AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
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¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
Aquella mañana Marie, una de las sirvientas de la casa, me había entregado un paquete, más bien un regalo junto con una nota. Deshice suavemente el lazo que cerraba el paquete y lo abrí con ilusión. El rastro de ilusión despareció de mi cara al ver que era un vestido encorsetado de un tono rosado adornado con florituras bordadas en un tono dorado. Saqué el enorme vestido de la caja y pude ver los zapatos de tacón a juego.
-Parece que hoy debo acudir a un baile, maquillarme, vestirme con ese horrible vestido y dejar que Marie me haga un moño alto. . .- Pensé algo apenada. Me miré en el espejo de arriba abajo, quería acudir de esa manera al baile, con los cabellos sueltos, ni una pizca de maquillaje y en camisón. Y pasar mis pies descalzos por las baldosas del salón de baile. Me acordé de la nota, me fijé en que era la letra de mi madre, decía así:
Decidí no hacerme de rogar, dejé que Marie me apretase el corsé hasta el punto de no poder respirar. Coloqué sobre el corset la camisa y abotoné la falda que llegaba más allá de mis tobillos. Me puse los tacones y caminé malamente de un lado a otro. Me senté frente al tocador, pude observar el moño alto adornado con un pequeño pasador. Empolvé mi cara y dejé a Marie el resto. Quedaba poco para la noche. El reloj sonó era la hora de bajar y saludar uno por uno a los invitados de la fiesta.
-Que hermosa estás, Sam.- Escuché decir a mi madre cuando comencé a bajar las escaleras. - Ven, sígueme. . .- La seguí esquivando invitados hasta que quedamos frente a un joven de mi edad y lo que probablemente eran sus padres. - Él es Anatol. . .- Dijo refiriéndose al joven.
-Encantada- Dije mientras hacía una pequeña reverencia a modo de saludo.
-Anatol pertenece a la nobleza rusa, sus padres y nosotros hemos decidido concertar matrimonio entre vosotros- Dijo como si nada.
-¡¿Qué?! No no no eso, no puede ser, soy joven para un matrimonio y más con un desconocido- Casi chillé y miraba con los ojos abiertos como platos. Eso no podía pasar.
Miré a Anatol una idea loca se me pasó por la cabeza, ¿por qué no irnos? Al bosque. Esperé a que el joven rechacé de la misma manera el matrimonio concertado, me acerqué a él.
-Vámonos.- dije quizás en un gesto de rebeldía. - Vámonos de aquí y de este estúpido baile- Esperaba que Anatol se uniese a mi idea y no me mirase como una loca.
-Parece que hoy debo acudir a un baile, maquillarme, vestirme con ese horrible vestido y dejar que Marie me haga un moño alto. . .- Pensé algo apenada. Me miré en el espejo de arriba abajo, quería acudir de esa manera al baile, con los cabellos sueltos, ni una pizca de maquillaje y en camisón. Y pasar mis pies descalzos por las baldosas del salón de baile. Me acordé de la nota, me fijé en que era la letra de mi madre, decía así:
Querida y adorada hija, he comprado para ti este vestido en una de las más prestigiosas boutiques de París, haz el favor de no rechazarlo y ponerte el conjunto esta noche, tenemos una sorpresa que desvelaremos en el baile.
Te quiere,
Agnés.
Te quiere,
Agnés.
Decidí no hacerme de rogar, dejé que Marie me apretase el corsé hasta el punto de no poder respirar. Coloqué sobre el corset la camisa y abotoné la falda que llegaba más allá de mis tobillos. Me puse los tacones y caminé malamente de un lado a otro. Me senté frente al tocador, pude observar el moño alto adornado con un pequeño pasador. Empolvé mi cara y dejé a Marie el resto. Quedaba poco para la noche. El reloj sonó era la hora de bajar y saludar uno por uno a los invitados de la fiesta.
-Que hermosa estás, Sam.- Escuché decir a mi madre cuando comencé a bajar las escaleras. - Ven, sígueme. . .- La seguí esquivando invitados hasta que quedamos frente a un joven de mi edad y lo que probablemente eran sus padres. - Él es Anatol. . .- Dijo refiriéndose al joven.
-Encantada- Dije mientras hacía una pequeña reverencia a modo de saludo.
-Anatol pertenece a la nobleza rusa, sus padres y nosotros hemos decidido concertar matrimonio entre vosotros- Dijo como si nada.
-¡¿Qué?! No no no eso, no puede ser, soy joven para un matrimonio y más con un desconocido- Casi chillé y miraba con los ojos abiertos como platos. Eso no podía pasar.
Miré a Anatol una idea loca se me pasó por la cabeza, ¿por qué no irnos? Al bosque. Esperé a que el joven rechacé de la misma manera el matrimonio concertado, me acerqué a él.
-Vámonos.- dije quizás en un gesto de rebeldía. - Vámonos de aquí y de este estúpido baile- Esperaba que Anatol se uniese a mi idea y no me mirase como una loca.
Invitado- Invitado
Re: ¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
San Petersburgo lucía una lustrosa imagen primaveral, uno de aquellos primeros días en el que la nieve ya se hubiera derretido para aunarse a aquella que ya llenase el Neva o los fantásticos canales de la ciudad, como la gran "Fontanka". Aquella mañana el sol se había obstinado en hacer relucir los altos pináculos que coronaban la catedral de San Pedro y San Pablo y el siempre altivo Almirantazgo, orgullo de toda la ciudad. Las calles, limpias por fin de placas de hielo, ahora se llenaban de viandantes dispuestos a festejar la llegada del mejor tiempo. La capital rusa renacía y, con ella, el espíritu optimista de todo un imperio.
En medio de aquel sinfín de calles y monumentos a la gloria del zar y del pueblo, se alzaba el palacio donde, desde hacía décadas, residía la familia Trubetzkoy. Con una impoluta fachada pintada del bicromatismo conformado por un amarillo pasteloso y un blanco marmóleo, que hicieran semejarse tan altiva construcción a uno de los productos de repostería que tanto furor hubieran creado dentro de todo el círculo de la corte, en especial entre las jóvenes risueñas y siempre dispuestas a saborear un dulce y amable bocado. Al caer la noche, dentro de aquellas paredes, recubiertas de adornos de oro, y, por encima del murmullo de las conversaciones y el tintineo de las copas, resonaba el clamor de un piano, con su martilleante sonido. Los dedos que se doblaban y se extendían en soledad y con celeridad, a la velocidad que el maestro Beethoven marcara años antes, no eran otros que mis propias falanges, pertenecientes a unas puras manos, tersas, suaves y, sobretodo, blancas, como alguien de mi condición social debía tener.
Como siempre que tocaba algún instrumento, no dejaba que nadie se acercara a mí, incluso en aquella ocasión, el día de mi decimocuarto cumpleaños. Las únicas personas que podían admirar mi talento en persona eran mi familia cercana: madre, padre, hermanos y mi siempre querida aya, al margen de la necesaria figura de mi instructor en aquellos menesteres musicales; el resto de personas bien podía esperar al otro lado de las puertas, pues mi rostro y mis expresiones corporales, así como mis pensamientos y emociones, eran algo que, por decisión propia, debían quedar en privado. Cuando mis dedos acabaron de tocar, aún no hube de moverme de mi posición pues mi corazón aún no parecía haberse recuperado de ese cúmulo de sensaciones que, ampliado por haber sido yo su artífice, había atenazado y llenado mi joven pecho. Al cabo de unos minutos abrí los ojos y me levanté. La sala, atiborrada de rocambolescas decoraciones en tonos desde el ocre al oro, pasando por el ámbar, estaba solitaria; mi familia se hallaba demasiado ocupada recibiendo a los invitados como para acompañarme, algo que, sinceramente, agradecía. Atravesando las pesadas puertas de madera, no terminé en unirme a ellos.
Allí me esperaba una sorpresa que, si bien debía ser grata, en realidad no hacía sino que acercar un proceso que yo más bien creía incierto y lejano, como deseaba que siguiese siendo. Mis padres me comunicaron que la que iba a ser mi prometida se encontraba en la ciudad y que después de la corta ceremonia de recibimiento, nos excusaríamos para marcharnos durante una o dos horas al palacio donde ella se hospedara en su estancia en San Petersburgo. Lo cierto es que la noticia no era nueva para mí, mis padres acostumbraban a contármelo todo y, aunque pretendieran no tenderme trampas, su decisión, esta vez, parecía hacerse irrevocable. Ya bien pudiera haber protestado, como, desde luego, hice, que su persistencia iba a ser aún más fuerte que mis ruegos y súplicas. Si había algo que pudiera caracterizar a mi padre era, desde luego, su terquedad.
Las luces atravesaban alegremente los transparentes cristales de las ventanas, yéndose a chocar contra los verdes perfiles de las hojas de los arbustos. Los pasos de mis padres y los míos resonaban en aquel patio empedrado que precedía a la fastuosa residencia donde se celebraba otra de las muchas fiestas y recepciones que se daban diariamente en la capital del Neva, para regocijo y diversión de la, con seguridad, más extensa, rica y poderosa nobleza de toda Europa. El interior del lugar denotaba lujo, aunque eso no destacara demasiado en los círculos de la aristocracia del momento, muy dados a gastar sumas considerables en apariencias vanas, a la que yo, por aquel entonces, parecía destinado. Lo cierto era que poco me importaba tales trivialidades, pues mi atención se mostraba más bien centrada en una vida contemplativa que, si bien alejada de libros o, quizás, saberes profundos, se cernía más bien a una vida sencilla, rodeado de naturaleza o, a veces, alejado de toda compañía. Mi pasión era, sin duda, la música, salvando alguna que otra incursión al campo de los pinceles, al que, aunque destacara, no era muy asiduo.
No tardaron mucho en acercarme a los anfitriones, centrando mi atención en aquella jovencita de cabellos castaños, en la que, si bien, en principio, mi futuro, creía encontrar mi cárcel. Una vez su padre nos presentara, ella se inclinó levemente, plegando su cuerpo, engalanado con un traje rosado. Yo le correspondí también con una florida reverencia, arrugando, quizás, un traje de raso azulado, acorde con la época, en el que destacaba una casaca que, sin duda, adoraba. Su progenitor, entonces, le explicó la situación que parecía unirnos, ante lo que ella mostró un gran desconcierto y desagrado. Me sorprendió, sinceramente, la espontaneidad de sus palabras, pues bien pudieran haber sido malinterpretadas y, si yo de verdad no hubiera compartido su opinión respecto al desafortunado compromiso, podría haberme sentido demasiado ofendido. Sin embargo, pese al no conocer mi criterio respecto a aquella tesitura, ella me propuso una idea que, si bien pudiera haberme horrorizado, dado que ella no conocía mis reacciones, no hizo más que traerme una pizca de esperanza. Antes incluso de que nuestra aventura comenzara, ya sabía que aquella no traería otro final que el del regreso al seno de nuestras familias, pero, si bien podría mostrar nuestra postura conjunta ante aquel enlace, también podría servir de pequeño entretenimiento.
- Espera – fue toda mi contestación convertida en susurro, en un francés que denotaba un fuerte acento eslavo.
Mis padres y yo nos excusamos, dejándoles a solas para que discutieran sus asuntos personales y yo, a su vez, me excusé también de mis padres, desviándome hacia el cúmulo de gente, entre el que, pese a mi altura, perdí de vista a mis progenitores, como era mi intención. Mirando a aquella señorita que, si todo salía bien, como yo parecía no querer, debiera de convertirse en mi esposa, me dirigí a una de las puertas casi transparentes, debido a los grandes cristales que las engalanaban, que daban al jardín. Si quería que escapáramos, supuse, debía de ser por allí, aunque yo no conociera en demasía aquella parte de la ciudad.
En medio de aquel sinfín de calles y monumentos a la gloria del zar y del pueblo, se alzaba el palacio donde, desde hacía décadas, residía la familia Trubetzkoy. Con una impoluta fachada pintada del bicromatismo conformado por un amarillo pasteloso y un blanco marmóleo, que hicieran semejarse tan altiva construcción a uno de los productos de repostería que tanto furor hubieran creado dentro de todo el círculo de la corte, en especial entre las jóvenes risueñas y siempre dispuestas a saborear un dulce y amable bocado. Al caer la noche, dentro de aquellas paredes, recubiertas de adornos de oro, y, por encima del murmullo de las conversaciones y el tintineo de las copas, resonaba el clamor de un piano, con su martilleante sonido. Los dedos que se doblaban y se extendían en soledad y con celeridad, a la velocidad que el maestro Beethoven marcara años antes, no eran otros que mis propias falanges, pertenecientes a unas puras manos, tersas, suaves y, sobretodo, blancas, como alguien de mi condición social debía tener.
Como siempre que tocaba algún instrumento, no dejaba que nadie se acercara a mí, incluso en aquella ocasión, el día de mi decimocuarto cumpleaños. Las únicas personas que podían admirar mi talento en persona eran mi familia cercana: madre, padre, hermanos y mi siempre querida aya, al margen de la necesaria figura de mi instructor en aquellos menesteres musicales; el resto de personas bien podía esperar al otro lado de las puertas, pues mi rostro y mis expresiones corporales, así como mis pensamientos y emociones, eran algo que, por decisión propia, debían quedar en privado. Cuando mis dedos acabaron de tocar, aún no hube de moverme de mi posición pues mi corazón aún no parecía haberse recuperado de ese cúmulo de sensaciones que, ampliado por haber sido yo su artífice, había atenazado y llenado mi joven pecho. Al cabo de unos minutos abrí los ojos y me levanté. La sala, atiborrada de rocambolescas decoraciones en tonos desde el ocre al oro, pasando por el ámbar, estaba solitaria; mi familia se hallaba demasiado ocupada recibiendo a los invitados como para acompañarme, algo que, sinceramente, agradecía. Atravesando las pesadas puertas de madera, no terminé en unirme a ellos.
Allí me esperaba una sorpresa que, si bien debía ser grata, en realidad no hacía sino que acercar un proceso que yo más bien creía incierto y lejano, como deseaba que siguiese siendo. Mis padres me comunicaron que la que iba a ser mi prometida se encontraba en la ciudad y que después de la corta ceremonia de recibimiento, nos excusaríamos para marcharnos durante una o dos horas al palacio donde ella se hospedara en su estancia en San Petersburgo. Lo cierto es que la noticia no era nueva para mí, mis padres acostumbraban a contármelo todo y, aunque pretendieran no tenderme trampas, su decisión, esta vez, parecía hacerse irrevocable. Ya bien pudiera haber protestado, como, desde luego, hice, que su persistencia iba a ser aún más fuerte que mis ruegos y súplicas. Si había algo que pudiera caracterizar a mi padre era, desde luego, su terquedad.
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Las luces atravesaban alegremente los transparentes cristales de las ventanas, yéndose a chocar contra los verdes perfiles de las hojas de los arbustos. Los pasos de mis padres y los míos resonaban en aquel patio empedrado que precedía a la fastuosa residencia donde se celebraba otra de las muchas fiestas y recepciones que se daban diariamente en la capital del Neva, para regocijo y diversión de la, con seguridad, más extensa, rica y poderosa nobleza de toda Europa. El interior del lugar denotaba lujo, aunque eso no destacara demasiado en los círculos de la aristocracia del momento, muy dados a gastar sumas considerables en apariencias vanas, a la que yo, por aquel entonces, parecía destinado. Lo cierto era que poco me importaba tales trivialidades, pues mi atención se mostraba más bien centrada en una vida contemplativa que, si bien alejada de libros o, quizás, saberes profundos, se cernía más bien a una vida sencilla, rodeado de naturaleza o, a veces, alejado de toda compañía. Mi pasión era, sin duda, la música, salvando alguna que otra incursión al campo de los pinceles, al que, aunque destacara, no era muy asiduo.
No tardaron mucho en acercarme a los anfitriones, centrando mi atención en aquella jovencita de cabellos castaños, en la que, si bien, en principio, mi futuro, creía encontrar mi cárcel. Una vez su padre nos presentara, ella se inclinó levemente, plegando su cuerpo, engalanado con un traje rosado. Yo le correspondí también con una florida reverencia, arrugando, quizás, un traje de raso azulado, acorde con la época, en el que destacaba una casaca que, sin duda, adoraba. Su progenitor, entonces, le explicó la situación que parecía unirnos, ante lo que ella mostró un gran desconcierto y desagrado. Me sorprendió, sinceramente, la espontaneidad de sus palabras, pues bien pudieran haber sido malinterpretadas y, si yo de verdad no hubiera compartido su opinión respecto al desafortunado compromiso, podría haberme sentido demasiado ofendido. Sin embargo, pese al no conocer mi criterio respecto a aquella tesitura, ella me propuso una idea que, si bien pudiera haberme horrorizado, dado que ella no conocía mis reacciones, no hizo más que traerme una pizca de esperanza. Antes incluso de que nuestra aventura comenzara, ya sabía que aquella no traería otro final que el del regreso al seno de nuestras familias, pero, si bien podría mostrar nuestra postura conjunta ante aquel enlace, también podría servir de pequeño entretenimiento.
- Espera – fue toda mi contestación convertida en susurro, en un francés que denotaba un fuerte acento eslavo.
Mis padres y yo nos excusamos, dejándoles a solas para que discutieran sus asuntos personales y yo, a su vez, me excusé también de mis padres, desviándome hacia el cúmulo de gente, entre el que, pese a mi altura, perdí de vista a mis progenitores, como era mi intención. Mirando a aquella señorita que, si todo salía bien, como yo parecía no querer, debiera de convertirse en mi esposa, me dirigí a una de las puertas casi transparentes, debido a los grandes cristales que las engalanaban, que daban al jardín. Si quería que escapáramos, supuse, debía de ser por allí, aunque yo no conociera en demasía aquella parte de la ciudad.
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
- Mensajes : 779
Fecha de inscripción : 13/08/2010
Localización : Lejos de la Santa Madre Rusia
Re: ¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
-Espera- fue toda la contestación del joven y las únicas palabras que había oído salir de su boca hasta el momento. Sentí un sentimiento de gran alegría quizás, con suerte, no estaría ligada a un estúpido matrimonio concertado, únicamente por el dinero. Pertenecía a la clase alta y poseíamos una gran fortuna, ¿por qué mis padres deseaban todavía más? Probablemente cuando tu meta era dinero y más dinero entrabas en un círculo vicioso. Por eso yo, siempre prefería quedarme al margen de todo. Y para ello deseaba no casarme aún.
Miré la sala de baile, la gran masa de gente que se formaba en el centro de la zona de baile alrededor del pianista, que tocaba canción tras canción para complacer a los caprichosos nobles que se reunían allí. Esa era la idea de Anatol, salir de allí entre la gente evitando ser vistos. Me acerqué a él cuando ambos nos habíamos alejado a una distancia prudencial de nuestros padres. Observé su rostro, no sabía si estaba totalmente convencido así que tomé su mano y lo arrastré entre la multitud hasta la puerta.
Allí al traspasar el arco se encontraba una balaustrada que recubría lo que podía ser un pequeño balcón. Pero apenas sin altura como un metro o así, las escaleras estaban algo alejadas así que por no perder tiempo solté la mano de Anatol, subí a la baranda y salté hasta el suelo cayendo bien, sin ningún rasguño.
-Vamos, ¡salta!- mientras aquel chico de mi edad saltaba me quité los tacones y note la fría hierba rozando mi piel. Levanté mi falda hasta las rodillas y la anudé de forma que no volviera a caer hasta mis tobillos. Pude notar la hierba rozar desde mis pequeños pies hasta la blancuzca piel de mis pantorrillas.
Cuando saltó la baranda tiré mis zapatos lejos, lo más lejos que pude notando una gran liberación sin esos horribles zapatos que llenaba mis pies de heridas y rozaduras, moradas y rojas que destacaban notablemente sobre mi piel. La piel de una persona de clase alta. Ya sin zapatos comencé a correr y correr. Notando el viento en mi cara. Viendo el vuelo de las mariposas, las flores. El estupendo paisaje primaveral.
-¡Corre corre!- dije a modo de ánimo. Aquello empezó a recordarme a aquellas novelas que leía mi madre, de las cuales yo no era muy aficionada. En las que el joven corría tras la chica por un prado. Evité esos pensamientos y seguí corriendo. El corazón me latía más y más rápido mi respiración se aceleraba y el corset iba a hacer que acabase desmayada en el suelo.
Miré la sala de baile, la gran masa de gente que se formaba en el centro de la zona de baile alrededor del pianista, que tocaba canción tras canción para complacer a los caprichosos nobles que se reunían allí. Esa era la idea de Anatol, salir de allí entre la gente evitando ser vistos. Me acerqué a él cuando ambos nos habíamos alejado a una distancia prudencial de nuestros padres. Observé su rostro, no sabía si estaba totalmente convencido así que tomé su mano y lo arrastré entre la multitud hasta la puerta.
Allí al traspasar el arco se encontraba una balaustrada que recubría lo que podía ser un pequeño balcón. Pero apenas sin altura como un metro o así, las escaleras estaban algo alejadas así que por no perder tiempo solté la mano de Anatol, subí a la baranda y salté hasta el suelo cayendo bien, sin ningún rasguño.
-Vamos, ¡salta!- mientras aquel chico de mi edad saltaba me quité los tacones y note la fría hierba rozando mi piel. Levanté mi falda hasta las rodillas y la anudé de forma que no volviera a caer hasta mis tobillos. Pude notar la hierba rozar desde mis pequeños pies hasta la blancuzca piel de mis pantorrillas.
Cuando saltó la baranda tiré mis zapatos lejos, lo más lejos que pude notando una gran liberación sin esos horribles zapatos que llenaba mis pies de heridas y rozaduras, moradas y rojas que destacaban notablemente sobre mi piel. La piel de una persona de clase alta. Ya sin zapatos comencé a correr y correr. Notando el viento en mi cara. Viendo el vuelo de las mariposas, las flores. El estupendo paisaje primaveral.
-¡Corre corre!- dije a modo de ánimo. Aquello empezó a recordarme a aquellas novelas que leía mi madre, de las cuales yo no era muy aficionada. En las que el joven corría tras la chica por un prado. Evité esos pensamientos y seguí corriendo. El corazón me latía más y más rápido mi respiración se aceleraba y el corset iba a hacer que acabase desmayada en el suelo.
Invitado- Invitado
Re: ¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
Otro joven noble peterburgués divertía a la alta aristocracia concentrada en aquel palacete donde la gente se protegía del frío exterior, propio de la aún incipiente primavera. Él entendía de tocar el piano, pero no sabía interpretar, no sabía saborear, no conocía la música, no de la manera que yo podía vivirla y sentirla. Hasta que uno no se deja llevar por aquel teclado, que deja de ser un mero instrumento de madera o marfil para hacerse una extensión de tus manos, de tu propio cuerpo o, sencillamente, de ti y de tu alma, hasta que no llegara ese momento, uno no puede saber lo que es la música. La técnica solo es un camino de preparación, de liberalización, de acostumbrar a tus extremidades a los deseos de aquel objeto negruzco, que comienza a cobrar consciencia y deseos, al tiempo que tu propia mente se va adaptando a la suya, haciéndose sola una, hasta que no sabes si eres tú quien le controla a él o él el que te controla a ti. La música, como todo arte, era así, fuerte, visceral, intensa; no había emoción más fuerte que hubiera conocido. A pesar de ser sabedor de que aquel no podía deleitarse de la manera que lo hacía yo, su técnica era decente, y, por lo tanto, comencé a sentirme cada vez más imbuido de aquella melodía, sumergiéndome en las inmensidades que conformaban, no sabía, si mi interior, o una realidad paralela donde escapaba en aquellos instantes. Hubiera perdido la constancia del momento, de mis motivaciones y de mis intenciones de no haber sido por una repentina turbación en mi alrededor. De pronto noté como una fuerza tiraba de mí, de mi mano, sin que yo me hubiera percatado de que piel alguna rozara la mía. Dos pasos delante de mí, atándonos nuestros dos brazos extendidos, se encontraba aquella que debiera ser mi prometida. No tardé demasiado en recordar todo y en volver a dejar que la consciencia se apoderara de mí.
Salimos al exterior, por lo que parecía ser el jardín posterior a la casa y no tardamos demasiado en saltar la balaustrada que nos separaba de la verde y gran extensión de hierba que se abría ante nosotros. Mientras yo superaba aquel obstáculo, ella procedió a liberarse de aquellos zapatos, en un espontaneo acto de rebeldía que solo hizo que llamar mi atención, aunque no por demasiado tiempo, pues presto se apresuró a conminarme a que corriera, a que nos alejásemos de allí, donde fuera. La situación se me antojó algo sinsentido, pero, sin embargo, me sentí embargado por una gran emoción, quizás producto de la adrenalina y de aquella propensión humana a romper las reglas establecidas. Mis pies, los míos enfundados aún en dos lustrosos zapatos negros, que sabía que tarde o temprano me iban a estorbar, fueron detrás de ella, corriendo y corriendo hasta alcanzarla. A nuestro alrededor la gran extensión en esa semipenumbra anaranjada del ocaso pasaba a gran velocidad, al tiempo que la hierba se iba oscureciendo y nuestras pieles adquirían un tono levemente flamígero, como si el sol moribundo fuese una gran hoguera que nos iluminara, intentándonos proteger en vano de la frigidez que se apoderaría de aquellos parajes por la noche. Frente a nosotros se abría una gran masa de altos troncos, que no sabía si se abría al exterior o, por el contrario, se trataba de algún parque dentro del entramado de calles de San Petersburgo.
- ¿Vamos a ir al bosque? – pregunté entre jadeos, no con miedo, pero sí consciente de que podía ser peligroso, no solo por ser bastante probable que nos perdiésemos, si no por todas las alimañas que poblaran el campo ruso o, casi peor aún, los forajidos que se escondían entre la frondosidad de tales parajes
Salimos al exterior, por lo que parecía ser el jardín posterior a la casa y no tardamos demasiado en saltar la balaustrada que nos separaba de la verde y gran extensión de hierba que se abría ante nosotros. Mientras yo superaba aquel obstáculo, ella procedió a liberarse de aquellos zapatos, en un espontaneo acto de rebeldía que solo hizo que llamar mi atención, aunque no por demasiado tiempo, pues presto se apresuró a conminarme a que corriera, a que nos alejásemos de allí, donde fuera. La situación se me antojó algo sinsentido, pero, sin embargo, me sentí embargado por una gran emoción, quizás producto de la adrenalina y de aquella propensión humana a romper las reglas establecidas. Mis pies, los míos enfundados aún en dos lustrosos zapatos negros, que sabía que tarde o temprano me iban a estorbar, fueron detrás de ella, corriendo y corriendo hasta alcanzarla. A nuestro alrededor la gran extensión en esa semipenumbra anaranjada del ocaso pasaba a gran velocidad, al tiempo que la hierba se iba oscureciendo y nuestras pieles adquirían un tono levemente flamígero, como si el sol moribundo fuese una gran hoguera que nos iluminara, intentándonos proteger en vano de la frigidez que se apoderaría de aquellos parajes por la noche. Frente a nosotros se abría una gran masa de altos troncos, que no sabía si se abría al exterior o, por el contrario, se trataba de algún parque dentro del entramado de calles de San Petersburgo.
- ¿Vamos a ir al bosque? – pregunté entre jadeos, no con miedo, pero sí consciente de que podía ser peligroso, no solo por ser bastante probable que nos perdiésemos, si no por todas las alimañas que poblaran el campo ruso o, casi peor aún, los forajidos que se escondían entre la frondosidad de tales parajes
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
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Re: ¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
Anatol había corrido tras de mí hasta alcanzarme. Al poco tiempo dejé de escuchar sus pasos. Había parado. Su pregunta me hizo volver a la realidad. El bosque al caer la noche sería peligroso. Además aquel joven debía pensar que su futura "prometida" estaba completamente chalada. La situación a cada minuto se volvía más y más extraña. Pero la sensación de romper las reglas me encantaba, no quería parar ahora.
-¿Tienes miedo, quizás?- Dije en tono desafiante mientras alzaba una ceja. Coloqué las manos en mis caderas y adopté también una pose de desafío. Deseaba ver la valentía de Anatol y aunque ambos sabíamos que volveríamos a casa con nuestros padres, ¿por qué no divertirse un rato?
-Por ahí, se han ido por ahí!- Pude escuchar la voz a la distancia de un invitado del baile informando sobre nuestra escapada a los guardias. No tardarían mucho en encontrarnos, Odiaba a la gente. Seguro que era un invitado que ni siquiera nos conocía. Habían pasado tan solo un par de minutos y estábamos a varios metros de distancia, en la entrada del bosque. Miré alrededor, aún estábamos a tiempo.
-Es decisión tuya. . .- Esperaba una respuesta afirmativa, no tenía valor para adentrarme sola entre la maleza y tampoco tendría mucho sentido ya que era una protesta contra los matrimonios concertados. Me encogí de hombros mientras esperaba y puse la mejor sonrisa mostrando los blancos dientes y mirada de desafío que pude. Me giré y abrí paso entre los hierbajos, dejando sin obstáculos el camino que llevaba al bosque. Afiné el oído parecía que los pájaros me sugerían, con su canto, seguirlos hasta el claro.
-¿Tienes miedo, quizás?- Dije en tono desafiante mientras alzaba una ceja. Coloqué las manos en mis caderas y adopté también una pose de desafío. Deseaba ver la valentía de Anatol y aunque ambos sabíamos que volveríamos a casa con nuestros padres, ¿por qué no divertirse un rato?
-Por ahí, se han ido por ahí!- Pude escuchar la voz a la distancia de un invitado del baile informando sobre nuestra escapada a los guardias. No tardarían mucho en encontrarnos, Odiaba a la gente. Seguro que era un invitado que ni siquiera nos conocía. Habían pasado tan solo un par de minutos y estábamos a varios metros de distancia, en la entrada del bosque. Miré alrededor, aún estábamos a tiempo.
-Es decisión tuya. . .- Esperaba una respuesta afirmativa, no tenía valor para adentrarme sola entre la maleza y tampoco tendría mucho sentido ya que era una protesta contra los matrimonios concertados. Me encogí de hombros mientras esperaba y puse la mejor sonrisa mostrando los blancos dientes y mirada de desafío que pude. Me giré y abrí paso entre los hierbajos, dejando sin obstáculos el camino que llevaba al bosque. Afiné el oído parecía que los pájaros me sugerían, con su canto, seguirlos hasta el claro.
Invitado- Invitado
Re: ¡Huyamos! Hacia el bosque. . . [Anatol K. Trubetzkoy]
Varios invitados habían salido de las salas al jardín y ya se disponían a bajar las escaleras que salvaban el desnivel. Pese a la distancia, casi podía creer escuchar a mi padre gritando que nos cogieran antes de que hiciéramos alguna estupidez. De pronto se me hizo un nudo en la garganta y una sensación semejante al pánico me invadió. Quizás debiera haberme quedado quieto y esperar a que llegaran, de haber sido así la situación no se hubiese complicado aún más, pero ese repentino terror que me había invadido me obligó a poner en marcha los músculos de mi piernas y echar a correr hacia el bosque.
- ¡Vamos! ¡Corre! – fue mi única respuesta a todas las cuestiones que me había planteado. Ahora mismo mi preocupación no era el bosque o sus peligros, si no el castigo que me iba a esperar al llegar a casa. Malditos matrimonios concertados.
Los árboles comenzaron a pasar presto a mi alrededor, intentando yo no chocarme con alguno de los troncos o tropezar con las ramas que crecían retorcidas y amenazantes sobre el húmedo suelo de tierra. No sabría volver a salir, al menos no conscientemente, y era algo de lo que me estaba percatando a medida que me internaba más y más en el bosque; de todas formas, no era una opción dar media vuelta. La muchacha, supuse, iría detrás de mí, y creí escuchar su respiración agitada, haciendo juego a la mía. Quería huir, escapar, aunque ciertamente no habíamos traído nada con nosotros que nos ayudara a ver en la oscuridad o a prender un fuego, en caso de que no nos encontraran antes de caer la noche, momento para el que restaba poco. En esos momentos, solo rezaba para que allá donde fuéramos las copas de los árboles no lograran tapar la luz de la luna.
Al cabo de un buen rato, me sentí desfallecer, dado que no estaba acostumbrado a tamaños esfuerzos físicos, y decrecí mi ritmo hasta casi pararme. Andando, ahora, mi torso se convulsionaba con cada inspiración y expulsión de aire de tal manera que se podía distinguir el movimiento a simple vista. Mis ojos se habían entrecerrado un poco, debido al cansancio, mientras que mi pecho ardía por la repentina actividad. Si no me cuidaba, acabaría varios días con agujetas.
- Creo que podemos ir andando a partir de ahora. No creo que nos encuentren con facilidad – aunque no sabía si aquello era una buena o mala noticia. Sea como fuere, no iba a mostrar mi duda -. Deme una alegría y dígame que conoce cómo salir de aquí – me refería, exclusivamente, a caso de necesidad, por si necesitábamos huir o buscar algo en la ciudad, aún guardaba algunas monedas en mi bolsillo, a buen recaudo, para algún capricho o, como aquel caso, alguna emergencia
- ¡Vamos! ¡Corre! – fue mi única respuesta a todas las cuestiones que me había planteado. Ahora mismo mi preocupación no era el bosque o sus peligros, si no el castigo que me iba a esperar al llegar a casa. Malditos matrimonios concertados.
Los árboles comenzaron a pasar presto a mi alrededor, intentando yo no chocarme con alguno de los troncos o tropezar con las ramas que crecían retorcidas y amenazantes sobre el húmedo suelo de tierra. No sabría volver a salir, al menos no conscientemente, y era algo de lo que me estaba percatando a medida que me internaba más y más en el bosque; de todas formas, no era una opción dar media vuelta. La muchacha, supuse, iría detrás de mí, y creí escuchar su respiración agitada, haciendo juego a la mía. Quería huir, escapar, aunque ciertamente no habíamos traído nada con nosotros que nos ayudara a ver en la oscuridad o a prender un fuego, en caso de que no nos encontraran antes de caer la noche, momento para el que restaba poco. En esos momentos, solo rezaba para que allá donde fuéramos las copas de los árboles no lograran tapar la luz de la luna.
Al cabo de un buen rato, me sentí desfallecer, dado que no estaba acostumbrado a tamaños esfuerzos físicos, y decrecí mi ritmo hasta casi pararme. Andando, ahora, mi torso se convulsionaba con cada inspiración y expulsión de aire de tal manera que se podía distinguir el movimiento a simple vista. Mis ojos se habían entrecerrado un poco, debido al cansancio, mientras que mi pecho ardía por la repentina actividad. Si no me cuidaba, acabaría varios días con agujetas.
- Creo que podemos ir andando a partir de ahora. No creo que nos encuentren con facilidad – aunque no sabía si aquello era una buena o mala noticia. Sea como fuere, no iba a mostrar mi duda -. Deme una alegría y dígame que conoce cómo salir de aquí – me refería, exclusivamente, a caso de necesidad, por si necesitábamos huir o buscar algo en la ciudad, aún guardaba algunas monedas en mi bolsillo, a buen recaudo, para algún capricho o, como aquel caso, alguna emergencia
Anatol K. Trubetzkoy- Humano Clase Baja
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