AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
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La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
—Los cubiertos están mal pulidos. Es menester que estén listos antes de la hora de la cena —ordenaba un mayordomo al resto de los criados de la mansión Destutt de Tracy, ubicada en París. — Ya casi es la hora de su arribo. Encargaos de hervir el té que os señalé. Debe estar humeando para cuando la ama llegue.
Un mayordomo como él estaba conformado por varios pilares fundamentales. Si carecía de alguno, pasaba a ser un criado corriente y sin mayor utilidad que la mínima exigida para un trabajo manual.
Efectivamente llegó la dueña de la mansión a la hora estimada, no tomándose el tiempo de recorrer el hogar con sus ojos claros para verificar que todo estuviera en orden. Se notaba que no quería saber nada más de deberes ni de malas noticias por el resto del día, y fue así que apenas vio al rostro a sus sirvientes cuando la saludaron con sumisión al llegar; lo único que quería era llegar a su habitación y no salir por el resto de la jornada. Quentin suspiró cuando oyó el portazo de la puerta de su cuarto, pero no de fastidio —nunca dejaba que llegara a él— sino de concentración. De las señales de su ama dependía para aplicar un determinado plan de acción.
—Que un grupo encienda la chimenea; no contribuirá al bienestar de la dueña una mansión helada. El resto vuelva a las tareas asignadas. —fue el último cabo suelto que ató antes de tomar con elegancia la bandeja de plata con la que serviría a Bárbara.
Al entrar a la habitación de Bárbara, el servidor se tomó la discreta facultad de echar un vistazo a su alrededor, notando que todo se encontraba intacto, pero enfocándose especialmente en su ama sentada frente a la ventana abierta de par en par, permitiéndole al viento jugar con las cortinas y con las hojas de las lilas recientemente puestas cuidadosamente en el florero. Quentin acarició su barbilla ante aquel silencioso espectáculo que nadie más que él había logrado captar; el miedo de su ama de ver mermada su libertad era tan grande que no le importaba que la fría brisa otoñal enfriara su cuarto y el resto de la mansión con tal de no sentirse enjaulada.
Tenía esa mirada que Quentin había aprendido a conocer. Si bien no sabía exactamente a qué se debía, sí conocía los efectos que tenía en su ama; cerraba toda interacción de más de dos palabras, miraba fijamente a un punto sin concentrarse, y aunque a simple vista pareciera que no estuviera pensando en nada, los años que había pasado el mayordomo sirviendo a una anciana y solitaria viuda le habían enseñado que cuando una mujer entraba en ese estado no se trataba de nada más ni de nada menos que del camuflaje que usaban para ocultar que estaban pensando en todo.
Así pues, dejó la taza de la humeante bebida sobre una de las mesitas de las habitación, sin decir ni reprochar nada. Únicamente abrió su boca para anunciarle a la mujer de la casa que podía encontrar distracción en algo tan sencillo como un brebaje caliente.
—Servido su té de las cinco, madame —notificó con voz suave, lo suficiente para que no pasara de la gentileza de un salón a la tosquedad de una taberna.
Té de jazmines fue el tipo que eligió Quentin para esa tarde; tenía entendido que dicho té tenía propiedades que regularizaban el estado emocional, y su dueña —a diferencia de él— tenía dificultad en callar las voces de su pasado. El mayordomo sólo conocía acerca de la dudosa muerte de su madre y de su absurdamente corto matrimonio, pero sabía de ello porque las voces de Francia, y específicamente de París, llegaban a tal nivel de bullicio que hacían eco hasta dentro de los hogares. Por eso tenía cuidado, porque podía ser que en el exterior Bárbara fuera toda la dama de clase alta que se esperara de ella, pero por dentro era otro cuento. Pero Quentin era observador, y aunque su dueña jamás le ventilara los aspectos más abominables de su vida, los mares turbulentos que lograba captar en los ojos de la viuda no se callaban.
Había sido suficiente brisa infecunda por la tarde; si continuaba, tendría a una dueña atravesando por una desconocida enfermedad respiratoria en pleno otoño. El mayordomo acomodó sus guantes blancos, y con un sutil “permítame, mi señora” juntó la ventana. No la cerró por completo para evitar la brusquedad, pero las corrió lo suficiente para que las cortinas volvieran a su posición original. Y Bárbara seguía allí, tan inmutable por fuera como cambiante por dentro. Quentin sabía lo precavido que había que ser con un lago en calma con vida salvaje bajo la superficie; bastaba con la caída de una sola hoja quebrar la calma, pero una brisa podía pasar inadvertida sobre ella. Esa era la parte de Quentin.
—Si me permite dirigirle la palabra, madame, usted sabe que siempre encontrará un servidor en mí. A diferencia de sus trabajadores del Banco Eliseo, que tienen enlace indirecto con usted, el mío es directo. Me debo a usted y no a una institución cuyas reglas regulen mi actuar; eso es decisión suya —él fijó sus ojos en la mujer. Había solemnidad, pero también una especie de confianza— ¿Está la posibilidad de servirle en cualquier cosa que pueda requerir?
Había usado ese tono de nuevo, ese que daba el mensaje de que podía hacer lo que sea.
Un mayordomo como él estaba conformado por varios pilares fundamentales. Si carecía de alguno, pasaba a ser un criado corriente y sin mayor utilidad que la mínima exigida para un trabajo manual.
Efectivamente llegó la dueña de la mansión a la hora estimada, no tomándose el tiempo de recorrer el hogar con sus ojos claros para verificar que todo estuviera en orden. Se notaba que no quería saber nada más de deberes ni de malas noticias por el resto del día, y fue así que apenas vio al rostro a sus sirvientes cuando la saludaron con sumisión al llegar; lo único que quería era llegar a su habitación y no salir por el resto de la jornada. Quentin suspiró cuando oyó el portazo de la puerta de su cuarto, pero no de fastidio —nunca dejaba que llegara a él— sino de concentración. De las señales de su ama dependía para aplicar un determinado plan de acción.
—Que un grupo encienda la chimenea; no contribuirá al bienestar de la dueña una mansión helada. El resto vuelva a las tareas asignadas. —fue el último cabo suelto que ató antes de tomar con elegancia la bandeja de plata con la que serviría a Bárbara.
Organización
Ser un organizador nato, detallista, metódico, ordenado y preciso, siendo uno de sus talones de Aquiles el tener cada cosa en su sitio.
Ser un organizador nato, detallista, metódico, ordenado y preciso, siendo uno de sus talones de Aquiles el tener cada cosa en su sitio.
Al entrar a la habitación de Bárbara, el servidor se tomó la discreta facultad de echar un vistazo a su alrededor, notando que todo se encontraba intacto, pero enfocándose especialmente en su ama sentada frente a la ventana abierta de par en par, permitiéndole al viento jugar con las cortinas y con las hojas de las lilas recientemente puestas cuidadosamente en el florero. Quentin acarició su barbilla ante aquel silencioso espectáculo que nadie más que él había logrado captar; el miedo de su ama de ver mermada su libertad era tan grande que no le importaba que la fría brisa otoñal enfriara su cuarto y el resto de la mansión con tal de no sentirse enjaulada.
Tenía esa mirada que Quentin había aprendido a conocer. Si bien no sabía exactamente a qué se debía, sí conocía los efectos que tenía en su ama; cerraba toda interacción de más de dos palabras, miraba fijamente a un punto sin concentrarse, y aunque a simple vista pareciera que no estuviera pensando en nada, los años que había pasado el mayordomo sirviendo a una anciana y solitaria viuda le habían enseñado que cuando una mujer entraba en ese estado no se trataba de nada más ni de nada menos que del camuflaje que usaban para ocultar que estaban pensando en todo.
Así pues, dejó la taza de la humeante bebida sobre una de las mesitas de las habitación, sin decir ni reprochar nada. Únicamente abrió su boca para anunciarle a la mujer de la casa que podía encontrar distracción en algo tan sencillo como un brebaje caliente.
—Servido su té de las cinco, madame —notificó con voz suave, lo suficiente para que no pasara de la gentileza de un salón a la tosquedad de una taberna.
Discreción
En vez de opinar en voz alta, permanecer en silencio hasta que llegue el momento y el lugar adecuado para expresar el parecer es el deber.
En vez de opinar en voz alta, permanecer en silencio hasta que llegue el momento y el lugar adecuado para expresar el parecer es el deber.
Té de jazmines fue el tipo que eligió Quentin para esa tarde; tenía entendido que dicho té tenía propiedades que regularizaban el estado emocional, y su dueña —a diferencia de él— tenía dificultad en callar las voces de su pasado. El mayordomo sólo conocía acerca de la dudosa muerte de su madre y de su absurdamente corto matrimonio, pero sabía de ello porque las voces de Francia, y específicamente de París, llegaban a tal nivel de bullicio que hacían eco hasta dentro de los hogares. Por eso tenía cuidado, porque podía ser que en el exterior Bárbara fuera toda la dama de clase alta que se esperara de ella, pero por dentro era otro cuento. Pero Quentin era observador, y aunque su dueña jamás le ventilara los aspectos más abominables de su vida, los mares turbulentos que lograba captar en los ojos de la viuda no se callaban.
Había sido suficiente brisa infecunda por la tarde; si continuaba, tendría a una dueña atravesando por una desconocida enfermedad respiratoria en pleno otoño. El mayordomo acomodó sus guantes blancos, y con un sutil “permítame, mi señora” juntó la ventana. No la cerró por completo para evitar la brusquedad, pero las corrió lo suficiente para que las cortinas volvieran a su posición original. Y Bárbara seguía allí, tan inmutable por fuera como cambiante por dentro. Quentin sabía lo precavido que había que ser con un lago en calma con vida salvaje bajo la superficie; bastaba con la caída de una sola hoja quebrar la calma, pero una brisa podía pasar inadvertida sobre ella. Esa era la parte de Quentin.
—Si me permite dirigirle la palabra, madame, usted sabe que siempre encontrará un servidor en mí. A diferencia de sus trabajadores del Banco Eliseo, que tienen enlace indirecto con usted, el mío es directo. Me debo a usted y no a una institución cuyas reglas regulen mi actuar; eso es decisión suya —él fijó sus ojos en la mujer. Había solemnidad, pero también una especie de confianza— ¿Está la posibilidad de servirle en cualquier cosa que pueda requerir?
Había usado ese tono de nuevo, ese que daba el mensaje de que podía hacer lo que sea.
Lealtad.
Encargarse de velar por el bienestar del amo y el de su familia siendo servicial y complaciente, y sobre todo trabajar por que todo prosiga adecuadamente, prestando ayuda en todas las maneras posibles
Encargarse de velar por el bienestar del amo y el de su familia siendo servicial y complaciente, y sobre todo trabajar por que todo prosiga adecuadamente, prestando ayuda en todas las maneras posibles
Quentin Debussy- Humano Clase Media
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Re: La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
“A quien digas tu secreto, siempre estarás sujeto”
Se llevó los dedos medios a las sienes. Las masajeó lentamente, con los ojos cerrados, inspirando y exhalando profundamente, sintiendo cómo el aire le inflaba el pecho, entrando por sus pulmones. Un dolor de cabeza insoportable le aquejaba desde temprano. Hacía dos semanas que una serie de hechos comenzaban a desencadenar una tragedia moral, un golpe a la economía que tanto Bárbara se esmeraba –y se jactaba- en aumentar con creces. Hacía años, desde que había decidido hacerse cargo de los negocios de su difunto marido, que era dueña de una independencia a la que se aferraba con toda su alma. Había abocado su existencia a las finanzas, al dinero, a las riquezas y a todo lo relacionado a su actividad como mujer de negocios. Su posición no era cómoda para una sociedad cuasi cortesana que arrastraba los vestigios pre-revolucionarios, pero que se abrazaba a las amarras que el creciente capitalismo europeo lanzaba a diestra y siniestra. La toma de la Bastilla había sido el comienzo absoluto del sobrevaluado capitalismo en Francia. Bárbara compartía los ideales de su padre, entre ellos, la abolición de los títulos de nobleza -aunque su abuelo ostentaba el de marqués-, y consideraba al nuevo modelo económico como la brújula de su existencia. Los monopolios en las diversas colonias francesas, que si bien le parecían encarnizados para con los locales, se convertían en una fuente de ingresos difícil de rechazar, y que la atraían más y más.
A Bárbara la había terminado chupando el embudo del cambio, y la habían colocado entre la espada y la pared. Las pesadillas nocturnas en las que su abuelo aparecía nuevamente frente a ella, habían sido reemplazadas por las noches en vela revisando papeles y sacando cuentas; el temor hacia su pasado, le había cedido su primordial sitio a la lucha moral en la que se encontraba en el presente. Casi no dormía, estaba más exigente que nunca, nada la conformaba y se sentía incapaz de fiarse de absolutamente nadie. Le habían ocultado información confidencial de los negocios del finado Lord Turner, la habían tratado como a un nasciturus, y agradecía no haberse decepcionado, pues jamás había confiado en los abogados y notarios de su esposo, pero nunca creyó que fueran capaces de traspasar ciertos límites, y que las consecuencias que podía traer para ella, se vislumbraban como nefastas en caso de no encontrar una pronta solución.
Corrió los papeles a un costado, se puso de pie y se dirigió al cuarto contiguo de su suite, una pequeña sala reservada para sus –escasos- momentos de ocio. Allí tenía una poco surtida biblioteca, una alfombra persa –había desarrollado un gusto poco natural por la decoración de origen oriental-, una mesa y dos sillas de roble barnizado, un sillón de tres cuerpos, y algún que otro cuadro perteneciente al movimiento del romanticismo. El perfume natural de las lilas recién cortadas que se encontraban en un jarrón, le hizo relajar el ceño. Cruzó a lo largo de la habitación, descorrió las cortinas bordadas en oro, abrió la ventana, y dejó que la brisa del otoño le esculpiera el cuerpo. Esa parte de la gran residencia, daba a uno de los tantos patios, el que tenía un bosquecillo artificial, en el cual las hojas se habían acumulado. <<Deben recogerlas. ¿Acaso mis empleados creen que nunca entro a ésta sala para tomarme unos minutos de descanso?>> Lo cierto era que Bárbara era incapaz de dejar sus tareas. Los únicos minutos de su tiempo que le dedicaba a su persona, era a la hora de un evento, y a los cuales concurría de manera totalmente infrecuente, y cuando no tenía más opciones.
Ajustó la mantilla negra. Seguía vistiendo el luto; su atuendo oscuro, hacía juego con sus emociones arrinconadas. El vestido de cuello alto era escasamente mecido por la ventisca. Miraba sin ver, sus acuosos ojos se habían perdido en aquella marea reflexiva en la que estaba inmiscuida, le era imposible acallar sus cavilaciones, que se agolpaban una a una, martilleándole, una vez más, las sienes. Apretó un puño contra su pecho, el círculo se había cerrado. <<Me han ocultado la información hasta hacerla pender de un hilo, la han llevado a un punto en el que no tengo más opciones que decidir. No puedo soslayar ésta cuestión. Crápulas, despiadados>> Se sentía débil y vulnerable, había sido una acertada maniobra de los antiguos amigos de Turner, y principales detractores a su intervención en los negocios. Los hubiera felicitado por tan hábil movimiento, si no tuviera un deseo sobrehumano de contratar a un sicario para acabar con ellos. Hasta de eso habían sido capaces, conseguían que el instinto de supervivencia la arrastrara hacia el acantilado.
No escuchó el sonido de la puerta, pero fue el aroma al té de jazmín lo que la devolvió a la realidad. Se mantuvo inmutable e impenetrable, impoluta e inexpugnable, tal cual era su cotidianeidad. Los hombros rígidos, la espalda recta, y su figura pequeña parecía agrandarse en cuanto alguien se acercaba. Lo experimentaba, también, cuando se miraba en un espejo. No oyó los pasos de su mayordomo, y quizá era eso lo que más valoraba de él, el sigilo con el cual se movía por toda la residencia. Era menester para alguien como ella, tener una persona que no emitiese ni el más mínimo ruido al cumplir sus tareas, por ello, había expulsado al anterior empleado –quien se fue ofendido porque su familia había ocupado ese rol durante muchos años para los Turner-, la molestaba. Era discreto y competente, pero en tres ocasiones tuvo el infortunio de desconcentrarla. Fue imperdonable. En cambio, Debussy, a pesar de su aparente inexperiencia y juventud, había logrado convencer a una descreída Bárbara.
—Gracias —murmuró cuando el dependiente ubicó la infusión sobre la mesa.
Lo observó hacer, con su constante ojo crítico. La forma en que sus manos tomaron con delicadeza la valiosa cortina, el leve movimiento de su cabeza, y la serenidad de su mirada. <<Es bueno>> lo aprobó, simulando total indiferencia a la labor del joven. Y luego lo escuchó, sorprendida, pero mostrando su críptica expresión. Le molestaba el hecho de que alguien hubiera sido capaz de adivinar, en parte, sus pensamientos. Sabía, porque todos los cristales del hogar lo decían a gritos, que su rictus amargo se había acentuado a causa de la preocupación. <<Quizá él sea lo que estoy necesitando>> y una luz se encendió en sus pensamientos, una idea que podría tildarse de descabellada. <<Ellos han puesto las cartas sobre la mesa, ha llegado el momento de que juegue sucio>>.
—Lo invito a compartir mi mesa —señaló la otra silla— Tome asiento. Si gusta ir en busca de un té, tiene dos minutos, no dispongo de más tiempo que ese para esperarlo.
Y la chispa de quien gusta de los negocios y las tramas, irradió de los claros ojos de Bárbara.
A Bárbara la había terminado chupando el embudo del cambio, y la habían colocado entre la espada y la pared. Las pesadillas nocturnas en las que su abuelo aparecía nuevamente frente a ella, habían sido reemplazadas por las noches en vela revisando papeles y sacando cuentas; el temor hacia su pasado, le había cedido su primordial sitio a la lucha moral en la que se encontraba en el presente. Casi no dormía, estaba más exigente que nunca, nada la conformaba y se sentía incapaz de fiarse de absolutamente nadie. Le habían ocultado información confidencial de los negocios del finado Lord Turner, la habían tratado como a un nasciturus, y agradecía no haberse decepcionado, pues jamás había confiado en los abogados y notarios de su esposo, pero nunca creyó que fueran capaces de traspasar ciertos límites, y que las consecuencias que podía traer para ella, se vislumbraban como nefastas en caso de no encontrar una pronta solución.
Corrió los papeles a un costado, se puso de pie y se dirigió al cuarto contiguo de su suite, una pequeña sala reservada para sus –escasos- momentos de ocio. Allí tenía una poco surtida biblioteca, una alfombra persa –había desarrollado un gusto poco natural por la decoración de origen oriental-, una mesa y dos sillas de roble barnizado, un sillón de tres cuerpos, y algún que otro cuadro perteneciente al movimiento del romanticismo. El perfume natural de las lilas recién cortadas que se encontraban en un jarrón, le hizo relajar el ceño. Cruzó a lo largo de la habitación, descorrió las cortinas bordadas en oro, abrió la ventana, y dejó que la brisa del otoño le esculpiera el cuerpo. Esa parte de la gran residencia, daba a uno de los tantos patios, el que tenía un bosquecillo artificial, en el cual las hojas se habían acumulado. <<Deben recogerlas. ¿Acaso mis empleados creen que nunca entro a ésta sala para tomarme unos minutos de descanso?>> Lo cierto era que Bárbara era incapaz de dejar sus tareas. Los únicos minutos de su tiempo que le dedicaba a su persona, era a la hora de un evento, y a los cuales concurría de manera totalmente infrecuente, y cuando no tenía más opciones.
Ajustó la mantilla negra. Seguía vistiendo el luto; su atuendo oscuro, hacía juego con sus emociones arrinconadas. El vestido de cuello alto era escasamente mecido por la ventisca. Miraba sin ver, sus acuosos ojos se habían perdido en aquella marea reflexiva en la que estaba inmiscuida, le era imposible acallar sus cavilaciones, que se agolpaban una a una, martilleándole, una vez más, las sienes. Apretó un puño contra su pecho, el círculo se había cerrado. <<Me han ocultado la información hasta hacerla pender de un hilo, la han llevado a un punto en el que no tengo más opciones que decidir. No puedo soslayar ésta cuestión. Crápulas, despiadados>> Se sentía débil y vulnerable, había sido una acertada maniobra de los antiguos amigos de Turner, y principales detractores a su intervención en los negocios. Los hubiera felicitado por tan hábil movimiento, si no tuviera un deseo sobrehumano de contratar a un sicario para acabar con ellos. Hasta de eso habían sido capaces, conseguían que el instinto de supervivencia la arrastrara hacia el acantilado.
No escuchó el sonido de la puerta, pero fue el aroma al té de jazmín lo que la devolvió a la realidad. Se mantuvo inmutable e impenetrable, impoluta e inexpugnable, tal cual era su cotidianeidad. Los hombros rígidos, la espalda recta, y su figura pequeña parecía agrandarse en cuanto alguien se acercaba. Lo experimentaba, también, cuando se miraba en un espejo. No oyó los pasos de su mayordomo, y quizá era eso lo que más valoraba de él, el sigilo con el cual se movía por toda la residencia. Era menester para alguien como ella, tener una persona que no emitiese ni el más mínimo ruido al cumplir sus tareas, por ello, había expulsado al anterior empleado –quien se fue ofendido porque su familia había ocupado ese rol durante muchos años para los Turner-, la molestaba. Era discreto y competente, pero en tres ocasiones tuvo el infortunio de desconcentrarla. Fue imperdonable. En cambio, Debussy, a pesar de su aparente inexperiencia y juventud, había logrado convencer a una descreída Bárbara.
—Gracias —murmuró cuando el dependiente ubicó la infusión sobre la mesa.
Lo observó hacer, con su constante ojo crítico. La forma en que sus manos tomaron con delicadeza la valiosa cortina, el leve movimiento de su cabeza, y la serenidad de su mirada. <<Es bueno>> lo aprobó, simulando total indiferencia a la labor del joven. Y luego lo escuchó, sorprendida, pero mostrando su críptica expresión. Le molestaba el hecho de que alguien hubiera sido capaz de adivinar, en parte, sus pensamientos. Sabía, porque todos los cristales del hogar lo decían a gritos, que su rictus amargo se había acentuado a causa de la preocupación. <<Quizá él sea lo que estoy necesitando>> y una luz se encendió en sus pensamientos, una idea que podría tildarse de descabellada. <<Ellos han puesto las cartas sobre la mesa, ha llegado el momento de que juegue sucio>>.
—Lo invito a compartir mi mesa —señaló la otra silla— Tome asiento. Si gusta ir en busca de un té, tiene dos minutos, no dispongo de más tiempo que ese para esperarlo.
Y la chispa de quien gusta de los negocios y las tramas, irradió de los claros ojos de Bárbara.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
La alerta se hizo presente en la mirada hasta el momento tranquila de Quentin. En aquel estado no se inmutaba, no se escandalizaba ni emitía juicios de valor; en ese estado vaciaba de sus bolsillos cualquier prejuicio o imprudencia que pudiera entorpecer su labor. Él sabía de costumbre que la única razón posible para que su ama lo invitara a sentarse junto a ella y no expresara directamente sus deseos, era un asunto de vital importancia, prácticamente de vida o muerto, en el cual su actuar era directamente requerido. No podía permitirse perder detalle alguno. Si lo hacía, podía poner en jaque a Bárbara y también a él mismo, pero el mayordomo que era, solamente podía poner atención a lo primero. Del resto de encargaría cuando se despojara del uniforme antes de dormir.
—Estar ahí para servirle es mi placer. —agradeció Debussy de manera profesional con la postura firme y la cabeza gacha.
No hizo esperar a la dueña del banco Eliseo, a la joven viuda cuyo día le había entregado más dudas que respuestas. Se sentó con su mirada inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados; remarcaba con su postura que no era un invitado, sino un servidor, y que se encargaría de cumplir al pié de la letra con lo dictado.
—Estará atascada en el borde de la respuesta y no puede saltar. Estará confundida y no conoce la ruta. —murmuró despacio. Debía cuidar dos cosas: no sobresaltar a su ama ni hacer saber a los otros empleados de qué estaban hablando— O es posible que no baste con saberlo y que falte un elemento para salir de ese pozo sin fondo.
Con la acaudalada mujer era así, con una breve reseña de su estado de ánimo, ya que de otra manera difícilmente articulaba más de dos palabras que equivalían a cero. Para que una semilla germinara, sobretodo las de capa más dura, era necesario que se cumplieran una multiplicidad de factores: temperatura idónea, humedad del suelo, una cantidad determinada de rayos de sol al día, y milímetros de agua variantes según el tipo de semilla. Así también lo hacía Quentin cada vez que la mujer lo necesitaba, dando espacios para que se volviera a sentir persona después de toda una jornada laboral que la marcaba como un aparato de relojería.
Se permitió el maestresala desviar su vista del suelo y observar vaporosamente los ojos encendidos de Bárbara. Su mirada mostraba un brillo en particular dependiendo de la situación. En este caso, una altivez resurgida de las cenizas la atravesaba de lado a lado.
—Permítame decirle, madame, que posee unos ojos que aunque no los encontrara reposando en su rostro, sabría que le pertenecen de todas formas; es porque por ellos sale todo lo que usted no expresa por la boca y usted calla más de lo que aconseja la Iglesia a la mujer. Inquietos viven al ser testigos verídicos de lo que le ha acontecido este día. Saltan a la luz, es lo que veo. Lo importante es el significado de aquello, algo sobre lo que sólo usted tiene certeza —hizo una pausa para quedarse observando la ventana frente a ellos. A Bárbara había que hablarle y también darle su espacio. De otra manera, la asfixiabas— Si usted considera pertinente compartirlo con este palafrenero, acataré con una venda en los ojos.
Podía ser cualquier cosa, considerando el amplio historial de su ama. Se trataba de una viuda y joven mujer, dueña de un banco inyectado en el mundo masculino. Aquello podía generar aversión en el resto de las personas, tanto en hombres como en otras mujeres. Quentin no los culpaba, pues ellos no la conocían como él, no tenían idea de la fuerza que tenía. Podía ser que el mayordomo no fuese íntimo de la fémina, pero eso no quería decir que no tuviera grado alguno de cercanía. Después de todo, prácticamente vivían juntos y aquello ya significaba por sí solo. A pesar de eso, la última palabra no la tenía él, sino ella.
El té de ambos humeaba vigorosamente. Una respuesta era esperada. La herramienta serviría a la cabeza.
—Estar ahí para servirle es mi placer. —agradeció Debussy de manera profesional con la postura firme y la cabeza gacha.
No hizo esperar a la dueña del banco Eliseo, a la joven viuda cuyo día le había entregado más dudas que respuestas. Se sentó con su mirada inclinada en un ángulo de cuarenta y cinco grados; remarcaba con su postura que no era un invitado, sino un servidor, y que se encargaría de cumplir al pié de la letra con lo dictado.
—Estará atascada en el borde de la respuesta y no puede saltar. Estará confundida y no conoce la ruta. —murmuró despacio. Debía cuidar dos cosas: no sobresaltar a su ama ni hacer saber a los otros empleados de qué estaban hablando— O es posible que no baste con saberlo y que falte un elemento para salir de ese pozo sin fondo.
Con la acaudalada mujer era así, con una breve reseña de su estado de ánimo, ya que de otra manera difícilmente articulaba más de dos palabras que equivalían a cero. Para que una semilla germinara, sobretodo las de capa más dura, era necesario que se cumplieran una multiplicidad de factores: temperatura idónea, humedad del suelo, una cantidad determinada de rayos de sol al día, y milímetros de agua variantes según el tipo de semilla. Así también lo hacía Quentin cada vez que la mujer lo necesitaba, dando espacios para que se volviera a sentir persona después de toda una jornada laboral que la marcaba como un aparato de relojería.
Se permitió el maestresala desviar su vista del suelo y observar vaporosamente los ojos encendidos de Bárbara. Su mirada mostraba un brillo en particular dependiendo de la situación. En este caso, una altivez resurgida de las cenizas la atravesaba de lado a lado.
—Permítame decirle, madame, que posee unos ojos que aunque no los encontrara reposando en su rostro, sabría que le pertenecen de todas formas; es porque por ellos sale todo lo que usted no expresa por la boca y usted calla más de lo que aconseja la Iglesia a la mujer. Inquietos viven al ser testigos verídicos de lo que le ha acontecido este día. Saltan a la luz, es lo que veo. Lo importante es el significado de aquello, algo sobre lo que sólo usted tiene certeza —hizo una pausa para quedarse observando la ventana frente a ellos. A Bárbara había que hablarle y también darle su espacio. De otra manera, la asfixiabas— Si usted considera pertinente compartirlo con este palafrenero, acataré con una venda en los ojos.
Podía ser cualquier cosa, considerando el amplio historial de su ama. Se trataba de una viuda y joven mujer, dueña de un banco inyectado en el mundo masculino. Aquello podía generar aversión en el resto de las personas, tanto en hombres como en otras mujeres. Quentin no los culpaba, pues ellos no la conocían como él, no tenían idea de la fuerza que tenía. Podía ser que el mayordomo no fuese íntimo de la fémina, pero eso no quería decir que no tuviera grado alguno de cercanía. Después de todo, prácticamente vivían juntos y aquello ya significaba por sí solo. A pesar de eso, la última palabra no la tenía él, sino ella.
El té de ambos humeaba vigorosamente. Una respuesta era esperada. La herramienta serviría a la cabeza.
Quentin Debussy- Humano Clase Media
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Re: La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
Cuando el mayordomo hacía aquel despliegue de conocimientos sobre su persona, Bárbara era realmente tomada por sorpresa. Ellos compartían gran parte del día, Quentin estaba a su servicio sin importar la hora en la que ella lo necesitase. En ocasiones, su silencio y postura rígida y elegante, le hacían olvidar que él se encontraba en la misma habitación, y la viuda solía imaginar que era un mueble más en su casa. Pero era mucho más eficiente que eso, y ella lo sabía, por aquel motivo, había decidido confiar en él, entregarle una parte de la partida que ella estaba jugando. Podía salir mal, pero no se gana siendo prudente. Demasiado tiempo en las mismas estructuras, demasiado tiempo creyendo en los mismos hombres, le había enseñado que era hora de tomar la baraja y repartir. Había llegado el momento de mover sus piezas y poner en jaque a la reina. A fuerza de golpes, Bárbara había endurecido cada faceta de su alma, cada rincón de su cuerpo estaba perfectamente sincronizado con la frialdad que había adquirido por una vida llena de embates y reveses. Se había cansado de recibir sin devolver. Tenía dinero, poder y era subestimada, todo lo que una persona necesita para triunfar. Además, confiaba plenamente en su inteligencia. Estaba segura que su destino era llegar lejos, pero no le había sido fácil; pero no renegaba de su suerte, disfrutaba mucho más de un logro cuando éste le costaba. Siempre había elegido el camino más difícil: la soledad. Y de esa forma, no tenía aliados leales ni quienes le advirtieran sobre las encrucijadas en las que la encerraban. Pero era hora de patear el tablero y cambiar la estrategia.
Quentin tomó asiento ante la atenta y penetrante mirada de Bárbara, que había mutado de la suspicacia a lo inescrutable. La chispa que hasta hacía segundos había dejado avistar, había desaparecido por completo. Le permitió acomodarse, y esperó que ambas tazas hubieran fusionado sus humos. El aroma los envolvía, otorgándole a la atmósfera la serenidad necesaria para tratar un tema de cabal importancia. Bárbara era consciente de que estaba a punto de colocarse en las manos de su mayordomo, no era un espía experto, un mercenario, siquiera un abogado, era un empleado común y corriente al cual, en caso de aceptar, le cambiaría la vida, lo introduciría en un mundo peligroso, de hombres sanguinarios que lo aplastarían como a un insecto sin titubear un momento. Por unos instantes, pesó sobre su consciencia la suerte de Debussy, pero le expondría la situación y él decidiría qué hacer. El mundo actual, obligaba a hacer sacrificios en pos del bienestar. Había que tener la sangre helada para saber quiénes debían ser entregados primero, y si bien la idea de convertir a su empleado en un cuasi chivo expiatorio no le era demasiado atractiva, sabía que su perfil bajo y su inteligencia era lo que, justamente, necesitaba. Y además, aunque sonase en extremo exagerado, sabía que él le sería fiel. Que no la entregaría como una ofrenda de Viernes Santo.
—Usted sabe, Quentin, que soy una mujer sin rodeos, que no me iré por la tangente a la hora de hablar de mis negocios —podía sonar desconcertante, por lo que decidió continuar sin pausa— Lo que voy a ofrecerle, puede ser peligroso, puede hasta costarle la vida. No sé si usted tiene familia, esposa, prometida, hijos o padres. Me siento obligada a advertirle que, en caso de aceptar lo que a continuación voy a ofrecerle, tanto su merced como yo, podemos terminar muertos, en el mejor de los casos —entrelazó los dedos de sus manos, y se inclinó levemente hacia la mesa— Y, está de más aclarar, pero voy a hacerlo, no puede comentarlo con nadie. Pondré mi integridad, mi fortuna, sobre usted, por ello, antes de expresar cuál es ésta tarea que tanto suspenso está requiriendo, debo saber si está dispuesto a arriesgarlo todo…por mí —sentenció con su habitual tranquilidad, aunque el tono de su voz denotaba la seriedad que la situación requería. No era la clase de mujer que engrandeciera absolutamente nada.
Como si se encontrasen conversando sobre las refacciones de la residencia, Bárbara volvió a su postura rígida, escasos centímetros alejada del respaldar, y tomó la taza de té entre su índice y su pulgar. Se llevó el borde a los labios, los cuales apenas humedeció con la infusión. Estaba deliciosa, la relajaba. Quentin sabía la manera perfecta para que su té tuviera la consistencia ideal, la dulzura justa; hasta el color del mismo era inapelable. Conocía la pericia de aquel hombre, sabía de su competencia. Mientras se tomaba el tiempo para estudiarlo, en su mente trazaba las líneas de lo que había planeado. Era arriesgado, sí. Tenía todas las de perder, también. Pondría en riesgo todo cuanto había conseguido, además. Hasta era posible que, en caso de ser descubierta, las represalias contra ella ni siquiera atentaran contra su vida, pero sí minarían su reputación, le cerrarían todas y cada una de las puertas, pisotearían su imagen, y el imperio que tanto le había costado mantener y hacer crecer, desaparecería por completo. Eso no era como matarla, era mucho peor. Se convertiría en un despojo humano. Pero, de no continuar con lo que había tramado, también llegaría a ese punto, aún estaba a tiempo de dar vuelta la partida. Dependía de Quentin, y depender de alguien, jamás le había gustado.
Quentin tomó asiento ante la atenta y penetrante mirada de Bárbara, que había mutado de la suspicacia a lo inescrutable. La chispa que hasta hacía segundos había dejado avistar, había desaparecido por completo. Le permitió acomodarse, y esperó que ambas tazas hubieran fusionado sus humos. El aroma los envolvía, otorgándole a la atmósfera la serenidad necesaria para tratar un tema de cabal importancia. Bárbara era consciente de que estaba a punto de colocarse en las manos de su mayordomo, no era un espía experto, un mercenario, siquiera un abogado, era un empleado común y corriente al cual, en caso de aceptar, le cambiaría la vida, lo introduciría en un mundo peligroso, de hombres sanguinarios que lo aplastarían como a un insecto sin titubear un momento. Por unos instantes, pesó sobre su consciencia la suerte de Debussy, pero le expondría la situación y él decidiría qué hacer. El mundo actual, obligaba a hacer sacrificios en pos del bienestar. Había que tener la sangre helada para saber quiénes debían ser entregados primero, y si bien la idea de convertir a su empleado en un cuasi chivo expiatorio no le era demasiado atractiva, sabía que su perfil bajo y su inteligencia era lo que, justamente, necesitaba. Y además, aunque sonase en extremo exagerado, sabía que él le sería fiel. Que no la entregaría como una ofrenda de Viernes Santo.
—Usted sabe, Quentin, que soy una mujer sin rodeos, que no me iré por la tangente a la hora de hablar de mis negocios —podía sonar desconcertante, por lo que decidió continuar sin pausa— Lo que voy a ofrecerle, puede ser peligroso, puede hasta costarle la vida. No sé si usted tiene familia, esposa, prometida, hijos o padres. Me siento obligada a advertirle que, en caso de aceptar lo que a continuación voy a ofrecerle, tanto su merced como yo, podemos terminar muertos, en el mejor de los casos —entrelazó los dedos de sus manos, y se inclinó levemente hacia la mesa— Y, está de más aclarar, pero voy a hacerlo, no puede comentarlo con nadie. Pondré mi integridad, mi fortuna, sobre usted, por ello, antes de expresar cuál es ésta tarea que tanto suspenso está requiriendo, debo saber si está dispuesto a arriesgarlo todo…por mí —sentenció con su habitual tranquilidad, aunque el tono de su voz denotaba la seriedad que la situación requería. No era la clase de mujer que engrandeciera absolutamente nada.
Como si se encontrasen conversando sobre las refacciones de la residencia, Bárbara volvió a su postura rígida, escasos centímetros alejada del respaldar, y tomó la taza de té entre su índice y su pulgar. Se llevó el borde a los labios, los cuales apenas humedeció con la infusión. Estaba deliciosa, la relajaba. Quentin sabía la manera perfecta para que su té tuviera la consistencia ideal, la dulzura justa; hasta el color del mismo era inapelable. Conocía la pericia de aquel hombre, sabía de su competencia. Mientras se tomaba el tiempo para estudiarlo, en su mente trazaba las líneas de lo que había planeado. Era arriesgado, sí. Tenía todas las de perder, también. Pondría en riesgo todo cuanto había conseguido, además. Hasta era posible que, en caso de ser descubierta, las represalias contra ella ni siquiera atentaran contra su vida, pero sí minarían su reputación, le cerrarían todas y cada una de las puertas, pisotearían su imagen, y el imperio que tanto le había costado mantener y hacer crecer, desaparecería por completo. Eso no era como matarla, era mucho peor. Se convertiría en un despojo humano. Pero, de no continuar con lo que había tramado, también llegaría a ese punto, aún estaba a tiempo de dar vuelta la partida. Dependía de Quentin, y depender de alguien, jamás le había gustado.
Off: Sé que no tengo perdón por la demora. Mil disculpas.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
Algo en el aire se detuvo cuando Bárbara expuso, como siempre, en un brillante y sintetizado párrafo matices de lo que le afectaba. Era la costumbre, una protección. Hablaban insinuando, jamás de forma directa. Era demasiado arriesgado incluso entre esas cuatro paredes. Quienes tenían poder no volvían a estar solos. No podían. Si bien ya era peligroso rodearse de agentes para movilizar sus recursos, avanzar sin ellos era sentir la soga al cuello gratuitamente. Por eso era imprescindible elegirlos con cuidado. Bárbara lo había elegido a él, junto a un par de empleados más de su confianza, pero cada uno tenía su función.
Quentin esbozó una media sonrisa con la mirada fija en la taza de té que saboreaba su señora. No la vería directamente después de esa daga que lanzó. Era un tema serio; las presiones sobraban. Sonreía porque venían tiempos teñidos de rojo y negro, y él sería el encargado de administrarlos. Para eso estaba allí, más que para cualquier otra competencia. El mayordomo estaba seguro de que moriría pronto. A lo mejor no al día siguiente, pero sí en unos cuantos años más, cuando se hubiera agotado su utilidad. Él no renunciaría; no lo haría nunca. Había dedicado cada uno de sus días en convertirse en quien era, y no dejaría de serlo por propia voluntad. Esta herramienta no sería guarecida en un cajón; se aplicaría su uso hasta verse romper su filo.
—Madame Destutt de Tracy, desde el momento en que me permitió poner un pié en esta mansión, supe a lo que venía. Hice un juramento. Es cierto que no me incliné a sus pies expresamente pronunciando palabras inquebrantables, pero sí lo hice dentro de mí cada año que me instruí como maestresala. —suspiró con lo cercanos que se le hacían aquellos días— Juré ser una herramienta en manos de mi ama, usted. Me moverán solamente los asuntos que a usted incumben y por las razones que su persona detenta. Salvaguardar sus cimentos y todo lo que está edificado en ellos no es mi labor; es mi vida. Sólo tendré esposa e hijos si usted me lo ordena. No cuestionaré. Únicamente actuaré en contra de su voluntad cuando ésta sea extremadamente nociva para usted, reservándole el derecho a aleccionarme si lo considera pertinente. Porque mi primera, segunda, y tercera razón de ser es servirle y acompañarla en sus caminos, sobretodo en los más siniestros. En esos hace falta avanzar sin titubear. Dudar es mortal en senderos inestables y traicioneros.
Miró hacia la ventana cerrada unos instantes. Allá afuera el viento golpeaba el pelaje de la vegetación, mientras en el interior el escenario era de una sombría quietud. Resultaba aterrador poder escuchar los propios pensamientos; escuchar los de otro era un asunto distinto, el doble de intenso. Volvió la vista a Bárbara. Era una mujer joven. Nada más triste que una viuda novicia. Pero al vela no había ni un rastro de esa melancolía. Era como una roca arrastrada por los rápidos; se había adaptado a ellos. De otra forma sucumbiría. ¿Eran tan diferentes artífice y artefacto?
—Estoy atento a oír mis próximas urgentes tareas, Madame. Veré que sus intenciones lleguen al puerto que usted ha fijado. Y si hemos de ver el final de nuestras vidas, juro hacer de mi cadáver un mártir para no ver caer antes el suyo. —ingirió el primer sorbo de la humeante bebida. Tenía el presentimiento de que bebería el resto a bajas temperaturas.
Quentin esbozó una media sonrisa con la mirada fija en la taza de té que saboreaba su señora. No la vería directamente después de esa daga que lanzó. Era un tema serio; las presiones sobraban. Sonreía porque venían tiempos teñidos de rojo y negro, y él sería el encargado de administrarlos. Para eso estaba allí, más que para cualquier otra competencia. El mayordomo estaba seguro de que moriría pronto. A lo mejor no al día siguiente, pero sí en unos cuantos años más, cuando se hubiera agotado su utilidad. Él no renunciaría; no lo haría nunca. Había dedicado cada uno de sus días en convertirse en quien era, y no dejaría de serlo por propia voluntad. Esta herramienta no sería guarecida en un cajón; se aplicaría su uso hasta verse romper su filo.
—Madame Destutt de Tracy, desde el momento en que me permitió poner un pié en esta mansión, supe a lo que venía. Hice un juramento. Es cierto que no me incliné a sus pies expresamente pronunciando palabras inquebrantables, pero sí lo hice dentro de mí cada año que me instruí como maestresala. —suspiró con lo cercanos que se le hacían aquellos días— Juré ser una herramienta en manos de mi ama, usted. Me moverán solamente los asuntos que a usted incumben y por las razones que su persona detenta. Salvaguardar sus cimentos y todo lo que está edificado en ellos no es mi labor; es mi vida. Sólo tendré esposa e hijos si usted me lo ordena. No cuestionaré. Únicamente actuaré en contra de su voluntad cuando ésta sea extremadamente nociva para usted, reservándole el derecho a aleccionarme si lo considera pertinente. Porque mi primera, segunda, y tercera razón de ser es servirle y acompañarla en sus caminos, sobretodo en los más siniestros. En esos hace falta avanzar sin titubear. Dudar es mortal en senderos inestables y traicioneros.
Miró hacia la ventana cerrada unos instantes. Allá afuera el viento golpeaba el pelaje de la vegetación, mientras en el interior el escenario era de una sombría quietud. Resultaba aterrador poder escuchar los propios pensamientos; escuchar los de otro era un asunto distinto, el doble de intenso. Volvió la vista a Bárbara. Era una mujer joven. Nada más triste que una viuda novicia. Pero al vela no había ni un rastro de esa melancolía. Era como una roca arrastrada por los rápidos; se había adaptado a ellos. De otra forma sucumbiría. ¿Eran tan diferentes artífice y artefacto?
—Estoy atento a oír mis próximas urgentes tareas, Madame. Veré que sus intenciones lleguen al puerto que usted ha fijado. Y si hemos de ver el final de nuestras vidas, juro hacer de mi cadáver un mártir para no ver caer antes el suyo. —ingirió el primer sorbo de la humeante bebida. Tenía el presentimiento de que bebería el resto a bajas temperaturas.
Quentin Debussy- Humano Clase Media
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Re: La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
Se habría sorprendido del discurso de Debussy, si no hubiera creído en ese hombre desde que lo conoció. Era casi tan joven como ella, pero tenía en la mirada algo tan indescifrable, que a la viuda no hizo más que causarle, en primera instancia, admiración, y luego un respeto que, con el correr del tiempo –tiempo que empleó en conocer a fondo el comportamiento del empleado- fue convirtiéndose en confianza. Sin que él se percatara, lo había observado desde distintos sitios, había contratado personal especializado que serían sus orbes cuando no estuviese, y no debían moverse de la nuca del mayordomo. Su reputación y su comportamiento eran impecables, y eso le bastaba para saber que él era la herramienta que tanto estaba necesitando. Aún le incomodaba el hecho de tener que abrir el juego con él, pero sabía que siendo celosa de su intimidad y regateando la lealtad ajena, sólo había conseguido que se le adelantaran. Era perdido por perdido. Bárbara debía ser osada, y en una mujer como ella, que era extremadamente conservadora, celosa de sí misma y reservada, era un verdadero reto; pero debía superarlo si quería mantenerse en pie.
—Debe volverse invisible, Quentin. Lo he observado, usted puede estar a mis espaldas sin que yo lo note, pero me respeta demasiado como para importunarme, y siempre me hace saber que está allí. Se lo agradezco —se acomodó suavemente en la silla, y entrelazó sus dedos. —No debe permitir que nadie note su presencia, no pueden verlo, no pueden olerlo, no pueden siquiera, sospechar que está rondándolos. Sé que no es una tarea fácil, puedo conseguir que lo entrenen, pero siento que no le hace falta un mentor —el tono de su voz cambió con ligereza, mutando de seriedad a una cierta complicidad. —No es fácil lo que le estoy pidiendo, y aún no he llegado a la mejor parte —agregó, antes de sorber un pequeño trago de su té. —Permiso.
Se puso de pie y desapareció de la habitación unos minutos. Se dirigió hacia un rincón del cuarto contiguo, donde escondía entre cajones un manojo de llaves, que le costó despegar de la madera. Luego se dirigió hacia un cofre, que se encontraba escondido debajo de una tabla del piso. Le molestó tener que arrodillarse en el suelo, y terminó raspándose los dedos, pero era menester que nadie la observase. Del hueco que había quedado formado, extrajo un cofre, que poseía cinco cerraduras, que fue abriendo una por una, tras sentarse en un escritorio. De allí, sacó unas cartas, las cuales controló antes de volver todo a su lugar. Por último, tapó con la alfombra estilo persa ese sitio secreto. Era un cliché, pero la mansión tenía demasiadas habitaciones, para que llegasen tan rápido a una que se encontraba junto a su alcoba personal. Se revisó frente a un espejo, se acomodó ligeramente los bucles, secó las dos diminutas gotas de sudor de su frente, y regresó recompuesta, hacia el sitio donde el mayordomo había quedado.
—Aquí tiene nombres —apoyó, tres de las seis cartas, junto a la taza de té de Quentin, y volvió a sentarse, sin darle tiempo a que él le corriese la silla. —Debe memorizarlos ahora mismo. El primer sobre contiene a empleados del banco que deben ser vigilados, y sus respectivas direcciones; el segundo, son tres inversionistas que sospecho están traicionándome, también están sus direcciones. Y el tercero, son dos antiguos socios de mi difunto esposo, que abandonaron la sociedad una vez que Lord Turner hubo fallecido —relató con la parsimonia que la caracterizaba, cargada de firmeza. —Como no contamos con demasiado tiempo, tiene… —giró un reloj de arena— exactamente dos minutos para memorizar todos esos datos y luego quemar, frente a mí, esos papeles. Lamento los tiempos acotados, Monsieur, pero como sabrá, una mujer de mi posición no puede darse el lujo de esperar.
—Debe volverse invisible, Quentin. Lo he observado, usted puede estar a mis espaldas sin que yo lo note, pero me respeta demasiado como para importunarme, y siempre me hace saber que está allí. Se lo agradezco —se acomodó suavemente en la silla, y entrelazó sus dedos. —No debe permitir que nadie note su presencia, no pueden verlo, no pueden olerlo, no pueden siquiera, sospechar que está rondándolos. Sé que no es una tarea fácil, puedo conseguir que lo entrenen, pero siento que no le hace falta un mentor —el tono de su voz cambió con ligereza, mutando de seriedad a una cierta complicidad. —No es fácil lo que le estoy pidiendo, y aún no he llegado a la mejor parte —agregó, antes de sorber un pequeño trago de su té. —Permiso.
Se puso de pie y desapareció de la habitación unos minutos. Se dirigió hacia un rincón del cuarto contiguo, donde escondía entre cajones un manojo de llaves, que le costó despegar de la madera. Luego se dirigió hacia un cofre, que se encontraba escondido debajo de una tabla del piso. Le molestó tener que arrodillarse en el suelo, y terminó raspándose los dedos, pero era menester que nadie la observase. Del hueco que había quedado formado, extrajo un cofre, que poseía cinco cerraduras, que fue abriendo una por una, tras sentarse en un escritorio. De allí, sacó unas cartas, las cuales controló antes de volver todo a su lugar. Por último, tapó con la alfombra estilo persa ese sitio secreto. Era un cliché, pero la mansión tenía demasiadas habitaciones, para que llegasen tan rápido a una que se encontraba junto a su alcoba personal. Se revisó frente a un espejo, se acomodó ligeramente los bucles, secó las dos diminutas gotas de sudor de su frente, y regresó recompuesta, hacia el sitio donde el mayordomo había quedado.
—Aquí tiene nombres —apoyó, tres de las seis cartas, junto a la taza de té de Quentin, y volvió a sentarse, sin darle tiempo a que él le corriese la silla. —Debe memorizarlos ahora mismo. El primer sobre contiene a empleados del banco que deben ser vigilados, y sus respectivas direcciones; el segundo, son tres inversionistas que sospecho están traicionándome, también están sus direcciones. Y el tercero, son dos antiguos socios de mi difunto esposo, que abandonaron la sociedad una vez que Lord Turner hubo fallecido —relató con la parsimonia que la caracterizaba, cargada de firmeza. —Como no contamos con demasiado tiempo, tiene… —giró un reloj de arena— exactamente dos minutos para memorizar todos esos datos y luego quemar, frente a mí, esos papeles. Lamento los tiempos acotados, Monsieur, pero como sabrá, una mujer de mi posición no puede darse el lujo de esperar.
Bárbara Destutt de Tracy- Humano Clase Alta
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Re: La lealtad de un mayordomo [Bárbara Destutt de Tracy]
Quentin esbozó una controlada semisonrisa cuando su ama se puso de pié. La señora Destutt de Tracy pedía permiso aunque la casa y todo lo que estaba adentro le perteneciera. Debía ser porque había sido criada bajo la regla masculina y se le había quedado pegado, sin querer, que cada vez que se levantaba frente a un varón debía disculparse.
—Vuestra merced es dotada de gentileza, pero con el respeto que merece la señora, no es mi función hacer que los asuntos pendientes que pueda tener sean sencillos. Estoy aquí para complicar un poco las cosas hacia el lado de la balanza que os convenga. —dijo antes de verla desaparecer.
¿Adónde había ido Bárbara? Quentin no se lo preguntó; lo sabía. Porque conocía cada rincón de la casa. Era una de las lecciones que le había impartido su primera ama antes de morir «Memoriza cada habitación, cada clavo y tabla, porque puede salvarte la vida, pero más importante, puede salvar la mía». Nunca había revisado con sus propias manos, pero bastaba con pisar ese determinado lugar para darse cuenta del escondite. Aunque claro, nadie tendría tanto tiempo ni paciencia como para medir la vibración de sonido de cada metro cuadrado.
Cuando recibió los sobres, el quedó de repente silencioso. Pero se mantuvo inmóvil, con el mentón en alto para mentalizarse en el objetivo. Luego bajó el rostro, sacó su abrecartas y leyó uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. ¿Qué podía decir de esos nombres? Que representaban a la clase alta de manera calcada. Podía calzar una Marie d’Agoult o un Charles de Foucauld, pero ningún Quentin Debussy, por supuesto. Ahora entendía por qué debía hacer arder esa información en aquel preciso instante.
—Con un minuto será suficiente. —anunció antes de sacar su yesquero y hacer saltar la chispa en el papel.
Hizo un par de movimiento de manos cual ilusionista, y lo que había sido un papel se desvaneció en el aire, como un acto de magia.
—Evidente, señora. Lo que tiene de mesurada lo tiene de cautelosa. Con el sólo hecho de leer esos nombres se le pone precio a la propia cabeza. Ha sido una jugada osada, pero hábil. Ahora los dos nos podemos decretar con riesgo de muerte, aunque vale más su vida que la de este servidor. Ahora aunque me narcotizaran y anularan mi voluntad, no podría traicionarla.
Él era de mente científica, necesitaba de una mente que lo respaldara y necesitara, como Bárbara. Pero era realmente impersonal, con la finura de una elegante pieza de maquinaria. Igualmente reemplazable, lo sabía. Era demasiado frío, demasiado destructivo para preocuparse realmente por alguien. Tenía, al igual que su ama, un sentido secreto de poder, de indestructividad inexpresable y de fatal bondad a medias, una especie de podredumbre en la voluntad.
Se puso de pié dándole una reverencia a la señora de la casa apenas se vio reincorporado y habló en voz baja:
—No está de más recordar que desde que sus sobres ya no existen, el tiro de partida ha sido disparado. El cuidado que impartiré a vuestra merced deberé duplicarlo. Así que permítame seguirla. Verá, aunque la edad de nuestros cuerpos esté cercana, el camino recorrido es absolutamente diferente. Y no tiene por qué saberlo todo; sólo la parte que corresponde a su mundo. Pero oídme si os caben las ansias: La humanidad es una inmensa mentira acumulada, y una mentira inmensa es menos que una pequeña verdad. La humanidad es menos, mucho menos que el individuo, porque el individuo puede a veces ser capaz de verdad, y la humanidad es un árbol de mentiras. Y ellos dicen que el amor es la mayor de las cosas; persisten diciendo esto los desvergonzados mentirosos, y mire sencillamente lo que hacen. Mire los millones de personas que se repiten cada minuto que el amor es lo más grande, que la caridad es lo más grande…, y mire lo que están haciendo todo el tiempo. Por sus obras los conocerá como sucios, embusteros y cobardes, que no osan atenerse a sus propias acciones y mucho menos a sus propias palabras. Muchos cotillearán a sus espaldas, mi señora, que ya debería haberse vuelto a casar y haber parido al menos un hijo a estas alturas de su vida. Mas brinde usted hoy, y con sus enemigos si quiere, más vigorosa que nunca, porque no pueden amenazarla con su familia.
—Vuestra merced es dotada de gentileza, pero con el respeto que merece la señora, no es mi función hacer que los asuntos pendientes que pueda tener sean sencillos. Estoy aquí para complicar un poco las cosas hacia el lado de la balanza que os convenga. —dijo antes de verla desaparecer.
¿Adónde había ido Bárbara? Quentin no se lo preguntó; lo sabía. Porque conocía cada rincón de la casa. Era una de las lecciones que le había impartido su primera ama antes de morir «Memoriza cada habitación, cada clavo y tabla, porque puede salvarte la vida, pero más importante, puede salvar la mía». Nunca había revisado con sus propias manos, pero bastaba con pisar ese determinado lugar para darse cuenta del escondite. Aunque claro, nadie tendría tanto tiempo ni paciencia como para medir la vibración de sonido de cada metro cuadrado.
Cuando recibió los sobres, el quedó de repente silencioso. Pero se mantuvo inmóvil, con el mentón en alto para mentalizarse en el objetivo. Luego bajó el rostro, sacó su abrecartas y leyó uno, dos, tres, cuatro, cinco y seis. ¿Qué podía decir de esos nombres? Que representaban a la clase alta de manera calcada. Podía calzar una Marie d’Agoult o un Charles de Foucauld, pero ningún Quentin Debussy, por supuesto. Ahora entendía por qué debía hacer arder esa información en aquel preciso instante.
—Con un minuto será suficiente. —anunció antes de sacar su yesquero y hacer saltar la chispa en el papel.
Hizo un par de movimiento de manos cual ilusionista, y lo que había sido un papel se desvaneció en el aire, como un acto de magia.
—Evidente, señora. Lo que tiene de mesurada lo tiene de cautelosa. Con el sólo hecho de leer esos nombres se le pone precio a la propia cabeza. Ha sido una jugada osada, pero hábil. Ahora los dos nos podemos decretar con riesgo de muerte, aunque vale más su vida que la de este servidor. Ahora aunque me narcotizaran y anularan mi voluntad, no podría traicionarla.
Él era de mente científica, necesitaba de una mente que lo respaldara y necesitara, como Bárbara. Pero era realmente impersonal, con la finura de una elegante pieza de maquinaria. Igualmente reemplazable, lo sabía. Era demasiado frío, demasiado destructivo para preocuparse realmente por alguien. Tenía, al igual que su ama, un sentido secreto de poder, de indestructividad inexpresable y de fatal bondad a medias, una especie de podredumbre en la voluntad.
Se puso de pié dándole una reverencia a la señora de la casa apenas se vio reincorporado y habló en voz baja:
—No está de más recordar que desde que sus sobres ya no existen, el tiro de partida ha sido disparado. El cuidado que impartiré a vuestra merced deberé duplicarlo. Así que permítame seguirla. Verá, aunque la edad de nuestros cuerpos esté cercana, el camino recorrido es absolutamente diferente. Y no tiene por qué saberlo todo; sólo la parte que corresponde a su mundo. Pero oídme si os caben las ansias: La humanidad es una inmensa mentira acumulada, y una mentira inmensa es menos que una pequeña verdad. La humanidad es menos, mucho menos que el individuo, porque el individuo puede a veces ser capaz de verdad, y la humanidad es un árbol de mentiras. Y ellos dicen que el amor es la mayor de las cosas; persisten diciendo esto los desvergonzados mentirosos, y mire sencillamente lo que hacen. Mire los millones de personas que se repiten cada minuto que el amor es lo más grande, que la caridad es lo más grande…, y mire lo que están haciendo todo el tiempo. Por sus obras los conocerá como sucios, embusteros y cobardes, que no osan atenerse a sus propias acciones y mucho menos a sus propias palabras. Muchos cotillearán a sus espaldas, mi señora, que ya debería haberse vuelto a casar y haber parido al menos un hijo a estas alturas de su vida. Mas brinde usted hoy, y con sus enemigos si quiere, más vigorosa que nunca, porque no pueden amenazarla con su familia.
Quentin Debussy- Humano Clase Media
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