El aroma de tu olor ~ Asztrik

Cerré el pequeño libro y guardé la pluma en aqueste, dejándolo en un pequeño maletín que tenía. Me levanté del bando y cogí aire. A pesar de que la brisa corría realmente fría, helando mis huesos del invierno que ya invadía París, me encantaba el olor que las flores insistían en sacar, fuese verano o incluso invierno.
Me había llevado una bonita colección de rosas en mi mano derecha para entregárselas a la tumba de mi difunto abuelo dentro de tres días en memoria de los muertos. Las guardaría en mi casa, disfrutando de esos colores carmesí... hasta que vi una escena que me impactó e hizo que mi decisión cambiase. Una mujer miraba las flores con anhelo, deseando en voz alta la bendición de un racimo para su gusto. Quizá fuese una decisión tonta el dárselas, pues las quería para alguien que quería, pero en ese momento no pensé demasiado y, llevándome por mi espítu filántropo, caminé hacía aquella hermosa dama que paseaba tan alegremente. ¿Quién diría que yo era de su sexo contrario? Mi traje masculino de color beige me deleitaba como un hombre, pero si fuese por mis cabellos y rostro, como siempre, me comparaban como una mujer.

Fui directo y, poniéndome al lado de la joven, tosí levemente, haciendo que esta me mirase con unos bonitos ojos. No era una manera de ligar ni de cortejar, simplemente esas pintas andrajosas con esos ojos llenos de ilusión hacían que de verdad querían uans flores, pero por su situación estamental no podía permitirse ni un pétalo para ello.

- Linda rosa negra, veo que pareces desterrada de estos lares, ¿no es así? -Le comenté, viendo como la mujer tenía intenciones de salir de este hermoso jardín donde estaba una tienda de jardinería (lugar donde compré las flores). Sonreí después y, poniéndo el ramo frente mía, se lo entregué.- Creo que esto le pertenece más a vos que a mi. Yo puedo permitirme veinte más como estos y me gustaría que usted recordarse lo bonito que era la primavera, ¿o no es por eso por lo que esta aquí?

Quizá me confiese demasiado pues esta solamente sonrió y, agarrándome las flores con suavidad, me agarro el brazo y me incó sus uñas con fuerza mientras sacaba unos colmillos de animal, sin miedo a enseñarlos a todo el mundo. Me quedé petrificado, sin saber que hacer, pero solo forcejee con la mujer, caminando unos pasos hacía atrás mientras le miraba penetrántemente y huía de esta, con paso lento.
Realmente agradecí que estuviesemos en un hermoso lugar lleno de gente y flores, pues tropecé al caminar hacía atrás mientras la mujer despertaba sus instintos animales. Me giré con miedo a que fuese uno de los suyos, pero solamente fue un hombre moreno, el cual logré dar esquinazo y ponerme detrás suya. Por un segundo me hizo de escudo para chasquear los dedos mientras cerraba los ojos y podía, por medio de un poder maligno, meterme en el cuerpo de la bestia para controlarla. Había saltado hacía nosotros dos pero paró a mi lado, mirando mi cuerpo desmayado por esos segundos. Eché a correr con aquel cuerpo ligero y ágil hacía la salida y, con las mismas, intenté volver a mi cuerpo.
Abrí mis ojos, sentía como volvía a ser yo... y como el moreno estaba tan cerca mío.

- Oh-oh, esto... -Solté sorprendido, levantándome del suelo. Me senté y observé la escena confuso, disimulando que solo me desmayé, pero miré de soslayo a la mujer que estaba confusa en la entrada mientras agarraba mi maletín con mis pertenencias.

Otro perezoso día de paseos por París. Esta vez me encontraba en una zona que, a pesar del frío invierno, destacaba por la enorme cantidad de flores, de todo tipo. Colores, texturas, formas y aromas que he de decir que me engatusaban. Por una vez, decidí colocarme el frasquito con el diente de león nacarado de mi maestro, con ayuda de una cadena, alrededor de mi muñeca. De vez en cuando lo observaba, suspirando al ver que no había ningún cambio en su brillo. Caminaba distraído, puede que con un deje incluso infantil, con las manos tras mi espalda, cotilleando todos los detalles del lugar. Como de costumbre llevaba un sombrero de copa (realmente adoro esos sombreros), e iba vestido de forma peculiar, osea, como siempre. Llevaba una camisa blanca, abotonada hasta el último de sus botones, y sujeta a mi cuello con una pajarita negra, además, sobre ella, una pechera negra ceñía también mi cuerpo, dándome un aspecto esbelto y ligero. Unos apretados pantalones negros, ajustados a mi cintura con un cinturón de cuero oscuro y hebilla plateada. Para rematar, sobre eso llevaba una chaqueta que sería más característica de un músico, de un color rojo vivo y con toques negros en las mangas, los botones y el dobladillo del cuello. Llevaba guantes, blancos. Mis ojos estaban suavemente maquillados; estaban perfilados con negro y tenían un poco de sombra, en tonos grises.

No muy lejos divisé dos personas a lo lejos: una de ellas, de espaldas a mí, cargaba en sus brazos un generoso ramo de rosas, de composición delicada, aunque se balanceaba entre ambos sexos de una manera tan equivalente que si no fuese por sus ropas, habría tachado de mujer. La otra, una mujer vestida con harapienta ropa, me produjo una extraña sensación. Llámalo instinto animal, si quieres. Iba a seguir mi camino cuando vi que el brillo del diente de león adquiría un tono rojo, alarmado dirigí la vista de nuevo a la pareja.

Comprobé que el rostro de la muchacha mostraba una curva por la que asomaban un par de colmillos preocupántemente afilados, tragué saliva; no sabía como actuar. Ella lo empujó hacia donde yo me encontraba, y levemente se chocó contra mí. Ayudándome eso a salir de esa especie de shock, lo empujé suavemente tras de mí con mis manos, colocándome en guardia, temiendo recibir un mordisco de ella. Plof. Oí al chico caer al suelo, y cuando esa criatura se lanzaba a atacarme, se paró en seco. "Pero... ¿¡qué!?" Se fue como si la manejaran por un control remoto al otro lado del jardín, cuando estuve mínimamente fuera de peligro, me giré a por el chico, que aún seguía desmayado. Chasqueé la lengua y, como milagrósamente, se despertó. Algo mareado consiguió levantarse del suelo, no sin un poco de mi ayuda. El diente de león aún brillaba con un suave toque carmesí, lo guardé en un bolsillo de mi pantalón, colocándolo bien al fondo para que no se cayese y me dirigí a el andrógino muchacho. Lo único que sabía es que él tenía algo que ver en que yo no estuviera desangrado. "¿Sería un brujo? ¡¡Tenía que serlo!! Løki y él se parecen... sé distinguir a un brujo, me crié con uno." Pero no iba a decírselo, no ahora. No hasta dejar de ver los destellos rojos del amuleto. Cuando vi que había agarrado un maletín, o lo que fuera, lo tomé del brazo y comencé a perderme entre las distintas flores y plantas, donde no fuera fácil divisarnos a primera vista y estuviéramos protegidos por la cantidad de vegetación que nos rodeaba. Cuando sentí que ya estábamos seguros (básicamente había ido a la otra punta del jardín) saqué el frasco. Ya casi brillaba como siempre, el tono se volvió casi neutro de nuevo. Hasta que centelleó con un color que veía por primera vez: el dorado.

Aún tomaba con delicadeza la mano del joven, pero por educación, lo solté en cuanto nos paramos, y acerqué con disimulo el amuleto a él. Éste brilló aún más, de manera casi escandalosa, y lo escondí. Suspiré, no sabía interpretar el condenado amuleto, y eso me frustraba. ¿Qué querría decirme sobre el chico? Me quité la chistera y la coloqué al revés, de donde salió como por arte de magia, una cobaya. Ella miró al chico y, tímida, se escondió. Al fin me atreví a romper el silencio, miré al hombre a aquellos ojos claros en los que me fijé por primera vez. E-eran... preciosos. Ahogué un suspiro hablando de una vez:

- V-vaya... todo esto ha pasado muy rápido, permítame presentarme. Soy Asztrik, Asztrik von Rosenthal, encantado -hice una leve reverencia con la cabeza, deduje que o era de clase alta o directamente de la realeza; en resumidas cuentas, más importante y poderoso socialmente que yo-. ¿Tendría el honor de saber cómo se llama?

Sonreí con elegancia y transmitiendo confianza, aunque todos mis sentidos animales estaban alerta por si nuestra perseguidora nos encontraba de nuevo. No me pillaría desprevenido esta vez. Al terminar de dirigirme al chico, acaricié dulce la cabecita de Vanis disculpándome por los posibles zarandeos que pudo sufrir en la huida. Al recordar lo dicho me sentí extraño, realmente aquel chico se me antojaba tan delicado y dulce como fuerte y decidido. Tratando no quedar con una cara de idiota al analizarlo mentalmente, comencé a observar disimuladamente su cabello rubio.

En mi vida me había pasado de todo, situaciones de aprieto, de desesperación, de querer morir en ese momento... segundos incómodos que tapaban la verdad y la razón en mi cuerpo. Acciones que pasaban porque sí, marcadas por el destino. Decciones que podían arriesgarte la vida para seguir sobreviviendo o la muerte que podrías correr. Esta vez, en cambio, había elegido bien, pero un contratiempo se chocó conmigo: un testigo alocado. Un hombre de ropajes blancos, el cual parecía más adulto que mi persona, con una gran chistera me agarró del brazo cuando más o menos volví con mi cordura, pero aun algo mareado. No comprendí el porque de todo, pero yo le seguí.

Caminemos hacía uno de los lugares alejados, por la zona sureste del centro del jardín botánico, y allí fue donde me soltó, quedándome delante de este. No sabía exactamente que hacía allí, porque me había traído. No le conocía de nada, pero me quedé intrigado por la siguiente acción que hizo.
Sacó un frasco -que parecía que ya llevaba de antes- y lo puso delante de mis morros, como si yo tuviese algo que ver. No comprendía muy bien que significaba su acción, pero ahora que lentamente iba recuperando el conocimiento y todo mi cuerpo se dejaba de entumecer, volví a agarrar mi fuerza mágica para notar que la aura de aquel hombre desprendía fuerza animal así como ese frasco se veía que era mágico al cambiar de color. Dorado, como el de mis ojos. Ese frasco tenía poderes de captar la magia, pues mi abuelo tenía miles de esos.

Permanecí en silencio, con una postura impasiva. El pie derecho se adelantaba al izquierdo para apoyar el peso en el segundo, con una mano en la cadera derecha mientras mis ojos clavaban en este detenidamente. Quería saber el porque me había traído aquí, pero cuando sacó aquel conejo de esa chistera, de pronto, -¿quién diría que ese conejo estaría ahí?- me hizo sonreí ampliamente. No me esperaba que hiciese eso y me hizo gracia ver al conejo con cara de pena, como mareado, mirándome. Me atreví a acercarme a él y acariciar a ese hermoso animal de grandes ojos y suaves pelajes, escuchando como el hombre de hermosa belleza con unos ojos pintados y realzados con un color delicado se presentaba como: Asztrik von Rosenthal. Yo no fui menos y, dándo un paso atrás, me presenté cuando preguntó por mi nombre, aunque todo me parecía demasiado extraño y repentino. ¿Por qué me quería conocer y qué había visto en mi? ¿Sería por mi magia? No me podía fiar, aunque me mantení con esa interpretación falsa que mostraba ser sincera y amable, como siempre.

- Mi nombre es Lumarie Le Rond D'Alembert, monseuir. Tanto gusto en conocerle, my lord. -Me incliné con sutileza unos segundos y volví a mi posición, observando el animal de soslayo y haciendome sonreír con más pureza unos milisegundos hasta que volví a mirar al hombre, el cual me hizo sacar una pregunta por esos segundos de silencio.- Ese frasco que acaba de sacar contiene polvo mágico. ¿De dónde sacó tal amuleto, monseuir? Es muy difícil de conseguir la receta si no contienes los ingredientes adecuados y el poder necesario. ¿Es usted mago? Pues lo parece. -Decía mientras cambiaba de postura a una más femenina mientras me atusaba levemente mis cabellos despeinados y me colocaba una coleta hacía mi lado derecho y le miraba con intensidad y una leve sonrisa.

Todo parecía ir bien. Hasta que lo mencionó. Mi tarrito. Se había dado cuenta, mierda. Tragué saliva, nervioso, no sabría decir si feliz o asustado... ¡era un mago! Dudé, pero ya que conocía (o parecía conocer) sobre el tema, lo acaricié suavemente y lo saqué, mostrándoselo.

- N-no tiene polvo mágico, L... e-es decir, D'Alembert- estuve a punto de llamarle por su nombre, pero me contuve, dudo que fuera apropiado- lo que contiene es un diente de león. La verdad parece estar hecho de nácar, aunque puede estar impregnado de polvo mágico...- mi leve acento que denotaba dulcemente que no era autóctono de Francia-.

"¡Lo encontréééééé! ¡Tiene que saber lo que significa, seguro!"

- Y-y... ¿sabes interpretar sus cambios de color? Hasta ahora solo sé dos colores y supongo un tercero... -hice una breve pausa- El que supongo lo he visto por primera vez con usted, monsieur Le Rond, eres mago, ¿verdad?-"Eso significaría el dorado", pensé y lo miré con mi mirada chocolate, llena de curiosidad, cuando me di cuenta de que había evadido sin querer su pregunta. Que si yo era un mago...

Hice como el que no se daba cuenta de haber evadido ese detalle, pero no podía decir a la ligera cosas como que soy cambiaformas a la ligera. Aunque fuera mago, era antes una persona muy importante socialmente, y lo mismo me ayudaba con el amuleto de mi maestro que me enviaba derechito a la hoguera. Realmente en esos momentos estaba siendo bastante prudente, porque de ser por Lumarie me podría haber transformado ante sus ojos sin preocupación alguna. Se veía verdaderamente de la nobleza, pero en el sentido filosófico de la palabra. Tan elegante, amable, educado... ¡hasta regalando rosas a chicas (supuse) desconocidas! De repente quise golpear mi cabeza. Ya estaba fantaseando en mi mente con hombres que apenas conocía... "¡Actualmente ningún hombre piensa en su mismo sexo como yo lo hago!" Me torturaba con esa maldita frase cada vez que un hombre se veía capaz de hacerme suspirar...

A pesar de que aquel modesto salvador decía que era una flor, no le veía demasiado por la labor de ella. Su magia se dotaba en esa aura tan poderosa y, sobretodo, aquellos colores extraños que hacían reflejar, tal y como estaba comentando aqueste hombre, colores con significado. Hacía un largo tiempo que no oía hablar de ello, quizá lo había evadido de mi mente. Estaba encerrado todo en los libros de mi abuelo los cuales leía cuando aun era un infante en la materia de la magia, pero ahora los recordaba a la perfección.
Me quedé pensando unos instantes de que era aquel color que apareció mientras el hombre me preguntó si era mago. Me di cuenta al instante de su osadía y, con las mismas, miré hacía mis lados, intentando disimular con una sonrisa mientras me llevaba mis manos a mi cabellera, nervioso.

- Por favor, no lo diga aquí delante. Hay demasiada gente aquí, os podrían escuchar. -Susurré en voz baja, acordándome de donde estabamos. Era un real despistado en ocasiones, pero solamente sonreí, dejando mi susto atrás.- Bu-bueno, creo que aquí no nos escucharán. No sé porque me pongo así, lo siento. -Sonreí nervioso, con un tono tembloroso, haciendo una leve reverencia. Tenía mi manía de tener gestos de mujer delicada, pero ya era por mis juegos a cambiar de sexo continuamente.- En fin... -Pestañee, introduciéndome al tema.- Si, soy un mago, lord von Rosenthal, -Dije con mi tono siseado, carismático francés.- pero muy poca gente lo sabe, por eso quiero que lo guarde en secreto. Aunque, usted tampoco es tan normal como aparenta, ¿No es así?

Nada de lo que nos rodeaba en este mundo era como los mundanos podrían ver. Existía de todo, el romanticismo no estaba mal encaminado al tener una trama de lo más lúgubre con temas imaginados. No. Todo era real, todas esas máscaras que tapaban la verdad... todo era lo que rodeaba este mundo. Todo esto era mi mundo y yo seguía viviendo mi vida como si nada, como una persona más con mis sentimientos.

En cuanto vi salir de sus labios aquellas palabras, acertando mis sospechas, mi instinto animal me hizo sentir tan feliz que creo que si estuviera en forma animal habría movido el rabito frenéticamente de un lado a otro y saltado como un cachorro. Pero al estar simplemente en forma humana, mi sonrisa fue creciendo lentamente pues su actitud andrógina era tan curiosa, parecía sufrir una metamorfosis, no tan marcada como la mía pero... era un cambio. Di un suspirito y jugueteé con mis manos levemente, hasta que me balanceé casi teatralmente hacia un lado y, haciendo la mímica de tenía un bastón de manera perpendicular agarrado, asentí, y me acerqué con el sigilo de un felino hasta estar mi rostro apenas a unos tres centímetros del suyo, le guiñé un ojo y asentí de nuevo.

- Exacto, querido Lumarie, si me permite llamarlo directamente por su nombre- mi voz era juguetona, ya me notaba con más confianza ante él, ya que reveló su secreto antes- no soy humano~... pero tampoco vampiro -me eché hacia atrás y enseñé mis muy normales colmillos- y... -coloqué mi dedo índice sobre tu pecho- tampoco de los tuyos... por lo que, me declaro como un humilde... -acerqué mis labios a su oído y susurré misterioso- un cambiaformas.

En cuanto terminé de pronunciar aquella palabra, me separé hasta la distancia discreta de antes y le guiñé un ojo: su secreto estaría en buenas manos, a la vez que el mío. Miré a mi alrededor y me mantuve callado por un momento, luego recordé el tema del amuleto y le pregunté:

- Ya que sabes de estos temas, ¿podríamos... ya sabes, investigar sobre el tema? Supongo que tendrás libros, algún pergamino o incluso algún familiar... No sabes cuánto tiempo llevo buscando a alguien como tú... -tomé una de sus manos inconscientemente y cuando me di cuenta de lo que hacía, la solté de nuevo avergonzado, notando el color rosa del que se podrían estar ahora mismo volviendo mis mejillas- Tú me entiendes, alguien que sea... -terminé de explicarme con un gesto hacia él para ahorrarme decir mago. Había que ser prudente.

Lo gracioso es mi manera de dirigirme casi a cualquier persona que me parezca interesante. Sea del sexo que sea, la conozca o bien de toda la vida o de hace dos horas, siempre parece que esté flirteando. Al parecer las mujeres se veían encantadas pero los blancos importantes siempre se mostraban incómodos ante ese tipo de indirectas... cuando realmente pretendían serlo. Pero nunca conocí a ninguno que fuera capaz de plantar cara siquiera a ese comportamiento, no era tan difícil preguntar "¿Intentas algo conmigo?". De todas maneras sería imposible, fuera mi intención o no, que afirmase esa pregunta. Ningún hombre me ha inspirado nunca la confianza necesaria, a excepción de mi maestro, y él era como mi padre... uno cariñoso, dulce, paciente y precioso. Lo que me preocupaba ahora es que en esta ocasión, el hombre en el que me fijé se parecía bastante al estilo de Løki... pero simplemente alcé mi rostro arriesgándome a que me viera algo sonrojado y esperé su respuesta.

Pestañee dos veces. Su comportamiento era como el de un osado niño pequeño, pero eso hacía que su carisma y su actitud fuesen positivas y llenas de misterio. Casi parecía un pequeño infante al que achuchar, de no ser por su altura. Era abierto de personalidad y demasiado vivaracho que me hacía reír, estar más cómodo y sin presiones, comportándome como siempre lo hacía. Era de lo más alegre y eso hacía que yo también lo fuese, apoyando mis manos siempre en mis caderas y con un pie adelantado, alzando mis cejas con expresiones de lo más sacásticas.
Me encantó su manera de expresar que era un cambiaformas, susurrándome al oído. A pesar de que era uno de mis puntos "flexibles", me dio un escalofrío y le empujé levemente, con una risa. Me lleve mi mano derecha a mi oreja y me arreglé el pelo, mientras este me guiñaba un ojo.

- Vaya, un cambia formas, ¿Eh? Que adorable. -Sonreí ampliamente y bastante ilusionado. Nunca había visto uno de esos y tampoco en persona y con una personalidad tan contajiosa, lo cual me hizo estar así de contento.

El chico comenzó a hablar de aquel colgante extraño que seguramente estaría hechizado o tendría polvos de brujo para hacer que esas auras que tenía a su alrededor o sus sentimientos se perciban en aquella persona que apuntaba en el colgante. Muchas paranoyas estaba formándome de ese artefacto, pues recordaba tantas cosas que había estudiado en mi pasado, tanta información saturada y en bruto que ahora hasta me estaba empezando a doler la cabeza.

Asentí levemente y, poniendo una mano en su hombro, con total confianza con la que él me trataba, acepté en ayudarle. Él estaría desesperado y eso se hacía de notar, por lo que no era menos que ayudarle. Además, a parte de que me gustaba conocer a nueva gente, me interesaba mucho los secretos que escondía aquella aura sosegada del chico, con un toque de misterio.

- Yo te ayudaré. Tengo libros de mi sabio abuelo que quizá nos sirvan de referencia y podamos saber que es lo que pasa con este collar. No será complicado, créeme, además, requeriré tu presencia y podríamos estudiarlo en mi casa cuando usted desee. -Le ofrecí mientras le atusaba bien su chaqueta y arreglaba la mia, mientras sonreía; era demasido escrupuloso y pulcro. Me aparté un paso atrás de este y, ladeando levemente mi cabeza, seguí.- Cuando vos quiera, comenzaremos la búsqueda de datos.- Dije, esperando respuesta del hombre.

Me gustaba las personas así de animadas, así de simpáticas y, sobretodo, así de bellas. Me hacían estar cómodo y quizá pensar demasiado mal... pero solo eran pensamientos gratuitos que pasaban en mi mente, disimulados realmente bien con una sonrisa y mis buenos modales, no tan osados pero tampoco tan desanimados.

El corazón casi me da un vuelco. ¡¡Había aceptado!! ¡Al fin...! Estaba feliz. No, no feliz, ¡eufórico! Desde que era un pequeño adolescente y un mapachito inexperto había buscado un brujo que me ayudase a descifrar el amuleto. Estaba seguro que me ayudaría a reencontrarme con Løki, tenía tantas ganas de abrazarlo... quería mostrarle lo que había crecido... todo lo que había aprendido, y también quería echarle en cara lo mucho que lo echaba de menos.

Volviendo al tema de mi euforia, era tal que quise besarlo. Pero no, no estaba tan eufórico y tampoco estaba dispuesto a perder al brujo que iba a darme la clave que estuve buscando más de la mitad de mi vida por robarle el sabor de sus labios. Esa manera de agradecer las cosas solo me la permitía mi maestro. La sociedad los había tachado como algo que tan solo se hacía entre una pareja de casados o de una madre o padre hacia sus hijos. Y éste último caso tan solo en la mejilla, que si no, quién sabe de qué te acusarían. Pero la alegría sí que fue suficiente cómo para hacerme perder el control de algo tan importante como mi poder como cambiaformas: transformarme. Mi pelo se hizo blanco y se me cayó el sombrero. ¿Por qué? Porque mis orejas habían pasado de ser las típicas a las de un mapache. Ni redondas, como las de un oso, ni puntiagudas como las de un gato. Un término medio que se diferenciaba por el hecho de que eran bastante peluditas, y del mismo color blanco del que se volvió mi pelo. En cuanto me di cuenta, mi cara pasó de albergar una amplia sonrisa a una o por boca. Toqué mis peludas orejas y tan solo me salió, mientras agarraba rápidamente el sombrero y volvía a la normalidad mis orejas y pelo:

- Y-yo... l-lo siento...

Fue apenas un hilillo de voz temeroso, más que porque él lo hubiera visto, por el hábito de esconder mi raza. En cuanto ya volví a la vida real, volví a disculparme nervioso y al fin, le respondí.

- Quiero ver cuanto antes esos libros, y no te cortes al pedir lo que sea si así lo necesitas, yo te lo daré -me relajé de nuevo al mirarle a los ojos y recuperé mi sonrisa, aunque mantuve mi avergonzado rubor-. S-supongo que sonará precipitado pero... ¿podríamos ir ahora mismo?

Me encantan las personas como él. Son las personas con las que, inconscientemente, más torpe y natural te vuelves, pero son las que más te acaban apreciando y queriendo. Además, era alguien que parecía tener tantas cosas interesantes que descubrir que en ese momento se juntaron las ganas de descifrar el amuleto y las de descifrarlo a él.