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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Marceline Canterville Sáb Mayo 03, 2014 4:49 pm

Je suis une poupée de cire
Une poupée de son
Mon coeur est gravé dans mes chansons
Poupée de cire poupée de son



Pateó una piedrecilla. La pateó otra vez. Una vez más. Y la piedrecilla cayó en un drenaje de alcantarilla y acabó con su juego infantil.
Mordió el interior de su mejilla antes de soltar un soplido de frustración y frotarse las heladas manos para entrar en calor. La noche estaba por caer y ella, tan despistada y torpe, no reparó en la hora. A esa altura ya no existía un espacio para ella en el albergue. Sólo le quedaba buscar un buen lugar donde pasar la noche en la calle, una vez más.
Canturreó una infantil canción mientras caminaba a brincos para evitar tocar las grietas de los adoquines de la calle. Ahora sólo le tocaba cruzar la avenida para llegar al otro lado donde encontraría, tal vez, mayores oportunidades de conseguir algo. Un pedacito de pan no venía mal antes de cerrar los ojos para dormir. Mientras esperaba a que las carrozas dejasen de pasar miró un charco de agua que nacía en la calle y se aposaba contra la acera de la vereda. En esas aguas vio su reflejo insignificante. Su ropa se mostraba sucia y vieja, su rubio cabello estaba enredado lo cual lo hacía lucir desordenado, su piel estaba pálida pero se rescataba el detalle de sus siempre coloridas mejillas y labios rosas, pero su cara embarrada dejaba mucho que decir. Una pordiosera.
Pero no se sintió mal por lo que vio, sólo sonrió como de costumbre antes de acomodarse el largo cabello rubio hacia atrás. Así eran los niños que vivían en la calle, la mayoría, huérfanos. A Marceline le gustaba imaginarse a sí misma como una huérfana pues esa imagen le daba más consuelo que la realidad de ser cambiada por un cerdo por su propio padre.

Una carroza pasó tan al ras de la vereda que la rueda se hundió en el charco engañoso que ocultaba un agujero, la carroza estuvo por volcarse sobre ella pero felizmente se derrumbó apenas unos metros más allá. Marceline quedó empapada de pies a cabeza con el agua que antes le sirvió de espejo. Ya no podía contar con el sol para secar sus harapos.
Su preocupación inmediata fueron los integrantes de la carroza. Vio más allá el medio de transporte volcado en el suelo. Notó también que las cosas pertenecientes a los  pasajeros estaban esparramadas por el suelo y ella se acercó rápidamente a mirar más de cerca. Le llamó la atención una hermosa muñeca de porcelana, ella extendió sus manos y la tomó con cuidado percatándose con tristeza que una de sus manitas y parte de su carita estaba quebrada. ¡Qué bonita era de todos modos! Ella jamás había tenido una tan perfecta como esa. La niña que era su dueña debe estar extrañándola por lo que Marceline se asomó por el costado de la carroza y divisó a una niña de su edad. Sus cabellos castaños lucían perfectos en unos bucles adornados con cintas rojas, el mismo tono de su vestido de terciopelo. La niña de la calle pensó que esa otra niña, completamente diferente a ella, podría estar buscando su muñeca.

-¿Esta es tu muñeca?- Le habló en un buen francés. La niña del vestido de terciopelo, al notar a Marceline, la miró con asco. –Está quebrada, pero aún la puedes usar.-
-Ya estoy grande para eso. Me alegro que se haya quebrado.- Habló en voz baja para que sus padres ni nadie la oyese hablar con una callejera. –Vete de aquí, mugrosa.-
-¿Ya no la quieres?- De pronto sus ojos se iluminaron con la idea de poder quedársela. -¿Te molestaría si me la quedase?-
-¿Qué haces aquí horrenda criatura ladrona? ¡Vete!- Un hombre alto y de buen traje apareció entre ellas. Era el padre de la otra niña. Agarró su bastón y le dio unos cuantos golpes a Marceline que le hizo darse unos tropiezos hasta caer por el ardor de los golpes. -¡Intenta robar mi maletín!-
-¡Alto allí!- Gritó un policía quien posteriormente sopló su silbato. Marceline lo conocía bien, cuando tomaba una manzana de un puesto o sacaba un pan de un canasto ellos siempre la perseguían sonando sus silbatos. Se puso de pie y comenzó a correr.

Corrió rápido por la calle donde casi la impacta un caballo. Corrió rápido y sentía que la costilla le dolía producto del golpe. Corrió y corrió hasta que el silbato ya no lo sintió. Entonces, al fin, detuvo la carrera con el pecho agitándose de arriba abajo y apretando la muñeca contra él. Buscó un pórtico y se sentó en un sucio peldaño de este para recobrar el aliento. Un delicioso aroma a pan recién horneado emanó del interior de la casa dueña del pórtico. Su estómago rugió fatigado y Marceline no tenía fuerzas para volver a ponerse de pie para ir en busca de comida.
Que hambre hacia… ¿Hace cuánto de la última vez que se llevó un poco de comida a la boca? Los días eran cada vez más difíciles desde que aquel hombre francés, quien dio un cerdo en intercambio por ella a su padre, estaba tras las rejas. Era difícil valerse sola. A veces contaba con los otros niños callejeros pero no siempre tenían la suerte de estar todos juntos.
Marceline se acomodó entre los peldaños recostándose lo mejor que pudo allí. No tenía ánimos de ir por un poco de comida, era tarde para ir a dormir en algún albergue los cuales son de cupos limitados, y el cuerpo le dolía enormemente por los golpes del bastón y la falta de comida. Cerró sus ojos, dormir era lo único que quedaba por hacer en ese momento.
Tal vez cuando despertara tendría las energías renovadas. Tal vez jamás volvería a despertar.

Al menos, ahora tenía una muñeca.  


Suis-je meilleure suis-je pire
Qu'une poupée de salon
Je vois la vie en rose bonbon
Poupée de cire poupée de son
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Mensaje por Yves Lébedev Sáb Mayo 03, 2014 7:55 pm

♥ “Si busco en mis recuerdos los que me han dejado un sabor duradero,
si hago balance de las horas que han valido la pena,
siempre me encuentro con aquellas que no me procuraron ninguna fortuna.”





Había conseguido las primeras monedas del día cuando el Sol ya se iba por el horizonte. No sabía con certeza si estaba haciendo algo mal, pero tampoco le importaba mucho. Su deseo jamás fue el de ser el mejor amante pago de Paris ni mucho menos. Con aquellos francos alcanzaría para comer algo. Esa era la finalidad de todo; sobrevivir.
Como de costumbre, comenzó a deambular por las calles. Había refrescado un poco más que las últimas noches, así que prendió los dos botones que aún le quedaban a su raída chaqueta de lana en son de mantenerse abrigado. No sería la primera vez que se enfermara, pero siempre era mejor evitarlo ¿Quién querría besarse, acostarse o siquiera hablar con un muchacho apestado de gripe o alguna otra cosa?

Yves siempre andaba por calles paralelas a las avenidas más transitadas. Quien se inmiscuyese un poco en el tema de lo que era ser cortesano en Paris creería que tal acción era desmesuradamente tonta, pues no; ninguna persona de alta alcurnia seria bien vista deteniéndose a parlotear con un prostituto y mucho menos hacer que éste se subiese a un carruaje o le acompañase a un paseo ante la vista de toda la sociedad. En esas pequeñas calles algo más desoladas era donde los arreglos se daban. Y por allí era donde el solitario ruso gustaba de pasearse. A veces por simple ocio y la mayoría por mera necesidad.

Su mirada siempre era como algo vacía. Amantes de turno el joven comúnmente le decían que sus ojos parecían un estanque sin fondo, pues aquel azulado vislumbrar parecía no proyectar ninguna emoción, era como si los ojos del mancebo no tuviesen nada para decir ¿Pero que podría compartir un joven hambriento que presta su cuerpo por dinero a un Monsieur que poco y nada sabe de la vida cotidiana de alguien que no cuenta con apellido de renombre, ni bienes, ni familia siquiera? Yves odiaba hacerse la idea de tener que relatar sus miserias a otros, sobre todo, a aquellos que jamás habían padecido alguna.

Mientras dilucidaba la idea de donde conseguir alguna taberna abierta a aquellas horas para deleitarse con algún plato de comida caliente –para ese entonces lo que su entrañas anhelaban- se cruzó con una imagen que no pudo comprender a simple vista, por ello se detuvo. Apoyo la rodilla izquierda sobre los oscuros adoquines de la acera para simular atar los desvainados cordones de su calzado para así vislumbrar aquel peculiar retrato con más atención.
Sin notarlo, Yves ya se encontraba mordiendo su labio inferior para el momento en que sintió ese singular escalofrío en su espalda, mismo que aparecía cada tanto, cuando algo o alguien le despertaba recuerdos de su infancia en Moscú.
La jovenzuela en cuestión, yaciendo allí indefensa y soporosa le transportó directamente a los días que dormía en la calle, que nada tenía para comer y a nadie conocía para solicitar auxilio. El ruso llenó sus pulmones de aire, de indignación. A tal punto fue la molestia que invadió su persona, que no tardo dos segundos en cruzar a la acera de enfrente con violentas y grandes zancadas.
- Eh niña, eh, despierta – comenzó a proferirle a la estática muchachita -¿Qué no sabes que no puedes dormir ahí? Levántate – temía parecer blando con una desconocida, pues él ya era conocido en las calles por ser el muchacho más desalmado de la ciudad; los susurros y chismes entre cortesanas decían que nada despertaba interés en el mancebo, seguramente a causa de algún trauma o desequilibrio mental. No quería perder aquella falsa fama hecha por esas vendedoras de humo.

Con los dedos índice y mayor de su mano derecha golpeteó el hombro de la chiquilla de mejillas sucias y pelo alborotado. Quería sacarle de allí enseguida; para borrarse la tontería de proyectarse en ella y porque el hambre ya le estaba incomodando. La ansiedad retumbaba en su estómago.

-Vamos, dime un sitio para que vayamos a comer algo y puede que te invite – añadió si más, en el preciso instante que sus ojos denotaron aquella muñeca rota. La similitud entre el juguete y la muchacha era algo llamativo también.
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Mensaje por Marceline Canterville Dom Mayo 04, 2014 6:49 pm


Había puesto sus pequeñas manos sobre el cristal del ventanal el cual interpretaba enormemente en comparación a lo pequeña que era. Sus ojos se deslumbraron con todo lo que podía ver al otro lado del cristal, un sinfín de muñecas, peluches de felpa con diseños de osos, perros, gatos y cuantos animales más, juguetes de distintas índoles adornaban las repisas si se ponía más atención, pero, sin lugar a dudas, lo que realmente cautivó su atención fue un pequeño carrusel de juguete. Un carrusel de vivos colores que brillaban cuando el sol los tocaba, los caballos eran perfectamente hermosos y dejaban imaginar a la mente infantil un paseo sobre sus lomos. Era un carrusel que servía de caja musical.

Se alzó en las puntas de sus pies para cuando notó a un matrimonio con su hijo acercarse con el dueño del negocio quien tomó el carrusel entre sus manos con una sonrisa encantadora mostrando el juguete a los felices padres. Abrió la parte inferior del carrusel, el supuesto piso, y demostró un uso más para dicho juguete pues servía de joyero o guardador de pequeñas cosas que gustase el pequeño dueño. Pero lo que más le fascinó a la niña al otro lado de la vitrina fue cuando el señor giró la llave del costado del carrusel y la hermosa melodía tierna entró por sus oídos. Por un momento cerró los ojos y se vio así misma danzando en el cielo, entre las nubes, mientras los caballos galopaban a su alrededor. La imaginaría de la niña era un mecanismo para escapar de la realidad.

En poco tiempo una patada la había hecho volver a la realidad. La pequeña cayó al piso, sitio que parecía estar burlonamente destinado para ella. Al alzar la vista se encontró con los ojos furiosos de su padre. Marceline sabía el por qué. En vez de estar en el mercado al asecho de algún bolsillo descuidado, Marceline había escapado hasta las calles comerciales inglesas para encantar sus ojos con las llamativas cosas que se vendían allí.
Mientras su padre le daba una que otra patada llamándola animal y aberración, ella se arrastró por el suelo hasta ganar distancia para ponerse de pie y escapar de los golpes del bebido hombre.

Tenía algo de seis años y sabía lo que era una paliza. Es más, ese día recibiría una de manos de su padre. Siempre era así, si no era por su padre era por alguna persona de mejor clase que ella que despreciara su existencia pobre, o incluso, del mismo sacerdote de la capilla. Aquel hombre que hablaba en nombre de Dios. Marceline y unos niños en una ocasión fueron a pedir por misericordia mendigando un poco de pan pero el sacerdote se repugnó de los vagos y les lanzó un balde de agua helada que terminó por agripar a todos los niños.

Ahora sólo le quedaba correr para cansar a su padre. Si tenía suerte, cuando llegasen al basurero de ¨hogar¨ que tenían el hombre estaría lo suficientemente cansado y mareado por el alcohol que olvidaría reprenderla por no conseguir dinero.
Se hincó en un rincón del callejón que encontró como escondite. Las rodillas las apegó a su cuerpo y cubrió su cabeza rubia con ambos brazos. Primero el silencio reinó por muchos segundos pero después volvió a escuchar la canción. ¿Acaso las personas que compraron el carrusel musical estaban por allí? Sería imposible por la ubicación en que estaba. Ningún rico entraba allí.

Para cuando abrió los ojos se vio así misma sobre las nubes y rodeada del hermoso cielo azul celestino, los caballos danzaban a su alrededor y la música reinaba en cada parte. La felicidad invadió su corazón y Marceline sonrió al encontrarse allí. Fue entonces que la luz se hizo cada vez más blanca y cálida, tan cálida que le olvidaban del frío. Tan clara que se tornaba cegadora.


Abrió los ojos lentamente, sintiendo los párpados tan pesados que parecían negarse a cooperar de darle visión. Escuchaba que alguien le hablaba, era una voz masculina y joven, Marceline a penas la escuchaba y la visión aún le persistió nublosa. Aquella persona le daba pequeños golpecitos mientras hablaba, aún no le entendía, pero escuchó algo de dormir. Marceline al fin pudo esclarecer su visión al cabo de unos segundos. Lo primero que le deslumbró fueron unos preciosos ojos azules como el cielo. ¡El cielo! Por un momento Marceline pensó que era un ángel que venía a buscarle, pero al notarlos con mayor minuciosidad, vio que en esos azulados ojos algo más parecidos a un mar cuya trasmisión única era el vacío.

-Uh…- La rubia se reincorporó lentamente. Instintivamente se llevó la mano a la nuca pues sintió una punzada de pronto en esa zona. ¿Se había desmayado otra vez? El recuerdo del carrusel le vino de pronto a la mente. Siempre terminaba igual aquel recuerdo, con su padre persiguiéndola. ¿A qué se debía el cielo, los caballos y la melodía del final? Eso era nuevo, al igual que esa apaciguadora luz tan clara. Se sentó en el peldaño y analizó a la otra persona al instante que recordaba las palabras que anteriormente él le había dicho.  –Lamento dormirme en la puerta de tu casa.- En mención a lo de que ese no era un sitio para dormir.

El ligero peso de la muñeca en sus manos la hizo recordarla. Eso le dio felicidad, por fin tenía una de esas. Sonrió orgullosa de su adquisición. Lo siguiente que hizo fue fijar sus ojos curiosos en el joven que le despertó del sueño o quién sabe qué trance estaba. Pensó que por su rostro era una persona muy joven, posiblemente en su primera veintena. Sus ojos azules otra vez le llamaron la atención esta vez preguntándose el porqué de esa mirada que no parecía denotar ningún sentimiento. No parecía furioso por su invasión a su pórtico, cosa que la niña daba por hecho,  pero tampoco veía en él algún otro ápice que delata algo en absoluto.

Marceline al fin se puso de pie, mismo instante en que el frío le caló los huesos recordándole sus harapos mojados. No importaba, el viento se encargaría de secarlos. Los sacudió como para parecer una damita presentable aunque la realidad era ridículamente la contraria con esos trapos sucios. Dio su mejor sonrisa al muchacho y, como si conocer algo le llenase de méritos, pronunció orgullosamente.

-Conozco lugares donde ir. No es muy bonito pero dan una buena porción de comida por dinero justo. Sígueme… ¿Cómo te llamas?- Bajo el peldaño que separaba el inicio del pórtico de la vereda de la calle. Ya estando abajo volvió a mirarlo. Hasta entonces lo estaba tratando de tú a tú y quizá era una persona a quien no le gustase ese trato. Por sus atuendos no podía decir que era un hijo de aristocrático señor que se aventuraba a curiosear entre esas calles… Pero a veces existían personas que llegaban a indigestársele el cómo Marceline les tratase con tan pronta confianza.


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Mensaje por Yves Lébedev Lun Mayo 19, 2014 9:15 pm

♥ “Cuando nuestros sueños se han cumplido
es cuando comprendemos la riqueza de nuestra imaginación y la pobreza de la realidad.”




Aunque una silenciosa pena se despertó en él, finalmente sonrió de lado al ver despertar a la chiquilla. Y Mientras ésta parecía retomar su consciencia sentada en uno de los escalones del pórtico de la casa donde ambos se situaban, el mancebo aprovechaba para repasar por los senderos de su mente cuando había sido la última vez que durmió tan profundamente. Con esa última vez en la que soñó algo tan palpable que pareciese real… Esos sueños que llevan a uno a las profundidades del buen descanso.

Le escuchó la vocecita y ello le afirmo que lo que sus ojos habían vislumbrado era cierto, la jovenzuela no llegaba siquiera a los quince años de edad seguramente. Sin embargos sus harapos, algo húmedos y maltratados como los de él, susurraban que la niña habría de ser más madura que las muchachas de su edad, sino quien acarrearía aquella complicada realidad tan fácilmente. Y ella lucia bastante cuerda, por lo menos, su rostro así lo proyectaba.
Vivir en las calles, o pasar la mayor parte del tiempo en ellas era algo que a la larga, generaba –o más bien despertaba- ciertas locuras en la gente. Quizás la soledad, la difícil asunción de la realidad o simplemente el dolor provocado por el rechazo de la sociedad eran enemigos con los que algunas mentes perdían la batalla por el mantenimiento de la cordura. Ser pobre no era un simple asunto de carencias materiales.

- Si esa fuese mi casa, lo que menos me molestaría es que alguien durmiese en la puerta – replicó con una ceja alzada y ese tono particular en su voz que juega entre el francés correcto y uno con dejos de su acento ruso de pequeño. Observando de arriba abajo la fachada de la residencia el joven ya podía hasta imaginarse la calidez de la sala de estar, los aromas de la cocina y la comodidad de las camas. Todo lo que su pequeña habitación en el hostal de mala muerta donde dormía a diario no poseía – Pero pues, si alguien te ve durmiendo por aquí, la policía no tardara en aparecer… Y la policía jode demasiado – comentó rascándose la cabeza, como proyectando sus experiencias vividas con esos infelices que siempre le salían corriendo como si de un ladrón se tratase. Para la guardia de las calles francesas, si eras pobre, eras el culpable de todo. Y Yves se había ligado más de una paliza por discutir de esos temas con los agentes policiales que se cruzaba dos por tres. Tan solo por esos magullones que aun podía recordar sanarse a lo largo de los días, era que no deseaba lo mismo ni para la chiquilla frente a sus ojos, ni para nadie más.
Apenas la rubiecilla informó sobre conocer algún buen sitio donde conseguir una buena ración de alimento, las entrañas del muchacho despojaron un sonido grave, la advertencia para éste de que no se tardasen mucho en llegar al bendito lugar – Lo bonito es lo de menos cuando la comida está caliente ¿No crees? – dijo apurando el paso, si perderse de vista las indicaciones de la jovenzuela a la que seguía algo ansioso – Me llamo Yves ¿Y tú? – cuestionó por mera educación hacia la niña. El ruso conocía a tanta gente de la calle a lo largo de la ciudad, que pocos eran los nombres que en verdad su mente retenía. Aquella regla sin embargo nos e aplicaba para sus clientes asiduos, de ellos lo recordaba todo; su nombre, carruaje, procedencia y hasta alguna que otra historia o manía que les caracterizaba entre los otros. Quizás todos esos datos eran grabados en la cabeza del cortesano más precisamente por conveniencia que por mero interés.

¿Ella tendría frio? No se atrevió a preguntarle, no por vergüenza, sino por lucir demasiado preocupado por alguien que apenas conocía. Ya bastaba con que le invitara con algo de comer ¿No? Yves jamás podía con ese genio complejo que le imposibilitaba relacionarse con otros como su interior deseaba. De todas formas, ya se encontraba bastante conforme con ir al mismo paso junto a alguien. La chiquilla parecía caerle bien, despertando en él alguna gracia singular.

Pero ahora lo que importaba era llegar a ese sitio y devorar aquello que hubiese para callar los gritos del estómago.
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Mensaje por Marceline Canterville Jue Mayo 22, 2014 5:03 pm


Una adorable sonrisa se dibujó en sus pequeños y rosas labios. La muchacha, de aquellas que sienten gratitud por detalles muchas veces minúsculos, se sintió invadida por una sensación de felicidad al estar con aquel joven que, por lo demás, era un total extraño. Sólo al escuchar aquello de que no la echaría si fuese su casa sentenció las palabras adecuadas para que un funcionamiento en su cerebro liberara sensaciones de alegría. ¿A cuántas personas conocía así? La mayoría terminaba persiguiéndola con una escoba. Peor aún, lanzándole un balde de agua helada, de aquellas que la mantenían tiritando el resto de la noche.

-La policía…- Recordó el reciente evento con un policía. Por completo lo había olvidado después de caer en aquel profundo sueño que de algún modo revivió recuerdos ya pasados. Llevó la mirada hacia la muñeca que aún conservaba. –La mayoría del tiempo la policía hostiga a las personas incorrectas y hacen la vista gorda al verdadero criminal.- Susurró, entrecerrando los ojos. Dictar las veces que fue testigo de las injusticias de la ley sería una tarea ardua y eterna. La más grave, cuando una carroza de una familia rica arroyó a uno de los niños de la calle a vista de la policía pero nada hicieron por el niño que yacía inerte en medio de la calle y nadie enjuició al millonario hombre que sólo estaba preocupado de llegar tarde a su cena.
-¿También has sido víctima de la policía? Deberíamos crear una asociación social- O algo así era lo que escuchaba de otras personas de su índole. -Que evalúe el mal uso que le dan ellos al uniforme de policía.- Bromeó utópicamente. -¿Yves?- Paladeó el nombre del joven de ojos azules. Era primera vez que conocía a alguien que llevase ese nombre. Era un nombre extraño e interesante. –Tienes un bonito nombre. Eres la primera persona que conozco que tiene un nombre así - Asintió con la cabeza, sonriente. La rubia quizá pecaba de parlanchina. Algo relativamente normal en personas que aún tienen raíces en la etapa infantil. –Conozco a muchas personas por las calles, muchos tienen nombres extraños que me cuesta pronunciar. Por ejemplo, los nombres franceses.- Hizo una pausa. -¡Sus nombres! Vaya, que difícil son de pronunciar. Hay un chico que mendiga en el mercado, jamás he podido pronunciar su nombre. Es como pegar la lengua al paladar. –Hizo el acto de poner la punta de la lengua en su paladar y pronunciar un maltratado nombre. -¿Ves? Nunca me sale algo humano.- Río divertido. –Por cierto, yo me llamo Marceline.- Contestó al fin la pregunta del joven. –Como se escucha, es fácil de pronunciar.-

Giró en una curva entrando en un callejón estrecho y solitario asegurándose de que aquel muchacho llamado Yves le siguiera sin perderse. Por lo visto, el joven no tenía problemas en entrar y salir de los callejones tal como si los  conociera de hace tiempo. Quizá llegaba a conocer las calles como la palma de su mano al igual que ella. Tal vez no tanto las que transitaban en ese momento y por eso antes la había despertado con la intención de buscar algún lugar donde comer, pero seguramente conocía muy bien el resto de calles, sólo era cuestión de ubicación en el perímetro. Cuando se pasa gran parte de la vida en la hostilidad de las calles, las personas se vuelven naturalmente en gatos o perros callejeros. Su sentido de orientación se desarrolla más que cualquiera y la adaptación a nuevas experiencia se les daba de una manera más fácil que al resto.

-Yves, no eres de aquí, ¿cierto?- Se adelantó unos pasos para quedar en frente del joven muchacho de indescifrable mirada. Marceline comenzó a caminar de espaldas para no dejar de mirarle. –Tienes un acento dentro de tu buen francés. ¿Eres ucraniano? ¿Ruso? ¿Croata?- Trató de adivinar haciendo memorias de todas las personas que conocía y hablaban con un acento similar. -¿Cómo llegaste hasta aquí?-

Aún quedaba un trecho amplio de camino por recorrer y tuvo el deseo de entablar conversación con el joven de cabellos rubios. Tal vez no era un joven que se diera a las conversaciones fluidas, pero Marceline deseaba conocer más de él. En mucho tiempo no había conocido a una persona que la despertase de una forma como la hizo él. Sin maltratos ni ascos. Y, aunque no lo demostrara, con algún grado de amabilidad. Marceline llevaba a penas unos cuantos minutos de conocerlo y ya sentía simpatía por esa persona. Como un perro que mueve la cola emocionado cuando alguien le da una palmada en la cabeza en vez de una patada.  


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Mensaje por Yves Lébedev Jue Jun 12, 2014 5:59 pm

A veces las cosas más simples, cotidianas o comunes para muchos, son las más particulares para otros.
Quizás por eso mismo, mientras sus oídos se hacían con el palabrerío agudo e incesante de la rubiecilla, Yves trató de recordar cuando había sido la última vez que mantuvo un dialogo sostenido con alguien que le interesase cuestionar algún que otro dato sobre su persona.
Los clientes hablaban bastante sí, pero más bien generaban inmensos monólogos donde generalmente eran ellos los que descargaban todas sus aflicciones y puntos de vista de manera bastante egoísta, así que el cortesano quedaba total y prácticamente ligado a simplemente servir de mero oyente.
Y no era que el ruso quisiese andar contando de sus inquietudes personales –nulas casi en verdad- pero en ciertos momentos mentiría si no confesaba que se le despertaba cierta curiosidad por saber cómo se sentiría que otro le solicitase una opinión en vez de simplemente un mudo y no tan sincero asentimiento con la cabeza.

Marceline –así se llamaba su acompañante – poseía labios bellos. Movía los mismos velozmente, apenas dándose tiempo para remojarlos con su lengua, como si el tiempo le jugase como enemigo; una batalla contra reloj para expresar todo lo que deseaba.
Alguna de las palabras que utilizaba eran de las que se esperaría escuchar de una dama de mayor edad.
Yendo unos años atrás en su memoria, Yves recordó escuchar tantos vocablos de otros que luego utilizo en más de una frase sin siquiera saber lo que esas palabras realmente significaban. Debía ser todo por aquella necesidad de aparentar ser mayor, o tan solo parte de algo. Algo que ni siquiera comprendía.
Lo cierto es que para esos años, el jovencillo tampoco entendía porque le tocaban vivir todas aquellas miserias a él y a otros no. Tal vez si adoptaba esos vocabularios que sus oídos captaban por ahí, los males se irían y pasaría a ser todo un Monsieur mágicamente. Pero lamentablemente Yves jamás creyó en ese tipo de sucesos fantásticos.

- Nací en Rusia – comentó observando a la parlanchina, cerrando el puño de su mano derecha en ese preciso instante en que su procedencia se escapó a través de sus carnosos labios. Solo nombrar las tierras del este hacía que un cosquilleo incomodo –algo así como un escalofrío pero sin erizarle- le recorriese por el cuerpo.
No, Yves no odiaba a su patria ni le repudiaba, pero todos sus recuerdos de Rusia estaban ligados –queriéndolo así o no- a sus padres, a la miseria que ellos le ofrecían en bandeja sin siquiera inmutarse al respecto y sobre todo,  a la forzada huida del castaño de su hogar, paseándose sacrificadamente por toda Europa hasta finalmente arribar a Francia y encontrar un lugar donde creer poder asentarse.
Se negaba a caer en la tristeza de revivir esos días en su cabeza, por lo menos no en ese momento. Para él ya era más que suficiente ver ese peso emocional cincelado en su mirada. Sus ojos nunca pudieron dejar ese sentimiento atrás y Yves simplemente no sabía el porqué de ello.
- Es un lugar bastante frio ¿Sabias? La gente así como nosotros muere titiritando en invierno – hizo una mueca, moviendo sus labios a un lado, como si dos sentimiento le invadiesen a la vez;  por un lado la tristeza por aquella realidad que afectaba a los pobres de su país y por otro, la tranquilidad, ya que en Francia el clima no era tan severo como para arrebatarles el último aliento a casi nadie.
Sin siquiera notarlo, el cortesano se había encasillado junto a la rubiecilla en un “nosotros”. Paso por alto tal gesto para no aterrarse al respecto.

Se detuvo un instante para poder atar los cordones sueltos de una de sus desgastadas botas allí mismo, en el medio de aquel callejón oscuro por donde ambos transitaban ¿Por qué tenerle miedo a tal lugar, mejor dicho, a su lugar? La costumbre de pasearse por aquellos senderos penumbrosos era tal, que Yves había perdido hasta el habito de mirar por encima de su hombro cada vez que sentía un ruido a sus espaldas. Eso podía verse como gran confianza o demasiado desinterés en cualquier cosa que pudiese pasarle.
- Llegue viajando mucho. Ni te imaginas cuanto ¿Y tú como llegaste aquí? – cuando hizo la pregunta, señalo el camino de adoquines que se presentaba delante a ellos. Se refería a la calle.

Y en ese ámbito él sabía, todos los sin techo tenían una historia única para contar.
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Mensaje por Marceline Canterville Jue Jun 19, 2014 4:02 pm

Algunos seres son tan pobres de alma que anhelarían poder comprar un corazón que lata lleno de sentimientos, es allí su amargura ante tan grande carencia. Existen quienes son pobres en amabilidad y pierden grandes momentos de sus vidas por su poca empatía con quienes los aprecian. Pero la pobreza que más puebla el mundo es de quienes sufren la pobreza de tesoros. Aquellos que se convierten en el gran dolor de cabeza de las altas monarquías que rigen los reinos del mundo.

Ella no tenía un alma pobre, tampoco su ser estaba falto de amabilidad. Todo lo contrario pues pese a lo adverso de la vida que le tocaba cruelmente vivir como si fuese golpes de látigos a cuesta y constantes, felizmente ella era una persona cuyo espíritu era puramente bondadoso. Pero sí sufría lo que es padecer de las penurias de pobreza de tesoros, de dinero que sirviese de sustento vital para el diario vivir. A su joven edad ella sabía que era desfallecer por la fatiga de la hambruna, pasar frío por la falta de abrigo y las privaciones de poder tener algo realmente bonito en sus manos. Pero, sin embargo, tenía la fuerza natural para sonreír a cada día que nacía con el sol saliendo del horizonte. Con la capacidad de sorprenderse con cada detalle que la vida le regalaba. En esos momentos, la compañía de aquel joven que si bien era un perfecto extraño y no llevaba nada de conocerlo, en Marceline nacía una gran simpatía por su persona.

La rubia tuvo que parpadear un par de veces como si así saliera de una ensoñación que pasajeramente la atrapó en su fantasía. Marceline, al estar un paso más delante del joven sirviéndole de guía, se detuvo de pronto para voltear y mirarlo con expectación mientras colocaba una mano sobre sus propios labios, por fin, guardando por segundos algo de silencio.

-¿Rusia?- Repitió con asombro. Sabía que era un país lejano y frío por lo que escuchó alguna vez de comentarios ajenos. Una vez conoció como era Rusia por medio de una ilustración que un hombre dibujaba en el boulevard. –Rusia es un país bonito.- Sonrió afirmando con convicción como si la propia rubia hubiese viajado alguna vez a tal sitio. –Sus castillos parecen pastelillos.- Recordó las cúpulas de hermosos y grandes castillos rusos dibujados en aquel lienzo grande. -¡Vaya! Sí que has viajado desde muy lejos. Pero es bueno que estés ahora aquí.- Asintió fielmente. –Porque si te hubieses quedado y muerto congelado no te habría conocido.-

La muchacha de cabellos rubios aguardó mientras su acompañante se ataba las agujetas de sus botas. Meditó en la pregunta de Yves llevando la mirada hacia delante en el camino que tantos siglos sabía de las penurias de personas como ellos.

–Yo llegué aquí…Con un señor. Él era un francés que estaba de paso en Inglaterra.- Ladeó un poco el rostro, tomándose unos segundos antes de proseguir. –Conversó con mi padre a quien le ofreció un cerdo irlandés a cambio de mí.- Confesó y alzó los hombros. Todavía a esas alturas no comprendía que llevaba a un padre a permutar a una hija por un porcino. No le dolía, ni siquiera existía rencor, sólo lamentaba el no poder tener la posibilidad de aspirar a su amor nunca más. Nunca existió afecto de su progenitor hacia ella, de todos modos. -¡Mira! ¡Ya hemos llegado!- Marceline reanimó la marcha y comenzó a caminar a paso apresurado casi dejando atrás al ruso. -¡Vamos, es por aquí!-

Con apoteosis, le llamaba por su nombre unos pasos más adelante. Definitivamente se detuvo y apuntó pertinazmente con su dedo índice un restaurante casi oculto entre tantos angostillos de callejones. Un restaurante cuyas paredes eran de madera barata y una techumbre que sólo servía para cubrir de la lluvia y el sol más no para la cimentación de un segundo piso. No era necesariamente un lugar fenomenal pero sí cómodo para comer algo y ¿Qué mejor que el precio? Hasta donde Marceline sabía, era lo más asequible para el bolsillo de la gente que vagabundeaba por las calles francesas.

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