AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Basic Instinct || Privado
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Basic Instinct || Privado
«Estamos unidos por la sangre, y la sangre es memoria sin lenguaje.»
Joyce Carol Oates
Joyce Carol Oates
La muerte tenía algo de soberbia e ingrata que a Nemhain no terminaba de agradarle. Le conquistaba ese coqueteo que hacían, ese ir y venir, ese dar y recibir que había entre ellas; pero, en ocasiones, el resultado final, eso que la bruja le regalaba, no la convencía, quizá por lo definitivo y lo inmediato que podía ser; tal vez porque no encontraba ni satisfacción ni desconsuelo. El punto era que la joven tenía, con esa amiga que la visitaba y la llamaba, una relación simbiótica, una necesitaba de la otra, y esa voz que vivía en su cabeza, era el intermediario. La triada que conformaban, a la irlandesa la condicionaba en inferioridad, era el arma que los dos utilizaban, su elemento para hacer sus sueños realidad. Ella era consciente de ello, de la cosificación a la que era reducida, pero no pesaba sobre sus hombros, lo tomaba como parte de su destino. Así transitaba su vida, arrastrando sus pies, como una esclava de su propia mente, encadenada a los actos que cometía sin ser vista, sin ser oída, sin un atisbo de piedad en la mirada. Nada la detenía, Nemhain había nacido para ello, para ofrendarle al demonio los cuerpos de las víctimas que desease, otorgándoles el beneficio de una muerte lenta, para disfrute de los pecadores y de los ángeles caídos que pisaban el firmamento. La voz, muchas veces le había dicho que era su hija o que era fruto de la lujuria de dos de sus vástagos, pero la bruja había aprendido a no creerle todo lo que decía, aunque en ocasiones le gustaba creer que era su padre quien se comunicaba con ella y la invitaba a jugar esa ruleta rusa, en la que siempre salía ganando. A Nemhain no le molestaba perder, era un simple entretenimiento, y cuando la risa gutural retumbaba en su cabeza, ella también sonreía, contagiada de la diversión sangrienta de su amo, de su compañero; ambos se envolvían en una carcajada siniestra, acunados por un idilio que no encontraba razón de ser, sin argumentos. Él era su dueño, a él le debía respeto y lealtad, y hacía todo lo que le ordenaba, sin chistar, sin pesar, sin tomarse un segundo para reflexionar. No era para esto último para lo que existía, sólo actuaba, guiada por las palabras que la rodeaban; ciega y muda.
Se miró las palmas rojas, goteantes de sangre que se colaba entre sus dedos, conformando un mapa raído en sus manos. Bajo sus uñas había restos de la piel de sus víctimas. Arrodillada sobre el barro, contemplaba su obra maestra. Había convertido el patio de aquella humilde familia en su cementerio. Había actuado con un sigilo maestro, y las pruebas estaban a la vista. ¿Cómo una joven tan menuda había sido capaz de reducir a cinco personas? Con la inteligencia. Su mente era capaz de dominar lo que ella desease, así se lo había enseñado él. El primero en caer había sido el padre de familia, que había terminado contemplando la barbarie, atado a un árbol con la espalda lacerada por su propio látigo. Había pedido piedad por su mujer, por sus hijos, más no por sí mismo, y por ello, Nemhain le había otorgado un final rápido, aunque intuía que le hubiera dado lo mismo, pues tras presenciar el espectáculo de muerte y gritos, nadie podía vivir mucho más. Si no era el puño de la joven, hubiera sido el propio el que le hubiera dado fin a su existencia. Ella le ahorró el trabajo. Giró su cabeza levemente, aún el rostro macilento del hombro acusaba los rastros de las lágrimas, aún sus labios estaban mojados con su saliva. Los ojos, ya perdidos en el más allá, no se habían quitado de los restos de su bebé mutilado. Al lado de la muchacha, estaba boca abajo la esposa del dueño de casa, otrora había sido hermosa, de cabellos oscuros y orbes claras. Había salido al jardín a preguntarle a su marido por qué se había demorado tanto, no tuvo tiempo de gritar al verlo atado a un árbol, con la camisa hecha harapos, pues había sido tomada de un mechón, arrastrada por la tierra seca, y luego apuñalada cinco veces. Los gritos habían atraído a los dos niños mayores, de trece y diez años, éste último con el menor de pocos meses en brazos. Ellos habían dado más trabajo, se resistieron, pero nada pudieron hacer. Nemhain jamás dejaba una orden sin cumplir. Su cuerpo había recibido arañazos, le habían arrancado parte de la ropa, y la obligaron a arrancarles el cuero cabelludo una vez reducidos. El mayor no resistió el dolor por mucho tiempo. Con el bebé había descargado su ira, y lo había puesto frente a su padre tomado de un pie, lloraba desconsolado. Le arrancó un brazo, luego una pierna y, finalmente, le abrió un tajo desde la garganta hasta el bajo vientre. La bruja, por último, se acercó al adulto por detrás, y con rapidez le provocó una herida letal a la altura de la nuez de Adán.
El Sol ya se había muerto en el horizonte, la penumbra lo abarcaba todo. Un grillo rompía el silencio de la noche, las luciérnagas danzaban alrededor de las víctimas y de su victimario. Una se posó en el quieto dedo índice de Nemhain y la hizo sonreír. Sus labios se elevaron con inocencia, quien la observara, no vería más que una niña dulce y frágil de cabellos platinados, una sobreviviente. Pero ese sitio había estado demasiado alejado de la civilización para que hubiera testigos, y seguramente, si alguna vez alguien encontraba los cuerpos, estos ya estarían putrefactos e irreconocibles. Se puso de pie, dispersando a los insectos, y caminó hacia el bebé. Lo tomó en sus brazos y lo acunó, tarareando una canción de cuna que había asaltado su mente, callando por pocos minutos la voz que la acompaña. Delineó la carita maltrecha y deformada por el llanto, se detuvo en los labios morados e introdujo uno de sus dedos en la boquita, acarició la lengua y los pocos dientes. Luego, llevó el índice y el pulgar a la nariz y la apretó, hasta que reventó. Él rió en su cabeza. Hizo lo mismo con un ojo, luego con el otro. La carcajada seguía tronando. <<Haz llover>> le pidió. Nemhain bajó los párpados y centró su atención en el cielo, rápidamente las pocas nubes dispersas se unieron, chocaron con fuerza, provocando una descarga eléctrica. Las gotas de lluvia humedecieron la tierra, que emanó su aroma delicioso. Agua y sangre formaron ríos bajo los pies descalzos de la irlandesa, que se acuclilló y siguió acunando al niño, tarareando su canción de cuna, rememorando lo vivido. Sabía que alguien se acercaba, y su demonio ya le pedía más.
Se miró las palmas rojas, goteantes de sangre que se colaba entre sus dedos, conformando un mapa raído en sus manos. Bajo sus uñas había restos de la piel de sus víctimas. Arrodillada sobre el barro, contemplaba su obra maestra. Había convertido el patio de aquella humilde familia en su cementerio. Había actuado con un sigilo maestro, y las pruebas estaban a la vista. ¿Cómo una joven tan menuda había sido capaz de reducir a cinco personas? Con la inteligencia. Su mente era capaz de dominar lo que ella desease, así se lo había enseñado él. El primero en caer había sido el padre de familia, que había terminado contemplando la barbarie, atado a un árbol con la espalda lacerada por su propio látigo. Había pedido piedad por su mujer, por sus hijos, más no por sí mismo, y por ello, Nemhain le había otorgado un final rápido, aunque intuía que le hubiera dado lo mismo, pues tras presenciar el espectáculo de muerte y gritos, nadie podía vivir mucho más. Si no era el puño de la joven, hubiera sido el propio el que le hubiera dado fin a su existencia. Ella le ahorró el trabajo. Giró su cabeza levemente, aún el rostro macilento del hombro acusaba los rastros de las lágrimas, aún sus labios estaban mojados con su saliva. Los ojos, ya perdidos en el más allá, no se habían quitado de los restos de su bebé mutilado. Al lado de la muchacha, estaba boca abajo la esposa del dueño de casa, otrora había sido hermosa, de cabellos oscuros y orbes claras. Había salido al jardín a preguntarle a su marido por qué se había demorado tanto, no tuvo tiempo de gritar al verlo atado a un árbol, con la camisa hecha harapos, pues había sido tomada de un mechón, arrastrada por la tierra seca, y luego apuñalada cinco veces. Los gritos habían atraído a los dos niños mayores, de trece y diez años, éste último con el menor de pocos meses en brazos. Ellos habían dado más trabajo, se resistieron, pero nada pudieron hacer. Nemhain jamás dejaba una orden sin cumplir. Su cuerpo había recibido arañazos, le habían arrancado parte de la ropa, y la obligaron a arrancarles el cuero cabelludo una vez reducidos. El mayor no resistió el dolor por mucho tiempo. Con el bebé había descargado su ira, y lo había puesto frente a su padre tomado de un pie, lloraba desconsolado. Le arrancó un brazo, luego una pierna y, finalmente, le abrió un tajo desde la garganta hasta el bajo vientre. La bruja, por último, se acercó al adulto por detrás, y con rapidez le provocó una herida letal a la altura de la nuez de Adán.
El Sol ya se había muerto en el horizonte, la penumbra lo abarcaba todo. Un grillo rompía el silencio de la noche, las luciérnagas danzaban alrededor de las víctimas y de su victimario. Una se posó en el quieto dedo índice de Nemhain y la hizo sonreír. Sus labios se elevaron con inocencia, quien la observara, no vería más que una niña dulce y frágil de cabellos platinados, una sobreviviente. Pero ese sitio había estado demasiado alejado de la civilización para que hubiera testigos, y seguramente, si alguna vez alguien encontraba los cuerpos, estos ya estarían putrefactos e irreconocibles. Se puso de pie, dispersando a los insectos, y caminó hacia el bebé. Lo tomó en sus brazos y lo acunó, tarareando una canción de cuna que había asaltado su mente, callando por pocos minutos la voz que la acompaña. Delineó la carita maltrecha y deformada por el llanto, se detuvo en los labios morados e introdujo uno de sus dedos en la boquita, acarició la lengua y los pocos dientes. Luego, llevó el índice y el pulgar a la nariz y la apretó, hasta que reventó. Él rió en su cabeza. Hizo lo mismo con un ojo, luego con el otro. La carcajada seguía tronando. <<Haz llover>> le pidió. Nemhain bajó los párpados y centró su atención en el cielo, rápidamente las pocas nubes dispersas se unieron, chocaron con fuerza, provocando una descarga eléctrica. Las gotas de lluvia humedecieron la tierra, que emanó su aroma delicioso. Agua y sangre formaron ríos bajo los pies descalzos de la irlandesa, que se acuclilló y siguió acunando al niño, tarareando su canción de cuna, rememorando lo vivido. Sabía que alguien se acercaba, y su demonio ya le pedía más.
Nemhain Caomhánach- Hechicero Clase Baja
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