AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Porqué ... [David Dyett]
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Porqué ... [David Dyett]
Durante varias noches, la pequeña Khaterine había dormido oculta tras unas cajas, acurrucada, bajo uno de los muelles de madera del puerto. Era un pequeño bulto inanimado, enroscada sobre sí misma y con el color parduzco de las ropas sucias sirviéndole de improvisado camuflaje. Tan pequeña, tan frágil, que de verla alguien bien podría pensar que era el cuerpo sin vida de algún desafortunado y miserable indigente que había sucumbido al frío del invierno. Pero ella estaba viva, abrazada a sí misma, con los puños apretados contra su pecho, y el pelo enmarañado y sucio.
Pero eso era lo que existía más allá de sus parpados. Dentro, en su imaginación, sus sueños seguían llenos de luz y vida. Aquella noche danzaba con aquel último vestidito que su madre consiguió comprarle. Giraba, corría y volvía a girar con aquella risa inocente y cristalina, que conseguía transmitir sonrisas a los rostros de las mujeres que la observaban, su madre y sus compañeras de burdel disfrutaban de ese triste y fugaz momento de felicidad, mientras a cierta distancia David la observaba, ausente, ajeno, con esa eterna mirada de preocupación.
El borde del vestido rozaba las plácidas aguas del Tamesis. Unas aguas que discurrían perezosas, sucias, con restos de dudosa procedencia flotando como barquitos a la deriva. El cielo tenía un azul intenso, rozando al añil, el aire a ella le olía a jabon de brea, a polvos de maquillaje, al aroma de cuerpos calientes, sudor, comida especiada. Todo parecía normal, cotidiano, girando alrededor de la felicidad de una niña, antes de que cada uno volviera a la realidad más sórdida de sus quehaceres habituales.
Hasta que la noche fue cubriéndolo todo. Su vestido ya no era blanco, se había convertido en un gris ceniciento, su madre había desaparecido y sus compañeras cuchicheaban mirándola de reojo. A lo lejos la voz de Rudolf anunciaba la vuelta a la realidad. En el cielo la luna empezaba a tomar posesión de su feudo, ascendiendo majestuosa para colocarse entre su corte de estrellas. El agua del rio, ahora negra y amenazante, parecía detenida, solo David seguía inalterable, mirándola con sus ojos penetrantes y despiertos, como esperando a que acudiera a su lado, como tantas veces había hecho, en busca de protección.
Experimentó entonces una inquietud extraña, se dedicó a mirar con ansia a un lado y otro buscando un hipotético peligro, mientras surgía una especie de terror profundo, procedente de lo más oculto de su subconsciente, como si el autentico peligro se encontrara ahí agazapado entre sus pensamientos.
Buscó con la mirada a David. Seguía ahí. No podía haber peligro si él seguía impasible sentado en aquel saliente de la rivera. Su ansia se convirtió en odio hacia cuanto la rodeaba, la oscuridad, la noche, el rio, Rudolf, ese feo y mojado vestido, que empezó a destrozar con una fiereza inusitada, un odio desproporcionado al cuerpecito que cubría. Gritó, y su grito resonó como un aullido escalofriante, que helaría la sangre a cualquiera que lo oyera.
Fue entonces cuando una mano fuerte, extremadamente fuerte, la sujeto de la muñeca. Quiso deshacerse de ella, luchar contra ella, pero al volverse se encontró con un rostro desconocido enmarcando la mirada de David, que con firmeza tiró de ella para salir corriendo huyendo de ese lugar.
Mientras todo eso discurría por su mente, su cuerpo se convulsionaba levemente, tensándose y agitándose, encogiéndose hasta hacerse una bolita o estirándose como para zafarse de algo. Hasta que se relajó. La pesadilla había terminado, y ahora corría libre huyendo de algo, o en pos de algo. Aunque fuese lo que fuese, conseguía relajarla lo suficiente para permanecer algunas horas más en los brazos de un Morfeo mucho más caritativo que la realidad que la rodeaba.
Pero eso era lo que existía más allá de sus parpados. Dentro, en su imaginación, sus sueños seguían llenos de luz y vida. Aquella noche danzaba con aquel último vestidito que su madre consiguió comprarle. Giraba, corría y volvía a girar con aquella risa inocente y cristalina, que conseguía transmitir sonrisas a los rostros de las mujeres que la observaban, su madre y sus compañeras de burdel disfrutaban de ese triste y fugaz momento de felicidad, mientras a cierta distancia David la observaba, ausente, ajeno, con esa eterna mirada de preocupación.
El borde del vestido rozaba las plácidas aguas del Tamesis. Unas aguas que discurrían perezosas, sucias, con restos de dudosa procedencia flotando como barquitos a la deriva. El cielo tenía un azul intenso, rozando al añil, el aire a ella le olía a jabon de brea, a polvos de maquillaje, al aroma de cuerpos calientes, sudor, comida especiada. Todo parecía normal, cotidiano, girando alrededor de la felicidad de una niña, antes de que cada uno volviera a la realidad más sórdida de sus quehaceres habituales.
Hasta que la noche fue cubriéndolo todo. Su vestido ya no era blanco, se había convertido en un gris ceniciento, su madre había desaparecido y sus compañeras cuchicheaban mirándola de reojo. A lo lejos la voz de Rudolf anunciaba la vuelta a la realidad. En el cielo la luna empezaba a tomar posesión de su feudo, ascendiendo majestuosa para colocarse entre su corte de estrellas. El agua del rio, ahora negra y amenazante, parecía detenida, solo David seguía inalterable, mirándola con sus ojos penetrantes y despiertos, como esperando a que acudiera a su lado, como tantas veces había hecho, en busca de protección.
Experimentó entonces una inquietud extraña, se dedicó a mirar con ansia a un lado y otro buscando un hipotético peligro, mientras surgía una especie de terror profundo, procedente de lo más oculto de su subconsciente, como si el autentico peligro se encontrara ahí agazapado entre sus pensamientos.
Buscó con la mirada a David. Seguía ahí. No podía haber peligro si él seguía impasible sentado en aquel saliente de la rivera. Su ansia se convirtió en odio hacia cuanto la rodeaba, la oscuridad, la noche, el rio, Rudolf, ese feo y mojado vestido, que empezó a destrozar con una fiereza inusitada, un odio desproporcionado al cuerpecito que cubría. Gritó, y su grito resonó como un aullido escalofriante, que helaría la sangre a cualquiera que lo oyera.
Fue entonces cuando una mano fuerte, extremadamente fuerte, la sujeto de la muñeca. Quiso deshacerse de ella, luchar contra ella, pero al volverse se encontró con un rostro desconocido enmarcando la mirada de David, que con firmeza tiró de ella para salir corriendo huyendo de ese lugar.
Mientras todo eso discurría por su mente, su cuerpo se convulsionaba levemente, tensándose y agitándose, encogiéndose hasta hacerse una bolita o estirándose como para zafarse de algo. Hasta que se relajó. La pesadilla había terminado, y ahora corría libre huyendo de algo, o en pos de algo. Aunque fuese lo que fuese, conseguía relajarla lo suficiente para permanecer algunas horas más en los brazos de un Morfeo mucho más caritativo que la realidad que la rodeaba.
Kath River- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 14/11/2013
Re: Porqué ... [David Dyett]
Un espeso bosque con árboles de corteza blanca y flores negras acogía el cuerpo del joven Dyett que, tumbado sobre una espesa película de hojas caducas, se retorcía de dolor. El sufrimiento era tal que le atenazaba las cuerdas vocales impidiéndole articular queja alguna. Los labios entreabiertos, el aire brotando a bocanadas forzadas y desacompasadas mientras sus músculos faciales se contraían, torturados por su invisible verdugo.
Sus globos oculares se inyectaron en sangre hasta perder la identidad verde de sus iris. Sus huesos se volvían frágiles y contempló horrorizado cómo una ráfaga de viento rompía sus dedos, que se mecieron inertes. Escuchó pasos , arqueó la cabeza hacia atrás y contempló una figura femenina de pies descalzos, piel nívea y cabello dorado, destacaba la barriga en cinta imposible de ocultar bajo ese amplio vestido negro. Se agazapó al lado de su testa y pasó la yema de unos dedos gélidos por su pómulo, en una caricia profundamente maternal. Esbozó la más cálida de las sonrisas y depositó un beso en su frente. - Ssshhh... Todo irá bien.-
David cerró los ojos ante aquél contacto que pareció paliar su dolor, cuando abrió los párpados sólo alcanzó a ver aquellos pies descalzos desapareciendo cuesta arriba. -¡No, no te vayas!- Gritó, mientras hacía acopio de fuerzas para reptar en pos de la mujer. Conforme avanzaba, su piel envejecía, los dientes se desprendían de sus mandíbulas y las entereza le flaqueaba. Las flores carmesíes caían sobre él, lentas, infinitas, armoniosas, dantescas.
Llegó a lo alto de la cuesta, frente a él se abrió un claro de prado verdoso, inmaculado. En el centro se encontraba la mujer, con las piernas separadas y la frente perlada de sudor. El vestido estaba teñido de sangre y a sus oídos llegaron los berridos de un recién nacido, la fémina sonrió. Entró en escena un gran lobo gris, que se detuvo al lado de David para contemplarlo con indiferencia un segundo antes de proseguir, la mujer estaba calmada.
El mamífero se colocó entre las piernas de la progenitora y olfateó al neonato antes de comenzar a devorar su diminuto cuerpo. Un Dyett roto, envejecido y extenuado, hundió el rostro en la hierba. -Es hora de volver a nacer.- La voz de la mujer le impulsó a levantar la mirada para toparse con el morro sanguinoliento de un lobo que se abalanzó sobre él, furioso.
Y despertó. Se incorporó sobresaltado, con la respiración acelerada y los ojos agitándose por toda la bodega de manera paranoica, buscando algún resquicio de su pesadilla. Tenía frío, su ropa estaba húmeda y todo su cuerpo apestaba a cerveza y sudor. Instintivamente se llevó la mano al omóplato izquierdo, tanteó para buscar el desgarro de unos colmillos... No encontró nada.
Articuló los dedos para comprobar que no estaban rotos y sacó del bolsillo de su ajado y sucio pantalón un cristal con un extremo enredado en tela para facilitar su empuñamiento, contempló su reflejo : Ya no tenía una centuria, ni le faltaban los dientes. Su olfato captó algo, un espeso aroma metálico que casi podía mascarse, chasqueó la lengua por inercia, asqueado. ¿Sería su propio hedor? Sin plantearse por qué su mirada se centró en la puerta de la bodega.
Por debajo se filtraba lo que parecía ser (y fué) sangre. Sigiloso la abrió, empuñando con firmeza aquél cristal que estaba dispuesto a usar como arma. Abrió el pomo lentamente, aunque las bisagras chirriaron y la madera crujió.
Como una suspicaz ardilla asomó el rostro y contempló las escaleras que subían a cubierta, escuchó con atención pero no percibió voz alguna, así que tras varios segundos de absoluta quietud optó por subir, evitando mancharse con el río de sangre que descendía a los pisos inferiores de la nave mercante.
Cuando contempló la cubierta quedó petrificado, conocía la maldad de los hombres de primera mano y era consciente de lo que se sentía al matar a un hombre y verlo exhalar su último aliento. Pero ni contemplar a su padre ensartado ni la visión de aquella pesadilla tan vívida de la pasada noche, podían compararse con ese horror.
Los cuerpos de los marinos estaban desmembrados, litros de sangre teñían la cubierta suplantando la identidad caoba de la madera por el intenso carmesí de ese líquido vital. Órganos que desconocía existieran bailaban de proa a popa cuando el mar mecía el navío. Cabezas separadas de sus hombros, todas ellas de expresiones diversas aunque todas ellas confluían en el espanto.
Pudo reaccionar cuando se acordó de algo más importante que su propio miedo, Kath. Bajó las escaleras a toda prisa y buscó por toda la bodega, apartó con violencia sacos de grano, de harina, barricas de vino y de cerveza hasta que la encontró encogida y abrazada a sí misma tras una barricada de sacos de arroz.
Le puso las manos en los hombros y la zarandeó, incorporando un pellizco en uno de sus mofletes. En cuanto la contempló abrir los párpados trató de fingir la mejor de sus sonrisas con un resultado nefasto. - Tú te fías de David ¿Verdad? Pues ahora vamos a jugar a un juego. Se llama "Kath cierra los ojos y no los abre hasta que David se lo dice" ¿De acuerdo? Yo te cogeré en brazos. Vamos. - Extendió los brazos hacia ella, esperando a que la propia kath fuera a cobijarse en él. No estaba dispuesto a permitir que su brillo se apagara.
En los días posteriores se formó un gran revuelo al hallar aquél barco a la deriva por los canales del sena lleno de cadáveres. Se habían agenciado un rincón bajo uno de los muelles y ahí descansaba la pequeña cuando él regresó, victorioso con dos suculentas manzanas. Se quedó agazapado como un alacrán, ladeando el rostro cual búho para observarla desde diferentes posiciones. No había factor más estimulante en la vida que tener una misión, y David tenía la misión de protegerla. La tapó bien con una manta de lana que tomó prestada con anterioridad y se sentó a su lado, lanzando una pequeña dentellada a la manzana más diminuta de las dos.
Sus globos oculares se inyectaron en sangre hasta perder la identidad verde de sus iris. Sus huesos se volvían frágiles y contempló horrorizado cómo una ráfaga de viento rompía sus dedos, que se mecieron inertes. Escuchó pasos , arqueó la cabeza hacia atrás y contempló una figura femenina de pies descalzos, piel nívea y cabello dorado, destacaba la barriga en cinta imposible de ocultar bajo ese amplio vestido negro. Se agazapó al lado de su testa y pasó la yema de unos dedos gélidos por su pómulo, en una caricia profundamente maternal. Esbozó la más cálida de las sonrisas y depositó un beso en su frente. - Ssshhh... Todo irá bien.-
David cerró los ojos ante aquél contacto que pareció paliar su dolor, cuando abrió los párpados sólo alcanzó a ver aquellos pies descalzos desapareciendo cuesta arriba. -¡No, no te vayas!- Gritó, mientras hacía acopio de fuerzas para reptar en pos de la mujer. Conforme avanzaba, su piel envejecía, los dientes se desprendían de sus mandíbulas y las entereza le flaqueaba. Las flores carmesíes caían sobre él, lentas, infinitas, armoniosas, dantescas.
Llegó a lo alto de la cuesta, frente a él se abrió un claro de prado verdoso, inmaculado. En el centro se encontraba la mujer, con las piernas separadas y la frente perlada de sudor. El vestido estaba teñido de sangre y a sus oídos llegaron los berridos de un recién nacido, la fémina sonrió. Entró en escena un gran lobo gris, que se detuvo al lado de David para contemplarlo con indiferencia un segundo antes de proseguir, la mujer estaba calmada.
El mamífero se colocó entre las piernas de la progenitora y olfateó al neonato antes de comenzar a devorar su diminuto cuerpo. Un Dyett roto, envejecido y extenuado, hundió el rostro en la hierba. -Es hora de volver a nacer.- La voz de la mujer le impulsó a levantar la mirada para toparse con el morro sanguinoliento de un lobo que se abalanzó sobre él, furioso.
Y despertó. Se incorporó sobresaltado, con la respiración acelerada y los ojos agitándose por toda la bodega de manera paranoica, buscando algún resquicio de su pesadilla. Tenía frío, su ropa estaba húmeda y todo su cuerpo apestaba a cerveza y sudor. Instintivamente se llevó la mano al omóplato izquierdo, tanteó para buscar el desgarro de unos colmillos... No encontró nada.
Articuló los dedos para comprobar que no estaban rotos y sacó del bolsillo de su ajado y sucio pantalón un cristal con un extremo enredado en tela para facilitar su empuñamiento, contempló su reflejo : Ya no tenía una centuria, ni le faltaban los dientes. Su olfato captó algo, un espeso aroma metálico que casi podía mascarse, chasqueó la lengua por inercia, asqueado. ¿Sería su propio hedor? Sin plantearse por qué su mirada se centró en la puerta de la bodega.
Por debajo se filtraba lo que parecía ser (y fué) sangre. Sigiloso la abrió, empuñando con firmeza aquél cristal que estaba dispuesto a usar como arma. Abrió el pomo lentamente, aunque las bisagras chirriaron y la madera crujió.
Como una suspicaz ardilla asomó el rostro y contempló las escaleras que subían a cubierta, escuchó con atención pero no percibió voz alguna, así que tras varios segundos de absoluta quietud optó por subir, evitando mancharse con el río de sangre que descendía a los pisos inferiores de la nave mercante.
Cuando contempló la cubierta quedó petrificado, conocía la maldad de los hombres de primera mano y era consciente de lo que se sentía al matar a un hombre y verlo exhalar su último aliento. Pero ni contemplar a su padre ensartado ni la visión de aquella pesadilla tan vívida de la pasada noche, podían compararse con ese horror.
Los cuerpos de los marinos estaban desmembrados, litros de sangre teñían la cubierta suplantando la identidad caoba de la madera por el intenso carmesí de ese líquido vital. Órganos que desconocía existieran bailaban de proa a popa cuando el mar mecía el navío. Cabezas separadas de sus hombros, todas ellas de expresiones diversas aunque todas ellas confluían en el espanto.
Pudo reaccionar cuando se acordó de algo más importante que su propio miedo, Kath. Bajó las escaleras a toda prisa y buscó por toda la bodega, apartó con violencia sacos de grano, de harina, barricas de vino y de cerveza hasta que la encontró encogida y abrazada a sí misma tras una barricada de sacos de arroz.
Le puso las manos en los hombros y la zarandeó, incorporando un pellizco en uno de sus mofletes. En cuanto la contempló abrir los párpados trató de fingir la mejor de sus sonrisas con un resultado nefasto. - Tú te fías de David ¿Verdad? Pues ahora vamos a jugar a un juego. Se llama "Kath cierra los ojos y no los abre hasta que David se lo dice" ¿De acuerdo? Yo te cogeré en brazos. Vamos. - Extendió los brazos hacia ella, esperando a que la propia kath fuera a cobijarse en él. No estaba dispuesto a permitir que su brillo se apagara.
En los días posteriores se formó un gran revuelo al hallar aquél barco a la deriva por los canales del sena lleno de cadáveres. Se habían agenciado un rincón bajo uno de los muelles y ahí descansaba la pequeña cuando él regresó, victorioso con dos suculentas manzanas. Se quedó agazapado como un alacrán, ladeando el rostro cual búho para observarla desde diferentes posiciones. No había factor más estimulante en la vida que tener una misión, y David tenía la misión de protegerla. La tapó bien con una manta de lana que tomó prestada con anterioridad y se sentó a su lado, lanzando una pequeña dentellada a la manzana más diminuta de las dos.
Mathgamain Dyett- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 13/11/2013
Localización : París.
Re: Porqué ... [David Dyett]
Antes de que sus ojos se abrieran, algo en su mente se activó con el jugoso crujido de la manzana entre los dientes de David. Cuando los abrió lo primero que vio fue la madera mohosa y sucia sobre la que había dormido, acto seguido se incorporó y peinó con los dedos apartándose el pelo de la cara. Bajo este la piel tenía un color pálido, casi traslucido, con zonas ensombrecidas por manchurrones oscuros producto de diversos tipos de suciedad irreconocible. Pese a ello sus límpidos ojos verdes brillaban con extraordinaria pureza al mirar a su amigo. Le dedicó una cariñosa sonrisa y reptó –arrastrando consigo la manta con la que la había cubierto- hasta situarse junto a él.
-¿Cuándo iremos a una casa David?- la pregunta era tan esperanzada e inocente como demoledora la respuesta que por buena lógica podía recibir. Al mismo tiempo su anhelante mirada a la manzana no dejaba lugar a dudas. Estaba hambrienta. Acurrucada junto a las piernas de muchacho tendió la mano para coger la fruta que este le ofreció y mientras saboreaba lo que a esas alturas le resultaba un manjar de dioses deslizó la mirada a su alrededor.
-No me gusta este sitio - sentenció con un decidido hilito de voz - esta gente grita mucho y no los entiendo, además son muy feos y van muy sucios… son hombres malos… - concluyó finalmente asintiendo con la cabeza. El puerto y los marineros que transitaban por él era cuanto conocía de esa ciudad francesa, y desconocía, en consecuencia, la belleza y maravillas que podía encerrar, aunque todas esas cosas, de existir, fueran totalmente inalcanzables para ella. Era la tónica de su corta vida: una visión circunscrita a lo más cercano, a su minúsculo mundo y los pequeños y a la vez enormes cambios que en los últimos meses se sucedían.
Quedó unos minutos en silencio saboreando la cada vez más minúscula manzana, concentrada en apurarla por completo, sin muestras aparentes de estar pensando en nada, hasta que repentinamente y con voz queda y extraordinariamente serena volvió a hablar.
-Hice trampas David… cuando me sacaste del barco, hice trampas… - alzó el rostro para fijar la mirada en sus ojos. -… abrí un poquito los ojos… - no añadió lo que no hacía falta expresar, había contemplado todo el horror y lo había mantenido en silencio hasta que –una vez alejada de ese peligro desconocido- le volvieron las fuerzas.
-¿Cuándo iremos a una casa David?- la pregunta era tan esperanzada e inocente como demoledora la respuesta que por buena lógica podía recibir. Al mismo tiempo su anhelante mirada a la manzana no dejaba lugar a dudas. Estaba hambrienta. Acurrucada junto a las piernas de muchacho tendió la mano para coger la fruta que este le ofreció y mientras saboreaba lo que a esas alturas le resultaba un manjar de dioses deslizó la mirada a su alrededor.
-No me gusta este sitio - sentenció con un decidido hilito de voz - esta gente grita mucho y no los entiendo, además son muy feos y van muy sucios… son hombres malos… - concluyó finalmente asintiendo con la cabeza. El puerto y los marineros que transitaban por él era cuanto conocía de esa ciudad francesa, y desconocía, en consecuencia, la belleza y maravillas que podía encerrar, aunque todas esas cosas, de existir, fueran totalmente inalcanzables para ella. Era la tónica de su corta vida: una visión circunscrita a lo más cercano, a su minúsculo mundo y los pequeños y a la vez enormes cambios que en los últimos meses se sucedían.
Quedó unos minutos en silencio saboreando la cada vez más minúscula manzana, concentrada en apurarla por completo, sin muestras aparentes de estar pensando en nada, hasta que repentinamente y con voz queda y extraordinariamente serena volvió a hablar.
-Hice trampas David… cuando me sacaste del barco, hice trampas… - alzó el rostro para fijar la mirada en sus ojos. -… abrí un poquito los ojos… - no añadió lo que no hacía falta expresar, había contemplado todo el horror y lo había mantenido en silencio hasta que –una vez alejada de ese peligro desconocido- le volvieron las fuerzas.
Kath River- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 14/11/2013
Re: Porqué ... [David Dyett]
- Son Franceses. Los ingleses siempre han guerreado con los franceses ¿Y sabes por qué? Porque gritan mucho y son feos.- Resolvió al oído de la pequeña, con complicidad. Esbozó una sonrisa agria al verla devorar la manzana y no tener aún una respuesta para su pregunta. -¡Uff!... Qué lleno estoy! De camino hacia aquí me he comido una sandía entera! Te hubiera guardado un trozo pero no podía cargar con todo. ¿No querrás lo que queda de manzana no? Me daría pena tenerla que tirar. - Le tendió la fruta a medio terminar y se frotó el estómago, simulando pesadez.
Encogió las piernas y apoyó el pecho contra ellas, posando los antebrazos sobre sus rodillas y el mentón en el dorso de sus manos entrelazadas. Contempló cómo se mecían las aguas ante ellos, se quedó callado al escuchar su última confesión, ausente. -Lo vió.- Musitó para si mismo.
Sorpresivamente se incorporó de un salto. -¡Iba a ser una sorpresa, pero como no me has hecho caso, ahora tengo que contártelo! Resulta que estamos en París, la capital francesa. - Dijo inclinándose hacia ella para cuchichear el final de la frase, con entusiasmo y misticismo. - Y aquí hacen mucho teatro. ¡Pues resulta que estábamos en un barco de actores, y no de mercaderes! Y lo que viste era el ensayo de una de sus obras... La... La muerte de los marineros malvados, se llama. Iremos a verla dentro de muchos días, cuando la estrenen. Por eso no quería que la vieras. Va a estar muy chula, ya lo verás. ¡Pero iba a ser una sorpresa, a tí no hay quien te engañe, Kath! Seguro que tu madre siempre te decía que eres muy lista. -
La euforia dio paso a un silencio sepulcral y una mirada huidiza y perdida en la inmensidad de la nada, cuando se percató de que había tocado hueso al mencionar a la madre.
Y entonces lo recordó. Aquél cartel que ignoró por natural desconfianza. Aquél que anunciaba la Casa de la Esperanza. - Creo que pronto tendremos una casa. Hay un sitio que acogen a gente nueva como nosotros... ¿Te gustaría ir a una casa? Pero seguro que ahí hay más gente drmiendo y comiendo. Y harás otros amigos nuevos y a mí ya no me querrás.-
Mathgamain Dyett- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 18
Fecha de inscripción : 13/11/2013
Localización : París.
Re: Porqué ... [David Dyett]
Conforme le relataba la piadosa mentira, Kath acababa con la manzana. Apenas quedaban las pepitas cuando lanzó con no poca pena lo que ya no se podía comer. No hizo ningún gesto especial al oír nombrar a su madre, pese a que sintió como se le encogía el (semi vacio) estómago al pensar en ella. Sobre todo cuando David le habló de aquella casa, una casa que no sabía de quien era, en la que no estaba su madre, ni Margot, ni Elisabeth, ni –afortunadamente- Rudolf.
Respondió a la pregunta asintiendo emocionada con la cabeza, más por el entusiasmo que David impuso a las explicaciones, que al propio convencimiento de que aquel lugar fuera tan bueno para ellos como afirmaba, aunque… y en ese momento si que la embargó un profundo sentimiento de indefensión… no había lugar bueno para ella desde que su madre desapareció de su vida.
Cuando su amigo afirmó que ya no le querría al conocer amigos nuevos, le creyó, no pasaba por su cabeza que su amigo utilizara esa argucia por miedo a perderla, o celos, o cualquier otro sentimiento humano y natural. Sencillamente creyó a pies juntillas lo que decía y su acción fue rápida y amorosa. Se levantó y rodeando su cuello con los brazos se pegó a él sentándose en sus piernas. Con el rostro pegado a su cuello y las manos entrelazadas en su nuca, se apretó a él todo lo fuerte que pudo y estampándole un sonoro beso en la mejilla exclamó
–Eres tonto David… un niño muy tonto… ¿Cómo voy a dejar de quererte? – por unos momentos y quizá por la proximidad del abrazo, el muelle, la suciedad, el frío, todo se difuminó y la alegría volvió a su tierno corazón de niña. Se rió alegre, como si esa posibilidad fuera lo más remoto del mundo y sin separarse de él siguió indagando.
-¿Dónde está esa casa? ¿Cuándo iremos? ¿Cómo sabes que son… nuevos… como nosotros? – ¿nuevos en la ciudad quieres decir? – fue brotando toda una retahíla de preguntas teñidas de un entusiasmo bastante lógico ya que dada su situación, pocas posibilidades había de que las cosas empeoraran.
-¿Cuándo vamos a ir? ¿habrá comida? – y de repente, y como si una negra nube hubiera aparecido en el horizonte concluyó -¿habrá hombres? Me dan miedo…
Respondió a la pregunta asintiendo emocionada con la cabeza, más por el entusiasmo que David impuso a las explicaciones, que al propio convencimiento de que aquel lugar fuera tan bueno para ellos como afirmaba, aunque… y en ese momento si que la embargó un profundo sentimiento de indefensión… no había lugar bueno para ella desde que su madre desapareció de su vida.
Cuando su amigo afirmó que ya no le querría al conocer amigos nuevos, le creyó, no pasaba por su cabeza que su amigo utilizara esa argucia por miedo a perderla, o celos, o cualquier otro sentimiento humano y natural. Sencillamente creyó a pies juntillas lo que decía y su acción fue rápida y amorosa. Se levantó y rodeando su cuello con los brazos se pegó a él sentándose en sus piernas. Con el rostro pegado a su cuello y las manos entrelazadas en su nuca, se apretó a él todo lo fuerte que pudo y estampándole un sonoro beso en la mejilla exclamó
–Eres tonto David… un niño muy tonto… ¿Cómo voy a dejar de quererte? – por unos momentos y quizá por la proximidad del abrazo, el muelle, la suciedad, el frío, todo se difuminó y la alegría volvió a su tierno corazón de niña. Se rió alegre, como si esa posibilidad fuera lo más remoto del mundo y sin separarse de él siguió indagando.
-¿Dónde está esa casa? ¿Cuándo iremos? ¿Cómo sabes que son… nuevos… como nosotros? – ¿nuevos en la ciudad quieres decir? – fue brotando toda una retahíla de preguntas teñidas de un entusiasmo bastante lógico ya que dada su situación, pocas posibilidades había de que las cosas empeoraran.
-¿Cuándo vamos a ir? ¿habrá comida? – y de repente, y como si una negra nube hubiera aparecido en el horizonte concluyó -¿habrá hombres? Me dan miedo…
Kath River- Licántropo Clase Baja
- Mensajes : 10
Fecha de inscripción : 14/11/2013
Re: Porqué ... [David Dyett]
La afectuosa acción de la pequeña Kath le pilló por sorpresa. Los mofletes cobraron candor cuando su anglicana tez pálida se enrojeció en la parte alta de las mejillas por la vergüenza de la situación, se apresuró a mirar a un lado y a otro, para comprobar que nadie había sido testigo de aquél gesto de puro afecto.
-Eh... No... No sé bien dónde está. - Confesó, culpándose a sí mismo por no haber prestado la debida atención al cartel que anunciaba ese lugar. -Pues son nuevos... En la ciudad, claro. Otros llevan mucho tiempo aquí pero como hablan raro, pues no les entienden, y así es imposible tener una casa propia y por eso viven todos juntos.-
Zis, zas, vista a un láo y al otro. Tras comprobar que estaban solos le devolvió el beso en la mejilla y la instó a levantarse, después él hizo lo propio. - Claro que habrá comida, para tí siempre habrá comida Kath, ya verás.- Iba a empezar las andanzas cuando mencionó su mayor temor, se situó frente a ella y le cogió las manos, acariciando con el pulgar el dorso de las suyas. -Seguro que habrá hombres, pero no permitiré que se te acerquen. Yo siempre cuidaré de tí, no me separaré ni un segundo. ¿Vale? ¿Quieres que vayamos juntos a buscar el sitio?- Inquirió, adelantándose y tendiendole la mano izquierda para iniciar la marcha.
-Eh... No... No sé bien dónde está. - Confesó, culpándose a sí mismo por no haber prestado la debida atención al cartel que anunciaba ese lugar. -Pues son nuevos... En la ciudad, claro. Otros llevan mucho tiempo aquí pero como hablan raro, pues no les entienden, y así es imposible tener una casa propia y por eso viven todos juntos.-
Zis, zas, vista a un láo y al otro. Tras comprobar que estaban solos le devolvió el beso en la mejilla y la instó a levantarse, después él hizo lo propio. - Claro que habrá comida, para tí siempre habrá comida Kath, ya verás.- Iba a empezar las andanzas cuando mencionó su mayor temor, se situó frente a ella y le cogió las manos, acariciando con el pulgar el dorso de las suyas. -Seguro que habrá hombres, pero no permitiré que se te acerquen. Yo siempre cuidaré de tí, no me separaré ni un segundo. ¿Vale? ¿Quieres que vayamos juntos a buscar el sitio?- Inquirió, adelantándose y tendiendole la mano izquierda para iniciar la marcha.
Mathgamain Dyett- Licántropo Clase Baja
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