que calaba los huesos, el hambre que se tornaba insoportable, los depredadores ávidos de caza. Justine subsistió como pudo; escabulléndose, comiendo cuando se podía, durmiendo durante el día en algún recóndito lugar.
Pero no todos eran infortunios en la vida de la muchacha. Al cabo de algún tiempo de vivir en tales condiciones, tuvo la buena fortuna de conocer a Celine, una mujer de edad avanzada que trabajaba vendiendo pâtisserie en el mercado ambulante. Ambas formaron una bonita relación, a tal punto que la anciana decidió darle hogar - aunque muy humilde - a la jovencita y un “trabajo” junto a ella.
Susurró el hombre de claros cabellos mientras sostenía con delicadeza a la pequeña criatura entre sus brazos, robustos, a consecuencia del trabajo. La tenue luz de algunas velas encendidas en la habitación, acariciaban con ternura el rostro de la madre, que yacía exhausta en la humilde cama, tras un parto repleto de complicaciones.
- Joseph, ella no está bien –
Interrumpió la anciana que auspiciaba de partera, mientras reposaba sobre la frente de la mujer, paños humedecidos. La calma sobre las facciones de quien era “padre” por primera vez, se esfumó con prisa y el respirar dificultoso de la joven madre, cesó sin remedio.
No hubo abrazos maternales para Justine, ni nanas, ni cuentos de hadas. Nadie secó con dulzura sus lágrimas de niña tras alguna travesura, nadie le enseñó a coser, ni a bordar.
El dios del destino hizo valer sus designios sobre aquella familia modesta residente en un alejado pueblo rural sobre tierras Francesas, y el padre, un simple hombre de campo, se vio obligado a tomar un papel que no le correspondía.
Aquella fatídica y fría noche fue el inicio de una existencia de abruptos altos y bajos.
Justine fue criada por Joseph y Bianca, la mujer que apenas un año después de su nacimiento, pasaría a ocupar el papel de señora de casa.
Su niñez transcurrió dentro de los parámetros normales para tales tiempos. La relación con su madrastra no habría sido la mejor, pero tampoco la peor. Sus tres hermanastros no fueron más que ceros a la izquierda, mayores, sumidos en sus asuntos adolescentes. Joseph continuó con su profesión y un rostro, sobre el cual, no había tenido oportunidad de dibujarse una sincera sonrisa otra vez.
Ocho inviernos pasaron: Justine se había convertido en una niña rebelde, revoltosa y de modales prácticamente escasos. Joseph no solía permanecer en la casa, y Bianca poca atención prestaba a los asuntos concernientes a la muchachita. Las jovencitas de su edad huían como ratas por tirante ante la inocencia salvaje de aquella que se había criado prácticamente en soledad. No jugaba con muñecas, ni soñaba con Príncipes, amaba las espadas de madera y las historias sobre guerreros sin Princesas.
Pero todo volvería a tornarse borrascoso.
Caía el atardecer y el astro Rey abandonaba su imperio a merced de la Madre Luna. La niña yacía como pocas veces, perfectamente arreglada y sentada cómodamente sobre una alfombra de piel de algún animal, frente a la hoguera. Su particular mirada permanecía estática sobre la puerta de la sencilla casa donde vivían. Había volteado por tercera vez su reloj de arena, luego de que las gallinas del viejo Dereck se guardasen en su gallinero, y aquello sólo significaba una cosa; “papá llegaría inminentemente”.
Cuatro, cinco, seis, siete…, veinte…, veinticinco…, cuarenta…, cincuenta veces giró el reloj, pero Joseph no regresó esa noche, ni la siguiente, ni la próxima. Los rumores en el pueblo eran diversos, aunque no gratos; algunas lenguas atribuían la desaparición a cierta alimaña mitológica hambrienta. Otras simplemente alegaban que el buen hombre se había cansado de su vida y había optado por abandonar a la familia. Muchas cosas se dijeron, más jamás se conoció la verdad.
Justine dejó de comer por voluntad propia, y su joven existencia se redujo a una espera eterna sobre aquella alfombra. Meses pasaron de largo y Bianca decidió vender la humilde propiedad para mudarse temporalmente a casa de una hermana en las afueras de París. Los tres hermanastros tomaron rumbos diferentes por propia cuenta, pero la niña, por su concepción de lozana mujer, no era más que una carga para la disuelta familia.
Sin miramientos, la madrastra hizo los arreglos correspondientes con un bien posicionado comerciante del pueblo y la jovencita pasó a estar en sus manos por un módico precio.
Dos años vivió Justine con Daniel Storck haciendo de servidumbre. No era algo relevante para ella, simplemente su vida había perdido rumbo el día en que Joseph no regresó.
Storck era un afamado comerciante, cualquier cosa que se deseara, por buen precio, él la conseguiría. En los últimos años, aquel hombre había acrecentado su fortuna de forma sospechosa y la causa de esto eran los negocios que había entablado con un Noble vampiro apellidado “Van Dussenholft”, cuyo linaje se había establecido en aquel poblado hacía ya muchísimos años. La mercancía tratada valía su peso en sangre, pues Daniel conseguía las mejores presas del mercado.
Los diez años habían tocado a la puerta de la jovencita, y aquella misma fría noche su existencia daría otro giro inesperado.
- Media noche –
Murmuró el viejo Storck, y sus palabras fueron prontamente seguidas por el golpeteo de los cascos de algunos caballos frente a la elegante aunque modesta vivienda. El “toc toc” delicado sobre la pesada puerta de madera retumbó en la sala de estar, y fue Justine quien giró el picaporte para dar entrada al visitante.
Dos pasos, y una alta figura ataviada con gabardina de color oscuro se hizo presente. Algo llamó atención en la niña: Aquel se movía con la elegancia de la brisa nocturna y su voz grave resonó cual melodía en sus oídos.
- Buenas noches anciano –
Musitó el extraño, sin aparentes ánimos de quitarse el pesado abrigo de encima. El octogenario Storck que esperaba de píe algo más allá de la entrada, inclinó su cabeza plateada en cordial reverencia.
- Gabriel, es nuevamente un gusto visitéis mi humilde morada –
El Vampiro entrecerró la ambarina vista que clavó en Daniel como si se tratara de mil puñales. Resultaba evidente que aquello no era una visita de camaradas. Existía un propósito a tratar con premura.
- Al grano Storck. ¿Tenéis lo acordado? -
Preguntó el caminante nocturno, a lo que el comerciante asintió sin más y añadió.
- Como se acordó Señor. La mercancía marchará de inmediato –
Aquel de nombre Gabriel volvió el dorado de su mirada a la joven que yacía aún junto a la puerta que había alcanzado a cerrar, y un extenso escalofrío recorrió su menudo cuerpo sin tregua alguna. Aquellos ojos parecieron penetrar en ella sin atisbo de permiso y la muchacha permaneció estática e inexpresiva por un extenso instante que simuló ser eterno. Al fin, los pálidos labios del caballero, se curvaron en una fugaz sonrisa, antes de decir, en imperativo tono de voz.
- Ella… viene conmigo –
No fueron oídas las negaciones de Dereck al respecto, y él no puso demasiada insistencia en la permanencia de Justine en su vivienda.
La vida de la niña estuvo entre manos del vampiro a partir de aquella noche. La joven sopesó que su existencia correría el mismo destino de aquellos que emprendieron el viaje con ella, un viaje con un final súbito. Había confirmado la existencia de lo imposible aquellos años que permaneció con Storck. Las habladurías del pueblo tomaron tintes de veracidad.
Fue alojada en una elegante finca de estilo victoriano a las afueras del pueblo, propiedad de los Van Dussenholft, como todos los demás. Su trabajo allí no fue más que el de siempre, servir. El tiempo transcurría y quienes se habían convertido en sus compañeros de tarea, comenzaron a desaparecer con sutileza, tal y cual estaba escrito en su destino.
Gabriel era el último descendiente de aquella dinastía vampírica más gozaba de la compañía de una mujer, obviamente, de su misma naturaleza. Su nombre era Charlotte, lejanamente la criatura más bella y elegante que los ojos de Justine habían tenido oportunidad de vislumbrar.
Charlotte yacía absolutamente enamorada de su compañero, pero la frialdad que de éste emanaba causaba en la vampiresa el más terrible pesar. Parecía Gabriel ser preso de un vacío inmenso, y aquello, se reflejaba en sus acciones poco interesadas hacia los demás, inclusive, hacia su concubina.
La joven huésped había cumplido ya sus trece años. Un extenso tiempo en aquella casona no había cambiado nada en su vida. Silencio, silencio, silencio, desapariciones, miradas extrañas, furtivas, odiosas. Justine aguardaba su turno de ser banquete, sin ánimos de pelear ni suplicar por su subsistencia y aquel momento, llegó al fin.
Pasaba la media noche, la muchacha terminaba de acondicionar algunos vestidos de la Señora Charlotte en un pequeño cuarto junto a la cocina, inservible prácticamente, de aquella mansión. La figura de Claire, la anciana Ama de llaves de la “familia” se hizo presente tras el marco de la puerta de la habitación. Su vetusto tono de voz arrancó de pensamientos a la niña.
- El Señor de la casa pide su presencia en la biblioteca –
Justine la contempló por una fracción de segundo, cierta emoción cargada de morbo la inundó, y las arrugas sobre el rostro de aquella mujer de edad tomaron hasta un tono encantador. Al fin moriría, al fin alguien haría lo que ella no había tenido valía de hacer, silenciar su vida. Asintió, y con premura dirigió sus pasos rumbo al punto que le había sido asignado como destino. El ritmo de su corazón se aceleró con notoriedad, estaba extasiada, imperceptible se dibujó sobre sus labios una sonrisa, hasta que su figura se detuvo frente a la entrada de la dichosa biblioteca, sería aquel, su lecho de muerte.
- Adelante –
Se oyó dulce la voz de quien sería su verdugo. La Joven abrió sin perder tiempo la pesada puerta de madera tallada y la cerró tras de sí. Contempló al vampiro metros frente a ella: Reposaba espléndido y perpetuo, de píe frente al escritorio en aquel recinto y sostenía entre sus perfectas manos una muñeca. Una muñeca de porcelana de nívea piel, y ondulados cabellos color de la nieve. No la sorprendió aquello, el morador de la noche era asiduo coleccionista de antigüedades. Resignada, adelantó pasos que acortaron la distancia entre ambos, y él se remitió a aguardar, como si tuviese total consciencia de los pensamientos de la muchacha.
- ¿Creéis que os daré el precioso regalo de la muerte, Ciel? –
Seco se detuvo el andar de la niña, y fue el vampiro quien finalizó su intención de acercarse, descansando su alta figura un paso frente a ella. Alzó él una de sus manos hacia el rostro de la Joven y acarició con la más absoluta delicadeza el contorno del mismo. La clara mirada de Justine, se iluminó por un segundo ¿Acaso no tenía intenciones de alimentarse de ella? ¿Ciel? Surcaron interrogantes sus pensamientos, él prosiguió.
- He contemplado vuestro rostro por tres años, estático, trémulo, carente de alegría, carente de todo… como ésta muñeca, de nombre Ciel ¿Sabéis a quién perteneció? –
Ella no pronunció palabra. Él continuó.
- … Perteneció a mi Madre. Ella amaba éstas piezas, y tras un suceso poco afortunado, fue Ciel el único recuerdo de su existencia. Miradla, eres tú como esta muñeca. –
Alzó el vampiro la mano siniestra, con la cual sujetaba a “Ciel”, y la detuvo frente a la vista azul de la joven. Ella la contempló, y por un instante, notó el parecido del que él hablaba.
- Ahora, Ciel. ¿Creéis que daré muerte a la más preciada pieza de mi colección? –
El Caballero de oscuros cabellos y finas vestiduras se inclinó lo suficiente para rozar con el filo de sus labios la frente tibia de la muchacha, que perenne permanecía allí, de píe.
- No, no. Os quiero para mí; como el fiel recuerdo de mi madre, como a ésta muñeca hecha carne. Vuestra sola imagen me remonta a tiempos donde el vacío no tenía lugar en mi socavada existencia. Seréis mi Ciel, y yo os contemplaré, cada día –
La mente de Justine no procesó reacción alguna: No pudo negar, no pudo asentir, no logró actuar. Afligió levemente la expresión, y silentes permanecieron sus labios, mientras Gabriel recobraba su erguida postura.
- Muy bien, muy bien mi pequeña muñequilla. Procurad que las lágrimas no surquen vuestro delicado rostro. No quisiera ver en él, nada que lo perturbase. –
Tal teatro fue el inicio de una ficticia mejoría en la existencia de aquella muchacha: Gabriel se encargó de darle la educación, las vestiduras, y la vida de una verdadera dama de la más alta sociedad, algo muy lejano a una campesina. Acondicionó el cuarto que había sido de su difunta madre, Elizabeth, para ella. La arrastraba con cierto entusiasmo perverso a las reuniones de su círculo de “amistades” con categoría, y la pavoneaba altanero ante aquellos que la llamaban “mascota”.
A pesar de tantos lujos sin merecer, Justine mantenía su siempre porte endeble producto de una vida colmada de sin sabores. Ella no era feliz. De alguna forma u otra, siempre había resultado presa, esclava, marioneta de los deseos ajenos. Una vida repleta de infortunios, una vida que no deseó.
Sus ojos se cerraban al inicio del día, y se abrían junto al velo de la noche. Gabriel estaba allí, cada vez, frente a su despertar. Las horas en su compañía resultaban interminables, el vampiro era supremo en toda su extensión: Elegancia, belleza, inteligencia, delicadeza, capricho, soberbia, altanería. Encantador, sin duda, pero el deseo jamás fue reflejo en los ojos de la muchacha, él sería su carcelero, hasta que se cansara de utilizarla como juguete.
Mil veces se preguntó, por qué Gabriel siquiera reclamaba un favor de su parte: Jamás había intentado saciar su sed con ella, nunca la había rodeado con sus brazos, sus labios gélidos jamás la habían besado profundamente. Él, apenas la rozaba con la yema de sus dedos al son de la misma frase “Canta, mi Ruiseñor”. Al parecer, para aquel ser de la oscuridad, la imagen carnal de esa muñeca de voz cual terciopelo era sacra.
Pero el tiempo no es inmóvil para los humanos, y los años transcurrieron disimulados sobre la figura de la muchacha que se negaba a abandonar sus rasgos aniñados. El vampiro no parecía aburrirse, su obsesión creció a tal punto que decidió encerrarla permanentemente en aquella habitación, alejándola de la mirada y el oído de cualquiera. Nadie más que él poseía una llave, y nadie más que él estaba autorizado a tener contacto con ella. Así, la mirada de Charlotte hacia Justine, se tornó cada vez más siniestra.
La joven humana había perdido absolutamente el sentido a vivir. Terminó creyendo, que en realidad, era una simple muñeca o alguna clase de ave. Sus noches eran vacías, absolutamente vacías y plenas de sin sentidos. Gabriel era lo último que sus ojos veían al caer presos del mundo onírico, y era Gabriel lo primero que veían, al despertar.
Un atardecer, la canción, sonó diferente. El vampiro le comunicó casi con aflicción, que debía alejarse de la propiedad durante algunos días por motivos que no mencionó, para la joven, de ahora dieciséis años, aquello no significó nada más que un pequeño cambio en la rutina. El caballero de la noche, viajó pronto y dejó a cargo de Claire, los cuidados de “Ciel”, como él la llamaba.
La normalidad era siempre la actriz cotidiana, hasta que Charlotte, irrumpió con elegancia en la jaula de la avecilla, presa de la ira y del dolor. Caminó hacia ella que yacía dormida, y de un solo movimiento la alzó de su lecho sosteniéndola del cuello como si se tratara de una simple marioneta. Los cobrizos cabellos de la vampiresa yacían en alzas como siempre, y su rostro perfecto no enmarcaba más que cólera.
- Tú, tú me has despojado de lo más preciado en mi existencia. Tú, asquerosa muñeca humana, ¿Cómo puede mi Señor posar en tu moribundo cuerpo, su mirada? –
Los ojos de la muchacha se abrieron de par en par presa de la sorpresa que le causaba el arrebato de la mujer y por primera vez, temió.
- Él no desea darte muerte, yo te la daré ¡Yo te la daré! –
Exclamó Charlotte, dispuesta a cercenar de un solo movimiento de su mano el cuello de la muchacha que luchaba cono fiera por soltarse de tal agarre. Dicho accionar fue abruptamente interrumpido por el sonido de la puerta al abrirse, la voz de Claire, irrumpió en la Ópera.
- ¡Señora Charlotte! Déjela, ¿Acaso no comprende lo que hará el Señor si descubre que usted la asesinó? ¡No olvide lo que habíamos acordado! ¡Por Favor! –
La devoción en aquellas palabras fue notoria. Claire poseía una extraña relación maternal con Charlotte, que pronta atendió con pena a sus palabras, y soltó a la joven. La anciana corrió a tomar entre brazos a la desolada vampiresa, y entre tal teatro, reanudó diciendo.
- ¡Vete, vete niña! Y corre por tu vida, lejos de aquí. Dile al cochero que se comunique urgente con Sergei y que la Señora manda a que te lleve hasta París, como se había estipulado en un primer momento. –
La jaula se había abierto de forma inesperada, y Justine voló libre al fin, complaciendo sin objeción las palabras de Claire y los deseos de Charlotte. Sergei se encargó de depositarla sin perder tiempo en las afueras de la capital francesa, con nada más que un morral, algunos papeles, y un acuerdo prefijado a espaldas de Gabriel.
Los días siguientes no fueron menos complicados. Las calles parisinas eran arma de doble filo: Por un lado la elegancia y el glamour de los más pudientes, por el otro la noche gélida, el frío que calaba los huesos, el hambre que se tornaba insoportable, los depredadores ávidos de caza. Justine subsistió como pudo; escabulléndose, comiendo cuando se podía, durmiendo durante el día en algún recóndito lugar.
Pero no todos eran infortunios en la vida de la muchacha. Al cabo de algún tiempo de vivir en tales condiciones, tuvo la buena fortuna de conocer a Celine, una mujer de edad avanzada que trabajaba vendiendo pâtisserie en el mercado ambulante. Ambas formaron una bonita relación, a tal punto que la anciana decidió darle hogar - aunque muy humilde - a la jovencita y un “trabajo” junto a ella.
DATOS EXTRA
▪ Durante su estadía junto a Gabriel, Justine fue educada como cualquier señorita. Conoce de protocolo y ceremonial.
▪ Adora la música. En algún momento su sueño fue convertirse en soprano de opera.
▪ Es diestra tocando un solo instrumento, el piano.
▪ Su inocencia la hace absolutamente vulnerable.
▪ A pesar de lo vivido, no logra asumir la maldad imperante en algunos seres.
▪ No duerme de forma adecuada, por los recurrentes sueños poco agradables que la abaten.
▪ No reconoce su naturaleza y no habla demasiado de aquello extraño que le acontece. Se
considera extraña.
▪ Posee poco amor por sí misma. Es insegura.
▪ Adora a los animals, y suele entablar profundos vínculos con ellos.
▪ Cuida de Celine como si fuera su propia abuela.
▪ Adora la música. En algún momento su sueño fue convertirse en soprano de opera.
▪ Es diestra tocando un solo instrumento, el piano.
▪ Su inocencia la hace absolutamente vulnerable.
▪ A pesar de lo vivido, no logra asumir la maldad imperante en algunos seres.
▪ No duerme de forma adecuada, por los recurrentes sueños poco agradables que la abaten.
▪ No reconoce su naturaleza y no habla demasiado de aquello extraño que le acontece. Se
considera extraña.
▪ Posee poco amor por sí misma. Es insegura.
▪ Adora a los animals, y suele entablar profundos vínculos con ellos.
▪ Cuida de Celine como si fuera su propia abuela.
gracias a αgusτınα• de sourcecode
- Importante:
- Hola ante todo; llevo la cuenta hecha desde hace mucho tiempo, pero por cuestiones de la vida no he podido colocar la ficha hasta hoy. Espero que todo esté correcto y si no es así, disculpen las molestas : )
Justine Saville- Hechicero Clase Baja
- Mensajes : 6
Fecha de inscripción : 17/03/2011
Re: Justine Saville
FICHA APROBADA
BIENVENIDA A VICTORIAN VAMPIRES
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Tarik Pattakie- Vampiro/Realeza
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