AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Locura, que nada lo cura
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Locura, que nada lo cura
Acudió a la cita una vez más, con el semblante apagado y la expresión pesarosa. Tal pareciese que alguien se había muerto... Bueno, en cierta forma así era, aunque ninguno de aquellos hombres malolientes que la miraban tan fijamente lograban entender por qué se sentía tan desdichada porque su pájaro, al que llamó "Pío", hubiera muerto aquella mañana. Podría decirse que el tacto no era una de aquellas cosas que caracterizaban a sus sirvientes. Sino más bien lo contrario. Parecían encontrar siniestramente entretenido martirizar a la pobre Bethany, haciéndola cambiar adrede desde la alegría más suprema, a la más absoluta depresión. Y ella, que nunca se enteraba de nada por estar siempre en su mundo "lleno de luz y color", daba más vueltas que una peonza siempre sumergida en el círculo vicioso de su enfermedad. Aquel día decidió ir sola con el cochero, a fin de que su marido, siempre ocupado en cosas que a ella "no le incumbían", la recogiese cuando acabara sus tareas. Oh, y qué mal se sentía ahora. Tumbada en aquella camilla mugrienta y asquerosa, sintiendo que miles de ácaros se acercaban a ella a una velocidad vertiginosa. Nunca entendió la manía que tenían los médicos de tumbar a los pacientes. Ella estaba loca, pero podía andar perfectamente. La incomodaba que la mirasen desde arriba. Se sentía inferior, frágil, delicada. Y eso siempre le había desagradado.
Tras más de media hora de reconocimiento físico completamente innecesario, dijeron que lo suyo era estrés y que le subirían la medicación. ¡Ja! Beth estaba loca, pero no era estúpida. Su medicación siempre acababa debajo de la cama de matrimonio donde ella y su esposo dormían. ¡Para que luego digan que los locos no saben hacer bien las cosas! Ella mentía que daba gusto. Claro, que después venían los problemas. Se deprimía y se ponía histérica a la velocidad del rayo, sin que nada ni nadie pudiese impedirlo. Lógicamente, los médicos que no estaban cegados por el cariño, se daban cuenta antes de que algo raro pasaba. Estaba peor que en el principio, cuando normalmente solía pasar al revés.
Se bajó de la camilla llorando porque sí, sin ningún motivo aparente, y se sentó en la vieja silla que estaba frente al escritorio del psiquiatra, que la miró con los ojos entornados. -Me parece que tendremos que hablar con tu esposo... No te estás tomando la medicación. -Oh, pues claro que no. Aquellas dichosas pastillas azules la hacían sentir como un zombie todo el maldito día. Y lo peor es que no servían para nada. Una vez le dijeron que lo suyo se curaba dedicándose a Dios... Ella, que lo había visto un par de veces cuando el delirio era tal que no podía distinguir lo que era realidad de lo que no, no estaba en absoluto de acuerdo. La cabeza de la chica daba vueltas en aquel momento, y eso se tradujo en un movimiento regular hacia delante y hacia atrás, como si estuviera en trance. Muchas veces pensaba, cuando su "locura" le permitía hacer pleno uso de sus facultades mentales, que su cuerpo y su cabeza no iban en sintonía. Cada uno actuaba de una forma, indiferentemente de lo que hiciera la otra parte. Normal que estuviese así, si ni ella misma comprendía cómo podía estar bien y mal al mismo tiempo. Su cuerpo parecía no responder a las órdenes que ella iba diciendo. Cuando quería levantarse, a veces se sentaba. Y cuando quería sentarse, se ponía a dar saltos en círculo. Todo muy raro.
- No, verá. Mi problema es que Pío murió. Y sin Pío... Oh, Dios mío, ¡¿qué voy a hacer yo sin Pío?! Era muy feliz y hablador, no entiendo cómo ha podido morirse así de pronto. Él me decía que el doctor que había jurado y perjurado que su salud era de hierro y que nunca se moriría. Que llegaría a los mil años y pico... ¡Jajaja! Pico. Pío tenía un pico muy bonito. Siempre presumía de él frente al resto. Todos se maravillaban, y yo lo sé porque yo también me sorprendía de lo bonito que era el pico de Pío... Oh, Dios mío... ¡¿qué vamos a hacer ahora sin Pío?! Pío era el alegría de la casa. Era bueno y considerado con todo el mundo. Y tenía un pico precioso... ¿ya le dije lo presumido que era con su pico? Todos se sorprendían, y yo también... Pobre Pío, mi Pío... Nadie cantaba como él... -De repente, como si se le hubiera acabado la energía, se quedó quieta, rígida, con la mirada perdida. El psiquiatra anotó en un grueso cuaderno -su historia clínica-, sus impresiones acerca de aquella sesión, haciendo énfasis de que Pío era un pájaro y que los pájaros no suelen hablar demasiado. ¡Qué sabía él! Su Pío hablaba, y ella lo sabía. Y si ellos no le oían, era porque estaban sordos.
Bethany salió del trance con una sonrisa, sin tener ni idea de por qué estaba allí, ni de quién era Pío, ni de dónde narices se encontraba. Pero no sabía por qué aquel hombre la miraba de aquella manera tan extraña. Sin pensárselo dos veces, se levantó y le golpeó en la cabeza al psiquiatra repetidas veces con un cenicero, y antes de que nadie viniese a buscarla, salió corriendo de la habitación, perdiéndose entre los pasillos del psiquiátrico. Saltaba, y corría, y gritaba, sin saber dónde estaba. Pero nada importaba ya. Su mente había vuelto a perderse y quién sabría cuándo volvería a encontrarse. Pero... ¿y su Clyde? ¿Dónde estaba su Clyde?
Tras más de media hora de reconocimiento físico completamente innecesario, dijeron que lo suyo era estrés y que le subirían la medicación. ¡Ja! Beth estaba loca, pero no era estúpida. Su medicación siempre acababa debajo de la cama de matrimonio donde ella y su esposo dormían. ¡Para que luego digan que los locos no saben hacer bien las cosas! Ella mentía que daba gusto. Claro, que después venían los problemas. Se deprimía y se ponía histérica a la velocidad del rayo, sin que nada ni nadie pudiese impedirlo. Lógicamente, los médicos que no estaban cegados por el cariño, se daban cuenta antes de que algo raro pasaba. Estaba peor que en el principio, cuando normalmente solía pasar al revés.
Se bajó de la camilla llorando porque sí, sin ningún motivo aparente, y se sentó en la vieja silla que estaba frente al escritorio del psiquiatra, que la miró con los ojos entornados. -Me parece que tendremos que hablar con tu esposo... No te estás tomando la medicación. -Oh, pues claro que no. Aquellas dichosas pastillas azules la hacían sentir como un zombie todo el maldito día. Y lo peor es que no servían para nada. Una vez le dijeron que lo suyo se curaba dedicándose a Dios... Ella, que lo había visto un par de veces cuando el delirio era tal que no podía distinguir lo que era realidad de lo que no, no estaba en absoluto de acuerdo. La cabeza de la chica daba vueltas en aquel momento, y eso se tradujo en un movimiento regular hacia delante y hacia atrás, como si estuviera en trance. Muchas veces pensaba, cuando su "locura" le permitía hacer pleno uso de sus facultades mentales, que su cuerpo y su cabeza no iban en sintonía. Cada uno actuaba de una forma, indiferentemente de lo que hiciera la otra parte. Normal que estuviese así, si ni ella misma comprendía cómo podía estar bien y mal al mismo tiempo. Su cuerpo parecía no responder a las órdenes que ella iba diciendo. Cuando quería levantarse, a veces se sentaba. Y cuando quería sentarse, se ponía a dar saltos en círculo. Todo muy raro.
- No, verá. Mi problema es que Pío murió. Y sin Pío... Oh, Dios mío, ¡¿qué voy a hacer yo sin Pío?! Era muy feliz y hablador, no entiendo cómo ha podido morirse así de pronto. Él me decía que el doctor que había jurado y perjurado que su salud era de hierro y que nunca se moriría. Que llegaría a los mil años y pico... ¡Jajaja! Pico. Pío tenía un pico muy bonito. Siempre presumía de él frente al resto. Todos se maravillaban, y yo lo sé porque yo también me sorprendía de lo bonito que era el pico de Pío... Oh, Dios mío... ¡¿qué vamos a hacer ahora sin Pío?! Pío era el alegría de la casa. Era bueno y considerado con todo el mundo. Y tenía un pico precioso... ¿ya le dije lo presumido que era con su pico? Todos se sorprendían, y yo también... Pobre Pío, mi Pío... Nadie cantaba como él... -De repente, como si se le hubiera acabado la energía, se quedó quieta, rígida, con la mirada perdida. El psiquiatra anotó en un grueso cuaderno -su historia clínica-, sus impresiones acerca de aquella sesión, haciendo énfasis de que Pío era un pájaro y que los pájaros no suelen hablar demasiado. ¡Qué sabía él! Su Pío hablaba, y ella lo sabía. Y si ellos no le oían, era porque estaban sordos.
Bethany salió del trance con una sonrisa, sin tener ni idea de por qué estaba allí, ni de quién era Pío, ni de dónde narices se encontraba. Pero no sabía por qué aquel hombre la miraba de aquella manera tan extraña. Sin pensárselo dos veces, se levantó y le golpeó en la cabeza al psiquiatra repetidas veces con un cenicero, y antes de que nadie viniese a buscarla, salió corriendo de la habitación, perdiéndose entre los pasillos del psiquiátrico. Saltaba, y corría, y gritaba, sin saber dónde estaba. Pero nada importaba ya. Su mente había vuelto a perderse y quién sabría cuándo volvería a encontrarse. Pero... ¿y su Clyde? ¿Dónde estaba su Clyde?
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
Sólo los cuerdos aman con locura.
José Narosky
Había querido acompañar a Beth a su cita en el doctor pero al parecer ella había creído mucho más conveniente irse por su cuenta, llevandose al cochero y de no haber sido porque escucho a los sirvientes riendo sobre la cara que llevaba su esposa nunca se hubiese dado cuenta o al menos hasta que fuera a buscarle para llevarla por su cuenta. Después de haber dado el sermón pertinente a las doncellas y todo aquel que trabajaba en su hogar fue que se dirigió molesto a otro de los carruajes para ser llevado a donde estaría su esposa.
Clyde siempre intentaba protegerla y no es que no la amara, claro que parte de él amaba a su esposa de no ser así, no sentiría la terrible culpabilidad que diariamente le carcomía por dentro y que trataba de que pasara inadvertida por todos aunque de vez en cuando, en los momentos en los que Beth le miraba podía jurara que ella lo notaba, que sabía que hubiese dado todo cuanto le era posible dar porque nadie le hubiese dañado ni a ella ni a su hijo. Pensar en eso solo terminaría por atormentarle más y le desgastaría tanto física como mentalmente, eso lo sabía de sobra, no por nada había estudiado aquella profesión que antes su padre llevara con orgullo y gracias a la cual fue que conoció en un principio a Beth pero ni el haber sabido el funcionamiento de la mente humana le ayudo cuando se trataba de salvarla a ella de aquel mundo en el que el trauma le sumió. El brujo detestaba que las doncellas jugaran con su esposa como si ella fuera su juguete personal; un gran numero de ellas había desfilado por su hogar y aunque llego a pensar que lo mejor sería correrles a todas, eso simplemente no podía ser, no si deseaba que ella estuviese bien.
Recientemente sin embargo, había pensado en “jugar” un poco con todas aquellas mujeres para que al final hicieran todo lo que él esperaba y cuidaran a su esposa como era debido después de todo, las acusaciones y dudas sobre él, provenientes de la inquisición se habían ido junto a su hijo y la cordura de su mujer así que, ya no importaba y tampoco era que aquellas mujeres fueran a darse cuenta del embrujo en el que se encontrarían.
Iba en el carruaje, mirando al exterior y preocupado por lo que estuviese sucediendo ante su ausencia al estar al lado de Beth. Otra cosa en la que había aprendido a utilizar sus poderes era en tratar de calmarle, pues bien sabía que ella no tomaba aquellos medicamentos que le eran recetados por los médicos. Siempre que las doncellas acomodaban la cama se las entregaban a él en la mano pero no tenía la fuerza suficiente para obligarla, él no le obligaría a nada hasta no saber que ella realmente lo necesitara y esperaba con todo su corazón que eso nunca sucediera. Era ingenuo o al menos intentaba serlo porque si se enfocaba en sus conocimientos médicos todo le decía que ella ya no tenía posibilidad de recuperarse, que su vida siempre seria de aquella manera pero Clyde aun guardaba una esperanza, tal vez muchas. Confiaba en que tarde o temprano su Beth encontraría el camino de regreso a él.
El carruaje se detuvo entonces, habían llegado a su destino y el brujo bajo con velocidad, observando más adelante el carruaje en el que seguramente llego su esposa a aquel lugar pero no se detuvo a decirle nada al cochero; después tendría tiempo para decirle que no tenía el derecho de llevarle lejos de él o de la casa si es que no recibía sus ordenes directas, debía hacer todo lo posible por evitar algún accidente que terminara por llevar a Beth a un lugar lejos de él.
Apenas entró en aquel lugar noto un alboroto fuera de lo usual y varias personas corriendo de un sitio a otro, hasta que de entre todas ellas aparecieron otros médicos que llevaban al psiquiatra de Beth a curaciones pues tenía una herida en la cabeza. Si bien el hombre estaba medio consciente aun así observo a Clyde.
– Esta… esta fuera de si… – no necesito más que eso para saber que su mujer había sido la causante de todo aquello.
Salió disparado por los pasillos de aquel sitio escuchando a momentos el eco de los gritos de aquella mujer que estaba buscando hasta que por un pasillo le vio, paso corriendo delante de él y sin más fue tras ella.
– ¡Beth! – grito mientras iba tras ella, dandole alcance un poco más delante y rodeándole el cuerpo por la espalda; sus brazos atrajeron a su esposa hacía él que se mantuvo firme en una manera de contenerle – Tranquila, soy Clyde… todo esta bien… ya estoy aquí Beth, respira – hablaba con calma para poder calmarle, no quería que se lastimara a ella misma o alguien más, bueno, a nadie más por ese día.
Escucho pasos venir en dirección a ellos, más personas que venían a contenerla pero mientras él estuviese ahí nadie se acercaría a ella.
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
Miedo. Frío. Soledad. Esa fue la cadena de sentimientos que, lentamente, y mientras divagaba acerca de los últimos acontecimientos ocurridos en la sala del psiquiatra, se fueron apoderando de la frágil mente de Bethany. En un momento dado, sus pasos lentos y algo nerviosos se convirtieron en zancadas, para acabar corriendo como alma que llevaba al diablo, sin tener la más remota idea de por qué lo hacía. Las piernas le dolían. Los brazos le pesaban. Y por más que sacudía la cabeza para borrar la imagen del malherido hombrecillo, la sangre se le había quedado pegada en las manos. Quiso arrancarse la piel, asqueada por el tacto de aquella sustancia rojiza, pero no podía parar de correr. Los pasillos parecían alargarse delante de sus narices, mientras trataba de escapar de aquella imagen, como serpientes oscuras y astutas que esperaban el mejor momento para contraerse de golpe sobre ella, engulléndola. A cada paso que daba, la horrible sensación de estarse metiendo en las fauces del lobo se hacía más y más pesada, obligándola a voltearse a cada rato para cerciorarse de que ningún monstruo salido de sus pesadillas más terroríficas la perseguía.
Cualquiera podría pensar que era un momento de lucidez lo que la empujaba a seguir hacia delante, lejos de la escena del crimen que acababa de cometer. Pero no había más que locura y confusión en sus ojos. Los remordimientos no surten efecto en mentes tan corrompidas, pese a que ella en sí misma no fuese malvada en absoluto. Los demonios la poseían de vez en cuando, eso sí. Sus voces le susurraban al oído lo que hacer... Para luego abandonarla de golpe sin que ella recordara nada de lo que había pasado. Aunque bueno, no iba a negar que el médico se lo merecía. Por idiota y por no creerle. Pese a que en aquel momento no recordase en qué no le había creído. Sus recuerdos estaban emborronados, tal y como si una sombra se cerniese sobre ellos y no los dejase salir a flote. Avanzaba esquivando a gente pálida y sin rostro que se detenían y giraban sus caras sin expresión hacia ella. Chillaba y chillaba, con el corazón desbocado, que se alejaran de ella. Pero a sus oídos sólo llegaba el eco de sus propios latidos, y una siniestramente alegre melodía que inundaba el lugar, como fuera de contexto. No sabía dónde estaba. Pero tenía que salir de allí.
Vio una luz al fondo del interminable pasillo, y no lo dudó ni un segundo, apresurándose a alcanzarla. Pero parecía que una mano invisible tiraba de aquella salida hacia atrás, impidiéndole conseguirlo. -¡Dejadme en paz, malditos monstruos sin alma! ¡U os juro que os arrancaré las entrañas y me haré un caldo con ellas! -Una náusea subió de su estómago en respuesta a tan desagradable pensamiento. Que horror. La desesperación se aferraba tenazmente a su corazón. Las lágrimas comenzaron a salir atropelladamente desde sus ojos tristes y asustados. En su mente una nueva disputa se abría paso: las voces habían vuelto, haciendo que su rostro se contrajese en una mueca extraña, y de sus labios saliera una risa histérica que logró aterrorizarla por completo. -¡¡AAAAAAAAAAAH!! ¡Socorro! ¡No me dejan en paz! ¡¡Clyde!! -Lloraba y reía, corría y tropezaba. ¿Cómo en un cuerpo tan pequeño podían alojarse emociones tan contrarias, y al mismo tiempo? Aquella gente sin rostro le daba miedo. Oh, sí, le daban un miedo terrible. Tenían dos huecos vacíos en lugar de ojos, y alzaban sus brazos hacia ella, como para querer atraparla.
En el mundo real... La escena era bien diferente. Enfermos y médicos corrían tras ella con calmantes y tratando de contenerla. Pero ella no les veía. Su mundo era mucho más terrorífico. Tanto, que no podía soportarlo más. Se detuvo en seco, ya muy cerca de la luz que marchaba la salida y comenzó a gritar todo lo fuerte que pudo, llevándose las manos a la cabeza, tirándose de los cabellos cobrizos con desesperación. Quería salir de allí. Quería volver a casa, dormir bajo sus sábanas de seda, y soñar con que todo iba bien y los demonios no regresarían... ¿Dónde estaba Clyde? ¿Dónde estaba su Clyde? Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro cuando al fin él la encontró. Sus palabras sonaron firmes y tranquilizadoras, frente a todo el caos y oscuridad que la rodeaba. Se dejó envolver por sus brazos, y dejó que el sueño se la llevara. Porque con él no importaba si el mundo era frío o aterrador. Su simple presencia la anestesiaba, la contenía, aunque a veces lo odiase sin motivo, y otras veces necesitara de su presencia de forma permanente. Era su pilar, su todo. -¿Me sacarás de la oscuridad...? -Murmuró notando que las fuerzas la abandonaban, y se desmayó sobre los brazos de la única persona en el mundo capaz de comprenderla.
Cualquiera podría pensar que era un momento de lucidez lo que la empujaba a seguir hacia delante, lejos de la escena del crimen que acababa de cometer. Pero no había más que locura y confusión en sus ojos. Los remordimientos no surten efecto en mentes tan corrompidas, pese a que ella en sí misma no fuese malvada en absoluto. Los demonios la poseían de vez en cuando, eso sí. Sus voces le susurraban al oído lo que hacer... Para luego abandonarla de golpe sin que ella recordara nada de lo que había pasado. Aunque bueno, no iba a negar que el médico se lo merecía. Por idiota y por no creerle. Pese a que en aquel momento no recordase en qué no le había creído. Sus recuerdos estaban emborronados, tal y como si una sombra se cerniese sobre ellos y no los dejase salir a flote. Avanzaba esquivando a gente pálida y sin rostro que se detenían y giraban sus caras sin expresión hacia ella. Chillaba y chillaba, con el corazón desbocado, que se alejaran de ella. Pero a sus oídos sólo llegaba el eco de sus propios latidos, y una siniestramente alegre melodía que inundaba el lugar, como fuera de contexto. No sabía dónde estaba. Pero tenía que salir de allí.
Vio una luz al fondo del interminable pasillo, y no lo dudó ni un segundo, apresurándose a alcanzarla. Pero parecía que una mano invisible tiraba de aquella salida hacia atrás, impidiéndole conseguirlo. -¡Dejadme en paz, malditos monstruos sin alma! ¡U os juro que os arrancaré las entrañas y me haré un caldo con ellas! -Una náusea subió de su estómago en respuesta a tan desagradable pensamiento. Que horror. La desesperación se aferraba tenazmente a su corazón. Las lágrimas comenzaron a salir atropelladamente desde sus ojos tristes y asustados. En su mente una nueva disputa se abría paso: las voces habían vuelto, haciendo que su rostro se contrajese en una mueca extraña, y de sus labios saliera una risa histérica que logró aterrorizarla por completo. -¡¡AAAAAAAAAAAH!! ¡Socorro! ¡No me dejan en paz! ¡¡Clyde!! -Lloraba y reía, corría y tropezaba. ¿Cómo en un cuerpo tan pequeño podían alojarse emociones tan contrarias, y al mismo tiempo? Aquella gente sin rostro le daba miedo. Oh, sí, le daban un miedo terrible. Tenían dos huecos vacíos en lugar de ojos, y alzaban sus brazos hacia ella, como para querer atraparla.
En el mundo real... La escena era bien diferente. Enfermos y médicos corrían tras ella con calmantes y tratando de contenerla. Pero ella no les veía. Su mundo era mucho más terrorífico. Tanto, que no podía soportarlo más. Se detuvo en seco, ya muy cerca de la luz que marchaba la salida y comenzó a gritar todo lo fuerte que pudo, llevándose las manos a la cabeza, tirándose de los cabellos cobrizos con desesperación. Quería salir de allí. Quería volver a casa, dormir bajo sus sábanas de seda, y soñar con que todo iba bien y los demonios no regresarían... ¿Dónde estaba Clyde? ¿Dónde estaba su Clyde? Una sonrisa amarga se dibujó en su rostro cuando al fin él la encontró. Sus palabras sonaron firmes y tranquilizadoras, frente a todo el caos y oscuridad que la rodeaba. Se dejó envolver por sus brazos, y dejó que el sueño se la llevara. Porque con él no importaba si el mundo era frío o aterrador. Su simple presencia la anestesiaba, la contenía, aunque a veces lo odiase sin motivo, y otras veces necesitara de su presencia de forma permanente. Era su pilar, su todo. -¿Me sacarás de la oscuridad...? -Murmuró notando que las fuerzas la abandonaban, y se desmayó sobre los brazos de la única persona en el mundo capaz de comprenderla.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
Una tragedia puede llegar a ser el mayor de nuestros bienes si nos la tomamos de una manera que nos permita crecer.
Louise Hay
Lo más complicado de todo el asunto de que Beth hubiese perdido la cordura era el hecho de que no se perdonaba a si mismo. Se culpaba de la peor manera que pudiera por haberle llevado a ese punto de quiebre, se preguntaba qué hubiese sido de ellos si no le hubiera contado nada. Se imaginaba un mundo muy diferente a ese que estaban obligados a vivir por el resto de sus vidas, pero no era capaz de volver atrás el tiempo.
Otra de las cosas que le eran complicadas era desligarse de su función como doctor y dejar que otros se encargaran de ella, permitir que la atendieran otros cuando él lo único que buscaba era estar cerca de ella y asegurarse de que estuviese a salvo. No podía hacerlo, no ahora. Antes él mismo era quien se encargaba de ella cuando sufría de alguna de sus crisis, aquellas que no eran tan graves; pero desde que la encontró aferrada más a un mundo inexistente que a la realidad debió apartarse y permitir que fuera lo mejor para ella. Clyde no estaba preparado, ningún hombre por más frío que fuera el entrenamiento médico estaba preparado para ver como la persona que más amaba se perdía poco a poco, dejando tras de si un simple recuerdo, la sombra de lo que alguna vez fueron.
Mientras corría por los pasillos del hospital esperaba que ella no cometiera alguna locura; que las voces que escuchaba o los demonios que viera no le llevaran al punto de hacer alguna imprudencia. Se sentía molesto por la inutilidad del grupo médico de aquel lugar. Todos y cada uno de ellos sabían que los pacientes psiquiátricos podían volverse inestables en cualquier momento; estaban conscientes de que podían salir ellos mismos heridos, pero su obligación ante todo era mantener a los pacientes a salvo, tenían esa obligación sobre todas las cosas y que no atraparan o encontraran a su esposa le molestaba más que nada por el miedo de no tenerla a lo suficientemente cerca como para impedir que se hiciera daño.
Los gritos de Beth y los pasos de los médicos y enfermeras iban de un lado a otro, provenientes de todos los lugares, lo cual dificultaba él que pudieran encontrarle. Solo cuando Clyde la vio, confundida y aterrada su corazón se sintió más tranquilo, ella estaba a la distancia suficiente para que él pudiera protegerla de todo aquello que la amenazaba en la oscuridad de su mente. En sus brazos noto como la tensión de su esposa disminuía, como los demonios se apaciguaban y ella estaba ahí, cerca, en momentos así podía jurar que si se esforzaba lo suficiente se la arrancaría a aquellos demonios y una vez más serían aquella pareja que vivía feliz y tranquila.
– Te sacaré Beth, aunque sea lo ultimo que haga – esa era una promesa que no únicamente le decía a ella, se la decía a si mismo en las noches que la miraba dormir a su lado. En esos días que la encontraba observando las nubes o mirándolo como si nada hubiera pasado y el mal mental de su esposa fuera solo una pesadilla que esta por terminar.
Para cuando los doctores llegaron hasta donde estaban ellos, Beth ya era cargada por él, sumergida en un profundo sueño que le permitía escapar de aquella terrible realidad. Le pidieron que la llevara a un cuarto y después fuera a hablar con el médico que le atendía; así lo hizo. La dejo en manos de algunas enfermeras que se cercioraron de que permaneciera dormida en lo que él estaba ausente. Se dirigió a toda velocidad a la sala de curaciones, donde el psiquiatra permanecía con una venda en la cabeza y algunas enfermeras a su alrededor asegurandose de que estuviese cómodo, apenas se vieron ambos, el doctos les dijo a las mujeres que se fueran y al encontrarse solos soltó un enorme suspiro.
– Te lo he dicho muchas veces muchacho, ella pertenece aquí. En este lugar podremos cuidarla como es debido y darle las medicinas que en tu casa se asegura de no tomar – Sí, se lo habían dicho tantas veces que estaba cansado de escuchar lo mismo. Clyde sonrío.
– ¿Eso es todo? – nuevamente aquel hombre suspiro y no pudo más que mover la cabeza de un lado a otro.
– Solo cerciorate de que tome los medicamentos y traela de nuevo en dos semanas – no había más que decir, la pose del brujo con respecto a que Beth permaneciera a su lado era muy clara y sin importar cuanto insistieran, él siempre estaría al lado de ella.
Abandono aquella sala y de nueva cuenta volvió a la habitación donde Beth dormía plácidamente, de esa manera era la Beth de antaño. Acercó entonces una maltrecha silla que se encontraba por ahí y se sentó a un lado de ella, contemplándola.
– Beth, regresa a mi – susurró al tiempo que le quitaba algunos cabellos de la frente.
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
Las voces, los sonidos, cada vez más lejanos, se iban entremezclando lentamente con la oscuridad del mundo de los sueños. Y por unos instantes, por un sutil momento, sintió que la paz regresaba a su alma, siempre triste y dolorida. Siempre confusa. Siempre perdida. Cerrar los ojos la ayudaba a reponer las fuerzas que sin duda necesitaba para enfrentarse a un mundo que era demasiado terrible para que pudiera soportarlo. No porque fuera débil, sino porque todos aquellos monstruos de los que se rodeaba no le dejaban margen para actuar. ¡Tal magnitud tenía su odio por ella! ¡Oh! ¡Ella que nunca había hecho daño a nadie! ¡Ella, que había entregado toda su vida a cuidar del secreto de su esposo, de su Clyde! No, definitivamente no se merecía todo aquel despliegue de hostilidad, todo aquel empeño en dañarla, en desprestigiarla, en hacerla pasar por loca. ¡Ella nunca había estado loca! Todos sus psiquiatras se lo habían dicho. Ella sólo tenía miedo, un miedo atroz a la realidad. ¡Y cómo no tenerlo! Siempre se habían empeñado en hacerle daño, desde el interior y desde el exterior. Trataban de diseccionar su mente, su forma de ser. Y la estaban destruyendo, aunque nadie se sentiría responsable de todo el daño ejercido sobre su persona, sobre su débil mente.
Por todo eso, dormir era un regalo para ella, pese a lo terrible de muchas de sus pesadillas. Nunca sería peor que estar despierta. Si el mundo real para Bethany era caótico, nadie podía imaginarse cuán caóticos eran sus sueños. Pero éstos, a diferencia de la realidad, sí tenían un sentido para ella. No estaban huecos, vacíos. Estaban llenos de matices. De vida. Encontraba más vida, más realismo, en aquella irrealidad de la que percibía estando despierta. Y eso era terrible para su cordura. En cierta forma, aquello estaba ayudando a que esas voces, a que esa "locura" -como ellos lo llamaban- se mantuviese en el tiempo. ¡Era todo culpa suya! ¡Querían verla sufrir! ¡Querían hundirla! Averiguar dónde estaba su límite, sin darse cuenta de que hacía mucho que lo había traspasado. Seguían insistiendo en lastimarla. Se divertían a costa de su sufrimiento. ¡Eran demonios, monstruos sin corazón! Y Clyde, su Clyde, quien debía de salvarla, no siempre estaba cuando lo necesitaba. Por eso se dejó caer en sus brazos en cuanto lo vio. Para demostrarle lo mucho que le hacía falta. Era su príncipe azul, el del caballo blanco. Pero era incapaz de sacarla de la torre del dragón. Era demasiado alta, la locura de ella, de su esposa, era demasiado inaccesible. Y aunque sabía que eso también le dolía a él, para Beth, no era suficiente.
No es que quisiera que él sufriera, ¡por todos los Dioses! ¡Lo amaba! Pero pensaba que tal vez si sentía una ínfima parte del dolor que ella padecía, quizá llegara a entender cuánto necesitaba que todo volviera a ser como antes. Le necesitaba a él, cerca, vigilante. Necesitaba que fuera como al principio, y no un esposo ausente tal y como se había convertido. ¡No era su culpa estar como estaba! ¡No era su culpa que la oscuridad la engullese una y otra vez! Pero él parecía desesperado por marcharse de ahí, por dejar de ver cómo su esposa se consumía. Era lógico, sí, eso podía comprenderlo. Pero no era justo. Nada en absoluto. Por eso, al oír su voz, aquellas palabras de promesa, una sonrisa fugaz se dibujó en su semblante. Sonrisa que desapareció cuando la abandonó a su suerte con aquellas enfermeras en cuyos ojos brillaba una profunda maldad. Le clavaron mil agujas para obligarla a perder la noción del tiempo, para obligarla a permanecer en el mundo de los sueños, en aquella irrealidad tan real. Eso era lo que, al final, pretendían conseguir todos, mantenerla lejos de su vista, dormida, ajena a todo cuanto acontecía. Querían quitársela de en medio, como si fuese un trasto, un mueble viejo y molesto que ya no tenía ninguna utilidad. Su mente se retorció, resistiéndose a que el sueño se hiciese más profundo. Y lo consiguió. Al menos, parcialmente.
Podía sentir las voces de las enfermeras cada vez más cerca. La ataron a la cama con fuerza, ante los bruscos movimientos de la joven. No quería dormirse. No quería que la arrojaran a la oscuridad. ¡¿Por qué la había abandonado su Clyde?! ¡¿Por qué quería arrojarla también a la oscuridad?! ¡Oh, qué triste calamidad! ¡Que tragedia de existencia la suya! Dos agujas más se clavaron en sus muslos. Dos inyecciones más que se aseguraron de que se sumiera en un sueño profundo, terriblemente vacío. Poco tiempo después, la nada lo cubrió todo. Una nada vacía, pesada, que no podía controlar. Una nada en la que su identidad se hizo totalmente irrelevante.
Un rato después, notó la calidez de una mano conocida sobre su frente. Luchó por abrir los ojos, y tras aquel sueño forzado y pesado, lo consiguió. Era Clyde. Su Clyde. La miraba desde arriba. Se sentía diminuta junto a él. Liviana. ¿Cómo podía seguirla mirando como si fuese su bien más preciado, pese a haber perdido la cabeza? ¿Aún recordaría los buenos momentos que vivieron en su infancia, o lo habría olvidado todo? Ella lo recordaba. Cada noche, cuando dormía, imágenes de tiempos mejores inundaban su memoria. Era maravilloso. E irreal. Ellos ya no eran niños, ni se querían como antes. Ella sentía una angustiosa necesidad por estar con él. Y él... él tenía miedo. Aunque no sabría decir si temía por ella, o por la cosa que crecía en su vientre y que cada día se hacía más grande y más pesada. Movió una mano hasta alcanzar la de su marido, con cierta dificultad debido a las correas que la sujetaban a la cama. No le importaba si su amor ya no era como antes. Él era toda su vida. Así había sido siempre, y así seguiría siéndolo. Hasta el fin de los días.
- Clyde... Mi Clyde... No vuelvas a abandonarme... -Su voz sonó débil, anestesiada. Punzadas de dolor le martilleaban en las sienes. Pero estaba tranquila. Demasiado, a decir verdad. Y por una vez, lo agradecía. No recordaba tan rubios los cabellos de su esposo, ni tan hermosa su mirada. ¡Cuántas cosas se estaba perdiendo, por estar siempre perdida en una locura de la que no sabía escapar!
Por todo eso, dormir era un regalo para ella, pese a lo terrible de muchas de sus pesadillas. Nunca sería peor que estar despierta. Si el mundo real para Bethany era caótico, nadie podía imaginarse cuán caóticos eran sus sueños. Pero éstos, a diferencia de la realidad, sí tenían un sentido para ella. No estaban huecos, vacíos. Estaban llenos de matices. De vida. Encontraba más vida, más realismo, en aquella irrealidad de la que percibía estando despierta. Y eso era terrible para su cordura. En cierta forma, aquello estaba ayudando a que esas voces, a que esa "locura" -como ellos lo llamaban- se mantuviese en el tiempo. ¡Era todo culpa suya! ¡Querían verla sufrir! ¡Querían hundirla! Averiguar dónde estaba su límite, sin darse cuenta de que hacía mucho que lo había traspasado. Seguían insistiendo en lastimarla. Se divertían a costa de su sufrimiento. ¡Eran demonios, monstruos sin corazón! Y Clyde, su Clyde, quien debía de salvarla, no siempre estaba cuando lo necesitaba. Por eso se dejó caer en sus brazos en cuanto lo vio. Para demostrarle lo mucho que le hacía falta. Era su príncipe azul, el del caballo blanco. Pero era incapaz de sacarla de la torre del dragón. Era demasiado alta, la locura de ella, de su esposa, era demasiado inaccesible. Y aunque sabía que eso también le dolía a él, para Beth, no era suficiente.
No es que quisiera que él sufriera, ¡por todos los Dioses! ¡Lo amaba! Pero pensaba que tal vez si sentía una ínfima parte del dolor que ella padecía, quizá llegara a entender cuánto necesitaba que todo volviera a ser como antes. Le necesitaba a él, cerca, vigilante. Necesitaba que fuera como al principio, y no un esposo ausente tal y como se había convertido. ¡No era su culpa estar como estaba! ¡No era su culpa que la oscuridad la engullese una y otra vez! Pero él parecía desesperado por marcharse de ahí, por dejar de ver cómo su esposa se consumía. Era lógico, sí, eso podía comprenderlo. Pero no era justo. Nada en absoluto. Por eso, al oír su voz, aquellas palabras de promesa, una sonrisa fugaz se dibujó en su semblante. Sonrisa que desapareció cuando la abandonó a su suerte con aquellas enfermeras en cuyos ojos brillaba una profunda maldad. Le clavaron mil agujas para obligarla a perder la noción del tiempo, para obligarla a permanecer en el mundo de los sueños, en aquella irrealidad tan real. Eso era lo que, al final, pretendían conseguir todos, mantenerla lejos de su vista, dormida, ajena a todo cuanto acontecía. Querían quitársela de en medio, como si fuese un trasto, un mueble viejo y molesto que ya no tenía ninguna utilidad. Su mente se retorció, resistiéndose a que el sueño se hiciese más profundo. Y lo consiguió. Al menos, parcialmente.
Podía sentir las voces de las enfermeras cada vez más cerca. La ataron a la cama con fuerza, ante los bruscos movimientos de la joven. No quería dormirse. No quería que la arrojaran a la oscuridad. ¡¿Por qué la había abandonado su Clyde?! ¡¿Por qué quería arrojarla también a la oscuridad?! ¡Oh, qué triste calamidad! ¡Que tragedia de existencia la suya! Dos agujas más se clavaron en sus muslos. Dos inyecciones más que se aseguraron de que se sumiera en un sueño profundo, terriblemente vacío. Poco tiempo después, la nada lo cubrió todo. Una nada vacía, pesada, que no podía controlar. Una nada en la que su identidad se hizo totalmente irrelevante.
Un rato después, notó la calidez de una mano conocida sobre su frente. Luchó por abrir los ojos, y tras aquel sueño forzado y pesado, lo consiguió. Era Clyde. Su Clyde. La miraba desde arriba. Se sentía diminuta junto a él. Liviana. ¿Cómo podía seguirla mirando como si fuese su bien más preciado, pese a haber perdido la cabeza? ¿Aún recordaría los buenos momentos que vivieron en su infancia, o lo habría olvidado todo? Ella lo recordaba. Cada noche, cuando dormía, imágenes de tiempos mejores inundaban su memoria. Era maravilloso. E irreal. Ellos ya no eran niños, ni se querían como antes. Ella sentía una angustiosa necesidad por estar con él. Y él... él tenía miedo. Aunque no sabría decir si temía por ella, o por la cosa que crecía en su vientre y que cada día se hacía más grande y más pesada. Movió una mano hasta alcanzar la de su marido, con cierta dificultad debido a las correas que la sujetaban a la cama. No le importaba si su amor ya no era como antes. Él era toda su vida. Así había sido siempre, y así seguiría siéndolo. Hasta el fin de los días.
- Clyde... Mi Clyde... No vuelvas a abandonarme... -Su voz sonó débil, anestesiada. Punzadas de dolor le martilleaban en las sienes. Pero estaba tranquila. Demasiado, a decir verdad. Y por una vez, lo agradecía. No recordaba tan rubios los cabellos de su esposo, ni tan hermosa su mirada. ¡Cuántas cosas se estaba perdiendo, por estar siempre perdida en una locura de la que no sabía escapar!
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
No necesitaba que le dieran lecciones sobre como tratar a su esposa o de donde se encontraría ella mejor. En el fondo de su ser sabía que estando en aquel lugar no existiría más peligro para ella, que de esa manera nadie podría hacerle daño nunca más, ni siquiera él quien era por quien todo sucedió en un principio y sin embargo, la amaba demasiado como para dejarla en un sitio seguro, prefiera cuidarla esta vez con su vida a estar separado nuevamente de ella. Tampoco era como que fuera posible que se separasen, Beth tenía momentos en los que parecía solo estar calma cuando estaban juntos y de cierta manera, le gustaba a Clyde saberlo que a su modo, pese a que los demonios comieran la cordura de su esposa, ella aún le amaba.
Cuando salió nuevamente de aquel cuarto de curaciones, dejando tras de si al herido doctor, suspiro. El camino hasta la habitación en la cual mantenían a Beth le pareció más largo de lo habitual, más pesado. En su mente rondaban siempre imágenes de días mejores, de momentos efímeros en los cuales pensó que no podía ser más feliz hasta que la tragedia toco a la puerta y ahora se encontraban así, presos cada uno en su mundo. Beth en uno donde los demonios la perseguían y Clyde uno en el cual la realidad le golpeaba constantemente, haciendole recordar que todo aquello era únicamente su culpa. ¿Algún día dejaría de torturarse a si mismo? Quizás cuando algo así sucediera, sería el momento en que aceptaría todo y amaría a su Beth tal y como estaba en aquellos momentos, sin esperar nuevamente que cambiara y fuera la de antes.
Sus pasos se detuvieron frente a la puerta que le llevaría a verla de nuevo y al abrirla la encontró dormida. ¿Soñaría con él? ¿Soñaría con el hijo de ambos? La mente de su esposa era un misterio, uno de esos que se buscan conocer solo para sentirse mucho más cerca, para poder comprenderle y así no fallarle nunca más como hasta esos instantes lo hacía.
Mientras pasaba sus dedos por la frente femenina la miro como antes, sin preocupaciones, sin temores. Unicamente como un hombre enamorado, porque lo estaba.
– Hola – susurró cuando noto la lucha de su esposa por abrir los ojos y mirarle. Solo una fuerza superior sabía como es que adoraba verla y en instantes como ese, en que la culpa se desvanecía es que podía ser el hombre que ella amo y defendió tan ferozmente, incluso a costa de su cordura. Sus manos se encontraron y sujeto con firmeza la de ella; no importaba si es que ella estaba loca, si no le amaba más o si era débil; él sería la cordura, el amor y la fuerza de ambos – deberías descansar un poco más, parece que tienes sueño aún. ¿Quieres ir a casa? – conocía de la aversión de Bethany por estar en el sanatorio mental y es que le parecía bastante lógica, aquel no era el lugar para la mujer que observaba ahora.
Le sonrió con una mayor calidez y llevo la mano ajena hasta sus labios, hasta depositar un beso en ella.
– Nunca voy a abandonarte Beth, eso lo sabes bien – de haber buscado dejarla lo hubiese hecho desde hacía tanto tiempo. Incluso en sus arrebatos de desesperación, en aquellos en los que estaba a punto de largarse y dejar todo detrás, ella continuaba atándolo. Beth era su gravedad, aquello que le mantenía atado al suelo y que sin importar qué, terminaba atrayéndole, hasta quedar nuevamente cerca los dos, justo como en esos momentos estaban – ¿Te sientes mejor? Debiste esperar a que te acompañara – la mano que tenía libre fue a sujetar también la delicada y frágil mano ajena – Si yo no te abandono, tu tampoco lo hagas – ¿Por qué la locura no le consumía a él? ¿Por qué se empeñaba en torturar a su persona más amada? Sería verdad que los brujos estaban malditos y aquella sería su maldición. No existía maldición que no pudiera romperse, al menos, eso pensaba Clyde.
Cuando salió nuevamente de aquel cuarto de curaciones, dejando tras de si al herido doctor, suspiro. El camino hasta la habitación en la cual mantenían a Beth le pareció más largo de lo habitual, más pesado. En su mente rondaban siempre imágenes de días mejores, de momentos efímeros en los cuales pensó que no podía ser más feliz hasta que la tragedia toco a la puerta y ahora se encontraban así, presos cada uno en su mundo. Beth en uno donde los demonios la perseguían y Clyde uno en el cual la realidad le golpeaba constantemente, haciendole recordar que todo aquello era únicamente su culpa. ¿Algún día dejaría de torturarse a si mismo? Quizás cuando algo así sucediera, sería el momento en que aceptaría todo y amaría a su Beth tal y como estaba en aquellos momentos, sin esperar nuevamente que cambiara y fuera la de antes.
Sus pasos se detuvieron frente a la puerta que le llevaría a verla de nuevo y al abrirla la encontró dormida. ¿Soñaría con él? ¿Soñaría con el hijo de ambos? La mente de su esposa era un misterio, uno de esos que se buscan conocer solo para sentirse mucho más cerca, para poder comprenderle y así no fallarle nunca más como hasta esos instantes lo hacía.
Mientras pasaba sus dedos por la frente femenina la miro como antes, sin preocupaciones, sin temores. Unicamente como un hombre enamorado, porque lo estaba.
– Hola – susurró cuando noto la lucha de su esposa por abrir los ojos y mirarle. Solo una fuerza superior sabía como es que adoraba verla y en instantes como ese, en que la culpa se desvanecía es que podía ser el hombre que ella amo y defendió tan ferozmente, incluso a costa de su cordura. Sus manos se encontraron y sujeto con firmeza la de ella; no importaba si es que ella estaba loca, si no le amaba más o si era débil; él sería la cordura, el amor y la fuerza de ambos – deberías descansar un poco más, parece que tienes sueño aún. ¿Quieres ir a casa? – conocía de la aversión de Bethany por estar en el sanatorio mental y es que le parecía bastante lógica, aquel no era el lugar para la mujer que observaba ahora.
Le sonrió con una mayor calidez y llevo la mano ajena hasta sus labios, hasta depositar un beso en ella.
– Nunca voy a abandonarte Beth, eso lo sabes bien – de haber buscado dejarla lo hubiese hecho desde hacía tanto tiempo. Incluso en sus arrebatos de desesperación, en aquellos en los que estaba a punto de largarse y dejar todo detrás, ella continuaba atándolo. Beth era su gravedad, aquello que le mantenía atado al suelo y que sin importar qué, terminaba atrayéndole, hasta quedar nuevamente cerca los dos, justo como en esos momentos estaban – ¿Te sientes mejor? Debiste esperar a que te acompañara – la mano que tenía libre fue a sujetar también la delicada y frágil mano ajena – Si yo no te abandono, tu tampoco lo hagas – ¿Por qué la locura no le consumía a él? ¿Por qué se empeñaba en torturar a su persona más amada? Sería verdad que los brujos estaban malditos y aquella sería su maldición. No existía maldición que no pudiera romperse, al menos, eso pensaba Clyde.
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
Cuando tu mente se encuentra dando tumbos a diario entre el mundo de las pesadillas y el mundo real, es difícil ser consciente que el planeta ha seguido girando mientras tanto, como si nada, como si no fueras lo bastante importante para que se detuviera a esperarte. Y ella no lo era, ciertamente. Si ni siquiera era lo suficiente relevante en la vida de Clyde, de su Clyde, centro mismo de su universo, ¿cómo iba a serlo para los demás? No. Esos demonios no dejaban que ella mostrase al mundo de lo mucho que era capaz. Era capaz de soportar un dolor inimaginable, dolor que otras personas no aguantarían ni en un millón de años. ¿Por qué nadie reconocía sus muchos esfuerzos por seguir formando parte de aquella vida tan terriblemente hostil? Dicen que los locos son felices. Pues o ella no estaba loca, o quien decía eso se equivocaba terriblemente. En un lugar como ese, hogar de aquellos desamparados por la sociedad y sus familias por no estar del todo cuerdos, felicidad era lo que menos se respiraba en el ambiente. ¡¿Y por qué su Clyde querría abandonarla allí?! ¿Qué había hecho ella que fuera tan terrible como para merecer semejante castigo? Los locos eran los grandes incomprendidos del planeta, pensaran lo que pensaran. Nadie les tomaría nunca en serio, cuando eran mucho más conscientes de la realidad de lo que muchos cuerdos serían nunca.
Ella podía intuir las malas intenciones de los demás con una facilidad pasmosa. Que sí, que a veces su mente le jugaba malas pasadas y le hacía desconfiar de todo el mundo, es cierto. ¿Pero a quién no le ocurría aquello de vez en cuando? Eso no la hacía peor persona, ni tampoco menos apta para tener el cariño de los otros. ¡¿Por qué estaba condenada a padecer tanto dolor?! ¡¿Por qué eran tan insensibles con su desgracia?! Ni siquiera su esposo, su amado e idolatrado esposo, podía comprender la magnitud de su dolor. Porque se daba cuenta de que nadie la quería cerca y todos querían deshacerse de ella. ¿Por qué? ¿Por ser diferente? ¿Por ser la única que creía en aquellos demonios que eran tan reales como aquellas enfermeras odiosas que no la querían dejar despertar? ¡Quizá los locos eran ellos, por no ver toda aquella maldad rondando a su alrededor! Sin pensárselo dos veces, le dio un manotazo a la mujer que estaba más cerca de ella, preparando otra dosis de sedante para que regresara a la oscuridad. Quería estar despierta. Necesitaba estar despierta, y más, en un lugar como ese. Si no, ¿cómo impediría que su amado la abandonase a su suerte junto con todos aquellos otros malditos? Con pesadez, se obligó a sí misma a permanecer con los ojos bien abiertos, a toda costa. Sentía que su corazón latía tan despacio que parecía que fuera a detenerse en cualquier momento. Y tal vez hubiese sido la solución perfecta a sus problemas, el desenlace más adecuado a su tragicomedia de vida. ¡Escribirían historias sobre su vida, y su muerte, y sobre el eterno terror que la acompañó por siempre!
- Ya sabéis que sí, que quiero estar de nuevo en casa. Aunque esté llena de demonios, allí sé dónde puedo esconderme de ellos... Pero aquí no, aquí me arrastran hacia la oscuridad, vestidos con esas batas blancas. ¡Me quieren hacer daño, oh, mi amor..! ¡¿cómo es que no lo ves?! Sólo quieren destruirme, y destruir el monstruo que está creciendo en mi vientre y me va consumiendo lentamente. Me dicen que él me matará cuando nazca, que será mi final... ¡por su culpa! -Su mente, confusa por la medicación y por la todos aquellos sentimientos encontrados, era incapaz de procesar nada. Sabía que Clyde la quería, sabía que nunca la abandonaría porque juró que siempre estarían juntos. Lo sabía, pero aquellos demonios también querían hacerla olvidar. Y lo conseguían. - ¡Y si no me queréis abandonar, por qué siempre me traéis a este temible lugar! Ellos quieren quedarse conmigo, y lo sabéis, quieren alejarnos para siempre al uno del otro. ¡¡Son demonios, Clyde!! Odio estar aquí, ¡lo odio con todo mi corazón! -Su voz se fue apagando lentamente, y su cuerpo, su alma y todo su ser, se fue deteniendo. Presa del cambio. Las lágrimas sustituyeron a sus gritos y amenazas, y los deseos de sumergirse en aquel sueño eterno comenzaron a atormentarla. - ¡Oh, mi amor, por qué os hago sufrir de esta manera! Si hubiera muerto aquella vez, aquella noche... todo sería mucho más sencillo para vos. Sólo quiero vuestra felicidad... y yo... yo... yo no sé si puedo dárosla. -¡Por qué el paso de una fase a otra de su persona tenía que suceder de esa manera tan abrupta! ¡Por qué de la locura pasaba a la tristeza sin tener un tiempo muerto de por medio! Era demasiado duro. Para ambos.
El doctor llegó minutos después, con la cabeza vendada a causa del golpe recibido, y con él, dos hombres vestidos de uniforme y con cara de pocos amigos. Los tres sujetos tenían el ceño fruncido y por la forma en que la miraban, estaba bastante claro que se trataba de ella. - Vienen a por mi, Clyde... quieren llevarme con ellos. -El sonido desesperado de su llanto volvió a llenar la habitación, mientras el doctor se adelantaba hasta el lugar donde estaba su marido.
- Lo siento mucho señor Dunne, pero esto ha ido demasiado lejos... Es hora de que se de cuenta de que su lugar está aquí, y de que no hay nada que puedas hacer para evitarlo. -Su voz sonó firme y clara, sin atisbo alguno de duda. Los guardias se acercaron a la camilla donde la enferma yacía, exhausta, sin dejar de llorar.
Ella podía intuir las malas intenciones de los demás con una facilidad pasmosa. Que sí, que a veces su mente le jugaba malas pasadas y le hacía desconfiar de todo el mundo, es cierto. ¿Pero a quién no le ocurría aquello de vez en cuando? Eso no la hacía peor persona, ni tampoco menos apta para tener el cariño de los otros. ¡¿Por qué estaba condenada a padecer tanto dolor?! ¡¿Por qué eran tan insensibles con su desgracia?! Ni siquiera su esposo, su amado e idolatrado esposo, podía comprender la magnitud de su dolor. Porque se daba cuenta de que nadie la quería cerca y todos querían deshacerse de ella. ¿Por qué? ¿Por ser diferente? ¿Por ser la única que creía en aquellos demonios que eran tan reales como aquellas enfermeras odiosas que no la querían dejar despertar? ¡Quizá los locos eran ellos, por no ver toda aquella maldad rondando a su alrededor! Sin pensárselo dos veces, le dio un manotazo a la mujer que estaba más cerca de ella, preparando otra dosis de sedante para que regresara a la oscuridad. Quería estar despierta. Necesitaba estar despierta, y más, en un lugar como ese. Si no, ¿cómo impediría que su amado la abandonase a su suerte junto con todos aquellos otros malditos? Con pesadez, se obligó a sí misma a permanecer con los ojos bien abiertos, a toda costa. Sentía que su corazón latía tan despacio que parecía que fuera a detenerse en cualquier momento. Y tal vez hubiese sido la solución perfecta a sus problemas, el desenlace más adecuado a su tragicomedia de vida. ¡Escribirían historias sobre su vida, y su muerte, y sobre el eterno terror que la acompañó por siempre!
- Ya sabéis que sí, que quiero estar de nuevo en casa. Aunque esté llena de demonios, allí sé dónde puedo esconderme de ellos... Pero aquí no, aquí me arrastran hacia la oscuridad, vestidos con esas batas blancas. ¡Me quieren hacer daño, oh, mi amor..! ¡¿cómo es que no lo ves?! Sólo quieren destruirme, y destruir el monstruo que está creciendo en mi vientre y me va consumiendo lentamente. Me dicen que él me matará cuando nazca, que será mi final... ¡por su culpa! -Su mente, confusa por la medicación y por la todos aquellos sentimientos encontrados, era incapaz de procesar nada. Sabía que Clyde la quería, sabía que nunca la abandonaría porque juró que siempre estarían juntos. Lo sabía, pero aquellos demonios también querían hacerla olvidar. Y lo conseguían. - ¡Y si no me queréis abandonar, por qué siempre me traéis a este temible lugar! Ellos quieren quedarse conmigo, y lo sabéis, quieren alejarnos para siempre al uno del otro. ¡¡Son demonios, Clyde!! Odio estar aquí, ¡lo odio con todo mi corazón! -Su voz se fue apagando lentamente, y su cuerpo, su alma y todo su ser, se fue deteniendo. Presa del cambio. Las lágrimas sustituyeron a sus gritos y amenazas, y los deseos de sumergirse en aquel sueño eterno comenzaron a atormentarla. - ¡Oh, mi amor, por qué os hago sufrir de esta manera! Si hubiera muerto aquella vez, aquella noche... todo sería mucho más sencillo para vos. Sólo quiero vuestra felicidad... y yo... yo... yo no sé si puedo dárosla. -¡Por qué el paso de una fase a otra de su persona tenía que suceder de esa manera tan abrupta! ¡Por qué de la locura pasaba a la tristeza sin tener un tiempo muerto de por medio! Era demasiado duro. Para ambos.
El doctor llegó minutos después, con la cabeza vendada a causa del golpe recibido, y con él, dos hombres vestidos de uniforme y con cara de pocos amigos. Los tres sujetos tenían el ceño fruncido y por la forma en que la miraban, estaba bastante claro que se trataba de ella. - Vienen a por mi, Clyde... quieren llevarme con ellos. -El sonido desesperado de su llanto volvió a llenar la habitación, mientras el doctor se adelantaba hasta el lugar donde estaba su marido.
- Lo siento mucho señor Dunne, pero esto ha ido demasiado lejos... Es hora de que se de cuenta de que su lugar está aquí, y de que no hay nada que puedas hacer para evitarlo. -Su voz sonó firme y clara, sin atisbo alguno de duda. Los guardias se acercaron a la camilla donde la enferma yacía, exhausta, sin dejar de llorar.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
Proteger a Beth era lo único que debía hacer, lo único que debía hacer pese al dolor y las dificultades. Clyde era demasiado débil, antes había contado con Beth como su fuerza, siempre desde que se conocieran ella era el centro de todo lo que hacía, ahora era su responsabilidad abarcar lo que correspondía a ambos. Estudiar psiquiatría, hacer que su padre le ayudara a comprometerse con ella. Todo cuanto hizo y seguiría haciendo sería únicamente por y para ella, aunque Beth se encontrara a una distancia tan lejana que solo pudiera tocar su cuerpo pero nunca más su mente. Se encontraba consciente de que el psiquiátrico no era el mejor lugar para que su esposa permaneciera, mucho menos considerando el embarazo y todo lo que debería soportar. De por si le era complicado contenerla cuando estaba cerca y sobre todo, contenerse a si mismo; ella seguía siendo aún con la carencia de sentido lógico gran parte del tiempo, su ancla a la cordura.
Los demonios mentales que la atormentaban eran demasiado fuertes, quizás más que el amor que cualquiera pudiera profesar por el otro, por eso es que el brujo se sentía tan bien cobarde y débil, porque por más que tratara era imposible salvarla de esa oscuridad que lentamente se la comía. Se había apresurado para volver a su lado, porque sabía como era cuando estaba en una situación vulnerable y creía que todo a su alrededor era malvado, oscuro y trataba de hacerle daño.
– Ya nos iremos a casa para que te escondas donde quieras, puedo acompañarte un rato en tu escondite a ver si esos demonios se van – le miro con ternura, porque en esos instantes era como una chiquilla vulnerable que solo contaba con él para protegerle de la realidad – Nada va a pasarte, no voy a dejar que nadie te haga daño porque estaré vigilando que no pase nada – le paso suavemente la mano por los cabellos – aquí estaré Beth, así que tranquila que ya nos iremos a casa. Tu y yo, estaremos juntos contra todo – Así fue hasta que se la llevaron y así sería hasta que la vida de alguno de ambos llegara a su fin. Explicarle las cosas era complicado, más cuando trataba de hacerle ver que solo quería que estuviera bien; decirle maravillas de aquel lugar no serviría para calmar las ansiedades de su esposa, ya lo había tratado antes así que las mentiras parecían ser la mejor solución para calmarle – Te traigo para que se aseguren de que estés a salvo, si es que planean quedarse contigo es porque saben lo valiosa y maravillosa que eres, pero no voy a dejarte. Tu eres mi esposa y no te dejaría con nadie más que conmigo – le sonrío, buscando que confiara en sus palabras porque era la verdad. Hasta en los momentos en que planeaba dejar que todo se desmoronara y creía que huir de aquella vida era lo mejor, el recuerdo de su esposa, de su Beth, era lo que me hacía permanecer de pie, soportando.
El llanto le hizo instintivamente acercarse más, hasta terminar rodeándole con sus brazos en un abrazo protector. Ambos tenían sus momentos de debilidad pero no existía gloria sin pena, y los buenos momentos eran suficientes para mantenerlo una eternidad amándola. Lo hizo desde que eran jóvenes y lo haría siempre.
– No digas esas cosas, te lo prohibo Beth – Trataba de que se voz sonara a reproche, pero solo se notaba el dolor que verla de aquella manera le generaba – Si quieres que sea feliz solo quédate conmigo y deja de pensar esas cosas – tomo el rostro de ella entre sus manos y le beso las mejillas, depositando después un beso en sus labios. Era tan frágil. – Pero de algo debes estar segura, si hubieras muerto aquella vez, yo también estaría muerto. Si vivimos será juntos y si morimos, también – volvió a acercarla a su cuerpo, manteniéndola entre sus brazos hasta que se fuera calmando poco a poco. Le gustaba estar de esa manera con ella, le fascinaba el olor de su esposa, la calidez que trasmitía y la manera en que parecía estar hecha justamente para él.
Ante la intervención abrupta del doctor, se levanto de golpe escuchando como de nuevo su esposa entraba en un ataque de ansiedad que podía derivar nuevamente en un suceso como el que dañara herido al doctor.
– Tranquila Beth, todo esta bien. Ya nos vamos a casa – la sorpresa que se llevo fue mayúscula al escuchar como el doctor estaba decidido a dejar ahí recluida a su esposa, pero aquel hombre cometía un error si pensaba que se la dejaría tan fácil – Y es hora de que usted se de cuenta de que no voy a dejar a mi esposa en este lugar por más que me lo insista. Yo le dije desde un principio que mi presencia era necesaria en las consultas de Beth, fue usted el que decidió que era capaz de llevar a cabo una intervención sin mi presencia – la mirada de los hombres y la decisión que llevaba le impulso a ponerse entre su esposa y ellos – Quietos ahí que no dejare que se acerquen a ella.
– Ella pertenece aquí, es que acaso no lo ve. Dunne eres demasiado masoquista y no eres capaz de cuidarla como se espera por lo que tratas de culparme a mi por tu ineptitud – Aquello fue como un golpe bajo, se sabía inepto e incapaz de traerla de regreso; pero de una forma u otra, encontraría la manera de conseguirlo.
– Mi ineptitud es muy mía y la decisión de dejarle o no aquí también lo es – le miro fijamente, estirando una mano hacía atrás para sentir la cercanía de su esposa; ahí estaba, ese valor que de una manera u otra ella le insuflaba – Además de que al parecer ha olvidado que para recluirla en este lugar necesita mi firma de consentimiento, después de todo, soy el esposo de Beth y el único con capacidad mental para decidir lo que se debe hacer con ella – sonrió, sabiendo que aquello era algo que el doctor no podría desacatar. Sin su permiso, retener a Beth podría considerarse un delito – Así que si no les molesta. Mi esposa y yo deseamos volver a casa a descansar. ¿Verdad, amor? – Dirigió entonces su mirada a Beth. Pronto se irían de ese lugar y no la dejaría volver si no era estando con él.
Los demonios mentales que la atormentaban eran demasiado fuertes, quizás más que el amor que cualquiera pudiera profesar por el otro, por eso es que el brujo se sentía tan bien cobarde y débil, porque por más que tratara era imposible salvarla de esa oscuridad que lentamente se la comía. Se había apresurado para volver a su lado, porque sabía como era cuando estaba en una situación vulnerable y creía que todo a su alrededor era malvado, oscuro y trataba de hacerle daño.
– Ya nos iremos a casa para que te escondas donde quieras, puedo acompañarte un rato en tu escondite a ver si esos demonios se van – le miro con ternura, porque en esos instantes era como una chiquilla vulnerable que solo contaba con él para protegerle de la realidad – Nada va a pasarte, no voy a dejar que nadie te haga daño porque estaré vigilando que no pase nada – le paso suavemente la mano por los cabellos – aquí estaré Beth, así que tranquila que ya nos iremos a casa. Tu y yo, estaremos juntos contra todo – Así fue hasta que se la llevaron y así sería hasta que la vida de alguno de ambos llegara a su fin. Explicarle las cosas era complicado, más cuando trataba de hacerle ver que solo quería que estuviera bien; decirle maravillas de aquel lugar no serviría para calmar las ansiedades de su esposa, ya lo había tratado antes así que las mentiras parecían ser la mejor solución para calmarle – Te traigo para que se aseguren de que estés a salvo, si es que planean quedarse contigo es porque saben lo valiosa y maravillosa que eres, pero no voy a dejarte. Tu eres mi esposa y no te dejaría con nadie más que conmigo – le sonrío, buscando que confiara en sus palabras porque era la verdad. Hasta en los momentos en que planeaba dejar que todo se desmoronara y creía que huir de aquella vida era lo mejor, el recuerdo de su esposa, de su Beth, era lo que me hacía permanecer de pie, soportando.
El llanto le hizo instintivamente acercarse más, hasta terminar rodeándole con sus brazos en un abrazo protector. Ambos tenían sus momentos de debilidad pero no existía gloria sin pena, y los buenos momentos eran suficientes para mantenerlo una eternidad amándola. Lo hizo desde que eran jóvenes y lo haría siempre.
– No digas esas cosas, te lo prohibo Beth – Trataba de que se voz sonara a reproche, pero solo se notaba el dolor que verla de aquella manera le generaba – Si quieres que sea feliz solo quédate conmigo y deja de pensar esas cosas – tomo el rostro de ella entre sus manos y le beso las mejillas, depositando después un beso en sus labios. Era tan frágil. – Pero de algo debes estar segura, si hubieras muerto aquella vez, yo también estaría muerto. Si vivimos será juntos y si morimos, también – volvió a acercarla a su cuerpo, manteniéndola entre sus brazos hasta que se fuera calmando poco a poco. Le gustaba estar de esa manera con ella, le fascinaba el olor de su esposa, la calidez que trasmitía y la manera en que parecía estar hecha justamente para él.
Ante la intervención abrupta del doctor, se levanto de golpe escuchando como de nuevo su esposa entraba en un ataque de ansiedad que podía derivar nuevamente en un suceso como el que dañara herido al doctor.
– Tranquila Beth, todo esta bien. Ya nos vamos a casa – la sorpresa que se llevo fue mayúscula al escuchar como el doctor estaba decidido a dejar ahí recluida a su esposa, pero aquel hombre cometía un error si pensaba que se la dejaría tan fácil – Y es hora de que usted se de cuenta de que no voy a dejar a mi esposa en este lugar por más que me lo insista. Yo le dije desde un principio que mi presencia era necesaria en las consultas de Beth, fue usted el que decidió que era capaz de llevar a cabo una intervención sin mi presencia – la mirada de los hombres y la decisión que llevaba le impulso a ponerse entre su esposa y ellos – Quietos ahí que no dejare que se acerquen a ella.
– Ella pertenece aquí, es que acaso no lo ve. Dunne eres demasiado masoquista y no eres capaz de cuidarla como se espera por lo que tratas de culparme a mi por tu ineptitud – Aquello fue como un golpe bajo, se sabía inepto e incapaz de traerla de regreso; pero de una forma u otra, encontraría la manera de conseguirlo.
– Mi ineptitud es muy mía y la decisión de dejarle o no aquí también lo es – le miro fijamente, estirando una mano hacía atrás para sentir la cercanía de su esposa; ahí estaba, ese valor que de una manera u otra ella le insuflaba – Además de que al parecer ha olvidado que para recluirla en este lugar necesita mi firma de consentimiento, después de todo, soy el esposo de Beth y el único con capacidad mental para decidir lo que se debe hacer con ella – sonrió, sabiendo que aquello era algo que el doctor no podría desacatar. Sin su permiso, retener a Beth podría considerarse un delito – Así que si no les molesta. Mi esposa y yo deseamos volver a casa a descansar. ¿Verdad, amor? – Dirigió entonces su mirada a Beth. Pronto se irían de ese lugar y no la dejaría volver si no era estando con él.
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
Por si no fuera suficiente con el terror, con aquel horrible e intenso terror que la perseguía día y noche, por siempre, cuando el cambio se hacía evidente, una infinita tristeza se apoderaba de su mente, de su corazón, de su alma. Una absoluta congoja se apoderó de todos sus pensamientos, fomentada por las palabras que su adorado Clyde le dedicaba. Palabras que, en lugar de tranquilizarla o hacerla sentir mejor, no hacían sino confirmarle que se había convertido en una carga para su esposo, una carga que no podía soportar él sólo. ¡Cuándo se había vuelto tan inútil! ¡Cuándo había dejado de ser una esposa adorable y amable, que tenía por misión cuidar a su marido y a los hijos que ambos engendraran! Porque eso era lo que siempre habían deseado tener ambos. Una familia propia, ajena a la que ella tuvo en su momento, y la que le causó todo aquel dolor. Sí. Su padre tenía parte de la culpa de que su mente se quebrara. Y los poderes de su marido la otra parte... ¡Si sólo esos inquisidores no la hubieran encontrado! Ahora todo sería diferente. Ella podría sonreír, despreocupada, y corresponder a los besos y abrazos de su marido sin sospechar que la estaba engañando. ¡Porque sabía que la engañaba! Olía a perfume de mujer y siempre regresaba más tranquilo, como con más fuerzas para afrontar el grandísimo problema que ella suponía. ¡Porque Bethany ya no podía ofrecerle lo que él necesitaba! Se había vuelto un dolor de cabeza, un peso terrible del que acabaría por deshacerse. Era un cáncer.
- Clyde... Mi Clyde... No sabes cuánto te amo... -Sentir sus labios sobre los suyos la hizo sentir peor, en lugar de hacerla mejorar. Era cierto aquello que solían decir, de que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. Porque ahora, que estaba a punto de perder a su Clyde, era consciente de lo mucho que lo amaba, que lo necesitaba. Era su salvavidas, lo único que la hacía regresar de vez en cuando de su mundo de locura, aunque cada vez pasara con menos frecuencia. Pudo oír cómo su marido discutía con el doctor, intentando expresarle con palabras un sentimiento que sólo ellos dos parecían comprender. Aunque ahora Bethany no tuviera tan claro qué era lo que le empujaba a seguir queriendo mantenerla a su lado. ¡Era una idiota, una inútil! No merecía sus atenciones, ni su amor, aun cuando buscaba en el lecho de otra lo que ella ya no podía darle. ¡Aún así seguía manteniéndola bajo su mismo techo, en su misma cama! Quizá le estaba contagiando su locura, después de todo, porque, ¿qué otro sentido tenía?
¡Los demonios tenían razón! Así tuvieran batas blancas o cuernos retorcidos, no hacían sino decirle las verdades que ella siempre se negaba a oír. Su sitio ya no estaba más en aquella casa, junto a su Clyde. Debía dejarle partir, dejarle alcanzar una felicidad que nunca tendría por su culpa. Y el dolor que este hecho provocaba en la enferma era indescriptible. Porque cuando la tristeza venía a ella, desplazando totalmente a la rabia, a la manía, todo se volvía más nítido, y también más doloroso. Ya no oía voces en su cabeza, ni veía el mundo tras un prisma negro y terrible, pero todo se hacía más pesado. La verdad resonaba alta y clara en su cabeza, quebrando su corazón y arrojando los pedazos a un profundo pozo. Negro. Tan negro como su futuro. "Ella pertenece aquí". Eso le había dicho el doctor, y nunca había estado tan segura de que alguien estaba en lo cierto al respecto de su situación. Su sitio estaba entre aquellos locos, entre aquellos desgraciados a los que todo el mundo quería olvidar, aquellos de los que querían deshacerse. Era un despojo de sí misma, de la mujer que se había prometido llegar a ser. Y estaba hundiendo a Clyde en su miseria. ¿Cómo podía seguir queriéndola? ¿Cómo podía seguir sintiendo que debía protegerla? ¡No se merecía su atención, ni su cariño! Si ni siquiera era capaz de apreciar el fruto que él había depositado en su vientre. Porque aunque ella sabía que se trataba de un monstruo terrible, era consciente de que los demás no querían oír eso. Que su marido no quería oír eso. ¿Tan difícil era fingir una felicidad que no sentía? ¿Aunque fuera por él?
Era una egoísta. Y por eso, aun cuando las lágrimas no dejaban de escaparse en cascada de sus ojos, no opuso resistencia cuando los dos guardias la tomaron de los brazos y la instaron a levantarse de la cama. Notaba sus extremidades pesadas, y apenas si era capaz de mantenerse en pie. Dibujó una sonrisa triste, mientras balbuceó algo parecido a una despedida. Era lo mejor. Sí. Era lo mejor para ambos. Ya que no podía morir, mejor sería dejarla abandonada, ¿no? Ella no le guardaría rencor. Sí, puede que su otro yo, que aquella otra parte de sí misma pensara que debía odiarlo, pero Bethany estaba compuesta por dos mitades. La triste y la violenta. La deprimida y la volátil. La que lo amaba y la que lo odiaba. Y ambas, a su modo, lo necesitaban. ¡Pero estaba cansada de ser egoísta! Él estaría mejor si ella se quedaba lejos. Así no podría dañarle más, ni con sus actos ni con su forma de ser. Aquel demonio con cara de médico tenía razón. Ella tenía que estar allí. ¡Aunque lo odiara, aunque no quisiera estar ahí! Era lo mejor. ¿Ves? Al final siempre solía tener razón. De una forma u otra, Clyde acabaría abandonándola allí. Aunque fuese porque otros le obligaran.
- En eso se equivoca, señor Dunne. Si pidiera una orden judicial, la justicia me daría la razón a mi. Bethany no está en pleno uso de sus facultades mentales, y a la vista está que es un peligro para sí misma y para la sociedad en general. Hoy me ha agredido a mi, pero podría haber sido a cualquier otro... ¡Tiene que entenderlo! Usted es también un profesional, y si no puede hacerse cargo de ella, como es evidente que no puede, ella debería quedarse aquí. Hasta que mejore, si lo hace. Estoy intentarlo hacerlo por las buenas, pero si hoy se la lleva, la próxima vez que nos veamos será con la policía de la ciudad. Y no volverá a verla en mucho tiempo. Así que si nos disculpa... -La voz de aquel demonio sonaba alta y clara en la cabeza de la enferma, que nunca se había sentido tan cuerda como en aquel momento. Se dejó guiar por los guardias, no sin antes echarse a llorar de nuevo, y forcejear hasta quedarse abrazada a Clyde, incapaz de mantenerse en pie sin tambalearse.
- Nunca me olvides, mi amor... Aunque estos demonios me engullan... Tú siempre seguirás siendo mi Clyde. -Besó sus labios, sus mejillas, sus párpados, la punta de su nariz... todo lo que pudo antes de que los guardias, esta vez con más tacto, tiraron de ella hacia la puerta, conmovidos por la joven que, en aquellos momentos, parecía cualquier cosa menos peligrosa.
- ¿Y bien, señor Dunne? ¿Piensa firmar los papeles, o prefiere llevársela y esperar a que se la arrebatemos por las malas? -Ahora el demonio amenazó abiertamente a su marido, a lo que Bethany respondió con varios insultos y maldiciones. - ¡Sédenla! -Gritó y cuando vio a las enfermeras acercarse, esperó a que la oscuridad se la tragara, nuevamente. Y esperaba no volver a despertar.
- Clyde... Mi Clyde... No sabes cuánto te amo... -Sentir sus labios sobre los suyos la hizo sentir peor, en lugar de hacerla mejorar. Era cierto aquello que solían decir, de que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes. Porque ahora, que estaba a punto de perder a su Clyde, era consciente de lo mucho que lo amaba, que lo necesitaba. Era su salvavidas, lo único que la hacía regresar de vez en cuando de su mundo de locura, aunque cada vez pasara con menos frecuencia. Pudo oír cómo su marido discutía con el doctor, intentando expresarle con palabras un sentimiento que sólo ellos dos parecían comprender. Aunque ahora Bethany no tuviera tan claro qué era lo que le empujaba a seguir queriendo mantenerla a su lado. ¡Era una idiota, una inútil! No merecía sus atenciones, ni su amor, aun cuando buscaba en el lecho de otra lo que ella ya no podía darle. ¡Aún así seguía manteniéndola bajo su mismo techo, en su misma cama! Quizá le estaba contagiando su locura, después de todo, porque, ¿qué otro sentido tenía?
¡Los demonios tenían razón! Así tuvieran batas blancas o cuernos retorcidos, no hacían sino decirle las verdades que ella siempre se negaba a oír. Su sitio ya no estaba más en aquella casa, junto a su Clyde. Debía dejarle partir, dejarle alcanzar una felicidad que nunca tendría por su culpa. Y el dolor que este hecho provocaba en la enferma era indescriptible. Porque cuando la tristeza venía a ella, desplazando totalmente a la rabia, a la manía, todo se volvía más nítido, y también más doloroso. Ya no oía voces en su cabeza, ni veía el mundo tras un prisma negro y terrible, pero todo se hacía más pesado. La verdad resonaba alta y clara en su cabeza, quebrando su corazón y arrojando los pedazos a un profundo pozo. Negro. Tan negro como su futuro. "Ella pertenece aquí". Eso le había dicho el doctor, y nunca había estado tan segura de que alguien estaba en lo cierto al respecto de su situación. Su sitio estaba entre aquellos locos, entre aquellos desgraciados a los que todo el mundo quería olvidar, aquellos de los que querían deshacerse. Era un despojo de sí misma, de la mujer que se había prometido llegar a ser. Y estaba hundiendo a Clyde en su miseria. ¿Cómo podía seguir queriéndola? ¿Cómo podía seguir sintiendo que debía protegerla? ¡No se merecía su atención, ni su cariño! Si ni siquiera era capaz de apreciar el fruto que él había depositado en su vientre. Porque aunque ella sabía que se trataba de un monstruo terrible, era consciente de que los demás no querían oír eso. Que su marido no quería oír eso. ¿Tan difícil era fingir una felicidad que no sentía? ¿Aunque fuera por él?
Era una egoísta. Y por eso, aun cuando las lágrimas no dejaban de escaparse en cascada de sus ojos, no opuso resistencia cuando los dos guardias la tomaron de los brazos y la instaron a levantarse de la cama. Notaba sus extremidades pesadas, y apenas si era capaz de mantenerse en pie. Dibujó una sonrisa triste, mientras balbuceó algo parecido a una despedida. Era lo mejor. Sí. Era lo mejor para ambos. Ya que no podía morir, mejor sería dejarla abandonada, ¿no? Ella no le guardaría rencor. Sí, puede que su otro yo, que aquella otra parte de sí misma pensara que debía odiarlo, pero Bethany estaba compuesta por dos mitades. La triste y la violenta. La deprimida y la volátil. La que lo amaba y la que lo odiaba. Y ambas, a su modo, lo necesitaban. ¡Pero estaba cansada de ser egoísta! Él estaría mejor si ella se quedaba lejos. Así no podría dañarle más, ni con sus actos ni con su forma de ser. Aquel demonio con cara de médico tenía razón. Ella tenía que estar allí. ¡Aunque lo odiara, aunque no quisiera estar ahí! Era lo mejor. ¿Ves? Al final siempre solía tener razón. De una forma u otra, Clyde acabaría abandonándola allí. Aunque fuese porque otros le obligaran.
- En eso se equivoca, señor Dunne. Si pidiera una orden judicial, la justicia me daría la razón a mi. Bethany no está en pleno uso de sus facultades mentales, y a la vista está que es un peligro para sí misma y para la sociedad en general. Hoy me ha agredido a mi, pero podría haber sido a cualquier otro... ¡Tiene que entenderlo! Usted es también un profesional, y si no puede hacerse cargo de ella, como es evidente que no puede, ella debería quedarse aquí. Hasta que mejore, si lo hace. Estoy intentarlo hacerlo por las buenas, pero si hoy se la lleva, la próxima vez que nos veamos será con la policía de la ciudad. Y no volverá a verla en mucho tiempo. Así que si nos disculpa... -La voz de aquel demonio sonaba alta y clara en la cabeza de la enferma, que nunca se había sentido tan cuerda como en aquel momento. Se dejó guiar por los guardias, no sin antes echarse a llorar de nuevo, y forcejear hasta quedarse abrazada a Clyde, incapaz de mantenerse en pie sin tambalearse.
- Nunca me olvides, mi amor... Aunque estos demonios me engullan... Tú siempre seguirás siendo mi Clyde. -Besó sus labios, sus mejillas, sus párpados, la punta de su nariz... todo lo que pudo antes de que los guardias, esta vez con más tacto, tiraron de ella hacia la puerta, conmovidos por la joven que, en aquellos momentos, parecía cualquier cosa menos peligrosa.
- ¿Y bien, señor Dunne? ¿Piensa firmar los papeles, o prefiere llevársela y esperar a que se la arrebatemos por las malas? -Ahora el demonio amenazó abiertamente a su marido, a lo que Bethany respondió con varios insultos y maldiciones. - ¡Sédenla! -Gritó y cuando vio a las enfermeras acercarse, esperó a que la oscuridad se la tragara, nuevamente. Y esperaba no volver a despertar.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
– Lo sé Beth, de verdad que si lo sé – No era necesario que ella le dijera que no sabía de su amor, siempre había sido consciente de lo mucho que su esposa le amaba, por eso es que algunas veces se sentía tan culpable consigo mismo. El amor de los dos por el otro les había llevado a esa situación; Clyde compartió todos sus secretos con ella y Beth lo protegió sobre a todo. ¿Existía alguna otra cosa acerca de eso que no fuera amor? Por supuesto que no. El amor les arruino pero eso no significaba que no fuera a ser lo mismo que les sacara del agujero en que ambos caían, cada vez más profundo en una oscuridad que les impedía verse con claridad. Cada día era más complicado que se reconocieran con el amor de antaño y pese a eso, existían circunstancias como las que atravesaban ahora que daban la luz necesaria para reafirmar que eran los de antes y entonces había aparecido el doctor a amenazar aquella luz. De verdad que el brujo no iba a permitir que le quitaran a Beth de su lado, ellos se pertenecían y nada ni nadie debería separarlos. Clyde trataba de mantenerse sereno la mayor parte del tiempo, buscaba no llamar la atención sobre ellos porque de hacerlo, temía que una vez más los inquisidores les tuvieran en la mira y se llevaran para siempre a Beth.
Vivir con su esposa era difícil, lo aceptaba. Le agotaba hasta niveles insospechados verse celado constantemente, que no tomara sus medicaciones o que se saliera de sus casillas con una facilidad tremenda y pese a eso, no podía imaginarse una vida sin ella. No concebía no escuchar la voz de Beth aunque fuera para decirle que le odiaba más que a nada, porque Clyde sabía que la verdad no era esa. Tampoco tenía realmente importancia si tenía o no una amante, porque al final todas sus noches estaban dedicadas a su esposa. A vigilar aquellos sueños que en muchos casos amenazaban con devorarla pero siempre la regresaban a esa realidad donde podía verla, escucharla y sentirla cerca. Por eso y por la esperanza que se mantenía latiendo aún en el interior de Clyde es que no pensaba ceder; no dejaría a su esposa en aquel lugar donde seguramente se iris mucho más rápido a un lugar donde nunca podría alcanzarla nuevamente, ni aunque fuera un momento. Tan decidido se encontraba de lo que debía hacer que no dudaría ni un instante en tener que usar sus poderes para conseguir sacar a su esposa de aquel lugar, aún con el peligro que significaba que usara sus poderes. En otras circunstancias de verdad que pensaría en la posibilidad de que ella permaneciera en el hospital; ni siquiera las ilusiones de ella lo harían feliz, prefería tenerla sin consciencia alguna a solo tener una imagen de ella.
Los guardias tomaron a Beth, pasando por alto las advertencias de Clyde y en los ojos de su esposa vio algo que le dolió más que nada en el mundo; resignación, derrota y tristeza. Se movió por instinto, tratando de tocarla para que los guardias se alejaran de ella. Era suya, ¡SUYA! ¿Qué era tan imposible ver que sin el otro no eran nada? Desde la juventud habían ligado sus corazones y sus almas, estar separados era imposible para ellos, por más que a momentos alguno de los dos creyera que era lo mejor.
– Dije que no la tocaran, ella ira a casa conmigo. Mi esposa no pertenece a este lugar y nos iremos juntos de este lugar ahora mismo – el tono de su voz se volvía más firme, permitía que se notara la molestia que generaba en si que tocaran y trataran de esa manera a Beth, pero el doctor tenía otros planes para él y fue por eso que cuando comenzó a soltar aquello que en lugar de una recomendación era una amenaza le miro con rabia – ¿Justicia? – aquel simple humano no tenía la menor idea de lo que la justicia era realmente. Justicia hubiera sido que su esposa jamás viviera la tortura de la inquisición, la justicia debería ir contra aquellos que se la robaron cuando él estaba dispuesto a entregarse para que estuviera a salvo – No me diga las cosas como si no supiera lo que hago, sé mucho más de lo que usted podría saber – y estaba por soltar todo lo que quería decir a aquel doctor cuando Beth se aferro a él. ¿Por qué se daba por vencida de esa manera? ¿No quería estar más con él? Una vez más vio aquellos ojos y la desolación a la que se entregaban voluntariamente cuando los guardias de nueva cuenta la apartaron de su lado y una soledad como nunca antes inundo a Clyde.
Los gritos de su esposa y la manera en que el doctor la trataba fue suficiente como para que se moviera nuevamente. Llegó a ella antes que las enfermeras y la sujeto de manera firme por la cintura para apartarla de los guardias que no le impidieron hacerlo; con eso creía que estaba más que clara su resolución e igual, se volvió para enfrentar cara a cara al hombre que desde hacía tanto trataba a su esposa.
– Sus amenazas me tienen sin cuidado, porque si esta dispuesto a que ella se quede aquí, yo estoy mucho más por mantenerla en mi hogar. Sabe muy bien que apartar a Beth de mi lado terminara matándola, ¿No es parte de nuestro juramento médico proteger al enfermo y asegurarnos de su bienestar? Que fácil se ha olvidado usted de todo eso. Tampoco crea que soy tan tonto como para no saber si mi esposa es o no una amenaza. Usted sabe bien que debe atenderla conmigo presente ya se lo dije, no hizo caso a eso. Sus negligencias medicas no son problema mío y también esta muy consciente de las cosas que alteran a mi esposa, ¿Qué le dijo usted para alterarla? Su alteración no ha surgido de la nada – todos en aquel cuarto le miraban fijamente y aún así, el doctor estaba seguro de lo que hacía.
– Dunne, ella va a terminar aquí. Si has preferido que sea por las malas no importa, al final ella terminara con los demás carentes de sentido de la realidad y no vas a poder hacer nada para evitarlo porque ella es peligrosa y vamos a demostrarlo. Nada de lo que digas podrá hacernos desistir de esa resolución. Entrega a tu esposa y vete a descansar, firma y desaparece – la molestia se mantenía latente en Clyde que termino por sonreír al hombre.
– Pues entonces será todo por las malas, solo deje que le advierta tal y como creo que usted lo ha hecho, que no sabe lo que esta haciendo. Mi esposa se quedara conmigo – y usando parte de las habilidades que poseía, creo una ilusión a las afueras de aquella habitación. Otro enfermo corriendo, a lo que tanto las enfermeras como los guardias salieron detrás de la mentira, gritando que se detuviera y que los demás se pusieran alertas; dejando solo a los tres en aquel lugar – y si insiste en que las cosas sean a su manera me encargare de que quien se quede en este sitio, sufriendo de un terrible mal mental sea usted – haría cualquier cosa por Beth, cualquier cosa. Miro a su esposa entonces, que estaba tan cerca de él como era posible mantenerla – Vamos a casa, amor – y busco en sus ojos la esperanza, no la derrota.
Vivir con su esposa era difícil, lo aceptaba. Le agotaba hasta niveles insospechados verse celado constantemente, que no tomara sus medicaciones o que se saliera de sus casillas con una facilidad tremenda y pese a eso, no podía imaginarse una vida sin ella. No concebía no escuchar la voz de Beth aunque fuera para decirle que le odiaba más que a nada, porque Clyde sabía que la verdad no era esa. Tampoco tenía realmente importancia si tenía o no una amante, porque al final todas sus noches estaban dedicadas a su esposa. A vigilar aquellos sueños que en muchos casos amenazaban con devorarla pero siempre la regresaban a esa realidad donde podía verla, escucharla y sentirla cerca. Por eso y por la esperanza que se mantenía latiendo aún en el interior de Clyde es que no pensaba ceder; no dejaría a su esposa en aquel lugar donde seguramente se iris mucho más rápido a un lugar donde nunca podría alcanzarla nuevamente, ni aunque fuera un momento. Tan decidido se encontraba de lo que debía hacer que no dudaría ni un instante en tener que usar sus poderes para conseguir sacar a su esposa de aquel lugar, aún con el peligro que significaba que usara sus poderes. En otras circunstancias de verdad que pensaría en la posibilidad de que ella permaneciera en el hospital; ni siquiera las ilusiones de ella lo harían feliz, prefería tenerla sin consciencia alguna a solo tener una imagen de ella.
Los guardias tomaron a Beth, pasando por alto las advertencias de Clyde y en los ojos de su esposa vio algo que le dolió más que nada en el mundo; resignación, derrota y tristeza. Se movió por instinto, tratando de tocarla para que los guardias se alejaran de ella. Era suya, ¡SUYA! ¿Qué era tan imposible ver que sin el otro no eran nada? Desde la juventud habían ligado sus corazones y sus almas, estar separados era imposible para ellos, por más que a momentos alguno de los dos creyera que era lo mejor.
– Dije que no la tocaran, ella ira a casa conmigo. Mi esposa no pertenece a este lugar y nos iremos juntos de este lugar ahora mismo – el tono de su voz se volvía más firme, permitía que se notara la molestia que generaba en si que tocaran y trataran de esa manera a Beth, pero el doctor tenía otros planes para él y fue por eso que cuando comenzó a soltar aquello que en lugar de una recomendación era una amenaza le miro con rabia – ¿Justicia? – aquel simple humano no tenía la menor idea de lo que la justicia era realmente. Justicia hubiera sido que su esposa jamás viviera la tortura de la inquisición, la justicia debería ir contra aquellos que se la robaron cuando él estaba dispuesto a entregarse para que estuviera a salvo – No me diga las cosas como si no supiera lo que hago, sé mucho más de lo que usted podría saber – y estaba por soltar todo lo que quería decir a aquel doctor cuando Beth se aferro a él. ¿Por qué se daba por vencida de esa manera? ¿No quería estar más con él? Una vez más vio aquellos ojos y la desolación a la que se entregaban voluntariamente cuando los guardias de nueva cuenta la apartaron de su lado y una soledad como nunca antes inundo a Clyde.
Los gritos de su esposa y la manera en que el doctor la trataba fue suficiente como para que se moviera nuevamente. Llegó a ella antes que las enfermeras y la sujeto de manera firme por la cintura para apartarla de los guardias que no le impidieron hacerlo; con eso creía que estaba más que clara su resolución e igual, se volvió para enfrentar cara a cara al hombre que desde hacía tanto trataba a su esposa.
– Sus amenazas me tienen sin cuidado, porque si esta dispuesto a que ella se quede aquí, yo estoy mucho más por mantenerla en mi hogar. Sabe muy bien que apartar a Beth de mi lado terminara matándola, ¿No es parte de nuestro juramento médico proteger al enfermo y asegurarnos de su bienestar? Que fácil se ha olvidado usted de todo eso. Tampoco crea que soy tan tonto como para no saber si mi esposa es o no una amenaza. Usted sabe bien que debe atenderla conmigo presente ya se lo dije, no hizo caso a eso. Sus negligencias medicas no son problema mío y también esta muy consciente de las cosas que alteran a mi esposa, ¿Qué le dijo usted para alterarla? Su alteración no ha surgido de la nada – todos en aquel cuarto le miraban fijamente y aún así, el doctor estaba seguro de lo que hacía.
– Dunne, ella va a terminar aquí. Si has preferido que sea por las malas no importa, al final ella terminara con los demás carentes de sentido de la realidad y no vas a poder hacer nada para evitarlo porque ella es peligrosa y vamos a demostrarlo. Nada de lo que digas podrá hacernos desistir de esa resolución. Entrega a tu esposa y vete a descansar, firma y desaparece – la molestia se mantenía latente en Clyde que termino por sonreír al hombre.
– Pues entonces será todo por las malas, solo deje que le advierta tal y como creo que usted lo ha hecho, que no sabe lo que esta haciendo. Mi esposa se quedara conmigo – y usando parte de las habilidades que poseía, creo una ilusión a las afueras de aquella habitación. Otro enfermo corriendo, a lo que tanto las enfermeras como los guardias salieron detrás de la mentira, gritando que se detuviera y que los demás se pusieran alertas; dejando solo a los tres en aquel lugar – y si insiste en que las cosas sean a su manera me encargare de que quien se quede en este sitio, sufriendo de un terrible mal mental sea usted – haría cualquier cosa por Beth, cualquier cosa. Miro a su esposa entonces, que estaba tan cerca de él como era posible mantenerla – Vamos a casa, amor – y busco en sus ojos la esperanza, no la derrota.
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
Cuando la supervivencia se basa en hacer daño a otros, en pisotearlos, en coartar su libertad con el simple fin de mantener la tuya intacta, entonces deja de llamarse supervivencia y pasa a ser otra cosa. Otra cosa más oscura, más temible y más real, ciertamente. Se convierte en la guerra. La vida es una guerra continua entre fuertes y débiles, entre listos y bobos, entre ricos y pobres. Entre locos y cuerdos. Una guerra en la que se derraman sangre, sudor y lágrimas de ambos bandos, sólo para concluir, al final del camino, que ninguno de los dos ha ganado nada. Ni los ricos son mejores personas ni los pobres consiguen recuperar esa parte de sí mismos que siempre les había faltado, el afán de superarse. Claro que, al final, es ya demasiado tarde para retroceder y rectificar. Por eso la vida de la gente debería basarse en cometer errores y aprender de ellos, en equivocarse y tratar de enmendarlo, en dañar y pedir disculpas. En caerse y levantarse. Bethany, la pobre Bethany, llamada loca por casi todos, se había dado cuenta de este hecho, y por eso se rendía. Se rendía a la evidencia, a la realidad que por desgracia le había tocado vivir. Esa realidad en la que no hay cabida para aquellos que piensan distinto, ni para los que ven el mundo desde un prisma poco convencional. Y no lo hacía por ellos, por los demonios que continuamente la amenazaban con arrastrarla a su infierno. Lo hacía por su Clyde. Porque de todas las cosas que no deseaba hacer en el mundo, esa era la única que podía controlar. Ella no sobreviviría gracias a hacer daño a su única razón para vivir. Primero, porque no tenía sentido; y segundo, porque lo amaba lo suficiente para sacrificarse. Tenía miedo, por supuesto, pero el miedo no la detendría. No para salvarle a él de su terrible influencia.
Sin embargo, no pudo evitar que las palabras amenazadoras del doctor le sentasen terriblemente mal, y la hicieran despertar nuevamente a aquella parte de sí misma luchadora, que no dudaría en lastimarlo si seguía tratando así de mal a su esposo. A su Clyde. ¡Oh, su Clyde! Aún podía ver en aquellos ojos claros y profundos el niño del que se enamoró casi a primera vista, y el hombrecito en que se convirtió después. Junto a ella. Porque no recordaba ni un momento en el que no hubiesen estado juntos, ya que incluso cuando estaban lejos, su mente encontraba la forma de abrirse paso hasta su recuerdo, lo único que la hacía regresar a la realidad. Como ahora. Su voz, el tacto de sus manos sobre su piel, aquella forma de observarla como si ella fuera lo más importante del mundo... ¿Cómo no iba a regresar? ¡No había pesadilla lo bastante oscura para apagar su luz! La luz que la guiaba de vuelta a casa, a sus brazos. Aunque ni siquiera eso lo hiciera más sencillo. ¡Cómo podía reprocharle que buscase en brazos ajenos lo que ella ya no sabía darle! ¡Con qué derecho se creía para decirle que ella debía ser la única en su vida! Lo había dado todo por estar junto a ella, pese a su locura, pese a su forma de ser. Era una desagradecida. Lo amaba, y aunque le recriminara que él no se lo dijera tan a menudo, de sus propios labios salía con mucha frecuencia la mentira de que lo odiaba. ¡Cómo iba a odiarlo si era lo único puro que había en su vida! ¡Cómo iba a odiarlo si era el único capaz de espantar a esos demonios! Pese a que haciéndola regresar se encontrase con su carácter difícil. No, era imposible odiar a su Clyde. Incluso aunque su corazón le dijera que era malo con ella por no quererla como antes, sabía que la culpa no era de él, sino suya, aunque no fuera consciente hasta más tarde.
Era terrible vivir así, y si lo era para ella, podía imaginar que para él no sería más sencillo. Así que lo dejaba, ¡sí, lo dejaría marchar! Porque quería que su pureza siguiera intacta, no deseaba contagiarle aquella oscuridad que habitaba en su corazón, porque ni era justo ni era bueno. Quiso gritar al doctor y decirle que la encerrara rápidamente, para que ninguno de los dos sufriera más con la despedida, pero su mente estaba más concentrada en impedir que las enfermeras le diesen una nueva dosis de sedante. ¡Querían matarla, esos demonios vestidos de blanco! ¿Cómo no podían saber que tantas dosis seguidas con su medicación -aunque ese día no la había tomado- podía llegar a ser letal? Estaban en todas partes, mirara donde mirara, esos demonios horribles. No la dejaban pensar. No la dejaban hacer aquel gesto noble de rendición para salvar a Clyde del cáncer que ella suponía. No. No. NO. NOOO. ¡¿Por qué no podían, simplemente, dejarla en paz?! Se deshizo de los guardias en un despiste y le clavó a una de ellas la jeringuilla que antes había alzado, amenazadora, en su dirección. Ella no quiso. Le habían obligado. ¿Por qué no se marchaban? ¿Por qué ya ni la presencia de Clyde los espantaba? ¿Es que se habían hecho tan fuertes que incluso a él era inmunes? ¡Estaba perdida! ¡No había salvación posible! No para ella... ¿O sí?
Sentir el brazo fuerte de su esposo en torno a su cintura la hizo sentir reconfortada. Se abrazó a él como si le fuera la vida en ello, y se dedicó a deleitar su vista con cada uno de los detalles del rostro ajeno. Tan hermoso, tan contraído por la pena. ¡Cuánto daño le estaba haciendo, y aún así, cuanto le costaba dar el paso final de alejarse! No prestó atención alguna a las palabras del doctor, ni siquiera a las del brujo, sólo estaba maravillada perdiéndose en su luz, en esa luz que ella nunca tendría por sí misma. Esa luz que espantaba demonios y que a ella sólo la reflejaba. Su mente estaba tan obnubilada por su dolencia que la ilusión apenas si le provocó un pequeño vistazo. Sólo vio a la gente correr tras un rastro de humo que desaparecía en la densa niebla del pasillo. Su Clyde los había engullido. Eso había pasado. Había utilizado sus dones para salvarla. ¡No quería abandonarla, después de todo! ¡Aunque lo mereciera! La enferma enfrentó al doctor, cara a cara, dibujando una enigmática sonrisa.
- Él los ha engullido a todos. Y ahora lo hará con vos. Os engullirá, y seréis pasto de las sombras en las que queréis sumirme. -Su voz sonaba ida, quebrada, y ni cuenta se dio de que estaba llorando a lágrima viva. - ¡Demonio horrible, sal de aquí! Él es mi luz, y aunque deba abandonarme, no lo hará. Por este monstruo que crece en mis entrañas. Sí. Sí. Sí. Para algo servirá este monstruo. Nos unirá más. ¡¡Y ni vos ni nadie podréis separarnos el uno del otro!! -Se abrazó a su esposo con más fuerza, como si por estar más cerca el uno del otro fuera a hacer que toda aquella pesadilla acabase. - Vámonos, amor, huyamos. No creo que vuestra niebla los retenga por mucho más. Mis demonios son muy fuertes, nos perseguirán hasta los confines del infierno... No quiero estar aquí más tiempo... -La joven tiró de la mano ajena hacia la puerta, temblando de terror. Estaba segura de que aquellos monstruos con bata blanca regresarían en cualquier momento, regresarían para llevársela. ¡Y, dioses, ella ya sabía que debía quedarse allí, que era la mejor opción, y la más noble! Pero era incapaz de renunciar a su Clyde. No quería hacerlo, ni aunque supiera que era lo que debía hacer.
- ¿Acaso no lo ves, Clyde? Ya apenas si distingue la realidad de una alucinación creada por su mente. ¿Cuánto crees que podrás aguantar cuando ella se pierda para siempre en la oscuridad, y ni tú ni nadie sea capaz de hacerla regresar...? -El médico sonó cortante, aunque se mostró nervioso al darse cuenta de la ausencia de los guardias. - No hagas las cosas más difíciles... ¡¡¡Guardias!!! ¿Qué demonios...? Atajo de incompetentes. ¡¡¡GUARDIAS!!! -La joven gritó de pánico cuando los vio aparecer desde el fondo del pasillo. Se acercaban, muy despacio pero lo hacían. Tenían que salir de allí cuanto antes o se la llevarían para siempre.
Sin embargo, no pudo evitar que las palabras amenazadoras del doctor le sentasen terriblemente mal, y la hicieran despertar nuevamente a aquella parte de sí misma luchadora, que no dudaría en lastimarlo si seguía tratando así de mal a su esposo. A su Clyde. ¡Oh, su Clyde! Aún podía ver en aquellos ojos claros y profundos el niño del que se enamoró casi a primera vista, y el hombrecito en que se convirtió después. Junto a ella. Porque no recordaba ni un momento en el que no hubiesen estado juntos, ya que incluso cuando estaban lejos, su mente encontraba la forma de abrirse paso hasta su recuerdo, lo único que la hacía regresar a la realidad. Como ahora. Su voz, el tacto de sus manos sobre su piel, aquella forma de observarla como si ella fuera lo más importante del mundo... ¿Cómo no iba a regresar? ¡No había pesadilla lo bastante oscura para apagar su luz! La luz que la guiaba de vuelta a casa, a sus brazos. Aunque ni siquiera eso lo hiciera más sencillo. ¡Cómo podía reprocharle que buscase en brazos ajenos lo que ella ya no sabía darle! ¡Con qué derecho se creía para decirle que ella debía ser la única en su vida! Lo había dado todo por estar junto a ella, pese a su locura, pese a su forma de ser. Era una desagradecida. Lo amaba, y aunque le recriminara que él no se lo dijera tan a menudo, de sus propios labios salía con mucha frecuencia la mentira de que lo odiaba. ¡Cómo iba a odiarlo si era lo único puro que había en su vida! ¡Cómo iba a odiarlo si era el único capaz de espantar a esos demonios! Pese a que haciéndola regresar se encontrase con su carácter difícil. No, era imposible odiar a su Clyde. Incluso aunque su corazón le dijera que era malo con ella por no quererla como antes, sabía que la culpa no era de él, sino suya, aunque no fuera consciente hasta más tarde.
Era terrible vivir así, y si lo era para ella, podía imaginar que para él no sería más sencillo. Así que lo dejaba, ¡sí, lo dejaría marchar! Porque quería que su pureza siguiera intacta, no deseaba contagiarle aquella oscuridad que habitaba en su corazón, porque ni era justo ni era bueno. Quiso gritar al doctor y decirle que la encerrara rápidamente, para que ninguno de los dos sufriera más con la despedida, pero su mente estaba más concentrada en impedir que las enfermeras le diesen una nueva dosis de sedante. ¡Querían matarla, esos demonios vestidos de blanco! ¿Cómo no podían saber que tantas dosis seguidas con su medicación -aunque ese día no la había tomado- podía llegar a ser letal? Estaban en todas partes, mirara donde mirara, esos demonios horribles. No la dejaban pensar. No la dejaban hacer aquel gesto noble de rendición para salvar a Clyde del cáncer que ella suponía. No. No. NO. NOOO. ¡¿Por qué no podían, simplemente, dejarla en paz?! Se deshizo de los guardias en un despiste y le clavó a una de ellas la jeringuilla que antes había alzado, amenazadora, en su dirección. Ella no quiso. Le habían obligado. ¿Por qué no se marchaban? ¿Por qué ya ni la presencia de Clyde los espantaba? ¿Es que se habían hecho tan fuertes que incluso a él era inmunes? ¡Estaba perdida! ¡No había salvación posible! No para ella... ¿O sí?
Sentir el brazo fuerte de su esposo en torno a su cintura la hizo sentir reconfortada. Se abrazó a él como si le fuera la vida en ello, y se dedicó a deleitar su vista con cada uno de los detalles del rostro ajeno. Tan hermoso, tan contraído por la pena. ¡Cuánto daño le estaba haciendo, y aún así, cuanto le costaba dar el paso final de alejarse! No prestó atención alguna a las palabras del doctor, ni siquiera a las del brujo, sólo estaba maravillada perdiéndose en su luz, en esa luz que ella nunca tendría por sí misma. Esa luz que espantaba demonios y que a ella sólo la reflejaba. Su mente estaba tan obnubilada por su dolencia que la ilusión apenas si le provocó un pequeño vistazo. Sólo vio a la gente correr tras un rastro de humo que desaparecía en la densa niebla del pasillo. Su Clyde los había engullido. Eso había pasado. Había utilizado sus dones para salvarla. ¡No quería abandonarla, después de todo! ¡Aunque lo mereciera! La enferma enfrentó al doctor, cara a cara, dibujando una enigmática sonrisa.
- Él los ha engullido a todos. Y ahora lo hará con vos. Os engullirá, y seréis pasto de las sombras en las que queréis sumirme. -Su voz sonaba ida, quebrada, y ni cuenta se dio de que estaba llorando a lágrima viva. - ¡Demonio horrible, sal de aquí! Él es mi luz, y aunque deba abandonarme, no lo hará. Por este monstruo que crece en mis entrañas. Sí. Sí. Sí. Para algo servirá este monstruo. Nos unirá más. ¡¡Y ni vos ni nadie podréis separarnos el uno del otro!! -Se abrazó a su esposo con más fuerza, como si por estar más cerca el uno del otro fuera a hacer que toda aquella pesadilla acabase. - Vámonos, amor, huyamos. No creo que vuestra niebla los retenga por mucho más. Mis demonios son muy fuertes, nos perseguirán hasta los confines del infierno... No quiero estar aquí más tiempo... -La joven tiró de la mano ajena hacia la puerta, temblando de terror. Estaba segura de que aquellos monstruos con bata blanca regresarían en cualquier momento, regresarían para llevársela. ¡Y, dioses, ella ya sabía que debía quedarse allí, que era la mejor opción, y la más noble! Pero era incapaz de renunciar a su Clyde. No quería hacerlo, ni aunque supiera que era lo que debía hacer.
- ¿Acaso no lo ves, Clyde? Ya apenas si distingue la realidad de una alucinación creada por su mente. ¿Cuánto crees que podrás aguantar cuando ella se pierda para siempre en la oscuridad, y ni tú ni nadie sea capaz de hacerla regresar...? -El médico sonó cortante, aunque se mostró nervioso al darse cuenta de la ausencia de los guardias. - No hagas las cosas más difíciles... ¡¡¡Guardias!!! ¿Qué demonios...? Atajo de incompetentes. ¡¡¡GUARDIAS!!! -La joven gritó de pánico cuando los vio aparecer desde el fondo del pasillo. Se acercaban, muy despacio pero lo hacían. Tenían que salir de allí cuanto antes o se la llevarían para siempre.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
Nuestro amor puede entrar en remisión, pero siempre sigue ahí esperando para regresar. Como el cáncer más dulce del mundo.
Gillian Flynn
Conocía teorías, conocía practicas. Estaba seguro en el interior de su ser que ella volvería a su lado, tarde o temprano ella sería la misma Beth de la que se enamorará cuando eran jóvenes. Unicamente debía aferrarse lo suficiente a ella, a esa imagen que cada día se tornaba más borrosa y confusa. Era necesario que supliera aquellos nubarrones que rodeaban a Beth por recuerdos agradables; iba a deja en cada dificultad la sonrisa de Beth cuando eran niños, iba plantar cada beso que se dieran antes de convertirse en la pareja que ahora eran. Solo era necesario que buscara en sus recuerdos esos momentos donde supo que Beth era la mujer con quien deseaba pasar toda una vida, cuerda o loca, eso no importaba. De niño jamás le intereso si es que ella estaba realmente mal pues se dejaba guiar por el amor que se profesaban. Su esposa no tenía la culpa de nada, todo era culpa de él y sabía que no estaba loca, ella no lo estaba. Su amada estaba dolida, perdida en una realidad donde lo primordial era la supervivencia sin importar que fuera necesario que hiciera ¿Era culpable entonces de querer vivir? Por supuesto que no.
Era necesario que Clyde se percatara de que la manera más sana de amar a Beth era con el corazón con que lo hiciera de niño. De una manera que no la juzgaba, con oídos que no malinterpretadas sus palabras y con una devoción tan única que le llevaría a casarse con ella. Debía recuperarse primero él. Encontrar esa parte perdida de si mismo que no se agotaba y que no prestaba atención a si Beth estaba loca o no; una vez que se encontrara de nuevo a sí mismo de esa manera, entonces podría darse a la tarea de encontrar realmente a Beth.
Se molestaba cada vez más con aquel médico. Las observaciones que le daban no tenían ni pies ni cabeza, culpaba a Beth de algo que desde el punto de vista de Clyde era su responsabilidad y no permitiría que su esposa pagara los platos rotos por una falta de ética. El brujo no dudo en hablar de lo que creía, de amenazar de la manera más conveniente a aquel hombre y mucho menos dudo de hacer uso de sus poderes para mantener a salvo a su esposa. Beth se encontraba a su lado, estaba a salvo. Ya en una ocasión fue incapaz de protegerla tal cual le prometiera hacerlo y una segunda ocasión no estaba dispuesto a soportarla. Las enfermeras y guardias salieron detrás de la ilusión que sus poderes creaban, los necesitaba lejos del todo para poder amenazar debidamente al medico. Aquel hombre planeaba consumir los restos de su Beth, arrancarla de su lado para siempre y no permitirle tratar de salvarle; así que si esa era la manera en que aquel doctor procedería, Clyde no permanecería de brazos cruzados, usaría sus poderes y habilidades para trastornar a aquel hombre y entonces demostraría que sus observaciones hacía su esposa no eran ni acertadas ni adecuadas, y así, la salvaría. Era consciente de que hacer eso significaba que también rompería parte de su juramento médico. En lugar de proteger la integridad de una persona, la destruiría para siempre y pese a todo, le tenía sin cuidado. Quizás no fuera Beth la loca, quizás él era un monstruo que se ocultaba tras la fachada de un buen hombre, pero fuera como fuese, ambos se complementaban y nada los separaría.
Su Beth entonces comenzó a hablar, ya no se notaba la derrota sino una victoria. Lo conocía tan bien, cuerda o perdida en su mundo, que se le escapo una sonrisa cuando la escuchaba hablar sobre sus habilidades. Sus poderes de brujo le costaron a Beth más de lo que a él alguna vez en la vida y aún así, parecía defenderlo, no tener ningún rencor a la naturaleza del brujo. Ella le llamaba su luz, pero estaba demasiado equivocada. Ella era la luz de Clyde, por ella es que podía seguir el camino de la vida y enfrentarse a hombres como aquel sin temor alguno y con la decisión que tuviera en pocas ocasiones. Era tan valiente al lado de ella, era tan decidido por ella, era Clyde Dunne por ella. En aquel preciso instante no existía otra explicación para su existencia que el hecho de estar para encontrarse con Beth. Le devolvió el abrazo y le beso la nuca con ternura.
– Huyamos entonces – le susurró y la siguió como un niño a las luciérnagas por la noche; únicamente se detuvo unos instantes más en la puerta – No, ahora lamento decirle que esta terriblemente equivocado, ella distingue a la perfección la realidad y aguantare, porque de eso se trata un matrimonio – le dedico una amable sonrisa – Me gustaría decirle que nos veremos pronto, pero tengo el presentimiento de que nunca más nos encontraremos, aún así, le dejare un presente de despedida – un hechizo sencillo, una alucinación un tanto más duradera. Aquel hombre no comprendía a su esposa, pues bien, que se diera una idea de lo que era tratar con demonios.
– Tranquila Beth – hablo para que dejara de gritar y sosteniendo de forma firme su mano, camino en dirección al lado opuesto del pasillo. Los gritos del doctor se intensificaron cuando apareció en la puerta pero cambiaron de una exigencia de competencia a gritos de terror al observar a sus propios colegas. Con el ligero hechizo de Clyde, aquel hombre vería a las personas de una manera tan espantosa que creería estar viendo demonios que lo devorarían con vida.
– ¡ALEJENSE DE MI! – le escucho gritar y sin detenerse a ver si los guardias y enfermeras se detenían a socorrerle giro al final del pasillo, donde les esperaba un enorme corredor.
– Beth, ahora… ¡CORRE! – y tiró de la mano de ella pues la llevaría a la salida. La llevaría a casa..
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
A veces necesitamos perdernos para encontrarnos. A veces, necesitamos viajar, hundirnos hasta los confines más profundos de nuestro sufrimiento, de nuestra mente, de nuestra alma, para reencontrarnos, de nuevo, con la parte de nosotros mismos que habíamos perdido en el camino lleno de adversidades que es la vida. Si bien Bethany se había dado cuenta de este hecho hacía mucho tiempo, y de forma bastante brusca, nunca tuvo las fuerzas necesarias para reemprender, de nuevo, el vuelo de vuelta a la realidad. Se había quedado allí, encerrada en el mundo de pesadillas que poblaba en su interior, aferrada a la imagen de sí misma que siempre había tenido, pero incapaz de salir del pozo. Sí, eso era su locura, un siniestro y profundo pozo repleto de reproches, de recuerdos terribles de una infancia que fue todo menos feliz, de miedos y fantasías que nunca había podido expresar en voz alta debido a su forma de ser, y que se habían quedado enquistados, atravesados en su corazón, en una dolencia tan grave y terrible como era la locura. Ese era el nombre que le habían puesto toda su vida, al ver que además de sus cambios de humor, la joven, perdida en un mundo de irrealidades, veía y oía cosas que otros no alcanzaban a comprender. Para ella, los locos eran quienes no veían aquello que ella tenía tan claro: la maldad.
Sí, la gente, sus demonios, esos demonios que querían lastimarla, clavarle mil agujas y alejarla de su Clyde, todos ellos salían del interior de las personas que la rodeaban. Monstruos y demonios, brujas, entes terribles compuestos por todas las malas intenciones que las personas ocultaban para quedar bien, pero que estaban ahí, pujando por salir al exterior, y como a ella no podían engañarla, querían quitársela del medio. ¡Esa era la única verdad! El doctor, las enfermeras, su propio padre... Todos tenían demonios en su interior, demonios que la odiaban y querían hacerla perecer. Demonios que sólo ella podía ver, oír y comprender. Demonios que la asustaban, sí, pero que también la habían hecho convertirse en alguien fuerte. ¿O acaso no demostraba fortaleza soportando una vida como la que llevaba? Sumergida en una pesadilla eterna, sin buscar una salida fácil. Intentando por todos los medios luchar contra sus inseguridades, contra sus miedos, intentando salir a flote, aunque no lo consiguiera... Porque ella sola no podía, ni podría nunca. Clyde tenía que ayudarla. Pero ahora, mientras gritaba desesperada ante el pánico que le producía que la separasen de él, pudo comprender por qué. Por qué su marido había buscado alejarse de ella. Por qué intentaba encontrar en otras mujeres el calor que ella ya no transmitía. Lo hacía, ciertamente, por amor. Cualquier otro la hubiera abandonado sin pensarlo, y él sólo intentaba mantenerse lo bastante fuerte para soportar ese torrente de emociones que siempre la acompañaban. ¡Lo hacía por ella, después de todo! Aunque en sus momentos de perder el control, no llegase a entenderlo con la misma claridad que lo hacía en aquellos momentos.
Y entonces, esa sonrisa. Esa sonrisa de su Clyde, la que llevaba tantos y tantos años sin contemplar. Le iluminó el camino, y borró de un plumazo a los demonios, las dudas, y el terror, dando paso a la realidad, tal y como la gente normal la veía. Vio a los guardias correr hacia ellos, con sus rostros sin estar deformados por esos demonios que llevaban dentro. Y a las enfermeras. Y al médico. Pero ante todo, vio a su Clyde, acercándose hacia ella, como el príncipe prometido, el que, por un momento, había conseguido sacarla del pozo y arrojar al estúpido psiquiatra al interior en su lugar. Una carcajada sincera, la primera en mucho, mucho tiempo, escapó de la garganta de la joven, que señaló al doctor mientras se retorcía, presa del pánico con el que ella había tenido que convivir a diario. - ¡Ya os dije que os engulliría! No podréis escapar. Clyde me ha liberado, y a ti te ha encerrado, demonio, ¡sufriréis el mismo calvario en el que yo he vivido toda mi vida! -Agarró la mano de Clyde y le siguió, maravillada, sin girarse siquiera ante los gritos de horror del médico, ni ante las enfermeras que querían alcanzarlos. La realidad nunca le había parecido tan hermosa, ni tan brillante, ni nunca había visto a su Clyde tan radiante. Al menos, no que recordara.
Frente a ellos, la puerta que los conduciría a su nueva realidad, una realidad libre de demonios, de inyecciones, de psiquiatras. Libre de locura. Ambos traspasaron el umbral a la vez. Sentía su corazón palpitar de alegría. Sólo quería abrazar a su Clyde, besarle, decirle lo mucho que le amaba y lo mucho que le agradecía haberla liberado de sus cadenas...
Y, de pronto, la oscuridad volvió a abrirse paso, sin darle tiempo a hacer todo aquello que llevaba años esperando hacer. Primero empezó como flashes de recuerdos que le acudieron en manada a la memoria, luego, voces susurrando en sus oídos y después... Su propio Clyde se tornó en un demonio, un demonio de color distinto, sí, pero igual de terrible. Por culpa de lo que acababa de hacer para salvarla, se había convertido en lo que más temía. Sintió que su corazón se partía en mil pedazos. Sus piernas dejaron de respoderle, se detuvieron, y cayó de bruces, llorando como si la vida se le fuese por las lágrimas. - No... No... Noooooo... -Golpeó con furia el suelo, notando enseguida el escozor de una herida abierta... - No... Clyde... yo... por un instante... Lo vi... Vi la salida de esta oscuridad... ¡Me habías salvado, Clyde...! Pero a qué precio... Te amo, mi vida... Vuelve... Vuelve... -Tocó su rostro, buscando reencontrarse nuevamente con el amor de su vida, con lo único que le importaba y amaba en el mundo, pero el cuerpo le dolía, el alma, el corazón. - Vámonos... ahora, mi amor... por favor... y luego déjame perecer, morir dulcemente, así se acabará la tortura para ambos...
Mientras sentía que perdía el conocimiento, poco a poco, la imagen de su Clyde volvió a la normalidad. Obviamente, el médico al que había dejado enloquecer no era tan malo como para convertirlo a él mismo en un monstruo.
Pero el daño ya estaba hecho. Bethany había vuelto a perderse.
Sí, la gente, sus demonios, esos demonios que querían lastimarla, clavarle mil agujas y alejarla de su Clyde, todos ellos salían del interior de las personas que la rodeaban. Monstruos y demonios, brujas, entes terribles compuestos por todas las malas intenciones que las personas ocultaban para quedar bien, pero que estaban ahí, pujando por salir al exterior, y como a ella no podían engañarla, querían quitársela del medio. ¡Esa era la única verdad! El doctor, las enfermeras, su propio padre... Todos tenían demonios en su interior, demonios que la odiaban y querían hacerla perecer. Demonios que sólo ella podía ver, oír y comprender. Demonios que la asustaban, sí, pero que también la habían hecho convertirse en alguien fuerte. ¿O acaso no demostraba fortaleza soportando una vida como la que llevaba? Sumergida en una pesadilla eterna, sin buscar una salida fácil. Intentando por todos los medios luchar contra sus inseguridades, contra sus miedos, intentando salir a flote, aunque no lo consiguiera... Porque ella sola no podía, ni podría nunca. Clyde tenía que ayudarla. Pero ahora, mientras gritaba desesperada ante el pánico que le producía que la separasen de él, pudo comprender por qué. Por qué su marido había buscado alejarse de ella. Por qué intentaba encontrar en otras mujeres el calor que ella ya no transmitía. Lo hacía, ciertamente, por amor. Cualquier otro la hubiera abandonado sin pensarlo, y él sólo intentaba mantenerse lo bastante fuerte para soportar ese torrente de emociones que siempre la acompañaban. ¡Lo hacía por ella, después de todo! Aunque en sus momentos de perder el control, no llegase a entenderlo con la misma claridad que lo hacía en aquellos momentos.
Y entonces, esa sonrisa. Esa sonrisa de su Clyde, la que llevaba tantos y tantos años sin contemplar. Le iluminó el camino, y borró de un plumazo a los demonios, las dudas, y el terror, dando paso a la realidad, tal y como la gente normal la veía. Vio a los guardias correr hacia ellos, con sus rostros sin estar deformados por esos demonios que llevaban dentro. Y a las enfermeras. Y al médico. Pero ante todo, vio a su Clyde, acercándose hacia ella, como el príncipe prometido, el que, por un momento, había conseguido sacarla del pozo y arrojar al estúpido psiquiatra al interior en su lugar. Una carcajada sincera, la primera en mucho, mucho tiempo, escapó de la garganta de la joven, que señaló al doctor mientras se retorcía, presa del pánico con el que ella había tenido que convivir a diario. - ¡Ya os dije que os engulliría! No podréis escapar. Clyde me ha liberado, y a ti te ha encerrado, demonio, ¡sufriréis el mismo calvario en el que yo he vivido toda mi vida! -Agarró la mano de Clyde y le siguió, maravillada, sin girarse siquiera ante los gritos de horror del médico, ni ante las enfermeras que querían alcanzarlos. La realidad nunca le había parecido tan hermosa, ni tan brillante, ni nunca había visto a su Clyde tan radiante. Al menos, no que recordara.
Frente a ellos, la puerta que los conduciría a su nueva realidad, una realidad libre de demonios, de inyecciones, de psiquiatras. Libre de locura. Ambos traspasaron el umbral a la vez. Sentía su corazón palpitar de alegría. Sólo quería abrazar a su Clyde, besarle, decirle lo mucho que le amaba y lo mucho que le agradecía haberla liberado de sus cadenas...
Y, de pronto, la oscuridad volvió a abrirse paso, sin darle tiempo a hacer todo aquello que llevaba años esperando hacer. Primero empezó como flashes de recuerdos que le acudieron en manada a la memoria, luego, voces susurrando en sus oídos y después... Su propio Clyde se tornó en un demonio, un demonio de color distinto, sí, pero igual de terrible. Por culpa de lo que acababa de hacer para salvarla, se había convertido en lo que más temía. Sintió que su corazón se partía en mil pedazos. Sus piernas dejaron de respoderle, se detuvieron, y cayó de bruces, llorando como si la vida se le fuese por las lágrimas. - No... No... Noooooo... -Golpeó con furia el suelo, notando enseguida el escozor de una herida abierta... - No... Clyde... yo... por un instante... Lo vi... Vi la salida de esta oscuridad... ¡Me habías salvado, Clyde...! Pero a qué precio... Te amo, mi vida... Vuelve... Vuelve... -Tocó su rostro, buscando reencontrarse nuevamente con el amor de su vida, con lo único que le importaba y amaba en el mundo, pero el cuerpo le dolía, el alma, el corazón. - Vámonos... ahora, mi amor... por favor... y luego déjame perecer, morir dulcemente, así se acabará la tortura para ambos...
Mientras sentía que perdía el conocimiento, poco a poco, la imagen de su Clyde volvió a la normalidad. Obviamente, el médico al que había dejado enloquecer no era tan malo como para convertirlo a él mismo en un monstruo.
Pero el daño ya estaba hecho. Bethany había vuelto a perderse.
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
- Mensajes : 118
Fecha de inscripción : 27/09/2013
Re: Locura, que nada lo cura
Y bien se dice que nadie sabe lo que tiene hasta que lo ve perdido, hasta que se encuentra a si mismo buscando con una desesperación casi enfermiza algo que sabe a la perfección que no será capaz de encontrar nunca más o que si en algún momento esta por alcanzarlo, al estirar su mano y sentirlo cerca se desvanecerá. Eso era lo que sucedía con el regreso de su esposa a la cordura, la veía tan cercana y al mismo tiempo tan imposible de alcanzar que agotaba pero aún así no se rendía y mucho menos ante aquellos que querían llevársela lejos de él. Beth era parte de él, lo había sido siempre y lo sería hasta el fin de los tiempos, no existía otra manera en la que pudiera ser más que esa. En esa realidad o en otra estaban unidos.
El psiquiatra se encontraba decepcionado y no precisamente de lo que otros pensarían, no estaba decepcionado de su esposa, sino de aquellos que prometían proteger a las personas, que daban un juramento de vida y después todo lo lanzaban a la basura como su la vida humana no fuera más que un juguete con el que ellos podían divertirse. El doctor aquel, las enfermeras y todos en aquel lugar estaban equivocados, ellos no veían la realidad de Beth, esa realidad que cuando Clyde fijaba los ojos en los de ella era capaz de notar. Todos veían únicamente la locura, los estados de frenesí incontrolable en los que Bethany Dunne se sumía de un momento a otro, pero él veía el temor, la tristeza, la frustración. Su esposa también sufría por ese estado en que se encontraba y no era precisamente por la locura o los demonios, sino por cosas más profundas. Ambos estaban heridos en el fondo de sus corazones pero eso mismo los mantenga fuertes y unidos. ¿En quién podían confiar sino era en el otro? No existía persona que se preocupara más que el otro.
Y todo quedaba atrás. Los demonios, las preocupaciones, las culpas, las amantes. Eran únicamente ellos dos nuevamente y Clyde no pensaba permitir que alguien más entrara en esa burbuja donde por primera vez en tanto tiempo sentía que verdaderamente cumplía lo que debía, por primera vez desde que contrajeran matrimonio estaba protegiendo como siempre espero, a su esposa. La sonrisa en el rostro de Beth lo transporto a un tiempo donde no había nada de maldad y el futuro se veía deslumbrante. ¿Por qué no podía tratar de regresar a ser el Clyde de ese tiempo? Porque tenía miedo, si, Clyde temía porque la felicidad estuviese del todo prohibida para él y de no poder encontrarla nunca más pero apenas un ligero gesto de Beth, una sonrisa que extrañaba como nada en el mundo le hacía tener esperanza de nuevo, querer enfrentarse a todo y salir victorioso.
– No perdamos tiempo Beth – tiro de la mano femenina y juntos se alejaron en busca de la salida de aquel lugar donde no pensaba volver a llevar a Beth nunca más, a pesar de todo lo que dijeran sabía a la perfección que su esposa pertenecía a su lado. Los gritos del médico no le alertaban, estaba acostumbrado a ellos y aquello era un mero escarmiento, un recordatorio de que cualquiera podía terminar entre las cuatro paredes de una habitación en el sanatorio, ni siquiera ser doctor podía salvar a alguien de un destino así.
Aprovechaban cada segundo que la conmoción parecía otorgarles y estaban tan cerca. Libre de las ataduras que cubrían a ambos eran nuevamente felices. Clyde no podía notar que la Beth que sostenía de la mano era aquella que tanto tiempo llevaba buscando, pero ni siquiera eso poseía importancia ya. Que fuera ella la Beth que deseara, él iba a amarle sobre todo sin importar como es que ella se encontrara.
Salieron de aquel lugar y al girarse a ver a Beth noto esa expresión que ya tan bien conocía; estaba dando inicio una de las crisis de su esposa, justo en el peor momento y en el peor lugar que pudiera pensarse.
– Beth, tranquila que todo esta bien – dijo buscando calmar a su esposa antes de que los ojos de ella se posaran en los suyos y ella terminara en el suelo, demostrando una frustración que Clyde era incapaz de comprender. Sus propios actos, aunque orientados a salvarla le habían convertido en parte de los demonios de los que ella buscaba tanto huir y ante la preocupación de su esposa, el hechizo impuesto sobre el médico llegaba a su fin sin que ambos se dieran cuenta – Detente amor, aquí estoy – se inclino, sujetando aquella mano que ya comenzaba a sangrar y le beso la herida – Todo esta bien, aquí estoy a tu lado. Beth observarme, soy yo, siempre he sido yo y voy a quedarme contigo por siempre, no es necesario que vuelva porque no me he ido – Le seco parte de las lagrimas que se deslizaban por sus mejillas – Nos iremos a donde quieras, te llevare al lugar que me pidas. Eres dueña de todo lo que poseo así que no me pidas que te deje perecer, porque si eso llega a suceder te seguiré sin dudarlo ni un segundo – y quizás la enferma no fuera realmente Beth quien podía comprender algo que para los demás estaba prohibido, sino que él era el enfermo teniéndole solo para él, pidiendo todo de ella hasta agotar la maravillosa mujer que era. Fuera la realidad que fuera, ya no existía más marcha atrás para ninguno de los dos, nunca había existido forma de escape. No se dio cuenta de que volvía a ser el mismo ante los ojos de su amada, únicamente pudo tomarla entre sus brazos y alejarse de ese lugar. Busco su propio carruaje, aquel en que había llegado al lugar y hasta que la imagen de aquel vehículo se volvió clara frente a sus ojos, se sintió a salvo – Ya todo estará bien Beth.
¿Siempre fue tan liviana? ¿Siempre tenía esa expresión cuando descansaba? ¿Se había vuelto más hermosa? Tantas preguntas le saltaban a la mente mientras que el cochero bajaba a ayudarle a subir a su esposa que sonrío. Dejo tanto de lado por el miedo que finalmente volvía a ver, una vez más amaba a Beth como en un inicio lo hizo.
– Amor, ya vamos a casa – susurro ya que los dos estuvieron en el carruaje, con Beth en sus brazos. Las cosas quizás fueran a ser más sencillas desde ese momento y en delante.
El psiquiatra se encontraba decepcionado y no precisamente de lo que otros pensarían, no estaba decepcionado de su esposa, sino de aquellos que prometían proteger a las personas, que daban un juramento de vida y después todo lo lanzaban a la basura como su la vida humana no fuera más que un juguete con el que ellos podían divertirse. El doctor aquel, las enfermeras y todos en aquel lugar estaban equivocados, ellos no veían la realidad de Beth, esa realidad que cuando Clyde fijaba los ojos en los de ella era capaz de notar. Todos veían únicamente la locura, los estados de frenesí incontrolable en los que Bethany Dunne se sumía de un momento a otro, pero él veía el temor, la tristeza, la frustración. Su esposa también sufría por ese estado en que se encontraba y no era precisamente por la locura o los demonios, sino por cosas más profundas. Ambos estaban heridos en el fondo de sus corazones pero eso mismo los mantenga fuertes y unidos. ¿En quién podían confiar sino era en el otro? No existía persona que se preocupara más que el otro.
Y todo quedaba atrás. Los demonios, las preocupaciones, las culpas, las amantes. Eran únicamente ellos dos nuevamente y Clyde no pensaba permitir que alguien más entrara en esa burbuja donde por primera vez en tanto tiempo sentía que verdaderamente cumplía lo que debía, por primera vez desde que contrajeran matrimonio estaba protegiendo como siempre espero, a su esposa. La sonrisa en el rostro de Beth lo transporto a un tiempo donde no había nada de maldad y el futuro se veía deslumbrante. ¿Por qué no podía tratar de regresar a ser el Clyde de ese tiempo? Porque tenía miedo, si, Clyde temía porque la felicidad estuviese del todo prohibida para él y de no poder encontrarla nunca más pero apenas un ligero gesto de Beth, una sonrisa que extrañaba como nada en el mundo le hacía tener esperanza de nuevo, querer enfrentarse a todo y salir victorioso.
– No perdamos tiempo Beth – tiro de la mano femenina y juntos se alejaron en busca de la salida de aquel lugar donde no pensaba volver a llevar a Beth nunca más, a pesar de todo lo que dijeran sabía a la perfección que su esposa pertenecía a su lado. Los gritos del médico no le alertaban, estaba acostumbrado a ellos y aquello era un mero escarmiento, un recordatorio de que cualquiera podía terminar entre las cuatro paredes de una habitación en el sanatorio, ni siquiera ser doctor podía salvar a alguien de un destino así.
Aprovechaban cada segundo que la conmoción parecía otorgarles y estaban tan cerca. Libre de las ataduras que cubrían a ambos eran nuevamente felices. Clyde no podía notar que la Beth que sostenía de la mano era aquella que tanto tiempo llevaba buscando, pero ni siquiera eso poseía importancia ya. Que fuera ella la Beth que deseara, él iba a amarle sobre todo sin importar como es que ella se encontrara.
Salieron de aquel lugar y al girarse a ver a Beth noto esa expresión que ya tan bien conocía; estaba dando inicio una de las crisis de su esposa, justo en el peor momento y en el peor lugar que pudiera pensarse.
– Beth, tranquila que todo esta bien – dijo buscando calmar a su esposa antes de que los ojos de ella se posaran en los suyos y ella terminara en el suelo, demostrando una frustración que Clyde era incapaz de comprender. Sus propios actos, aunque orientados a salvarla le habían convertido en parte de los demonios de los que ella buscaba tanto huir y ante la preocupación de su esposa, el hechizo impuesto sobre el médico llegaba a su fin sin que ambos se dieran cuenta – Detente amor, aquí estoy – se inclino, sujetando aquella mano que ya comenzaba a sangrar y le beso la herida – Todo esta bien, aquí estoy a tu lado. Beth observarme, soy yo, siempre he sido yo y voy a quedarme contigo por siempre, no es necesario que vuelva porque no me he ido – Le seco parte de las lagrimas que se deslizaban por sus mejillas – Nos iremos a donde quieras, te llevare al lugar que me pidas. Eres dueña de todo lo que poseo así que no me pidas que te deje perecer, porque si eso llega a suceder te seguiré sin dudarlo ni un segundo – y quizás la enferma no fuera realmente Beth quien podía comprender algo que para los demás estaba prohibido, sino que él era el enfermo teniéndole solo para él, pidiendo todo de ella hasta agotar la maravillosa mujer que era. Fuera la realidad que fuera, ya no existía más marcha atrás para ninguno de los dos, nunca había existido forma de escape. No se dio cuenta de que volvía a ser el mismo ante los ojos de su amada, únicamente pudo tomarla entre sus brazos y alejarse de ese lugar. Busco su propio carruaje, aquel en que había llegado al lugar y hasta que la imagen de aquel vehículo se volvió clara frente a sus ojos, se sintió a salvo – Ya todo estará bien Beth.
¿Siempre fue tan liviana? ¿Siempre tenía esa expresión cuando descansaba? ¿Se había vuelto más hermosa? Tantas preguntas le saltaban a la mente mientras que el cochero bajaba a ayudarle a subir a su esposa que sonrío. Dejo tanto de lado por el miedo que finalmente volvía a ver, una vez más amaba a Beth como en un inicio lo hizo.
– Amor, ya vamos a casa – susurro ya que los dos estuvieron en el carruaje, con Beth en sus brazos. Las cosas quizás fueran a ser más sencillas desde ese momento y en delante.
Terry Ludlow- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 50
Fecha de inscripción : 16/02/2014
Re: Locura, que nada lo cura
Podía percibir la voz de su esposo a lo lejos, muy lejos, rodeada por la densa neblina que el disgusto había provocado y la medicación que le habían administrado para dormir, que ahora empezaba a surtir el efecto deseado. Le habían inyectado demasiado, ya lo sabía antes y ahora esa sensación de ingravidez se lo confirmaba. Pero lejos de sentirse mal, o mareada, sentía su mente más lúcida que de costumbre, probablemente porque su inconsciencia alcanzaba un grado bastante más alto de lo que era usual. Se vio a sí misma, cuando era pequeña, corriendo por una pradera repleta de margaritas de la mano de Clyde. De su Clyde. Siempre estuvo enamorada de él, aunque entonces no lo supo, de él y de aquellos ojos que se convirtieron desde el principio en un remanso de paz, de tranquilidad para ella. Un pedazo de mundo alejado de la maldad que su padre emanaba, y de la tristeza de su madre por no comprender lo que sucedía con su querida hija. Clyde tenía la extraña capacidad de alegrar su corazón, siempre herido, siempre frío, y hacerla sentir que podía salir de ese terrible agujero al que la habían lanzado sin contemplaciones. E incluso cuando no lo conseguía, porque su enfermedad ya había alcanzado una magnitud que la hacía imposible de eliminar, todavía no se había rendido. Aunque ella no supiera verlo.
¿Y qué más daba si lo hacía por la criatura que crecía en su vientre, o porque realmente aún profesaba algo parecido a aquel amor que los había unido de niños, tan inocentemente? Los dos sabían que estaban destinados a estar juntos, bien hasta que la muerte los separase, o hasta que Bethany se considerara totalmente irrecuperable. Porque por ahora, la joven iba y volvía de aquel estado de histeria y paranoia, pero ambos imaginaban que en algún momento, en viaje podría no tener un retorno. Y aunque algo le decía que incluso entonces Clyde no querría separarse de ella, no sería ella quien le pidiera que le cuidara cuando no tenía ninguna opción de volver a la normalidad. Porque sí, era egoísta, reconocía que lo quería todo al completo para ella, pero no tanto como para impedir su felicidad. Con ella no sería feliz, y menos si no regresaba. Y aunque ansiara regresar con todas sus ganas, no podía impedir el curso normal de su enfermedad. Ni sabía hacerlo, ni tenía las fuerzas necesarias para ello.
Desde la inconsciencia también pudo notar la calidez de los brazos de su esposo, rodeándola, cuidándola con aquella devoción que siempre había demostrado. Besó la herida abierta en su mano, y no sólo el alivio de ésta fue instantáneo, sino que su corazón también pareció dejar de doler tanto como usualmente. Sonrió levemente, incapaz de despertarse pero sintiendo cada vez con más claridad la dulce y tierna voz de su marido, llamándola, susurrándole que pronto regresarían a su hogar, de donde nunca deseó salir. De pronto se sintió avergonzada y culpable, también, por haberle dicho a su esposo el más oscuro de sus secretos. El deseo de una muerte temprana que les despojase a ambos de la terrible carga que ella suponía. No por haberse rendido, no porque realmente quisiera morir, sino porque sentía que sólo de esa forma podría devolverle a su esposo todos los años que había invertido en su cuidado. Él merecía una esposa que pudiera darle todo el amor que necesitaba. Una esposa que cuidara de sus hijos, del hogar, que aguardara a su llegada cada noche, que le calentara el lecho en las noches oscuras. No necesitaba a una joven desquiciada, ida, que no hacía más que ver demonios y reprocharle que no le demostraba su amor constantemente. ¡Si nadie nunca la había amado tanto como él! ¿Con qué derecho se atrevía a reprenderle a diario por no darle cariño? ¡Ah! Maldita locura que no le permitía decirle todas aquellas cosas de forma consciente. Y ahora, que se debatía entre el sueño y la vigilia, conseguía tenerlo claro. Una terrible broma del destino, eso parecía. Una crueldad, que recuperara su cordura estando dormida.
Cuando sintió que las manos de Clyde la soltaban, no pudo evitar emitir un ruido de queja. Añoraba su contacto, incluso cuando apenas hacía unos instantes desde la última vez. Percibió entonces el inconfundible aroma a menta que desprendía su carruaje. Ella misma había elegido aquel ambientador. Era fresco, pero a la vez dulce y agradable. Le recordaba a su Clyde... Buscó toparse con sus manos de forma inconsciente, y entonces él volvió a tomarla entre sus brazos. ¿Acaso podía el leer sus pensamientos? ¿Acaso estaban tan conectados para que sin mirarse siquiera, pudieran saber exactamente lo que sentía el otro? - Clyde... Clyde... -Lo llamó en sueños, aunque realmente no estaba soñando. Percibía el ambiente de forma casi perfecta, ahora que su cabeza permanecía anestesiada. Aunque no podía abrir los ojos, los sonidos, el tacto, todo parecía agudizado ahora que dormitaba. Era más consciente de la realidad que cuando estaba completamente despierta. ¡Irónico, de nuevo! Que la medicación la despojara de la locura, de los demonios, pero que no la dejara disfrutar del mundo tal y como era, tal y como ella, de otro modo, no podía percibirlo.
Pudo notar cómo el carruaje daba pequeños botes debido a las irregularidades del camino. ¿Estarían cerca de casa? ¿Podría disfrutar un poco más de su compañía antes de volver a perder la razón?... Cuando las brumas y los temores fueron reapareciendo en su memoria, supo que no, que no podría. Si tan sólo su Clyde pudiera utilizar esos diabólicos poderes que los habían sumido a ambos en tantos problemas para curarla... Si tan sólo bastara con que él la sujetara de las manos para salir de aquel profundo pozo. Pero era imposible. - No... Mi amor... Mi mente... Se va otra vez... Yo sólo quería... Yo sólo quiero... Soy una carga, terrible... No me ames, Clyde, yo sólo te haré sufrir... -Y cuando sus ojos se abrieron, de nuevo, estaba llorando, aunque se alegró infinitamente de que Clyde no siguiera siendo un demonio. Quizá no había dañado tanto al doctor como para perder su alma, pero había oscuridad en su interior. Ahora lo sabía. Y la culpa la tenía ella. Siempre la tuvo ella. - Clyde... no vuelvas a hacerlo... Ese poder tuyo... Te convierte en un demonio. No me gustan los demonios, mi amor. Me dan miedo. No podría soportar si tú también fueses uno... -Se aferró a su camisa, encogiéndose para quedar más cerca de él. Oía su corazón al descansar su cabeza sobre el regazo ajeno. Eso le relajaba. Le acarició el pecho, y dejó que sus dedos fríos recorrieran su cuello con delicadeza. - Yo... te amo Clyde, y me odio a mi misma por atormentarte de esta manera... Deberías dejarme ir... -Y justo al mencionar aquellas palabras, la cosa que habitaba en su vientre pareció revolverse, haciéndola gritar de dolor. - ¡¡Aaaah!! ¡¡Qué es esto!! ¡Me duele! ¡Quiere matarme!
¿Y qué más daba si lo hacía por la criatura que crecía en su vientre, o porque realmente aún profesaba algo parecido a aquel amor que los había unido de niños, tan inocentemente? Los dos sabían que estaban destinados a estar juntos, bien hasta que la muerte los separase, o hasta que Bethany se considerara totalmente irrecuperable. Porque por ahora, la joven iba y volvía de aquel estado de histeria y paranoia, pero ambos imaginaban que en algún momento, en viaje podría no tener un retorno. Y aunque algo le decía que incluso entonces Clyde no querría separarse de ella, no sería ella quien le pidiera que le cuidara cuando no tenía ninguna opción de volver a la normalidad. Porque sí, era egoísta, reconocía que lo quería todo al completo para ella, pero no tanto como para impedir su felicidad. Con ella no sería feliz, y menos si no regresaba. Y aunque ansiara regresar con todas sus ganas, no podía impedir el curso normal de su enfermedad. Ni sabía hacerlo, ni tenía las fuerzas necesarias para ello.
Desde la inconsciencia también pudo notar la calidez de los brazos de su esposo, rodeándola, cuidándola con aquella devoción que siempre había demostrado. Besó la herida abierta en su mano, y no sólo el alivio de ésta fue instantáneo, sino que su corazón también pareció dejar de doler tanto como usualmente. Sonrió levemente, incapaz de despertarse pero sintiendo cada vez con más claridad la dulce y tierna voz de su marido, llamándola, susurrándole que pronto regresarían a su hogar, de donde nunca deseó salir. De pronto se sintió avergonzada y culpable, también, por haberle dicho a su esposo el más oscuro de sus secretos. El deseo de una muerte temprana que les despojase a ambos de la terrible carga que ella suponía. No por haberse rendido, no porque realmente quisiera morir, sino porque sentía que sólo de esa forma podría devolverle a su esposo todos los años que había invertido en su cuidado. Él merecía una esposa que pudiera darle todo el amor que necesitaba. Una esposa que cuidara de sus hijos, del hogar, que aguardara a su llegada cada noche, que le calentara el lecho en las noches oscuras. No necesitaba a una joven desquiciada, ida, que no hacía más que ver demonios y reprocharle que no le demostraba su amor constantemente. ¡Si nadie nunca la había amado tanto como él! ¿Con qué derecho se atrevía a reprenderle a diario por no darle cariño? ¡Ah! Maldita locura que no le permitía decirle todas aquellas cosas de forma consciente. Y ahora, que se debatía entre el sueño y la vigilia, conseguía tenerlo claro. Una terrible broma del destino, eso parecía. Una crueldad, que recuperara su cordura estando dormida.
Cuando sintió que las manos de Clyde la soltaban, no pudo evitar emitir un ruido de queja. Añoraba su contacto, incluso cuando apenas hacía unos instantes desde la última vez. Percibió entonces el inconfundible aroma a menta que desprendía su carruaje. Ella misma había elegido aquel ambientador. Era fresco, pero a la vez dulce y agradable. Le recordaba a su Clyde... Buscó toparse con sus manos de forma inconsciente, y entonces él volvió a tomarla entre sus brazos. ¿Acaso podía el leer sus pensamientos? ¿Acaso estaban tan conectados para que sin mirarse siquiera, pudieran saber exactamente lo que sentía el otro? - Clyde... Clyde... -Lo llamó en sueños, aunque realmente no estaba soñando. Percibía el ambiente de forma casi perfecta, ahora que su cabeza permanecía anestesiada. Aunque no podía abrir los ojos, los sonidos, el tacto, todo parecía agudizado ahora que dormitaba. Era más consciente de la realidad que cuando estaba completamente despierta. ¡Irónico, de nuevo! Que la medicación la despojara de la locura, de los demonios, pero que no la dejara disfrutar del mundo tal y como era, tal y como ella, de otro modo, no podía percibirlo.
Pudo notar cómo el carruaje daba pequeños botes debido a las irregularidades del camino. ¿Estarían cerca de casa? ¿Podría disfrutar un poco más de su compañía antes de volver a perder la razón?... Cuando las brumas y los temores fueron reapareciendo en su memoria, supo que no, que no podría. Si tan sólo su Clyde pudiera utilizar esos diabólicos poderes que los habían sumido a ambos en tantos problemas para curarla... Si tan sólo bastara con que él la sujetara de las manos para salir de aquel profundo pozo. Pero era imposible. - No... Mi amor... Mi mente... Se va otra vez... Yo sólo quería... Yo sólo quiero... Soy una carga, terrible... No me ames, Clyde, yo sólo te haré sufrir... -Y cuando sus ojos se abrieron, de nuevo, estaba llorando, aunque se alegró infinitamente de que Clyde no siguiera siendo un demonio. Quizá no había dañado tanto al doctor como para perder su alma, pero había oscuridad en su interior. Ahora lo sabía. Y la culpa la tenía ella. Siempre la tuvo ella. - Clyde... no vuelvas a hacerlo... Ese poder tuyo... Te convierte en un demonio. No me gustan los demonios, mi amor. Me dan miedo. No podría soportar si tú también fueses uno... -Se aferró a su camisa, encogiéndose para quedar más cerca de él. Oía su corazón al descansar su cabeza sobre el regazo ajeno. Eso le relajaba. Le acarició el pecho, y dejó que sus dedos fríos recorrieran su cuello con delicadeza. - Yo... te amo Clyde, y me odio a mi misma por atormentarte de esta manera... Deberías dejarme ir... -Y justo al mencionar aquellas palabras, la cosa que habitaba en su vientre pareció revolverse, haciéndola gritar de dolor. - ¡¡Aaaah!! ¡¡Qué es esto!! ¡Me duele! ¡Quiere matarme!
Bethany S. Dunne- Hechicero Clase Alta
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