Inés - La Rebelde Dama de París - Diario I

Caminó bajo la sutil llovizna que mojaba las calles de un París primaveral, el aroma a tierra húmeda la hizo recordar una tarde similar, lejos, muy lejos de ese lugar que hoy debía llamar hogar. Los ojos mas negros que había visto se presentaron en su memoria, la sonrisa dulce con un dejo de picardía, fue formando el rostro de ese ser que amo y que ya nunca volvería a ver. Recordó sus largas tardes bañados por el sol o la lluvia, cabalgando uno a la par del otro, como iguales, como amantes, como seres que se amaban no por lo que tenían sino por la pasión que sentían al vivir. Una sonrisa nació en sus labios, pero el dolor de la injusticia la hizo morir antes de florecer y el desprecio a su propia familia surgió nuevamente. Aquel rencor que guardaba, se volvió amargo como el ajenjo, el dolor se instaló en el pecho, ¿Cuanto odio era capaz de albergar un corazón?, Inés no lo sabía, solo entendía que la sonrisa que se había apagado una tarde de primavera, no descansaría hasta que su triste final fuera vengado.

Inmersa en sus cavilaciones, observaba pasar los carruajes, las carretas y los jinetes, de pronto algo llamó su atención, el lastimero sonido que emitía un animal, un caballo que no podía con su carga y que su dueño golpeaba con dureza y frustración, por no poder hacer que el animal se moviera. Se detuvo en seco al ver como aquel energúmeno, latigueaba con fuerza a su montura. Su vista se nublo, sintió una fuerza, una rabia que invadían su delicado cuerpo. No lo meditó, bajó a la calle empedrada, de un fuerte golpe con su propio abanico, quitó de la mano el látigo y sin miramientos le cruzó un latigazo en el pecho del hombre, - desagradecida escoria humana – le gritó al desafortunado ser que se había topado con ésta mujer, que nada tenía que ver con las refinadas e inseguras mujeres que deambulaban como fantasmas, en una sociedad enteramente creada para el juego de críos que no habían llegado a la madurez mental de un verdadero hombre.

La furia que descargara en el hombre fue detenida por su propio guarda espalda que, conociéndola, le habló con suavidad pero con la autoridad que ella misma le había otorgado, - señorita, por favor, permita que sea yo quien arregle ésta situación – insistió, tomando con agilidad el látigo de las manos de la rebelde dama. Recién en ese momento, Inés, fue consiente que se había dejado llevar por sus impulsos y que como en más de una ocasión debería permitir que sus sirvientes arreglaran sus arrebatos. No por ello dejó de mirar con el mayor desprecio al hombre que había cruelmente lastimado al desvalido animal.

Horas mas tarde, cuando la noche había caído, sobre aquella extraña ciudad, Inés se escabulló, con ropas sencillas, un simple peinado hasta los establos de su mansión, donde se encontraba alojado el caballo que acababa de salvar. Era aquél que lastimado, enfermo y desnutrido, ella había intentado defender. Sentada a su lado, ya que se encontraba sin fuerzas siquiera para estar de pie, comenzó acariciando la cabeza, susurrando un canto que solo ella conocía, uno que aquel amor ausente de ojos oscuros como la inmensa noche, le enseño, aquel misterioso canto podía hacer descansar o matar. Apoyada su frente en la frente del animal lloró, deseando haber podido cantarle esa misma canción, en esa lejana tarde de lluvia a ese hombre destrozado que en mitad de un campo agonizaba, aquel ser único para su alma, ese al que hubiera deseado acunar en su regazo mientras sus latidos de hubieran durmiendo como un gorrión en la noche, hasta el momento en que su pura y luminosa alma, volara libre a unirse con la eterna noche.