Misanthropy and Repentance [Elena]

-Hace mucho frío para salir-quiso quejarse la delicada inglesa mientras Francesca jugaba con su dorado cabello y elegía que peinado le sería conveniente usar, pero la decisión de asistir a la función de las siete en el teatro parisino a ver quién sabe qué obra nueva ya estaba tomada mucho antes de lo que ella pudiera refutar.

El invierno ya había comenzado a abrazar con sus fuertes e invisibles brazos a la capital del país francófono, y si bien Elena estaba acostumbrada a las bajas temperaturas de su ciudad natal, se aferraría a cualquier excusa con tal de no pasar más tiempo con William y su insufrible pareja. La española había insistido en que esa noche la joven Grantham tendría deslumbrar a todo el teatro con un vestido color sangre del más fino y brillante satín, adornado con flores doradas  y la más exquisita pedrería que pudieron encontrar. Había sido tan incomodada con toda aquella selección de vestidos, zapatos, peinado, joyas, maquillaje y abanicos, que cuando finalmente llegó uno de los valet a anunciar la llegada el carruaje, la rubia no pudo hacer otra cosa que sonreír aliviada y prácticamente lanzarse a su mecanismo de transporte.

El trayecto hacia el teatro fue lento y perturbador para la joven aristócrata, sus compañeros de viaje no habían parado de platicar sobre la gente que asistiría a la obra, la elección de vestidos que debían de  haber hecho  las otras damas de la alta sociedad y, por supuesto, de los chismes que saldrían a la luz después del evento, pues para los de alta cuna de la ciudad siempre habría un escándalo a la vuelta de la esquina. Elena se dedicó a observar por la pequeña ventana de su puesto, y no pudo evitar soltar un fuerte suspiro de alivio cuando arribaron a su destino.

París siempre se había caracterizado por su fineza en el área de las artes, y aquella noche le hacía honor a todas las alabanzas que recibía. La edificación del teatro era amplia y elegante, sus empleados iban en perfecta armonía con él y las familias que llegaban eran el toque final que hacía que el lugar pareciera sacado de la más bella novela de fantasía. La entrada a los palcos se encontraba en el centro y sus escaleras se dividían hacia ambos costados de la sala, William y Francesca habían logrado conseguir una ubicación envidiable, justo al lado del palco reservado a la realeza, por lo que se apresuraron a subir para darle inicio a la faena de críticas que vendría después.

Elena, embelesada con su alrededor, demoró un poco más en tomar las escaleras y mientras subía se dedicó a observar el decorado que había; pinturas, acabados del tapiz en las paredes y el fino tapete que recorría la estancia en su totalidad. Tal fue su estado de distracción, que la joven rubia terminó por tropezar con un caballero que también se disponía a encontrar su palco.

-Os ruego que me perdone- dejó escapar en un hilo de voz a la vez que salía de su ensueño y esperaba a ver el rostro de su atropellado.

Una punzada casi eléctrica recorrió el cuerpo de Elena cuando se sintió meticulosamente observada por el alto caballero, pero así sus más profundos instintos gritaran "peligro" ante él, no había podido evitar caer encantada ante aquellos ojos azules y apariencia gallarda. Cáel Gyldenløve era por mucho el hombre más atractivo y elegante con el cual se había topado en París, y por su acento y porte tampoco parecía ser oriundo de ahí.

-Elena Grantham- atinó a decir en cuanto se percató de que su nuevo conocido se calaba el fino sombrero y se preparaba a seguir su camino- Un placer, Monsieur.-
La joven inglesa observó su alrededor y notó que algunas de las personas que hacía menos de cinco minutos merodeaban por ahí habían desaparecido, en su mayoría quedaban sirvientes y familias cuyos carruajes habían demorado más de lo esperado y eso sólo podía significar que la obra estaba próxima a dar inicio.

-Mademoiselle, si gusta puede compartir mi palco. Le invitaría con mucho gusto a una copa de buen vino durante la función.-Las palabras de Monsieur Gyldenløve hicieron que Grantham sintiera otra peculiar oleada de punzadas, con la diferencia de que esta vez no las había experimentado únicamente por instinto, ahora en ellas había siembra de interés, curiosidad y la más inocente picardía. Observó atentamente como el galante caballero hacía una reverencia, la miraba directo a los ojos y partía escaleras arriba dejando un "estaré esperándola" que en cuestión de segundos ya se había llevado todo el aire que quedaba en la gran escalera.

Si de cualquier otra ocasión se tratase, la rubia habría hecho caso omiso a la propuesta exhibida y se dispondría a llegar a su propio palco, pero muchas otras cosas jugaban un papel importante en su nuevo dilema. En primera instancia lo lógico era disfrutar de la obra en familia y luego discutirla de vuelta a casa en el carruaje, pero para Elena eso no constituía un momento ameno ni feliz. Conversar con un misterioso y apuesto hombre de alta cuna con el cual podría disfrutar de una copa de vino mientras transcurría la pieza, por otro lado, sonaba como algo exquisito y que seguramente sí la haría pasar un buen rato.

Emprendió entonces su camino trazando con sus piernas la misma ruta usada por el oji azul. Había gastado unos dos minutos decidiendo qué hacer, por lo que cuando arribó a su destino, el caballero ya había retirado su casaca y sombrero y ahora se disponía a fumarse un cigarro.

-Excusez-moi, Monsieur Gyldenløve- Pronunció a la vez que daba un tímido paso hacia delante, entrando por completo al lujoso palco del teatro. No muy lejos de este estaba el lugar reservado para William, Francesca y ella, pero la pareja parecía no haber notado su ausencia, cosa que le relajaba y sobretodo, detonante final para que su decisión de acompañar a Cáel fuese definitiva. La inglesa permitió que un siriviente le retirara la pesada piel que cargaba como abrigo y la escoltara hacia su lugar, junto al dueño del palco. -Espero no os hayáis arrepentido de solicitar mi compañía, Monsieur.- Comentó ya más confiada de sí misma mientras que con sus ojos buscaba la azul mirada del caballero.

La rubia sintió como el galante caballero la contemplaba de arriba a abajo, acto que en otra época habría hecho que perdiera toda confianza en si misma, pero ya no era la chiquilla de antaño, ahora se sentía más fuerte y un hombre apuesto cualquiera no la haría tartamudear.

-Inglaterra es mi tierra natal -Respondió con una leve sonrisa a la vez que sus ojos danzaban entre los del noruego y el palco de su hermano -Monsieur Gyndenløve, prácticamente nadie se percata de mi acento, de hecho es usted el primero en hacerlo desde que arribé de Londres...¿Por qué?- Su voz era un tanto traviesa, sin llegar a ser coqueta ni atrevida -Encuentro imposible que sea usted un profesor de francés, pues de ser así dudo que estaría aquí, entonces ¿Tal vez compartimos la misma posición de extranjeros?-

Observó con una sonrisa dibujada en su fino rostro como Cáel bebía un trago de vino que hizo que sus papilas gustativas se antojaran del mismo, las luces del teatro seguían siendo altas y los últimos espectadores en llegar se ubicaban en sus asientos. Notó que Francesca ya empezaba a inspeccionar la instalación con ojos de águila, probablemente buscándola a ella, así que su plan había funcionado: sus tutores no pasarían una noche tan buena gracias al misterioso hombre que en ese mismo instante acababa de ofrecerle un cigarro.

Con un gesto delicado tomó un ejemplar de la cigarrera expuesta ante ella, llevándolo lentamente a sus labios a la vez que uno de los sirvientes le acercaba fuego para encenderlo. Elena no fumaba nunca, no porque no le placiera el sabor que dejaba en su boca un buen tabaco, sino porque en su mansión, William se ensañaba en alejarla de cualquier vicio. Aspiró un poco del calor que le dejaba su nueva adquisición, y sin dejar de observar a Cáel dejó salir de su boca el más fino humo.

-Tiene usted un exquisito gusto para el cigarro, Monsieur - Le comentó de manera casi despreocupada dentro de los parámetros de su educación.- ¿Son de por aquí?-

Tras dejar salir sus palabras notó como las luces comenzaban a ponerse más tenues y la primera campanilla de aviso sonaba con delicadeza. La función debía estar por empezar.