Victorian Vampires
Para no tenernos de enemigos {Renata & Lucian Dankworth} 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Pascale Osmont d'Amilly Sáb Mar 29, 2014 9:53 am


—Madre, ¿por qué me ordena hacer esto?
—Todos tenemos nuestro deber, Liene. No lo cuestiones. A hombres como tu padre hay que amarlos mucho y entenderlos poco.
—Entonces usted… ¿por qué me mira como si me odiara?
—Porque la peor enemiga de una mujer es otra mujer, por eso te mantengo cerca. Ahora vete; tu padre te espera. No creo que logres darle más hijos que yo, de todas maneras.


Tres de la madrugada, nueve grados Celsius. Nadie que no perteneciera al marginal mundo de los vagos, rameras y delincuentes permanecía en las calles. Se cuidaban las espaldas entre ellos, garantizando su clandestinidad. Era la oportunidad perfecta para robar, prostituirse y asesinar. Sólo había que escuchar el sonido inconfundible de cuerpos cayendo al río para saber que Francia había tenido otra deshonrosa pérdida. Pero no todos los crímenes de la humanidad eran el resultado de una defensa improvisada y necesaria para mantenerse en el negocio; la fría premeditación, aquella que llevaba a las más grandes transgresiones del orden, encontraba su espacio entre los callejones.

Pascale Osmont d’Amilly, el espectro que Liene había creado, se desplazaba bajo un capuz donde se le había dicho que su preciado y pagado cómplice la recibiría. La esquina estaba ahí, desierta y oscura, la más lejos se hallaba de los insuficientes faroles. El sigilo, el disfraz, todo se encaminaba para la consecución de un solo fin que tenía nombre y apellido, pero que ella, dentro de su mente maquinadora, prefería llamar «Eisenberg».

Se detuvo en el punto acordado sin miedo; sí con expectación. No habían pasado ni cinco minutos cuando alguien la contactó. Era un hombre vestido de gala y de rostro medianamente cubierto por un sombrero de copa que salvaguardaba su mirada.

Los castaños darán buenos muebles este año —dijo de la nada, dirigiendo su rostro al cielo como si nada. Pascale sabía lo que significaba y la contraseña a introducir.

Y si no, prepararemos un exquisito marrón glacé para celebrar la derrota. —contestó. Casi en el acto, el desconocido entregó un sobre entre las palmas de la viuda negra.

En sus manos una receta que sé que disfrutará. —y así, sin más preámbulo, el informante desapareció tal como había aparecido.

La mujer ocultó la evidencia bajo la capa. Sólo leería la información dentro de su habitación, en su mansión. Había pagado una buena cantidad de francos por los datos más íntimos de su blanco, el melancólico Tristan Rêveur, y no buscaría correr más riesgos de los que estaba tomando para avanzar en su plan. Por eso se retiró de allí de inmediato, caminando sin pausa hacia su carro ubicado al final de aquellos callejones, aunque a pesar de la prisa, no desconectaba su mente de lo que acontecía a su alrededor, pues bastaba sólo un testigo indiscreto que viese a través de su disfraz para ponerla en jaque.

Pero entonces, de la nada, escuchó la voz del infierno colarse por uno de los callizos aparentemente desiertos. Estaba demasiado cerca; eran gemidos desesperados de una pareja. Pascale dudaba que fueran de una meretriz y su cliente; había una dependencia sexual tremenda entremezclada en esa armonía musical. Intentó ignorarlo siguiendo su camino, pero a medida que avanzaba a su destino, ese canto coral aumentaba cada vez más el volumen de su prohibida canción. Fue así que en una de las callejuelas se escuchó más fuerte que nunca y volteó casi por instinto hacia la escena.

Embrujada por un vergonzoso silencio, Pascale observó a macho y hembra compitiendo por quién acababa de poseer al otro. Por la manera en que él la embestía, nunca nadie lo había excitado del modo que ella lo hacía, del modo que ella lo demostraba incluso haciéndole daño, escupiendo desenfreno hacia él. Bailaba entre sus cuerpos un fuego que los hacía sentir vivos, mientras las garras de la pasión atacaban su cordura. La falsa noble había vivido esa sensación en carne propia, con sus anteriores maridos.

A una bestia le tiene sin cuidado que griten debajo de sí, siempre y cuando la presa chille hecha un lío por clemencia. Es una misericordia que jamás le será dada. —pensó la mujer en un trance, un trance del que despertó apenas los amantes, en medio de su éxtasis, posaron sus ojos sobre ella. Oh Dios… la viuda conocía esas miradas y ellas a ella, desde hace mucho antes de llegar a Francia. Primer jaque.

Pascale de repente se acordó de respirar. Incluso, ella exhaló de un modo exacerbado y ruidoso. Se encontraba tan sorprendida por el mutuo hallazgo que poco le faltó para caer sobre sus nalgas, como si alguien le hubiese propinado un empujón. El temor la invadió cuando consiguió ver en un espejismo la figura de su padre extendiéndole su mano.

¿Te asustaron, hija querida? Cuánto lo siento.

Olvidándolo todo, Pascale corrió de allí, no sabiendo si la motivaba más a huir no ser reconocida por los inescrupulosos Dankworth o la aterradora visión de su padre, su asesino. Fuera como fuera, intentaba procesar todo en su cabeza mientras escapaba, pero no podía ocultarse del sonido gutural de esas gargantas erotizadas ni del impacto de la humedad de las carnes contra el muro de piedra. Lucian y Renata Dankworth, madre e hijo estaban… estaban apareándose. Sin el más mínimo pudor, como perros desatados del inframundo, y ella sí que conocía ese lugar.
Pascale Osmont d'Amilly
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