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La Tríada de los Malditos [Schmetterling Verner/Melkhior] 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Raimondo di Medici Dom Sep 22, 2013 12:52 pm

So Cold by Breaking Benjamin on Grooveshark

Noche en Roma. Temperatura 5ºC. Invierno. 21 horas y unos cuantos despreciables minutos.

El rey de Italia había llamado unos pocos temblorosos súbditos a formar parte de una cacería nocturna en la cual montados a caballo perseguirían al zorro rojo. ¿Temblorosos? Sí, vibraba la carne de los nobles llamados a participar, pero no por el frío del invierno, sino por el acero helado que se desprendía de los ojos del monarca, del bien llamado “rey sanguinario”. Había llamado a socios y a fieles de la corona porque amigos no tenía; Raimondo pensaba que sólo un loco peor que él tendría amistades con tantos cuchillos apuntando a su cuello bajo el anonimato de la sombra nocturna. Por eso se armaba de personas cuyos privilegios dependieran de él, para dar riendas sueltas a sus ocurrencias.

Afortunadamente para los invitados, había resultado ser una cacería nocturna a caballo. Raimondo prefería que acontecieran dichos eventos al aire libre de noche; abusaba de que solamente él conocía los terrenos de sus jardines para que fueran los demás quienes corrieran el riesgo de accidentarse sin el amparo de la luz del sol. ¿Por qué? Porque su sadismo no tenía límites, y escuchar cómo se fracturaban los huesos como premonición de los gemidos de dolor que habrían de quebrar el silencio le producía placer. Tendrían que tener cuidado sin que se notara, de eso estaban conscientes los asistentes.

Raimondo olía su miedo. Se lamía los labios sonriente sobre un majestuoso y necio caballo de color bayo moreno. Siempre era divertido ver a las ratas correr despavoridas por el laberinto, sobre todo cuando era el gato quien los observaba.

¡Suelten al zorro! —ordenó con voz férrea como los hielos que en los Alpes suizos habrían de generarse.

Los azotes les dictaron a los corceles la orden de no detenerse, no precisamente para alcanzar a al rojo mamífero, sino para no volver a sus amos la presa del sádico Rey. Si no participaban del juego como él pretendía, habría consecuencias, consecuencias desconocidas que no tenían la curiosidad de conocer. Todos sabían que las mutilaciones de los sirvientes del rey no eran rumores, sino horribles verdaderas, y esa era la razón por la cual el galopeo de los caballos sonaba fuerte contra la tierra, alimentado por el miedo de quienes a los animales montaban. Esperaban llegar al laberinto con prisa, pues ahí el rey los perdería de vista y estarían medianamente a salvo.

Teman, cobardes. No hay olor más exquisito —pensaba Raimondo mientras montaba con bravura, incentivado por su propia arrogancia— Huyan así, pierdan sombreros y prendas en el camino. Su miedo me huele más a mí que a los perros.

Pero no todos huían. El laberinto se encargaría de separar a quienes se escabullían de las pisadas del monarca de los que querían acompañarlas con sus propios pasos. Así lo había planeado el gobernante. Fue así que cuando ingresaron al rompecabezas erigido por arbustos perfectamente podados en busca del zorro, los inexpertos contertulios, carentes de la confianza del rey, hallaron fácilmente la salida y se contentaron con seguir en juego sin rasguño alguno. Lo que ellos no sabían era que ese laberinto no había sido hecho para que fuera difícil encontrar el camino que los llevara fuera, sino para que resultase complejo llegar a su centro, un cuadrado perfecto de una sola entrada al que Raimondo acudió con su corcel mientras que los perdidos continuaban en ese juego sin sentido que él mismo había planeado para generar distracciones.

¿Por qué había llegado a ese lugar secreto del laberinto? Porque el rey había planeado una reunión secreta con dos de sus socios. Había mandado a llamar a una vieja conocida de la infancia cuya crueldad casi se emparejaba con la suya y también a un hombre que, pocos sabían, era inmortal. Les había enviado claras instrucciones de que lo encontraran al centro del laberinto, lugar que encontrarían fácilmente debido a las indicaciones que les había entregado por carta. Ellos acudirían… oh sí, claro que lo harían. Acudirían porque al igual que él, poseían un ímpetu que no los dejaba dormir si no plasmaban su voluntad en la tierra. No podían dormir porque querían algo, porque buscaban un objetivo que los demás no entenderían, porque tampoco serían útiles para la consecución de dicho fin si acaso llegaban a entenderlo.

Por eso se habían reunido en secreto y con exclusividad. Sólo entre ellos se sacarían esa astilla que los volvía locos de impotencia. Habían decidido en su interior que efectivamente morirían, pero sólo cuando su cadáver pudiera reposar sobre las víctimas de su propia elección. Así de fríos, así de calculadores. Serían una tríada infernal de narcicismo puro, siempre en contacto, incendiándose. Y de testigos de aquella reunión no tendrían más que a un par de antorchas, una mesa y tres sillas.

Raimondo aprovechó el tiempo y acarició con su mano enguantada el cuello de su corcel. De alguna manera su contacto resultaba ser más helado que el acero en el que se fundía su espada. Su caballo presentía que algo venía y movía su cabeza hacia los lados lentamente, pero con firmeza. Bien conocía a su dueño y las llamas oscuras que envolvían su alma.

¿Te inquieto, Forte? —le susurraba a su bestia— Espera a conocerlos. Se viene lo bueno.
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Mensaje por Melkhior Dom Sep 29, 2013 10:44 am

La ética y la moral, eran algo universal. Melkhior, gracias a las enseñanazas de su sire, Rasmus, así lo creía. Llevaba milenios vagando por el mundo adoctrinando a todos los vampiros que encontraba y, en cierto modo, infundiendo, mediante el temor por un lado y el respeto por otro, un sentimiento de importancia de la moral en todos los hombres y mujeres que fuera conociendo en su eterno camino. No consideraba que perdiera el tiempo con ello: era su deber. Si pretendía conseguir una utopía perfecta del mundo, pasaba por la moral conjunta y eterna que afectara a todos los individuos.

El rey Raimondo, en concreto, era uno de esos humanos que no se contenterían con recibir un par de lecciones acerca de la ética y la moral, ni Melkhior se contentaría simplemente con explicarle lo que era aquello que debería tener para poder considerarse tan rey como era, para ser digno de dicho título. No, Melkhior, llegado el momento, se encargaría personalmente de que el joven aceptara de una vez por todas el cambio que tendría que dar. Se aseguraría de que diera ese cambio. Pero no ahora, tenía que conseguir una serie de objetivos conjuntos, y ese muchacho sin escrúpulos le era realmente útil.

Para cuando llegó a lomos de su caballo, él ya estaba allí, sólo que el joven rey no se había percatado de su presencia. Su montura, sí. Caminó lentamente acercándose a que seria su interlocutor, notando como la luna, poco a poco, alumbraba su pálido cuerpo y los rubios rizos que coronaban su cabeza, en cuyo rostro se dibujaba una media sonrisa ladeada.

-Celebro veros de nuevo, majestad -dijo en apenas un susurro audible. Para Melkhior todas aquellas formalidades, que cambiaban cada pocos siglos, no eran sino pequeñas muletillas que camuflaban su idioma continuamente- Creí que seríamos tres y no dos los partícipes de este coloquio... no es que no considere a Forte capacitado, sino... -agregó, entre en broma y seriamente, con los ojos clavados en los del joven. Su osadía le resultaba odiosa, pero... los osados y cretinos, confiados de sí mismos y capaces de todo, eran los que al final, siempre salían a flote
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Mensaje por Schmetterling Verner Sáb Oct 12, 2013 1:42 pm

Había sido exactamente a la hora justa en el que los rayos del sol estaban por cubrirse en el horizonte cuando la misiva llegaba a sus manos, a Schmetterling la escena de ver como moría el día y nacía la noche le parecía un espectáculo digno de admirar pues fácilmente podía compararlo a la llama que enciende a la vida de sus víctimas, esa misma que se apaga a medida que hunde el escarpelo sobre las pieles suaves como la porcelana; volviéndolas frías, inertes…sin vida. Sus ojos estrechaban celosamente el cielo que se pintaba a medida que transcurría el tiempo por colores radiantes como purpuras y magentas los cuales maravillosamente creaban otro montón de tonos fundiéndose entre sí para cederle paso a la oscuridad definitiva de un lienzo. Justo cuando el cielo parecía cubrirse por el oscuro manto de había un instante en que éste se teñía de un rojo carmesí, lo curioso, radicaba en la semejanza con la sangre que corría por las venas de sus víctimas, no tenía escrúpulos que valieran lo suficiente como para detenerle en el acto, poco a poco la lista crecía, los nombres que ahí se plasmaban con letra de molde no discriminaba sexos, tampoco edades, mientras más tiernas fueran las pieles que habría de cortar con el escarpelo más deliciosas resultarían las entrañas.

Sonrío desdibujando en su memoria las diferentes facetas de sus asesinatos, el clímax de ellos era lo que más disfrutaba, principalmente los gritos que se mezclaban con las suplicas, pedían la clemencia de un Dios que para Schmetterling no existía, le había abandonado a manos de una madre castrante que se empeñaba en recordarle continuamente la basura en la que se estaba convirtiendo, no obstante, agradecía en silencio pues muy en el fondo aquello lograba poner al límite sus verdaderas capacidades.

La nota era una de las tantas cosas que amaba de el país en el que se encontraba actualmente, sus principios eran custodiados por uno de los hombres más poderosos de la potencia llamaba Italia, ahí, Raimondo el mismo rey sanguinario al que todos temían pero al que la alemana no escatimaba en obtener algún beneficio para su persona –siempre y cuando no estuviera en peligro su propia vida- pues si algo que amase más que a la muerte era su existencia ¿qué sería de sus futuras víctimas sin un verdugo digno de admirad su belleza? Los pómulos de la blanca mujer reflejaron su intrépida sonrisa, la cual nunca se sabía si era por el furor del montón de posibilidades que barajeaba en su cabeza, una reunión a manos de su majestad le proveería quizá de una visión distinta ¿una victima digna de saborear? O quizá, una forma diferente de cazar a quiénes tuviera las características idóneas para asesinarlos.

No era cuestión de matar por matar, mientras más entretenida fuera la caza y la tortura que llevase a cabo mejores resultados habría en la satisfacción personal de la caníbal.

-Estaba dispuesta a saborear la carne de un pichón- mencionó con doble sentido -Cuando me interrumpió la mucama con vuestra misiva su majestad- añadía la hermosa mujer cubierta de un vestido negro como el azabache justamente idéntico al color del corcel que manejaba con maestría los cuales parecían fundirse el uno con el otro, lo hacia abiertamente sin ninguna clase de principio moral o temor a ser juzgada, ya que ambos personajes que estaban frente a ella no eran precisamente unos puritanos exentos del dolor, de la sangre o del terror, la triada estaba compuesta por jinetes especializados en sembrar el pánico en dónde no lo hubiera, disfrutaban de ver el dolor en los rostros moribundos, no había punto de comparación entre los tres, nunca la habría, sin embargo, a la presunción del asunto se le sumaba la irónica forma de ver el poder sobre las cabezas de los débiles, pues en el reino del hombre tanto como en el del animal, quien sobrevive es el MAS FUERTE.


PD: Mil perdones por la tardanza.
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Mensaje por Raimondo di Medici Mar Oct 29, 2013 11:21 am

Los sonidos de advertencia de Forte habían resultado ser justificados; solía ponerse especialmente inquieto cuando se acercaban almas como la de su dueño, aunque a esas alturas, las tres personalidades, prácticamente la hubieran perdido en distintas formas. Así fue como anunció la llegada el primer visitante: Melkhior. Raimondo lo miró divertido y con la suficiencia que lo caracterizaba. Ocurría que conocía muy bien a los inmortales; eran impredecibles, ahogados en su arrogancia, y por lo mismo reiteradas veces atolondrados, pero tenían la ventaja de guardar secretos y volverlo cada vez más complejos a lo largo de los siglos. Él no se encontraba allí porque encontrara simpático a Raimondo, desde luego que no; estaba allí buscando una utilidad. El rey de Italia era un azote a la médula con sus enemigos, pero todo un samaritano con quienes le reportaban un especial provecho.

Al no muerto el monarca le convidó una malévola sonrisa; dejaba en claro que no estaban allí simplemente para compartir una copa de vino y burlarse de las rameras con las que se habían encamado durante los últimos días, sino para especular. Otro hombre de la posición del italiano se hubiera ofendido con la osadía de Melkhior, pero el heredero de los Medici conocía bien ese idioma que oscilaba entre la diplomacia y la maliciosa complicidad. Usarían ese código mientras se utilizaran mutuamente, dejando claro quién era el regente.

Miren quién salió al final de los gritos de los rastreros —se acercó unos pasos con su caballo para fijar su vista en elr recién llegado. Alzó su mentón con satisfacción cuando pudo comprobar que se trataba de ese mismo rostro multifacético al cual los milenios habían dado forma— Algo me decía que serías el primero en llegar, Melkhior. Qué ironía que los inmortales sean mortalmente puntuales. Trágicamente me acabas de confirmar que son igual de impacientes, aunque supongo que la idea de obtener un beneficio a cambio es demasiado seductora como para no ayudar a la prisa, ¿no es cierto? —desvió sus ojos severos del no muerto para dirigirlos al camino. Una delgada figura lograba divisarse cada vez con mayor distinción a través de la bruma— Está aquí.

Y ya no faltaba nada para que apareciera un, o más bien dicho, una invitada. Los dos varones hubieran sido objeto de burla de la corte si se hubiese tratado de cualquier mujer, pero Schmetterling Verner era mucho más que eso. Cuando un individuo hablaba de alguien del género femenino, inmediatamente se venía a la mente todo lo relacionado con la delicadeza, la sensibilidad, la sumisión, la belleza y la virtud. La alemana solamente encajaba con la belleza, una maldita belleza traicionera. Buscaba la destrucción, no la reconciliación, como ocurría con toda dueña respetable de hogar. Incluso, parecía haber reemplazado el placer carnal por el sadismo que la empujaba a coleccionar aperitivos humanoides. No la distraían ni los principios morales ni las ambiciones de casarse y tener hijos, como ocurría con sus pares, y por eso era una aliada poderosa que valía la pena tener en las filas, también para impedir que se uniera al bando del enemigo.

Podía ser que Raimondo no devorara a sus semejantes como lo hacía la fémina, pero tenían en común ese encarnizamiento zarrapastroso que hacía doblegarse a los fuertes y temblar a los débiles. Y fue por ese punto que compartían que el joven monarca extendió su mano en una pose de bienvenida hacia la mujer de ojos azules y alma aún más negruzca que sus ropas.

Señorita Verner, tan llana como siempre. No esperaba menos. Espero no haber interrumpido su… cena —arqueó una ceja con intención con esa última palabra. Había visto los ojos de Schmetterling brillar cuando desmembraba a sus criados retrasados; sabía perfectamente que los rumores en torno a su persona eran más que ciertos.— Debe haber sido un fastidio haber dejado enfriar su platillo sobretodo en una noche gélida como esta, pero no se preocupe; encontrará un exquisito guiso esperándola cuando vuelva a su habitación. —rió con malignidad, regocijándose con el sólo hecho de imaginar cómo se vería el cuarto luego de su festín.

Las hojas habían caído del árbol. Sólo quedaba ver qué se generaría entre ellas. El rey fue el primero en bajar de su caballo. Los dos sirvientes presentes que tan silenciosamente se encontraban de pié junto a la mesa, temblaron al darse cuenta de no estaban a salvo con ninguno de los tres.

Acompáñenme —dijo cambiando su tono a uno más serio mientras se dirigían a la mesa al aire libre— Tomen asiento.

Los sirvientes ayudaron a sentarse a los poderosos tal y como los criados más antiguos les habían sugerido: sin mirar a los presentes a los ojos, o los enfurecerían, aunque eso no los libraría del yugo de sus manos.

Imaginarán el tema del cual quiero hablarles.—para ninguno de los presentes era sorpresa el lazo que lo unía con el Zar de Rusia y la ventajosa posición que dicha nación estaba tomando sobre Italia— Pero antes de ir al asunto en cuestión, quisiera aclarar algo —y sus ojos oscuros se hundieron en tinieblas al tiempo que observó fijamente a sus invitados— Ustedes vienen aquí con libertad; con deseos de obtener algo, pero con libertad al fin y al cabo. No son como estos empleaduchos —dirigió una vista displicente a los criados— De otra forma no los hubiera llamado; no quiero ratas en mi barco. Las ratas apenas se ven en peligro huyen, ¿por qué? Porque no son más que basura movida por sus instintos, casi por inercia, como si fuera lo único que los diferenciara de una piedra. No tienen ambiciones, no tienen metas, no piensan, nada los mueve, y por eso es tan fácil hacerlos caer. Es un espectáculo patético de ver. —uno de los sirvientes llenó las copas de vino. Raimondo tomó la suya y se reclinó hacia atrás en su asiento— ¿Qué los mueve a ustedes que los hace tan difíciles de vencer, tan útiles? Entonces… los escucho. A vuestra salud —y bebió aguardando esperar al fondo de la copa las respuestas buscadas.

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Mensaje por Schmetterling Verner Jue Dic 05, 2013 11:24 am

Al percatarse de la cercanía de los sirvientes del rey no dudó en poner una ligera mueca apática que demostraba su aversión total hacia la compañía de extraños a sus funciones intimas –aunque fuese con la realeza- Schmetterling tenía un guión que seguir adecuándolo a su oscuro estilo de vida. Siendo así, alzó uno de sus piernas deslizándola por el soporte de la silla de su corcel interfiriendo en las tareas de los mozos -Lavaos las manos impuro, que no tenéis ni la posición ni el rango para tomar mis manos o mis pies- aseguró sacudiendo las manos -¡Largo, bueno para nada, prefiero bajar yo misma, aléjate que me estorbas!- sus labios se fruncieron en una expresión de rechazo hacia el hombre que sumiso inmediatamente bajó la mirada así como su cabeza.

Su cuerpo delicado no exponía la rudeza de su espíritu, la alemana era una caja de sorpresas que lograba asombrar por su destreza. Alegóricamente, una rosa preciosa que embelesaba al más intrépido de los jardineros, pero que clandestina le protegían alrededor las espinas capaces de atravesar gruesas pieles.

En su interior la retorcida mente de Verner se alimentaba de esos pequeños momentos de destrucción, entre más les pisoteara las cabezas su ego enaltecía su precio y disparaba sus fantasías ¿a qué sabía su carne? ¿Sería muy salada o dulce? A eso, sus pasos firmes siguieron el camino a espaldas de Raimondo quien ofreció el asiento a un extremo.

Empero de que él tuviera la marca de nacimiento sobre esos favorecidos herederos  a un imperio, para ella no significaba nada, su imperio era gobernado por sus propios monstruos durante sus asesinatos, sin embargo, el poder de a quien llamaban ‘El Rey sanguinario’ le ofrecería mayor ventaja en el terreno social.

Su rostro pálido brillaba con la luz de la luna, inexpresivo -Como todo el tiempo se mantenía- alrededor los sirvientes al servicio de Raimondo se explayaban en el mejor servicio; los cubiertos se golpeaban entre sí aludiendo el terrible temor con el cual luchaban en no demostrar a simple vista pero para la catira quien olía a distancia el miedo y lo saboreaba en su paladar resultaba imposible no diferenciarlo en las grandes pupilas dilatadas de aquellos engendros -Cuanta razón tiene su majestad ha sido un desperdicio dejar ese platillo tan poco común en fauces de los caninos que me siguen, pero bien vale la pena realizar ciertas visitas cuando son requeridas…- continuo su discurso de forma fría e indiferente como si hablase de cualquier clase de comida normal -¡Si continuáis temblando  así estúpida, cuando sirváis nuestros platos arruinareis el sabor de la cena lárgate o acóplate o pediré a vuestro rey que os azotéis!- golpeo la mesa permitiendo que el foco de atención se centrara en ella inquietando a los interlocutores que les rodeaban.

Siendo así, la mujer inquieta tomó con fuerza los cubiertos sobre la porcelana atendiendo las demandas de Schmetterling procurando en no volver a temblar más ¿quién querría ser azotado por el rey sanguinario y su cruel mancuernilla?

El veneno salía de sus poros como por arte de magia, era una belleza sanguinaria que no se detendría a pesar de nada, de nadie. Sus labios rozados se entreabrieron para degustar por primera vez el vino vertido sobre el cristal de la copa, su sabor era agridulce y mientras más se disolvía en tu boca su toque exquisito se tasaba al envolverlo por la lengua -Disculpad monsieur, pero soy intolerante a la estupidez humana...- cambió el rumbo de la conversación con un carraspeo moderado -¿Qué nos mueve su majestad?, hablaré por mi si me lo permite- dedujo con aticismo dirigiéndose hacia él con la misma osadía, discreta pero al fin de cuentas osadía debido a que Schmetterling guardaba la más estricta de las etiquetas frente a personajes como Raimondo -Su majestad, yo no soy inmortal, ni gozo de una eficiente forma de dirigirme hacia una sociedad manejada por intereses personales, no me involucro con nadie ¿quiere más razones? Si lealtad es lo que busca, ha tocado la puerta idónea, tengo los recursos y las formas de llegar hasta quiénes usted considere una amenaza, formas que pongo a disposición de mi persona y por consecuente de la suya. No me interesa cofraternizar con ninguna clase de enemigo que a sus ojos pueda considerar valido de temer, no temo a la muerte, ni temeré nunca después de haberla visto tantas veces en los ojos ajenos- exteriorizó dejando sobre la mesa la copa de cristal con un sorbo más del vino en ella, mientras tanto sus ojos llanos e inexpresivos reposaban frente a los del gobernante Italiano.
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