AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Una carta para mi madre.
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Una carta para mi madre.
Lunes…mi día libre.
Caminaba con las manos en los bolsillos de mi abrigo. Las gafas resbalaban por mi respingada nariz sin que me tomara ya la molestia de subírmelas mas.
Caminaba cruzando el rio Sena, sin fijarme ya en el hermoso paisaje, pues iba sumido en mis cosas, distraído realmente. Hacia relativamente poco que había dejado el castillo y habia marchado con tío Jäeger. Y lo cierto es que me sentía muy cómodo con el. Pues pese a que pudiera parecer él altivo y demasiado divino para el resto de los mortales. En el fondo era un hombre cariñoso y protector. Lo había notado al percibir que se fijaba en mis movimientos y se preocupaba de mi bienestar constantemente pese a que no lo mostrara abiertamente y lo negara cada vez que pudiera sacar el tema.
Sonrei. Definitivamente tenia suerte con mi familia, no me podía quejar de eso. Y es que pese a que me hubiera ido de casa, seguía sintiéndome como si estuvieran cuidándome constantemente. Salvo por mi padre, al que habia ido a ver recientemente, queriendo enfrentarme al tema de mi marcha con el. y el cual mirándome seriamente simplemente me habia dicho al despedirnos…
“…No puedo esperar que comprendas ni que toleres mis decisiones Gabriél. Mas espero que entiendas que pese a que en este momento me odies, logres comprender que yo jamás te odiare, y que esta nunca dejara de ser tu casa. No esperes una invitación, no anheles que vaya a buscarte, pues siempre seras bienvenido. Mi hogar siempre será el tuyo. Y no. No me rechistes siquiera. Eres mi hijo y nadie puede decir lo contrario, ni siquiera tu mismo…Aunque te pese.”
Después de eso se había acercado a mi y me había pasado una mochila ante mi mirada ceñuda. Le mire hacia arriba enfrentándome a sus ojos claros mientras el leia mi mente averiguando mi pregunta antes de tiempo.
“yo empecé mi vida con diecisiete años. Y no tenía nada más que la frustración y las ganas de irme lejos. Eran otros tiempos, y ahora te castigarían si acusaras e incriminaras a un pariente tuyo por fraude. Así que seré justo contigo y te daré lo mismo que yo conseguí. Ahora tu eliges lo que quieres hacer."
Era el dueño de mi destino ahora...
Suspire cuando me detuve en el mismo puente, parpadeando cuando algo choco contra mis piernas. Baje la mirada para ver como un pequeño niño corria hacia mi, deteniéndose antes de coger yo el juguete que descansaba a mi lado. Me puse de cuclillas y se la extendí, mirandole.
Uh… oh.. gra...¡Gracias señor! Dijo con el rostro rojo de vergüenza y acaloramiento al jugar. La tomo entre sus pequeñas manos y corrió hacia su madre rápidamente, mienrtas yo me ponía en pie, viendo como su madre me hacia una seña con la cabeza en señal de agradecimiento. Le devolví el gesto con una tímida sonrisa y luego pense... ¿Señor?... ¿En qué momento había pasado a ser un “señor”?
Sonreí mientras seguía mi camino, cada vez más cerca de mi destino. No era un señor. Pero tampoco era ya un crio, había pasado el tiempo y mis veinte años me hacían saber que ya era hora de poner orden en mi vida. ¿A donde quería ir? ¿Con quien? y...¿Porque?
Un puesto de flores me distrajo antes de que llegara a aquella puerta. Dudando un instante antes de tocar. Pues no sabía exactamente que iba a decirle o por donde comenzar. Me sentía como si hiciera mucho desde que no nos viéramos con ella.
Oh mi madre...mi dulce madre.
Habia escrito cartas para ella, contandole lo que me pasaba por la cabeza, lo que pensaba, lo que temia...y nunca se las mandé. Por verguenza y por miedo a que pensara que seguia siendo demasiado inmaduro. Por eso, en vez de volcar mis pensamientos en papel, habia decido ir a verla directamente. Y ahi estaba, frente a su puerta, tocando ya.
Espere paciente unos largos minutos que se me hicieron eternos y entonces la puerta se abrió. Mostrándome el cándido y hermoso rostro de mi madre, quien me miraba con sorpresa -pues no me esperaba-. Entreabriendo los labios cuando yo extendí mi mano hacia ella con aquel pequeño detalle que le había traído.
Ella me mostro una enorme sonrisa cuando lo recibió entre sus manos. Y me miro sin que yo pudiera decirle nada. Pues había tanto que quería decirle, tanto por explicarle, y a la vez sentía tanta angustia por sentirme desorientado y perdido. Que simplemente me acerque a ella y le abrace ante su sorpresa. Robándole un abrazo que necesitaba en aquel momento más que nada. Rodeándole con ímpetu. Sintiendo que la necesitaba, refugiándome en ella como si aun fuera aquel crio, pese a que ahora fuera más alto que ella y hubiera pasado tanto tiempo…
Te he echado de menos mamá…
Supongo que quizás, porque algunas cosas nunca cambiaban del todo...
Caminaba con las manos en los bolsillos de mi abrigo. Las gafas resbalaban por mi respingada nariz sin que me tomara ya la molestia de subírmelas mas.
Caminaba cruzando el rio Sena, sin fijarme ya en el hermoso paisaje, pues iba sumido en mis cosas, distraído realmente. Hacia relativamente poco que había dejado el castillo y habia marchado con tío Jäeger. Y lo cierto es que me sentía muy cómodo con el. Pues pese a que pudiera parecer él altivo y demasiado divino para el resto de los mortales. En el fondo era un hombre cariñoso y protector. Lo había notado al percibir que se fijaba en mis movimientos y se preocupaba de mi bienestar constantemente pese a que no lo mostrara abiertamente y lo negara cada vez que pudiera sacar el tema.
Sonrei. Definitivamente tenia suerte con mi familia, no me podía quejar de eso. Y es que pese a que me hubiera ido de casa, seguía sintiéndome como si estuvieran cuidándome constantemente. Salvo por mi padre, al que habia ido a ver recientemente, queriendo enfrentarme al tema de mi marcha con el. y el cual mirándome seriamente simplemente me habia dicho al despedirnos…
“…No puedo esperar que comprendas ni que toleres mis decisiones Gabriél. Mas espero que entiendas que pese a que en este momento me odies, logres comprender que yo jamás te odiare, y que esta nunca dejara de ser tu casa. No esperes una invitación, no anheles que vaya a buscarte, pues siempre seras bienvenido. Mi hogar siempre será el tuyo. Y no. No me rechistes siquiera. Eres mi hijo y nadie puede decir lo contrario, ni siquiera tu mismo…Aunque te pese.”
Después de eso se había acercado a mi y me había pasado una mochila ante mi mirada ceñuda. Le mire hacia arriba enfrentándome a sus ojos claros mientras el leia mi mente averiguando mi pregunta antes de tiempo.
“yo empecé mi vida con diecisiete años. Y no tenía nada más que la frustración y las ganas de irme lejos. Eran otros tiempos, y ahora te castigarían si acusaras e incriminaras a un pariente tuyo por fraude. Así que seré justo contigo y te daré lo mismo que yo conseguí. Ahora tu eliges lo que quieres hacer."
Era el dueño de mi destino ahora...
Suspire cuando me detuve en el mismo puente, parpadeando cuando algo choco contra mis piernas. Baje la mirada para ver como un pequeño niño corria hacia mi, deteniéndose antes de coger yo el juguete que descansaba a mi lado. Me puse de cuclillas y se la extendí, mirandole.
Uh… oh.. gra...¡Gracias señor! Dijo con el rostro rojo de vergüenza y acaloramiento al jugar. La tomo entre sus pequeñas manos y corrió hacia su madre rápidamente, mienrtas yo me ponía en pie, viendo como su madre me hacia una seña con la cabeza en señal de agradecimiento. Le devolví el gesto con una tímida sonrisa y luego pense... ¿Señor?... ¿En qué momento había pasado a ser un “señor”?
Sonreí mientras seguía mi camino, cada vez más cerca de mi destino. No era un señor. Pero tampoco era ya un crio, había pasado el tiempo y mis veinte años me hacían saber que ya era hora de poner orden en mi vida. ¿A donde quería ir? ¿Con quien? y...¿Porque?
Un puesto de flores me distrajo antes de que llegara a aquella puerta. Dudando un instante antes de tocar. Pues no sabía exactamente que iba a decirle o por donde comenzar. Me sentía como si hiciera mucho desde que no nos viéramos con ella.
Oh mi madre...mi dulce madre.
Habia escrito cartas para ella, contandole lo que me pasaba por la cabeza, lo que pensaba, lo que temia...y nunca se las mandé. Por verguenza y por miedo a que pensara que seguia siendo demasiado inmaduro. Por eso, en vez de volcar mis pensamientos en papel, habia decido ir a verla directamente. Y ahi estaba, frente a su puerta, tocando ya.
Espere paciente unos largos minutos que se me hicieron eternos y entonces la puerta se abrió. Mostrándome el cándido y hermoso rostro de mi madre, quien me miraba con sorpresa -pues no me esperaba-. Entreabriendo los labios cuando yo extendí mi mano hacia ella con aquel pequeño detalle que le había traído.
- Un detalle para mi madre:
Te he echado de menos mamá…
Supongo que quizás, porque algunas cosas nunca cambiaban del todo...
Gabriél Délvheen- Humano Clase Alta
- Mensajes : 106
Fecha de inscripción : 03/03/2012
Localización : Entre París y Leiden
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Re: Una carta para mi madre.
Arranqué la hoja del calendario, haciendo una bola en mi puño para luego lanzarla al crepitante fuego de la chimenea. Para aquella noche auguraban un fuerte temporal que cruzaría la región durante tres días más y eso ya se notaban en las temperaturas, tan bajas pese a encontrarnos en pleno mes de marzo. Me senté, cansada tras una larga e intensa noche, odiando la acumulación de clientes, odiando incluso mi vida por un instante. ¿Es que nadie comprendería el dolor de una madre al perder a un hijo? Supuse que no, claro. ¿Cómo explicarle a un viejo verde con deseos carnales que una no está dispuesta porque perdió a un familiar? ¡Se habrían reído en mi cara! ¡Sin contar con la sanción de Bouvier ante mi desacato a un cliente! Maldije mi vida, es cierto. La maldije una y mil veces mientras veía arder la palabra Febrero en aquél arrugado papel marchito. Y me quedé ahí durante minutos, quizás horas, viendo convertir aquél tormentoso mes en cenizas, como si así pudiera borrarlo de mi vida y de mi memoria. ¡Cómo si fuera tan sencillo borrar las huellas que su existencia dejó en mí!
- Si todo fuera tan fácil como ver arder un trozo de papel... quizás Elle aun seguiría conmigo.- susurré para mí misma, sin importarme las lágrimas que bajaban por la piel de mis mejillas enrojecidas por el frío hasta caer sobre mi pomposo vestido verde oscuro.- Quizás...
El repiqueteo de unos nudillos contra la madera de la puerta de mi residencia me regresaron a la realidad, aunque tardé unos instantes en saber reaccionar, como si me hallara desorientada, como si no recordara siquiera cómo pestañear. Tras ellos, me levanté de la butaca dónde me había anclado, sintiéndome más cansada que cuando me había acomodado, más vieja, más oxidada, cuál anciana octogenaria con deficiencia de proteínas y calcio. Tan frágil me sentía que me vi obligada a sujetarme en el reposabrazos de la misma butaca de la que me había alzado, intentando respirar normalmente sin hacer caso a los fríos sudores que recorrían mi espalda y a lo empañados que tenía mis propios ojos, quizás por el mismo sudor, quizás por las lágrimas traicioneras, quizás por un brote de fiebre. Estiré la mano hacia la puerta, queriendo llegar a ella, esforzándome realmente en dar unos pasos al frente, temblándome las piernas como si de gelatina fueran, arrastrando mis pies hasta dejar atrás el apoyo del reposabrazos y la butaca, desplazándome lentamente por el suelo, temerosa de caer, aferrándome con alivio al pomo de la puerta cuando llegué a ésta. Sólo entonces saqué del bolsillo de mi jubón un pañuelo de hermosos bordados con mis iniciales que usé para enjugar las gotas de exudación que me pondrían en evidencia ante mi imprevista visita. Repeiné mis ya acomodados cabellos en un elegante rodete, esperando no haberme despeinado en exceso. Aclaré mi garganta y al fin giré el pomo de la puerta tras correr los tres pestillos que mantenían la seguridad en mi hogar, sorprendiéndome entonces al ver nada más y nada menos que a mi propio hijo, Gabriél, que con su tierna sonrisa me hacía ofrenda de unas bellas flores que conmovieron mi alma en lo más hondo, debilitándome más aun, o al menos, haciéndoseme sentir así, pequeña y frágil ante el amor que él me profesaba.
- Oh, mi pequeño Biél...- susurré sobre su hombro ante su abrazo, pese a saber que ya no era pequeño para dirigirme así a él, sin que eso me importara realmente. Él siempre sería mi pequeño. Ahora ya... el único. Evander, mi primogénito, había muerto hacía unas semanas, poco antes de empezar la maldita guerra que se llevaría consigo las vidas de Elle y de Danielle. Sólo Gabriél quedaba vivo. Él era el superviviente. Mi único hijo.
Sin darme cuenta, derramé sobre su hombro aquellas lágrimas que no pude llorar ante las lápidas de mis hijos en la noche de sus entierros, demasiado destruida, demasiado insensible, como si no me lo creyera, como si supiera que eso no podía estar sucediendo en realidad. Tardé más de una semana en ser consciente de sus pérdidas. Una semana en la que el mundo había dejado de girar para mí. El tiempo había perdido su razón de ser. Ya no escuchaba las voces que me hablaban. No sentía el tacto de aquellos que me tocaban. Sólo escuchaba el silencio de mi alma. Sólo veía la oscuridad que me cegaba. Sólo me alimentaba del más punzante y agónico dolor existente sobre la faz de la tierra. Tanto había sido así... que había olvidado la razón de vivir. Y ahora la tenía justo frente a mí, entre mis brazos. Sorbí mis lágrimas, despegándome del abrazo para poder contemplar a mi hijo, sin poder reprimir aquella sonrisa tierna tan característica de una madre que se desvive por su hijo, acariciando sus mejillas, extendiendo mi sonrisa pese a almacenar lágrimas todavía en mis ojos tristes.
- Estás muy delgado, cariño. ¿Ya te dan de comer esos vampiros?- comenté con cierto tono bromista, queriendo alegrarle y no preocuparle ante mi más que seguro deplorable estado físico.- Entra, mamá te preparará una rica cena con la que te chuparás los dedos. ¿Te apetece?
Pasé mis brazos por detrás de sus hombros, invitándole a pasar a mi casa, agarrándome a él por el temor a desfallecer, intentando disimularlo con otro abrazo mientras caminábamos y le indicaba el camino hasta el salón, invitándole a sentarse en la butaca, acuclillándome yo ante la chimenea para avivar el fuego que poco a poco se iba consumiendo.
Aquella noche, supe, fue la más fría del año.
- Si todo fuera tan fácil como ver arder un trozo de papel... quizás Elle aun seguiría conmigo.- susurré para mí misma, sin importarme las lágrimas que bajaban por la piel de mis mejillas enrojecidas por el frío hasta caer sobre mi pomposo vestido verde oscuro.- Quizás...
El repiqueteo de unos nudillos contra la madera de la puerta de mi residencia me regresaron a la realidad, aunque tardé unos instantes en saber reaccionar, como si me hallara desorientada, como si no recordara siquiera cómo pestañear. Tras ellos, me levanté de la butaca dónde me había anclado, sintiéndome más cansada que cuando me había acomodado, más vieja, más oxidada, cuál anciana octogenaria con deficiencia de proteínas y calcio. Tan frágil me sentía que me vi obligada a sujetarme en el reposabrazos de la misma butaca de la que me había alzado, intentando respirar normalmente sin hacer caso a los fríos sudores que recorrían mi espalda y a lo empañados que tenía mis propios ojos, quizás por el mismo sudor, quizás por las lágrimas traicioneras, quizás por un brote de fiebre. Estiré la mano hacia la puerta, queriendo llegar a ella, esforzándome realmente en dar unos pasos al frente, temblándome las piernas como si de gelatina fueran, arrastrando mis pies hasta dejar atrás el apoyo del reposabrazos y la butaca, desplazándome lentamente por el suelo, temerosa de caer, aferrándome con alivio al pomo de la puerta cuando llegué a ésta. Sólo entonces saqué del bolsillo de mi jubón un pañuelo de hermosos bordados con mis iniciales que usé para enjugar las gotas de exudación que me pondrían en evidencia ante mi imprevista visita. Repeiné mis ya acomodados cabellos en un elegante rodete, esperando no haberme despeinado en exceso. Aclaré mi garganta y al fin giré el pomo de la puerta tras correr los tres pestillos que mantenían la seguridad en mi hogar, sorprendiéndome entonces al ver nada más y nada menos que a mi propio hijo, Gabriél, que con su tierna sonrisa me hacía ofrenda de unas bellas flores que conmovieron mi alma en lo más hondo, debilitándome más aun, o al menos, haciéndoseme sentir así, pequeña y frágil ante el amor que él me profesaba.
- Oh, mi pequeño Biél...- susurré sobre su hombro ante su abrazo, pese a saber que ya no era pequeño para dirigirme así a él, sin que eso me importara realmente. Él siempre sería mi pequeño. Ahora ya... el único. Evander, mi primogénito, había muerto hacía unas semanas, poco antes de empezar la maldita guerra que se llevaría consigo las vidas de Elle y de Danielle. Sólo Gabriél quedaba vivo. Él era el superviviente. Mi único hijo.
Sin darme cuenta, derramé sobre su hombro aquellas lágrimas que no pude llorar ante las lápidas de mis hijos en la noche de sus entierros, demasiado destruida, demasiado insensible, como si no me lo creyera, como si supiera que eso no podía estar sucediendo en realidad. Tardé más de una semana en ser consciente de sus pérdidas. Una semana en la que el mundo había dejado de girar para mí. El tiempo había perdido su razón de ser. Ya no escuchaba las voces que me hablaban. No sentía el tacto de aquellos que me tocaban. Sólo escuchaba el silencio de mi alma. Sólo veía la oscuridad que me cegaba. Sólo me alimentaba del más punzante y agónico dolor existente sobre la faz de la tierra. Tanto había sido así... que había olvidado la razón de vivir. Y ahora la tenía justo frente a mí, entre mis brazos. Sorbí mis lágrimas, despegándome del abrazo para poder contemplar a mi hijo, sin poder reprimir aquella sonrisa tierna tan característica de una madre que se desvive por su hijo, acariciando sus mejillas, extendiendo mi sonrisa pese a almacenar lágrimas todavía en mis ojos tristes.
- Estás muy delgado, cariño. ¿Ya te dan de comer esos vampiros?- comenté con cierto tono bromista, queriendo alegrarle y no preocuparle ante mi más que seguro deplorable estado físico.- Entra, mamá te preparará una rica cena con la que te chuparás los dedos. ¿Te apetece?
Pasé mis brazos por detrás de sus hombros, invitándole a pasar a mi casa, agarrándome a él por el temor a desfallecer, intentando disimularlo con otro abrazo mientras caminábamos y le indicaba el camino hasta el salón, invitándole a sentarse en la butaca, acuclillándome yo ante la chimenea para avivar el fuego que poco a poco se iba consumiendo.
Aquella noche, supe, fue la más fría del año.
Roxanne- Mensajes : 94
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