Life in Paris (+18)

Un farol rojo, estandarte del vicio, colgado de la extremidad de una barra balanceaba su carcasa a los cuatro vientos, por encima una puerta maciza y carcomida. Un corredor sucio, que olía a carne humana daba sobre un cobertizo donde buscaban comida algunos gallos y gallinas, mas flacos que sus alas. Sobre la muralla que servía de recinto al patio y situada al lado oeste, se habían practicado parsimoniosamente diversas aberturas cerradas por un postigo enrejado. El musgo recubría este cuerpo del edificio que sin duda alguna había sido un convento y servía en la actualidad, junto con el resto de la vivienda de morada de todas estas mujeres que mostraban cada día, a quienes entraban, el interior de su vagina a cambio de un poco de oro.

Yo estaba sobre el puente, cuyas pilastras se sumergían en el agua fangosa de un foso circundante. Desde su superficie elevada contemplaba en el campo esta construcción encorvada sobre su vejez y los más pequeños detalles de su arquitectura interior. A veces la reja de un postigo se elevaba sobre si misma rechinando, como por el impulso ascendente de una mano que violentara la naturaleza del hierro: Un hombre mostraba la cabeza por la abertura despejada a medias, adelantaba los hombros sobre los caía el yeso desconchado. Y tras ellos salía en una operación de extracción laboriosa el resto de su cuerpo cubierto de telas de araña. Poniendo sus manos, a modo de Corona sobre las inmundicias de toda clase que aplastan el suelo con su peso, con la pierna enganchada todavía en la reja retorcida, recobraba su postura natural, se iba a enjuagar las manos en una tina roja, cuya agua jabonosa había visto ascender y caer a generaciones enteras y se alejaba después, lo más deprisa posible , de esas callejuelas de los arrabales, para ir a respirar aire puro al centro de la ciudad.

Cuando el cliente había salido, una mujer completamente desnuda se presentaba afuera, por el mismo procedimiento , y se dirigía a la misma tina. Entonces los gallos y gallinas acudían en tropel desde los distintos puntos del patio, atraídos por el olor seminal, la tiraban, a pesar de sus vigorosos esfuerzos, pateaban la superficie de su cuerpo como si fuese un estercorelero y desmenuzaban a picotazos hasta que saliese sangre los labios fláccidos de su hinchada vagina. Las gallinas y los gallos con el gaznate atiborrado, volvían a escarbar la hierba del patio; la mujer, ya limpia se levantaba temblorosa, cubierta de heridas como cuando uno se despierta de una pesadilla. Dejaba caer el paño que había traído para limpiarse las piernas; como ya no necesitaba la tina común, regresaba a su cubil, tal y como había entrado, para esperar otro servicio.

Ante tal espectáculo, ¡Yo mismo desee penetrar en esa casa! Me disponía a bajar del puente cuando vi sobre el entablamiento de un pilar la siguiente inscripción en caracteres hebreos: “Usted, que atraviesa este puente, no vaya a esa casa. El crimen reside junto con el vicio; cierto día , sus amigos esperaron en vano a un joven que había flanqueado la fatídica puerta”.

(Pero la curiosidad puede más que el temor para el recién llegado a París y al cabo de unos instantes, llega ante un postigo cuya reja poseía sólidos barrotes que se entrecruzaban estrechamente, por los cuales espiaba en el interior a través de tan espeso tamiz. Por un instante no pude ver nada; pero no tarda en distinguir los objetos que se hallaban en la oscura habitación, gracias a los rayos de sol que rebajaba su luz y pronto iba a desaparecer en el horizonte.)