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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Jean-Pierre Réveillère Miér Oct 02, 2013 7:34 am

El frío ocaso golpeó con tremulante fuerza a la triste ciudad de París al tiempo en que los pocos transeúntes que restaban por sus calles se refugiaban bajo el cálido amparo de cuatro paredes cerradas. Jean-Pierre, que ahora era capaz de disfrutar del desamparo del silencio, suspiró con profundidad mientras contemplaba el firmamento de forma expectante y, casi, siniestra. Sus ojos, abiertos de par en par, se balancearon al son de una pesada duermevela blanca, se columpiaron de forma adusta y pesada mientras su alma prorrogaba durante un nuevo instante aquel infinito grito de dolor que deseaba liberar. Su ánima clamaba al cielo, rogaba por el permiso necesario de llorar y llorar por su siempre presente desgracia obteniendo como respuesta un simple y mudo silencio. El policía palideció por un breve segundo a causa del frío mientras un escalofrío recorría su maltrecho cuerpo: tantas horas bajo aquella ligera, aunque perpetúa, nevada no le estaba haciendo ningún bien. Pero eso no importaba ni en lo más mínimo, el permaneció allí, de pie, en silencio, esperando por un algo que jamás tendría. - ¿Por qué me tuviste que maldecir de esta forma, por qué no puedo olvidar? – susurró, entonces, antes de cerrar los ojos y extender los brazos. Por un breve segundo sintió como el peso de su cuerpo se desvanecía pero solo fue por eso, por un segundo. Ese iracundo instante solo sirvió para potenciar el dolor radicado en los fantasmas evocados del pasado, el recuerdo se clavó sobre su pecho como un acero de ardiente frío, un acero que le helaba el corazón y le impedía sentir otra cosa distinta a la rabia o al dolor… Réveillère volvió a suspirar con profundidad mientras abría, de nuevo, los ojos. Miró primero a su diestra y luego a la izquierda casi como si quisiese comprobar que estaba solo: lo estaba. No había nadie junto a él. Una escueta, y melancólica, sonrisa nació de entre sus labios antes de apretar los puños con rabia deseando templar todo aquel dolor bajo el calor de la violencia…

El francés se mantuvo en su posición durante un poco más mientras sus ojos oteaban el horizonte. Poco importaba que hubiesen pasado ya varios años, el dolor seguía siendo tan fuerte como el del primer día y es que cuando el corazón amaba, no olvidaba. No olvidaba la rabia de perder lo amado, no olvidaba la tristeza de no poder hacer nada, no olvidaba el resentimiento hacia aquellos que habían provocado tal desgracia. La desidia se había instaurado en lo más profundo de su corazón y nada podría evitar que la venganza siguiese guiando cada uno de sus pasos. Para su desgracia, además, los recuerdos no mermaban con el paso del tiempo a causa de aquella estúpida memoria eidética de la que no se sabía dueño. Y estaba solo, en aquellos momentos seguía estando solo, en aquellos momentos no podía olvidar. Fue por eso que, con paso lento, se dirigió a una de esas tantas tabernas que, por un módico precio, te ofrecían una bebida alcohólica con la cual, al menos él, pretendía ahogar sus penas. Atravesó el umbral de su soledad para, tras mecer suavemente la puerta del establecimiento, alejarse de aquel quejumbroso escenario en el cual, una vez más, había  mostrado algo que no quería mostrar.

Un breve silencio, de tan solo unos instantes, se instauró en el lugar cuando Jean-Pierre cerró la puerta tras de sí. Un breve retazo de curiosidad a causa de la entrada del agente de la ley y es que, a fin de cuentas, era un hombre bastante conocido en la ciudad. Dicha curiosidad no se prolongó por demasiado tiempo, cuando la nieve de sus zapatos golpeó el suelo cada uno volvió a sus asuntos. El francés, que no tuvo la decencia de mirar a nadie, se dirigió hasta uno de los tantos asientos libres de la barra a sabiendas de que lo mejor era no permanecer mucho tiempo allí. Miró hacia los lados creyendo que, en las sombras del desconcierto, algún enemigo se ocultaba. Se mantuvo por no pocos segundos, mientras se movía de forma inquieta y errática, contemplando cada rincón del bar. No parecía haber nada fuera de lo normal pero, aun así, no puedo alejar de si la sensación de un puñal clavado en el centro  de su espalda. Era, entre comillas, una suerte que no muchos sabían de sus crímenes pues, de lo contrario… bueno, mejor habría sido permanecer en casa. – Ponme una cerveza, hazme el favor – dijo cuando le atendieron en la barra. La persona encargada del lugar asintió ligeramente antes de posar sobre la tabla de madera, limpia pero algo corroída por el paso del tiempo, una fría jarra de cerveza repleta hasta el borde. El agente de la ley pagó casi de inmediato sin percatarse de que, en el proceso, una pequeña foto cayó al suelo… En aquella instantánea aparecía una niña de cabellos negros, una pequeña de apariencia feliz. Era su hija, aquella a quien jamás podría dejar de querer, aquella por la cual jamás podría dejar de llorar en silencio.
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Mensaje por Ragna Dárkova Dom Oct 06, 2013 6:44 am

Si algo definía a la joven bruja, era lo comprensiva y servicial que era, como buena amiga de sus pocas amistades o conocidos. Y aquello es lo que hacía en una cantina en la noche, ayudar a una conocida, que antes de que se hubiera ido a trabajar para el Barón de Escocia, habían trabajado juntas en aquel mismo lugar. La joven le había pedido que la substituyera en la noche, tras un percance medico con su anciana madre, a lo que se prestó sin titubear, deseándole la mayor de las suertes a su madre. Y ahí estaba, tras despedirse de Lissander y Erin, a los que ya había avisado de que llegaría mas tarde de lo normal, sirviendo copas y platos de comida a los adinerados que regentaban el lugar.

Otra madame – Le llamó la atención, señalándole su copa vacía. Giselle asintió apresurándose a llevar los platos a la cocina y a volver para llenar aquella copa. — Aquí tiene. — le entregó una nueva copa, tomando la que se encontraba vacía.

La cantina estaba llena, y todos con dos manos sirviendo y recogiendo. Y lo peor era que aún seguían entrando más y más clientes. Suspirando limpiando una mesa acelerada, juró que  si ella fuera la dueña del local, iría y cerraría la puerta. ¡Apenas cabían ya más personas! ¡Maldita sea! Esto podía desencadenar una pelea, pensó con disgusto. Obviamente, aquel no era su problema, aún así rastreó el lugar en busca de sentimientos negativos, nada le gustaría terminar recibiendo o que el local recibiera desperfectos por un par de imbéciles que no toleraban bien la bebida y aún así seguían tomando. Inconscientes, pensó negando ligeramente con la cabeza volviéndose a la barra, donde permanecería repostando las copas, hasta que el reloj marcara las once de la noche, hora en la que terminaría su turno y su amiga debía volver.

Giselle. —La llamarón desde la cocina. Suspiró y dejando los vasos que estaba limpiando fue hacia allí. — ¿Mas platos? — murmuró irónica en una sonrisa al entrar en las cocinas. La cocinera asintió y le señaló con la cabeza los siguientes platos a llevar a sus mesas. —Pedidos de la mesa ocho y nueve y el pollo es para la mesa doce.

Asintió y de cuatro en cuatro fue entregando los platos a sus comensales. Tomando al mismo tiempo los nuevos pedidos. En cuanto volvió a entrar en la cocina, la cocinera le miró extrañada — ¿Mas pedidos?

Siempre hay más pedidos. — Repuso Giselle en una sonrisa.

Tras terminar y ayudar en la cocina con los nuevos pedidos, el reloj marcó finalmente las once, y se fue directa a cambiarse de ropa. Tras ponerse el vestido color maragda y el fino abrigo, se despidió de los demás y  se sentó en la barra, justo al lado de un joven que bebía de una cerveza. En el ambiente presentía algo extraño, sentía una aura mágica, pero con toda aquella gente le resultaba imposible discriminar quien era el causante de aquella ligera confusión. Suspirando al ver que su amiga tardaba en regresar, fijó su mirada un instante en el joven, cuando vio que se le caía una fotografía. Enseguida se agachó recogiéndola, observando un instante a la bella niña de la fotografía. Era realmente encantadora, con una sonrisa angelical. – Disculpe señor, se le cayó esto…— dijo tocando el hombro del joven suavemente alentándolo a que se girara hacia ella y dejara su cerveza, cuando quien esperaba cruzó la puerta.

¡Giselle! —Marie, su amiga fue hacia ella y la abrazó.

No ha sido nada, no tienes que agradecérmelo. En verdad ha sido bonito volver a veros a todos — dijo ella sonriendole antes de que Marie, empezara a agradecerle el favor. La amiga se separó de ella y observó la cantina — Esta lleno —dijo en un suspiro, a lo que Giselle sonrió. — Pero ya es tarde… se irán marchando, no temas. Unas horas más y solo quedaran copas que servir. Creo que antes ya terminé con los pedidos.

Marie asintió — Mi madre se pondrá bien, por suerte. ¡Ahgg!... me voy! El jefe me regañara de lo lindo, como me vea hablando sin hacer nada. Te veré otro día y gracias por tomarte las molestias.

Giselle iba a contestarle, cuando rápida como el viento Marie desapareció entre la gente. Sonriendo se giró y se encontró con aquel joven observándola. Enarco la ceja confundida, cuando de repente le vino a la memoria el motivo por el cual le había llamado antes. Abrió una de sus manos y vio la foto de la pequeña— Esto se le cayó antes al suelo. — le dijo entregándole de nuevo la fotografía. — No se dio cuenta y la tomé del suelo, antes de que pudiera perdérsele entre la multitud de pies que podrían haberla extraviado por el lugar — terminó por sonreírle, sintiendo de nuevo aquella sensación que le alertaba de un brujo como ella.



"¿Quién puede bajar los ojos como una mujer? ¿Y quién sabe alzarlos como ella?"

—Soren Kieerkergard.—
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Mensaje por Jean-Pierre Réveillère Lun Oct 07, 2013 6:24 pm

Su mirada, siempre fría, se cernió sobre aquella peculiar joven que se acababa de presentar ante él. Sus ojos escrutaron su silueta mientras arqueaba ligeramente una ceja al comprender que, ante aquel juvenil rostro, se escondía una existencia demasiado similar a su persona. La palabra “bruja” vino, irremediablemente, a su cabeza cuando contempló, con toda la tranquilidad del mundo, la peculiar aura de la cual estaba provista aquella mujer. Un breve suspiro escapó de entre los labios del francés mientras tomaba entre sus manos, agradecido, aquella foto que se le había caído al suelo. Observó la imagen con detenimiento demostrando que, o al menos así lo aparentaba, no le había molestado el que hubiese reclamado su atención para luego responder ante las atenciones de su amiga. – Gracias – dijo, entonces, mientras sentía ligeramente con la cabeza. Suspiró con algo de resignación, entonces, al darse cuenta de que había estado a punto de mancillar el recuerdo de su difunta hija ante tal descuido. Aunque no lo parecía por dentro ardía en la más pura de las rabias: no podía evitar considerar que le había fallado de nuevo a aquella pequeña niña a la cual había llegado a querer más que a su propia vida… ¿Por qué había tenido que ser ella? ¿Por qué la muerte no le permitía intercambiar su alma por la de su hija? Ella era tan pequeña, apenas había empezado a vivir y, sin embargo, ya no quedaba nada más de ella que lo que los gusanos habrían dejado en el interior de su ataúd… - Ha sido usted muy amable – enunció, seguidamente, mientras devolvía su atención a la barra por un breve instante. Tomó entre sus manos la jarra de cerveza para, de un solo trago, vaciar de golpe la mitad de su contenido. Lo hizo sin el menor de los esfuerzos, como si estuviese acostumbrado a ahogar sus penas en el fondo de un vaso de cristal. Jean-Pierre pensó que lo mejor habría sido volver a sus asuntos, centrarse en la barra de madera y beber sin decir nada pero… Bueno, por muy jodido que pudiese estar no quería faltarle al respeto a aquella amable dama.

- ¿Me permite invitarla a tomar algo y a disfrutar de su compañía? - cuestionó, entonces, mientras dejaba la jarra sobre la mesa y la miraba directamente a los ojos. Jean-Pierre, si tenía una costumbre especialmente arraigada a su forma de ser, era la mirarte directamente, casi como si quisiese demostrar con este gesto que no tiene nada que ocultar, que te está prestando atención. - Es lo mínimo que puedo hacer para compensarla - agregó, no mucho después, mientras esbozaba una muy breve sonrisa de cordialidad. Aquello, a decir verdad, lo había dicho con el total convencimiento de que era necesario. La foto de su hija era uno de sus bienes más preciados, uno de esos objetos materiales cargados de sentimientos y valor… era por eso que no se podía perdonar el hecho de que casi la había perdido, era por eso que sentía aquella imperiosa necesidad de agradecerle el que le hubiese evitado perderla. – Estoy seguro de que una señorita tan hermosa como usted recibirá cientos de ofertas similares a esta pero le aseguro que no escondo segundas intenciones, solo gratitud – decidió explicar no mucho después, creyó correcto el enfatizar que tras sus palabras no se escondía alguna clase de extraña idea. Era cierto que solo le quería mostrar su gratitud, quería demostrarle que apreciaba el que hubiese tenido el detalle y la amabilidad de devolverle aquella foto que otros tantos habrían ignorado al considerarla como eso, una simple foto. Para Réveillère era mucho más que eso y era a causa de esto que se mostraba de aquella forma.

Tras esto, y ya sin decir nada más, devolvió su atención a la jarra de cerveza. Escuchó, a sus espaldas, un par de improperios de un par de hombres molestos por alguna razón desconocida. Los ignoró y, por un breve momento, dejó de prestarle atención a la muchacha dejándola, así, que tomase su decisión tranquilamente: siempre era más sencillo rechazar un ofrecimiento tal como aquel cuando no sentías la mirada de la otra persona sobre ti, casi como si te estuviese obligando a aceptar sus agradecimientos. Jean-Pierre, que tenía ya unos cuantos años a sus espaldas, sabía de las formas en las cuales debía actuar en aquella clase de situaciones. Por eso aguardó con paciencia a obtener su respuesta, sin presionarla de ninguna de las formas posibles. Se terminó su cerveza pidiendo, casi al segundo, una segunda jarra. Pedir algo por ella habría sido grosero al forzarla y al solicitar algo sin saber que le gustase, por eso solo pidió para él. Si finalmente aceptaba podría pedir por ella misma, para algo tenía voz y personalidad, ¿No? Consideraba una estupidez el que los hombres se considerasen lo suficientemente sabios como para adivinar que le podía gustar a una dama solo por ser una dama, solo por parecer o no refinada. Cada persona era un mundo y él lo respetaba, por eso esperó sin decir nada más, sin presionarla de ninguna forma.
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