AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Carné de Baile
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Carné de Baile
Carné De Baile
¿Qué era un Carné de Baile?
¿Qué era un Carné de Baile?
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El Carné de Baile fue un complemento femenino imprescindible usado en los bailes aristocráticos en el siglo XIX y aún incluso a principios del XX. En él, las damas anotaban en orden riguroso de pedida los bailes que les solicitaban los caballeros. Los materiales con los que estaban realizados, y los detalles de los mismos, denotaban la posición económica de su dueña. Pero además podían ofrecer una serie de “pistas” sobre el estado civil de la misma, información muy útil para los caballeros que iban al baile. Así, las solteras usaban carnés de baile de nácar, las casadas de marfil y las viudas de azabache.
Estos pequeños adminículos podían ser de otros materiales como plata, acero, o cartón en el caso de los más sencillos. Se adquirían en los comercios de la época, y en ocasiones formaban parte de un juego compuesto por el propio carné de baile o una agenda, monedero y devocionario, presentados en lujosos estuches de piel e interior forrado de seda.
Sin embargo, el momento en el que una dama anotaba que había sido invitada por un caballero a bailar una determinada danza, no era sino un pequeño instante dentro de toda una ceremonia social.
Estos eventos podían ser de máscaras o bailes de sociedad. Los bailes de máscaras, celebrados no sólo en carnaval, eran la excusa perfecta para que la alta sociedad, formada tanto por la aristocracia de viejo cuño como por la burguesía (considerada la nueva aristocracia del dinero), diera rienda suelta a su imaginación y vistiese en esas ocasiones trajes de otras épocas, divertidos complementos y máscaras, acompañados de compases musicales alegres.
Los bailes de sociedad, por su parte, podían ser tanto públicos como privados. Los bailes públicos solían celebrarse en los Casinos o Liceos de las distintas ciudades, ya fuera con motivo de una visita a la ciudad de un personaje insigne, o por una festividad. Generalmente estaban dirigidos a la alta sociedad, pero en ocasiones podían ser más abiertos. Los bailes privados, en los que nos vamos a centrar, estaban exclusivamente dedicados a la élite social y económica del momento, y servían para reforzar la imagen de los anfitriones y de los propios invitados.
Un momento crucial en la vida de toda joven, era aquél en el que su madre le permitía ir al baile por primera vez, sirviendo éste para presentar a la mujer en sociedad, además de ser el acontecimiento ideal para encontrar marido, como reflejan las publicaciones de la época.
Última edición por Sybil E. Crawley el Dom Dic 08, 2013 4:57 pm, editado 1 vez
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
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Re: Carné de Baile
Carné De Baile
Peso social de un baile
Peso social de un baile
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La preparación de un baile en una casa aristocrática del Romanticismo era un acontecimiento de tal importancia que podía refrendar la posición política y social de la familia, mejorar los negocios de la misma, planear un matrimonio interesante o, por el contrario, convertirse en un desastre social que al día siguiente saldría publicado en la prensa local. Debido a ésto, todos los preparativos se mimaban al máximo. Sin duda, la aristocracia del momento tenía un claro referente en el que basarse para organizar sus bailes privados, saber a quién invitar y qué normas de cortesía debían tomarse en cuenta.
La temporada de bailes tenía lugar en invierno, y los bailes de palacio eran los encargados de abrir y cerrar ese período. Por lo general, los bailes comenzaban en torno a las nueve de la noche y podían prolongarse hasta altas horas de la madrugada. Comenzaba entonces una pugna sorda entre los anfitriones por dar el mejor baile, y un intento de no desairar a las personas influyentes, por parte de los invitados.
Los palacios urbanos, a menudo denominados hoteles en la época, tenían que engalanarse para recibir a los convidados. Un buen anfitrión debía considerar muchos aspectos. Había que iluminar las calles cercanas y la entrada de la casa, traer flores desde zonas más cálidas que se distribuirían por toda la zona pública de la vivienda. En el zaguán, el patio o las escaleras, según el caso, había que colocar espejos para que las damas pudiesen comprobar su aspecto antes de subir al salón. El salón de baile, espacio fundamental que no podía faltar en una residencia aristocrática, debía estar espléndidamente iluminado, con una orquesta de varios músicos y cómodas sillas circundando el espacio, para que las damas pudiesen sentarse.
En uno de los salones colaterales podía colocarse un buffet con comida y refrescos, también conocido como mesa de ambigú, que se abría a mitad del baile y se reponía durante el resto de la velada, eligiendo para la elaboración de los platos a los mejores cocineros.
“[…] el fondista Lhardy ha fabricado centenares de sandwiches y pastelillos, las confiterías de Blanco y la Mahonesa, arrobas de pastas y de dulces; los dueños del café de la Iberia o del Suizo gran número de quesitos helados para saciar el apetito y la sed de los quinientos invitados.”
En otro de los salones contiguos podían disponerse mesas para juegos.
“Al entrar en la sala de baile, no se debe abandonar á las señoras para pasar a la pieza de juego; antes bien debeis pensar que ellas se han calzado aquel día por vosotros y aun estrechado sus pies en zapatos de raso. Hacedlas, pues, bailar, porque además de que este es un acto de civilidad, se gana por otra parte todo el dinero que se perdería en la sala inmediata.”
No podía faltar una estancia de tocador, uno para hombres y otro para mujeres. Además de toda suerte de perfumes, espejos y productos de belleza, en ellos también se podía encontrar pastelitos y refrescos. En ocasiones era necesario contratar mayor número de criados, así como un bastonero que organizase el orden de los bailes y cuidase de que a las damas no les faltara el refresco. Pero además, los anfitriones debían conocer las normas de urbanidad, cortesía y buen tono y, por supuesto, saber bailar. Ya desde finales del siglo XVII los nobles de ambos sexos recibían lecciones de baile de grandes maestros. Los bailes públicos y privados eran un lugar perfecto para mostrar los conocimientos adquiridos, especialmente de las danzas extranjeras como el minué o la contradanza.
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
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Re: Carné de Baile
Carné De Baile
Invitados
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Elegir bien a los invitados era, sin duda, una tarea que debía hacerse con cuidado. Los anfitriones elegían a sus invitados según el tamaño de sus salones y no tanto por la amistad que les uniera a éstos, sino como por las relaciones que mantenían. El círculo de personas más allegado a la Reina siempre estaba invitado a todo baile que quisiese revestirse de importancia. Tampoco podían faltar los políticos, los diplomáticos y los periodistas.
Por último, el anfitrión ha de prever que “cuando se invita para un baile debe tenerse especialísimo cuidado de que entre las personas aptas para bailar no haya mayor número de señoras que de caballeros”.
Una vez elaborada la lista definitiva, se confeccionaban las tarjetas de invitación. Para una invitación a un acontecimiento de estas características, la tarjeta debía ser grande.
Como expone uno de los manuales de cortesía y urbanidad más importantes de mediados del siglo XIX, el manual de El hombre fino (Rementería, 1829: 107), la invitación a un baile “debe hacerse a lo menos ocho días antes, pues es indispensable todo este tiempo para que las señoras dispongan sus adornos. Regularmente se hacen por medio de una corta esquela poniendo, en nombre de los dueños de la casa, que tenga la bondad de asistir a ella tal día”. Estas tarjetas eran repartidas por lacayos, mozos de comedor, ayudantes de cámara y cocheros
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
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Re: Carné de Baile
Carné De Baile
Vestimenta
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Recibir una invitación era un hecho tan importante que podía significar entrar, mantenerse o salir de la vida social del momento. Sin duda, las más deseadas eran las que convidaban a los bailes reales. Pero en la que las distintas familias nobles y burguesas competían por ser las más célebres, toda invitación cobraba una importancia capital. No se deja libre de ironía la figura de la joven que cada vez que oye la puerta de su casa baja corriendo a ver si le ha llegado una invitación, cuando no se deja caer “casualmente” por la vivienda de los anfitriones. Éstos, precavidos ante este tipo de visitas, no se muestran en público durante los ocho días de preparación del evento.
Aquellas personas que sí recibían su invitación, comenzaban toda una carrera para lucir las mejores galas y dejar epatados al resto de invitados. Al igual que ocurre hoy en día ante un acontecimiento social importante, era imprescindible conseguir una cita con un buen peluquero. Dependiendo de quién pidiese la cita, el peluquero podía peinarle justo antes de ir al baile, para lucir el peinado perfecto, peinarle a primera hora de la mañana, teniendo que permanecer todo el día con cuidado de no despeinarse, o incluso peinarle ya a altas horas de la noche, retrasando su llegada al baile.
El peinado más usual a mediados de siglo era el bandós, con raya en medio, dejando caer dos guedejas de pelo que se recogían lateralmente. También estaba de moda el peinado realizado con una trenza que se colocaba a modo de diadema. Sin embargo, publicaciones del momento como El mundo Pintoresco hacen alusión a que en España, igual que en Francia, las mujeres preferían arreglarse con el peinado que mejor les sentase.
Para adornar los peinados se colocaban todo tipo de adornos (tocados, plumas, flores, pequeñas joyas, etc.) siempre que éstos estuvieran conjuntados con el resto de la indumentaria. Las normas a veces exigían mayor cautela:
“Las señoras que hayan encanecido prematuramente, evitarán el adornarse la cabeza con flores: nada choca tanto a la vista como las rosas entre la nieve”.
También los joyeros recibían importantes pedidos de pendientes, collares, diademas, pulseras, nuevos engastes, etc.
Pero sin duda, los mayores esfuerzos se realizaban para conseguir el mejor traje. Existían diversas publicaciones en las que los figurines mostraban la última moda para asistir a los bailes, como El Correo de la Moda o El defensor del Bello Sexo. Los modistos y casas de moda copiaban estos modelos. Para aquellas mujeres con mayor poder adquisitivo, las casas de moda francesas les hacían llegar nuevos modelos.
El traje femenino de baile presentaba un cuerpo con escote, talle corto y remate triangular en el delantero. Para que sentase bien, era imprescindible el uso de ballenas que se cosían a este cuerpo. La falda tenía forma acampanada, reminiscencia de la moda dieciochesca. El traje podía estar ornamentado con encajes, cintas, terciopelos, y gasas, generalmente formando volantes. En estos trajes se permitía también la ausencia de mangas.
En cuanto a los tejidos, los más ligeros eran adecuados para el baile. A partir de los 25 años de edad no era adecuado que una mujer usase telas demasiado vaporosas. Los colores más frecuentes eran los de tonos suaves, como el blanco o el rosa, pero al igual que el peinado, cada dama debía elegir lo más adecuado a su fisonomía. Los zapatos se hacían de raso, del color del traje, y los guantes, de color claro, completaban el conjunto. Éstos no podían quitarse durante toda la noche, con la única excepción de si se comían cosas saladas, ya que podían mancharse. Para el frío de la calle, las mujeres utilizaban echarpes de pieles, o chales de cachemir. Eran más recomendables para las mujeres casadas.
Otros complementos imprescindibles de la indumentaria femenina fueron el abanico y el pañuelo. Ambos ponían de relieve la posición social de la dama que los llevaba, según los materiales con que estuviesen realizados, pero además jugaban un importante papel comunicando “secretamente” distintos mensajes, según se moviesen o se colocasen.
Aun con todo, existían reservas a la hora de elegir una u otra indumentaria. “Nadie debe vestir con mas lujo del que requiere su estado; la joven soltera que se empeñe en llevar blondas y diamantes se hará ridícula; así como su madre si lleva telas ligeras incompatibles con la severidad de su estado. […] Todas las fortunas no son iguales: preciso es circunscribirse dentro del círculo que nos ha marcado la suerte, y procurar sustituir la riqueza con la elegancia, seguros de que aun ganaremos con el cambio”.
El vestuario masculino era más sobrio, con frac y pantalón largo negro, y camisa, chaleco corbata y guantes blancos. Los zapatos eran negros de charol. La corbata de baile, prenda romántica masculina por excelencia “no se compone sino de dos pliegues laterales; pero debe abrazar el cuello en doble y fijarse por delante por medio de un alfiler. […] y aunque fija, se presta muy bien á todas las variaciones y posturas que necesariamente ha de hacer un individuo que baila ó valsea”. En cuanto a los guantes El hombre fino expone que no debían usarse más de una o dos veces. Se podía llevar un reloj de bolsillo en el chaleco, pero teniendo en cuenta que “un hombre de gusto se guarda muy bien de ostentar su reloj. Una rica simplicidad debe brillar sobre todo su tren, por lo cual es tan ridículo llevar un reloj de plata como uno guarnecido de diamantes”. El manual también desaconseja el uso de sortijas y diamantes (“la mano del hombre debe estar libre de todas estas futilidades”), salvo las alianzas y anillos de oro sencillos.
Completaban los caballeros su vestimenta con una capa o gabán, sombrero de copa y bastón. Una vez preparados todos estos detalles, sólo quedaba disponer el coche de caballos que llevará a los invitados al baile. Generalmente las familias adineradas tenían chófer, a menudo llamado jockey, así como distintos carruajes, siendo el más apropiado para el baile el carruaje abierto o calesa. El chófer llevaba a los señores al evento y permanecía a la espera en el frío de la calle hasta que éstos abandonasen el convite. También se podían alquilar estos coches, aunque su uso para reuniones sociales de cierto nivel estaba desaconsejado.
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
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Re: Carné de Baile
Carné De Baile
¿Me concede esta pieza?
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Una vez en el palacio u hotel en el que iba a celebrarse el baile, las buenas formas exigían una serie de modos que habían de vigilar tanto los caballeros como las damas. Los caballeros, o en su defecto el anfitrión, acompañaban a las señoras del brazo, ya que nunca debían entrar solas a la sala de baile.
El baile siempre lo abrían los anfitriones. En ese sentido, los anfitriones abrían el baile y su hija, en caso de tenerla, debía ser invitada a bailar por todos los caballeros.
En muchos bailes se ofrecía a la entrada un programa con la música que la orquesta iba a tocar. Así, todos los invitados sabían el número de piezas y el orden en que éstas se iban a representar. En ese momento, el carné de baile era imprescindible para organizar las distintas peticiones que se iban a producir. Las damas podían tener un carné de baile, o un tarjetero con agenda que sirviese también para guardar las tarjetas de visita. Existieron algunos carnés que llevaban ya escritos los nombres de los bailes, pero eran poco comunes por resultar menos útiles. Para apuntar, se servían de un pequeño lápiz de mina de plomo que solía formar conjunto con el carné, estando muchas veces unido a él por una cadena o un pequeño cordón.
Como ya se ha comentado, el material con el que estaba realizado el carné tenía una gran significación, con lo que los caballeros tenían la ventaja de que al solicitar un baile a una dama, conocían de antemano su estado civil. Los hombres también tenían que recordar las peticiones que habían realizado y el orden, motivo por el cual también apuntaban estos datos en pequeñas agendas. Una vez se había apuntando en el carné de baile una invitación, no podía rehusarse sino “por un motivo legítimo”.
Los anfitriones, que tanto esfuerzo habían dedicado a la preparación del baile, debían procurar además que sus invitados se sintiesen cómodos en él, velando por cada uno de los detalles. Las obligaciones de éstos eran que “los dueños de la casa cuidarán constantemente de que ninguna señora que haya concurrido en disposición de bailar, permanezca sentada toda la noche. A la señora de la casa no la es lícito bailar, ínterin alguna otra señora permanezca sentada a falta de pareja. Aunque esto no se practica hoy en día con mucha escrupulosidad, sin embargo, no deja de ser una gravísima falta de urbanidad”.
Un caballero no puede ceder a otro la señora que haya aceptado su invitación, porque sería demostrarla poca deferencia. No es de buen tono que un caballero baile con su esposa. La buena sociedad no admite que un caballero baile toda la noche con la misma señora. Además “es también incivilidad […] sentarse en el sitio de una señora mientras está bailando; se debe tomar un asiento que no pertenezca a nadie, ó quedar de pie aun cuando los zapatos apretados os rompan el empeine ó los talones”.
También las damas han de cumplir una serie de obligaciones. “Las señoras que no sepan bailar se abstendrán de tomar parte en el baile, porque es deslucirlo y comprometer a su pareja. […] Cuando una señora no acepte la invitación de un caballero para bailar, se abstendrá de hacerlo en todo el curso del baile”.
En cuanto al tipo de bailes, se seguían bailando piezas dieciochescas, como los minués, las mazurcas, las contradanzas o el rigodón. Muchas de estas danzas provenían de una larga tradición, pero alcanzaron su apogeo en el siglo XVIII como bailes de élite. Junto a ellas, aparecieron una serie de nuevos bailes como el galop (nombre que deriva del galope del caballo, por su rápido ritmo), de origen popular e introducido en 1820 por el Duque de Berry en París. Otro de los bailes era la redova, de origen checo y ritmo ternario, que junto con el galop, tenían gran parecido con el vals.
Cuando un hombre sacaba a bailar a una señora, debía cogerle del brazo cuando sonasen los primeros compases y acompañarla hasta la zona de baile. Y al finalizar éste, volvía a llevarle del brazo a su silla, y podía ofrecerle un refresco, aunque era éste un deber del bastonero.
Durante el baile podía aprovecharse para mantener una conversación que en muchos casos, estaba preparada para adular a alguien, hacer negocios, pero sobre todo, para cortejar a una dama. En este último caso, el hombre debía tener cuidado de no bailar más de cuatro bailes con una misma mujer, pues era considerado una descortesía hacia el resto de las damas. Sin embargo, para los casos en los que la conversación era sólo por pura educación, El hombre fino considera que:
“Es una gran falta y tiene sus inconvenientes el creerse obligados a dar conversación a su pareja y apurarla con preguntas de cosas insignificantes y a las que sin embargo tiene que responder como ¿Hace calor?, ¿le gusta a Vd. mucho el baile, señorita?. Pero se puede alabar el buen gusto de su tocado; y es ésta una atención que siempre agrada a las damas.”
Un aspecto que tratan los principales manuales de cortesía y urbanidad de la época es el de cuidar las buenas formas para no herir la sensibilidad de ninguna dama. Para ello, hacen una serie de recomendaciones, que ponen de manifiesto la importancia de la gentileza:
“Cuando un caballero sea escitado á invitar á una señora á bailar, se prestará á ello gustosamente, aunque no sea de su agrado. Hay algunas señoras, menos favorecidas por la fortuna, ó que cuentan con menos relaciones, que pasan casi toda la noche sentadas en una silla: el caballero más fino y mas galante será aquel que acuda á evitarlas de esta mortificación de amor propio, aunque sea sacrificando su gusto”. “No todas las mujeres son bonitas no todas tienen aquella gracia y belleza […]. El dueño de la casa, o el bastonero, debe procurar que todas bailen, porque esta es una civilidad necesaria y la cual nadie se rehúsa.”
El baile, que podía acabar a altas horas de la madrugada, llegaba a su fin con una contradanza muy movida, denominada cotillón, que se bailaba intercambiando parejas, o siguiendo unas directrices que marcaba uno de los asistentes, o en algunas ocasiones con un galop.
Entre tanto, muchos invitados podían haberse marchado. Al contrario de lo que podríamos pensar hoy día, era de mala educación despedirse de los anfitriones si éstos estaban charlando con sus invitados o bailando, ya que les distraía de sus responsabilidades. Por ello, era más cortés agradecerles la invitación y sus atenciones haciéndoles una visita.
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
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Re: Carné de Baile
Carné De Baile
Después del Baile
Después del Baile
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“Debemos una visita de agradecimiento á los que nos han invitado á una reunión, hayamos o no concurrido a ella”.
Si la preparación del baile y el transcurso del mismo estaban sujetos a un gran número de convencionalismos sociales, el agradecimiento por la invitación a éste por medio de una visita, no lo estaba menos. La visita era, para la sociedad del Romanticismo, una norma de educación y casi una obligación, por lo que se estipularon distintos tipos y formalidades según el motivo de la misma. Así, las había de ceremonia, de felicitación, de ofrecimiento, de pésame, de duelo y de despedida. Los manuales de urbanidad distinguían cómo comportarse en cada una de ellas, qué atuendo era más recomendable, el tiempo que se debía permanecer en el interior de la casa, e incluso los temas de conversación más adecuados. Las casas aristocráticas tenían acomodada una sala para este tipo de recepciones, denominada Sala de Confianza.
Para agradecer la invitación a un baile, lo más correcto era hacer la visita a los anfitriones entre la una y las cinco de la tarde, cuidando que ésta se produjese en los ocho días siguientes al evento. Al realizarse ésta, los anfitriones tenían de nuevo la obligación de devolver una visita a los invitados que, en señal de agradecimiento, les habían visitado. De este modo, la obligación del visiteo era cada vez más compleja, creando una enmarañada red de compromisos.
Por este motivo, cada vez empezaron a cobrar más importancia las tarjetas de visita. No era éste un invento nuevo, pero servía para “excusar” el encuentro. Lo correcto era que se entregasen en persona. Los dueños de la casa podían estar muchas veces sin arreglar o hastiados de recibir a tanta gente, por lo que hacían que los mayordomos las recogieran y apuntasen en ellas, frente a los huéspedes las letras “e.p.”, que significaba que había sido entregada en persona, y por tanto tenía tanta validez como la visita misma. Poco a poco, dejó de estar tan mal visto que la tarjeta fuese entregada por el personal de confianza. Con las tarjetas se estableció un código mudo, según el tipo de dobleces que se le realizaran. Si llevaba la punta o una cuarta parte doblada significaba, al igual que en el caso anterior, que la visita se había realizado en persona. Si las dos puntas de un mismo lado estaban dobladas, además, señalaban que era necesario ver a la persona en cuestión, y que volvería en otra ocasión. Si las puntas que aparecían dobladas eran de lados contrarios, entonces evidenciaba la necesidad de ver a la otra persona urgentemente, y que ésta le fuese a buscar con premura. En momentos más avanzados, un doblez también podía significar una invitación a un baile, no siendo, sin embargo, el modo más correcto de invitar.
Las tarjetas de las señoras eran generalmente de papel porcelana o concha, y en tonos rosas, azules o amarillos. Los caballeros usaban una tarjeta blanca y podían aprovechar para lucir el blasón familiar, corona nobiliaria o la cruz de una orden militar. Para guardar y transportar las tarjetas se usaban tarjeteros, que a menudo, como ya se ha señalado, cumplían también la función de carné de baile y agenda. Solían estar ricamente decorados, y al igual que los carnés, tanto los materiales de fabricación, como la decoración de los mismos, podían ofrecer una gran información sobre los propietarios.
Con la visita se cerraba un ciclo de formalidades que había comenzado días antes con la preparación de un baile.
Sybil E. Crawley- Humano Clase Alta
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