AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Un rencuentro en plena madrugada - BSTE (Rowena)
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Un rencuentro en plena madrugada - BSTE (Rowena)
Paris 1806
Caminó por el centro de la nave, con su cabello negro sujeto por una simple cinta de terciopelo rojo y cubierto por un velo negro. Vestía un traje de dos piezas en terciopelo color marfil cubierto por una capa negra con un delicado adorno recorriendo sus bordes, en sus pies unas delicadas botas acordonadas que hacen juego con toda su vestimenta. Apenas entrar, contemplando en todo momento el santísimo, en el altar mayor, se acuclilla en el pasillo, para luego levantarse lentamente y recorrer la distancia que la separaba del altar, volvió a postrarse y tras persignarse con devota pasión, con sus ojos perdidos en el sagrario, comienza su silencioso rezo – padre nuestro que estás en los cielos... - dice en voz baja para luego continuar, con sus ojos cerrados, la oración. Solo se observa el moviendo suavemente sus labios, desgranando aquel pedido, que parece una antigua letanía. Por momentos golpea su pecho – por mi culpa, por mi culpa... por mi grandisima culpa... - vuelve a levantar, apenas en un susurro su dulce y sensual, su voz, para luego continuar con el silencioso y lastimero rezo.
Así continuó durante casi una hora, con sus rodillas clavadas en el piso helado, porque había levantado un poco su vestido para que en esa simple penitencia, aquel mundano dolor, pudiera expiar, en algo, el pecado de haber amado a quien no era licito, - pero quien mas que tú puede entender que un sentimiento tan puro como el que sentíamos no podía ser tomado por sacrílego – caviló con sus parpados entornados, sus pestañas cuajadas de lagrimas como los pétalos de una rosa, pesados por el rocío de la mañana. Pero bien sabía que si aquel buen hombre ya no caminaba en ésta tierra era solo por el amor que ella le había obsequiado, - si tan solo no lo hubiera amado – se reprendió. Tenia miedo, no de lo vivido, eso ya era un triste recuerdo. Su terror tenía nombre y apellido y unos hermosos ojos azules. Temía que su obsesión por vengar aquella injusta muerte de su pasado, terminara poniendo en peligro al ser que hoy le importaba, al hombre que era su prometido. Sus ojos se abrieron inmersos en una gran confusión, pues hasta ese momento no se había percatado que en verdad, no era el miedo a que la misión fracasara, o las bajas en vidas humanas o económicas que pudiera cobrar el ansiado fin. Nada de eso importaba o quebraba el descanso de sus noches, haciendo que cruzara la ciudad a las cinco de la mañana para entrar en completo silencio a la Catedral de Paris. No, solo un hombre estaba logrando que su mundo y sus metas de trastocaran, y por cierto que eso no le gustaba, ella se había jactado de no necesitar a nadie, pero allí estaba, suplicando porque la reunión con el virrey saliera tal como lo habían planeado y su prometido volviera sano y salvo.
- ¿Que habrá sucedido? - se sentó en sus tobillos mientras volvía a persignarse para luego con dificultad levantarse de aquel lugar y tomar asiento en una de las primeras bancas. - Dios, dime que puedo hacer, que quieres que te entregue a cambio de su seguridad – susurró en voz baja, cuando en ese momento unas monjas pasaron a su lado inclinando la cabeza en señal de saludo a lo que ella respondió del mismo modo – pero... no me pidas eso... sabes bien que no tengo materia de beata – le dijo mirando seriamente el Cristo crucificado, - eso sería un total fraude... y lo sabes – le hablaba como si pudiera escucharla. Suerte que a esas horas la nave estaba vacía porque de haber algún feligrés hubiera asegurado que la extranjera deliraba.
Bajó su cabeza, miró sus manos que seguían unidas como en un rezo, suspiró, era inútil, hasta que no tuviera carta de Scott o de alguno de sus colaboradores, no podría saber si todo estaba bien. - Si al menos pudiera tener a una persona con quien poder desahogarme -. Pensó en aquella joven que había conocido apenas llegar a Paris, esa mujer, la había acercado a los integrantes de la Logia, - bueno, mas bien solo me habló de ellos, pero eso fue suficiente para que decidiera apoya su lucha y de paso lograr mis intenciones de venganza – pensó – venganza... ¿de que me serviría si llegara a perderle? - frotó sus manos, estaban heladas, suspiró nuevamente, - sería mejor volver – caviló, pero no sabía porqué no lo hizo, se quedó en ese lugar, en el que sentía la colmaba de una paz especial. Prefería quedarse, hasta que los rayos del sol cubrieran con su luz la ciudad. Allí se quedó, en recogimiento, suplica y lamento, pidiendo por el alma de un amor perdido y la vida de un amor que lentamente iba naciendo en su corazón destrozado.
Caminó por el centro de la nave, con su cabello negro sujeto por una simple cinta de terciopelo rojo y cubierto por un velo negro. Vestía un traje de dos piezas en terciopelo color marfil cubierto por una capa negra con un delicado adorno recorriendo sus bordes, en sus pies unas delicadas botas acordonadas que hacen juego con toda su vestimenta. Apenas entrar, contemplando en todo momento el santísimo, en el altar mayor, se acuclilla en el pasillo, para luego levantarse lentamente y recorrer la distancia que la separaba del altar, volvió a postrarse y tras persignarse con devota pasión, con sus ojos perdidos en el sagrario, comienza su silencioso rezo – padre nuestro que estás en los cielos... - dice en voz baja para luego continuar, con sus ojos cerrados, la oración. Solo se observa el moviendo suavemente sus labios, desgranando aquel pedido, que parece una antigua letanía. Por momentos golpea su pecho – por mi culpa, por mi culpa... por mi grandisima culpa... - vuelve a levantar, apenas en un susurro su dulce y sensual, su voz, para luego continuar con el silencioso y lastimero rezo.
Así continuó durante casi una hora, con sus rodillas clavadas en el piso helado, porque había levantado un poco su vestido para que en esa simple penitencia, aquel mundano dolor, pudiera expiar, en algo, el pecado de haber amado a quien no era licito, - pero quien mas que tú puede entender que un sentimiento tan puro como el que sentíamos no podía ser tomado por sacrílego – caviló con sus parpados entornados, sus pestañas cuajadas de lagrimas como los pétalos de una rosa, pesados por el rocío de la mañana. Pero bien sabía que si aquel buen hombre ya no caminaba en ésta tierra era solo por el amor que ella le había obsequiado, - si tan solo no lo hubiera amado – se reprendió. Tenia miedo, no de lo vivido, eso ya era un triste recuerdo. Su terror tenía nombre y apellido y unos hermosos ojos azules. Temía que su obsesión por vengar aquella injusta muerte de su pasado, terminara poniendo en peligro al ser que hoy le importaba, al hombre que era su prometido. Sus ojos se abrieron inmersos en una gran confusión, pues hasta ese momento no se había percatado que en verdad, no era el miedo a que la misión fracasara, o las bajas en vidas humanas o económicas que pudiera cobrar el ansiado fin. Nada de eso importaba o quebraba el descanso de sus noches, haciendo que cruzara la ciudad a las cinco de la mañana para entrar en completo silencio a la Catedral de Paris. No, solo un hombre estaba logrando que su mundo y sus metas de trastocaran, y por cierto que eso no le gustaba, ella se había jactado de no necesitar a nadie, pero allí estaba, suplicando porque la reunión con el virrey saliera tal como lo habían planeado y su prometido volviera sano y salvo.
- ¿Que habrá sucedido? - se sentó en sus tobillos mientras volvía a persignarse para luego con dificultad levantarse de aquel lugar y tomar asiento en una de las primeras bancas. - Dios, dime que puedo hacer, que quieres que te entregue a cambio de su seguridad – susurró en voz baja, cuando en ese momento unas monjas pasaron a su lado inclinando la cabeza en señal de saludo a lo que ella respondió del mismo modo – pero... no me pidas eso... sabes bien que no tengo materia de beata – le dijo mirando seriamente el Cristo crucificado, - eso sería un total fraude... y lo sabes – le hablaba como si pudiera escucharla. Suerte que a esas horas la nave estaba vacía porque de haber algún feligrés hubiera asegurado que la extranjera deliraba.
Bajó su cabeza, miró sus manos que seguían unidas como en un rezo, suspiró, era inútil, hasta que no tuviera carta de Scott o de alguno de sus colaboradores, no podría saber si todo estaba bien. - Si al menos pudiera tener a una persona con quien poder desahogarme -. Pensó en aquella joven que había conocido apenas llegar a Paris, esa mujer, la había acercado a los integrantes de la Logia, - bueno, mas bien solo me habló de ellos, pero eso fue suficiente para que decidiera apoya su lucha y de paso lograr mis intenciones de venganza – pensó – venganza... ¿de que me serviría si llegara a perderle? - frotó sus manos, estaban heladas, suspiró nuevamente, - sería mejor volver – caviló, pero no sabía porqué no lo hizo, se quedó en ese lugar, en el que sentía la colmaba de una paz especial. Prefería quedarse, hasta que los rayos del sol cubrieran con su luz la ciudad. Allí se quedó, en recogimiento, suplica y lamento, pidiendo por el alma de un amor perdido y la vida de un amor que lentamente iba naciendo en su corazón destrozado.
Última edición por Ines Tejeda y Luna el Dom Jun 08, 2014 5:39 pm, editado 1 vez
Keera Lee- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 01/03/2014
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Localización : Paris
Re: Un rencuentro en plena madrugada - BSTE (Rowena)
Abrió los ojos desde hace un par de minutos pero lo profundo de la oscuridad en su alcoba la privaba de una visión completamente perfecta. Así era siempre, madrugaba y esperaba que la primera luz que entrase en su alcoba le diera la excusa perfecta para ponerse de pie e iniciar el día sin tener a cuesta el despertarse dos horas antes de lo esperado.
Pero esa madrugada consideró insulso tener que esperar más para dar comienzo a su cotidiana jornada. Con cuidado movió la mano diestra hasta la mesa auxiliar alcanzando un candelabro de tres velas las cuales encendió para darse una visión más óptima de su cuarto si bien no era algo que le hiciese falta. Apoyó los pies descalzos en el frío suelo, acto seguido se puso unas finas zapatillas de seda color plata. Ahora sus pasos se dirigieron en dirección a la salida de su cuarto, tomó con su delgada mano el picaporte de la puerta y lo giró suavemente para no provocar ruido alguno que alertara a otros de su presencia. Así era Rowena, el fantasma pálido del castillo Lumia. La mujer de las nieves.
Salió al pasillo transitándolo con pasos cautos y silenciosos, como una esfinge que levitaba por un museo de colección de esculturas. El cabello blanco estaba suelto como pocas veces lo lucía, su rostro se iluminaba por la tenue luz de las velas. Detuvo su marcha en una ventana del castillo, Rowena colocó el candelabro en el marco de piedra del colosal monumento a la vanidad, posteriormente apoyó las manos pequeñas en el borde y dio un vistazo hacia el exterior percatándose que la oscuridad tardaría un tanto más en festejar antes de dar paso a la luz del día.
-Señorita, hoy está de pie más temprano que lo usual.- Una voz a su espalda se pronunció dándole alcance antes de que se sumiera en su mundo interior.
-Hoy tengo muchas cosas por hacer. Debo empezar más temprano.- Se excusó la peliplateada. –Por favor, prepáradme la tina para darme un baño, también alístame un traje para ponerme.-
La sirvienta hizo una leve reverencia bajando su cabeza y retirándose a los pocos segundos para cumplir con los deseos de la señorita Lumia. La joven duquesa, en tanto, apreció por última vez esa fría oscuridad que se desplegaba afuera de su castillo el cual por mucho tiempo fue una prisión más que un hogar. Entrecerró sus ojos y en un inconsciente acto se abrazó a sí misma. En parte por el frío, en parte por una forma de autoprotección. Esa oscuridad era la misma que alguna vez se llevó a su querido hermano dejándola en la angustia e incertidumbre de no saber qué pasó con él.
Una hora después, yacía dentro de la lujosa y llamativa carroza de la familia Lumia. Aquel medio de transporte conocido por ser una construcción hecha en su totalidad por plata pura. La duquesa de Francia, con su rostro inexpresivo y su mirada que auspiciaba al vacío de un invierno eterno, por dentro se sentía avergonzada de trasladarse en su interior pues sabía cómo las voces de los menos afortunados se expresaban resentidas señalando a los Lumia como unos descarados que se jactaban de los lujos vanidosos mientras el pan y el bienestar escaseaba en las calles parisenses. Por suerte, aún era demasiado temprano y las calles estaban medianamente descongestionadas de personas. Rowena acomodó un velo azul que descendía desde su tocado capilar hasta cubrir por completo su rostro. Aquel azul que hacía juego con sus ojos y el color de su vestido oceánico.
El carruaje hizo su primera parada en la Catedral de Notre Dame. Uno de los caballos relinchó ante el jalón de sus correas por parte del chofer, su relinchar captó la atención de uno que otro vagabundo que circulaba por el sector. El lacayo abrió la puerta y ayudó a la duquesa a bajar del carruaje que parecía ser su palpitante vergüenza. La joven de cabellos blancos fue hasta los dos caballos y acarició suavemente la frente de cada uno sintiendo compasión por esas pobres criaturas que debían jalar todo el peso del narcicismo forjado en plata.
Levantó su vestido para escalar los peldaños de la entrada. Al ingresar a la catedral vio la presencia de un sacerdote y nadie más a primera vista. Rowena se persignó en la entrada de la casa de Dios y tocó la fuente del agua bendita hundiendo sus delgados dedos para humedecerlos en aquel líquido sagrado. Llevo los dedos a su frente e hizo la señal de la cruz.
Intentó que sus pasos fueses enmudecidos a cada paso para no alertar a los posibles presentes de su persona en la catedral. Sin querer se había vuelto una figura pública popular y reconocible, popular por ser la duquesa francesa más joven de todas, la pequeña usurpadora del título que le pertenecía a su hermano mayor, y reconocible por sus características físicas particulares como son su cabello blanco como la nieve, sus ojos azules como el océano y su piel pálida cuyos labios y mejillas rosas sobresaltaban en medio de la nevada presencia.
La presencia de una joven dama le llamó la atención. Rowena detuvo sus pasos por unos instantes analizándola desde su perspectiva. Parecía, a simple vista, acongojada y sumida en un mar de penurias. Sintió que no debía molestarla en medio de sus oraciones, la duquesa se dispuso a tomar asiento en una de las bancas de madera hacia el lado más apartado de la catedral pero la intuición le indicaba que aquella joven la conocía. Se acercó sigilosamente hacia ella hasta tomar asiento en la banca que quedaba detrás de ella, al escuchar sus suplicas se atrevió, al fin, a anunciar su presencia.
-Dios nos ha preparado un curioso reencuentro en la oscuridad, señorita Tejeda y Luna.- Habló la duquesa con voz dócil y calmada. Ines Tejeda y Luna, era difícil olvidar un apellido que hacía honor a su astro favorito. Además, una conversación breve y cautelosa las había presentado anteriormente en otro momento. La joven muchacha proveniente desde el nuevo continente tenía en sus manos y corazón una misión digna del aprecio de los Lumia. -Lamento importunadle con mi intromisión.- Se disculpó mientras fijaba la vista en su cabello oscuro, tan en contraste con el suyo, y en ese sencillo pero bonito cinto de terciopelo rojo.
Pero esa madrugada consideró insulso tener que esperar más para dar comienzo a su cotidiana jornada. Con cuidado movió la mano diestra hasta la mesa auxiliar alcanzando un candelabro de tres velas las cuales encendió para darse una visión más óptima de su cuarto si bien no era algo que le hiciese falta. Apoyó los pies descalzos en el frío suelo, acto seguido se puso unas finas zapatillas de seda color plata. Ahora sus pasos se dirigieron en dirección a la salida de su cuarto, tomó con su delgada mano el picaporte de la puerta y lo giró suavemente para no provocar ruido alguno que alertara a otros de su presencia. Así era Rowena, el fantasma pálido del castillo Lumia. La mujer de las nieves.
Salió al pasillo transitándolo con pasos cautos y silenciosos, como una esfinge que levitaba por un museo de colección de esculturas. El cabello blanco estaba suelto como pocas veces lo lucía, su rostro se iluminaba por la tenue luz de las velas. Detuvo su marcha en una ventana del castillo, Rowena colocó el candelabro en el marco de piedra del colosal monumento a la vanidad, posteriormente apoyó las manos pequeñas en el borde y dio un vistazo hacia el exterior percatándose que la oscuridad tardaría un tanto más en festejar antes de dar paso a la luz del día.
-Señorita, hoy está de pie más temprano que lo usual.- Una voz a su espalda se pronunció dándole alcance antes de que se sumiera en su mundo interior.
-Hoy tengo muchas cosas por hacer. Debo empezar más temprano.- Se excusó la peliplateada. –Por favor, prepáradme la tina para darme un baño, también alístame un traje para ponerme.-
La sirvienta hizo una leve reverencia bajando su cabeza y retirándose a los pocos segundos para cumplir con los deseos de la señorita Lumia. La joven duquesa, en tanto, apreció por última vez esa fría oscuridad que se desplegaba afuera de su castillo el cual por mucho tiempo fue una prisión más que un hogar. Entrecerró sus ojos y en un inconsciente acto se abrazó a sí misma. En parte por el frío, en parte por una forma de autoprotección. Esa oscuridad era la misma que alguna vez se llevó a su querido hermano dejándola en la angustia e incertidumbre de no saber qué pasó con él.
Una hora después, yacía dentro de la lujosa y llamativa carroza de la familia Lumia. Aquel medio de transporte conocido por ser una construcción hecha en su totalidad por plata pura. La duquesa de Francia, con su rostro inexpresivo y su mirada que auspiciaba al vacío de un invierno eterno, por dentro se sentía avergonzada de trasladarse en su interior pues sabía cómo las voces de los menos afortunados se expresaban resentidas señalando a los Lumia como unos descarados que se jactaban de los lujos vanidosos mientras el pan y el bienestar escaseaba en las calles parisenses. Por suerte, aún era demasiado temprano y las calles estaban medianamente descongestionadas de personas. Rowena acomodó un velo azul que descendía desde su tocado capilar hasta cubrir por completo su rostro. Aquel azul que hacía juego con sus ojos y el color de su vestido oceánico.
El carruaje hizo su primera parada en la Catedral de Notre Dame. Uno de los caballos relinchó ante el jalón de sus correas por parte del chofer, su relinchar captó la atención de uno que otro vagabundo que circulaba por el sector. El lacayo abrió la puerta y ayudó a la duquesa a bajar del carruaje que parecía ser su palpitante vergüenza. La joven de cabellos blancos fue hasta los dos caballos y acarició suavemente la frente de cada uno sintiendo compasión por esas pobres criaturas que debían jalar todo el peso del narcicismo forjado en plata.
Levantó su vestido para escalar los peldaños de la entrada. Al ingresar a la catedral vio la presencia de un sacerdote y nadie más a primera vista. Rowena se persignó en la entrada de la casa de Dios y tocó la fuente del agua bendita hundiendo sus delgados dedos para humedecerlos en aquel líquido sagrado. Llevo los dedos a su frente e hizo la señal de la cruz.
Intentó que sus pasos fueses enmudecidos a cada paso para no alertar a los posibles presentes de su persona en la catedral. Sin querer se había vuelto una figura pública popular y reconocible, popular por ser la duquesa francesa más joven de todas, la pequeña usurpadora del título que le pertenecía a su hermano mayor, y reconocible por sus características físicas particulares como son su cabello blanco como la nieve, sus ojos azules como el océano y su piel pálida cuyos labios y mejillas rosas sobresaltaban en medio de la nevada presencia.
La presencia de una joven dama le llamó la atención. Rowena detuvo sus pasos por unos instantes analizándola desde su perspectiva. Parecía, a simple vista, acongojada y sumida en un mar de penurias. Sintió que no debía molestarla en medio de sus oraciones, la duquesa se dispuso a tomar asiento en una de las bancas de madera hacia el lado más apartado de la catedral pero la intuición le indicaba que aquella joven la conocía. Se acercó sigilosamente hacia ella hasta tomar asiento en la banca que quedaba detrás de ella, al escuchar sus suplicas se atrevió, al fin, a anunciar su presencia.
-Dios nos ha preparado un curioso reencuentro en la oscuridad, señorita Tejeda y Luna.- Habló la duquesa con voz dócil y calmada. Ines Tejeda y Luna, era difícil olvidar un apellido que hacía honor a su astro favorito. Además, una conversación breve y cautelosa las había presentado anteriormente en otro momento. La joven muchacha proveniente desde el nuevo continente tenía en sus manos y corazón una misión digna del aprecio de los Lumia. -Lamento importunadle con mi intromisión.- Se disculpó mientras fijaba la vista en su cabello oscuro, tan en contraste con el suyo, y en ese sencillo pero bonito cinto de terciopelo rojo.
Rowena Lumia- Condenado/Hechicero/Realeza
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Fecha de inscripción : 10/03/2014
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Re: Un rencuentro en plena madrugada - BSTE (Rowena)
Sus recuerdos, cubrían su alma, como uno de esas mantas tejidas en el antiguo telar, allá tras el inmenso océano que la separaba de su terruño, de su historia y de sus tristezas antiguas. Es así que no oyó los pasos suaves, ni el frufru de las enaguas al rozar la superficie del suelo, ni tampoco el crujir del asiento cuando Rowena se acomodó en uno de los bancos tras ella.
Inés, seguía con su interminable suplica, unida a esos recuerdos que arañaban su alma haciéndola sangrar. Entre sus dedos desgranaba las cuentas de su rosario de pétalos de rosas, aquel que su tío Sebastian le regalara cuando apenas era una niña. Suspiró, recordando la imagen de aquel hombre esbelto y gallardo aunque sencillo en su modos de ser, ese que para Inés era mas importante que su propio padrino. Sonrió al recordar el rostro afable de aquél hombre que siempre la cuidaba de todas sus travesuras de niña, él había sido para Inés mas importante que su propio padre. Suspiró, sabía que de estar vivo no podía existir mejor consejero que él, - pero eso es imposible – caviló, recordando que había muerto en alta mar, camino a Europa. Acarició las cuentas, su mirada se perdió en ella, - cuanto necesito de los consejos, del aliento que siempre me dabas cuando las angustias me sobrepasaban... como luchasteis para que no me juzgaran – recordó las discuciones de Sebastian con su padre, cuando éste impuso la decisión de encerrarla en un convento y en hacer que la revisaran para descartar que el asqueroso indio no la hubiera desflorado. Ella se había escapado de su cuarto y escondida entre las sombras de la noche, a un lado de la ventana entreabierta había escuchado la discusión – ¿acaso importaría si fuera así? ¿Dejarías de amar a vuestra hija por haberse entregado al ser amado? - el golpe en la mesa la había hecho estremecer – preferiría que hubiera muerto, que la achuraran como a ese infame diablo, antes de tener que soportar la deshonra que ésto traerá a la familia... y si ese sucio no la ha tocado... poco importa... sabes bien que la mujer no solo debe ser casta, también debe aparentarlo – la voz de su padre había bajado de tono y no pudo saber que más decía, ademas, Soledad la había encontrado y sollozando le suplicaba que volviera a la habitación. Fue allí que se dio cuenta de los latigazos que su querida amiga había tenido que soportar por su fuga, - lo siento, lo siento mucho... todo fue mi culpa – susurró, en el presente, como si pudiera así exorcizar esos malos recuerdos.
Bajó su cabeza dejando que las lagrimas mojaran sus manos y las cuentas que comenzaron a emanar el característico perfume a rosas, - … Tío, tu que ya estás en la gloria... que supisteis cuidar de Soledad y de mi... que luchasteis por los mismos ideales que hoy me mueven... os ruego... os suplico... cuidéis de mi prometido... bien sabéis que mi padrino es desconfiado por naturaleza y codicioso por vicio... él estará en peligro... hasta que el Virrey comprenda los beneficios que podría conseguir... - un escalofrío recorrió su espalda, Scott era extremadamente pagado en si mismo y en el poder de su familia, pero no entendía todavía que aquel hombre que era el padrino de su prometida, era capaz de dejarla viuda luego de poder limpiar el honor de su familia. Inspiró y secó con su pañuelo sus lagrimas, levantó su cabeza dirigiendo su vista al santísimo, volviendo a susurrar los rezos.
Cuando sintió la voz femenina que la hablaba se sobresaltó, giró su cuerpo lentamente, como quien teme encontrarse con la imagen de un fantasma, pero lo que halló fue el hermoso rostro de la señorita Lumia, enmarcado por aquellos cabellos como hebras de luna, - es tan bella – se dijo, mientras la contemplaba entregándole una tímida sonrisa, negó suavemente con la cabeza, - no, no... por favor... no ha importunado... en verdad... su voz exorcizó viejos tormentos – con su mano derecha acomodó mejor sus cabellos, mientras sentada de costado apoyó el brazo y la mano izquierda en el banco – es agradable no ser la única que se encuentra tan temprano en la casa de Dios -.
Inés, seguía con su interminable suplica, unida a esos recuerdos que arañaban su alma haciéndola sangrar. Entre sus dedos desgranaba las cuentas de su rosario de pétalos de rosas, aquel que su tío Sebastian le regalara cuando apenas era una niña. Suspiró, recordando la imagen de aquel hombre esbelto y gallardo aunque sencillo en su modos de ser, ese que para Inés era mas importante que su propio padrino. Sonrió al recordar el rostro afable de aquél hombre que siempre la cuidaba de todas sus travesuras de niña, él había sido para Inés mas importante que su propio padre. Suspiró, sabía que de estar vivo no podía existir mejor consejero que él, - pero eso es imposible – caviló, recordando que había muerto en alta mar, camino a Europa. Acarició las cuentas, su mirada se perdió en ella, - cuanto necesito de los consejos, del aliento que siempre me dabas cuando las angustias me sobrepasaban... como luchasteis para que no me juzgaran – recordó las discuciones de Sebastian con su padre, cuando éste impuso la decisión de encerrarla en un convento y en hacer que la revisaran para descartar que el asqueroso indio no la hubiera desflorado. Ella se había escapado de su cuarto y escondida entre las sombras de la noche, a un lado de la ventana entreabierta había escuchado la discusión – ¿acaso importaría si fuera así? ¿Dejarías de amar a vuestra hija por haberse entregado al ser amado? - el golpe en la mesa la había hecho estremecer – preferiría que hubiera muerto, que la achuraran como a ese infame diablo, antes de tener que soportar la deshonra que ésto traerá a la familia... y si ese sucio no la ha tocado... poco importa... sabes bien que la mujer no solo debe ser casta, también debe aparentarlo – la voz de su padre había bajado de tono y no pudo saber que más decía, ademas, Soledad la había encontrado y sollozando le suplicaba que volviera a la habitación. Fue allí que se dio cuenta de los latigazos que su querida amiga había tenido que soportar por su fuga, - lo siento, lo siento mucho... todo fue mi culpa – susurró, en el presente, como si pudiera así exorcizar esos malos recuerdos.
Bajó su cabeza dejando que las lagrimas mojaran sus manos y las cuentas que comenzaron a emanar el característico perfume a rosas, - … Tío, tu que ya estás en la gloria... que supisteis cuidar de Soledad y de mi... que luchasteis por los mismos ideales que hoy me mueven... os ruego... os suplico... cuidéis de mi prometido... bien sabéis que mi padrino es desconfiado por naturaleza y codicioso por vicio... él estará en peligro... hasta que el Virrey comprenda los beneficios que podría conseguir... - un escalofrío recorrió su espalda, Scott era extremadamente pagado en si mismo y en el poder de su familia, pero no entendía todavía que aquel hombre que era el padrino de su prometida, era capaz de dejarla viuda luego de poder limpiar el honor de su familia. Inspiró y secó con su pañuelo sus lagrimas, levantó su cabeza dirigiendo su vista al santísimo, volviendo a susurrar los rezos.
Cuando sintió la voz femenina que la hablaba se sobresaltó, giró su cuerpo lentamente, como quien teme encontrarse con la imagen de un fantasma, pero lo que halló fue el hermoso rostro de la señorita Lumia, enmarcado por aquellos cabellos como hebras de luna, - es tan bella – se dijo, mientras la contemplaba entregándole una tímida sonrisa, negó suavemente con la cabeza, - no, no... por favor... no ha importunado... en verdad... su voz exorcizó viejos tormentos – con su mano derecha acomodó mejor sus cabellos, mientras sentada de costado apoyó el brazo y la mano izquierda en el banco – es agradable no ser la única que se encuentra tan temprano en la casa de Dios -.
Keera Lee- Humano Clase Alta
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Re: Un rencuentro en plena madrugada - BSTE (Rowena)
No era la única en ese lugar que buscaba el amparo del señor en su corazón. Eso comprendió al ver los vidriosos y humedecidos ojos de Inés Tejeda y Luna. Rowena se preguntó súbitamente qué sería aquello que causaba tanta angustia en la dama que venía del nuevo continente para que albergara inquietudes en su corazón, tantas penurias y desesperaciones.
-Mi persona se sosiega al no importunarla, como también me alegra ser quien, al menos momentáneamente, disipe sus torturas.- Pronunció en tono pausado y suave respetando el sitio sagrado en donde estaba. Serena era innatamente, de todos modos. –Mis días se inician tempranamente, debo confesar, pero admito que usualmente no son tan tempranos como hoy.- La duquesa mantuvo por unos segundos su mirada posada en los ojos de la extranjera y posteriormente llevó la visión hacia el gran crucifijo con el señor Jesucristo en frente de ella para contemplar su sufriente rostro. ¿Será que Inés vivía su propia crucifixión personal en esos momentos?
La conocía poco pero lo suficiente para saber que en sus hombros cargaba con una noble y peligrosa causa: La de la emancipación de su pueblo. Más allá, no podría afirmar si el motivo exacto en esos momentos tocaba raíces de su misión liberadora o bien existía algo más que la estaba perturbando.
Fue en el momento en que acomodó un mechón de plateado cabello detrás de su oreja cuando notó el rosario del cual la otra joven parecía aferrarse como su escudo protector o bien su conector con la salvación. El de Rowena, un rosario de perla negra y del tipo que se llevaba anexado a la muñeca, lucía apagado al lado de tan tierno rosario.
En ése lugar se sentía familiarizada y cómoda. Sentía la paz que su alma le exigía que buscase en un sitio celestial como era la casa de Dios. Rowena, nacida en una familia extremadamente católica, no escaseaba su presencia en la Catedral de Notre Dame, no sólo por su devoción a su fe consagrada sino también por ser un lugar en donde la actividad inquisitiva surcaba los pasillos y rincones de la gran construcción histórica. Dentro de la catedral no sólo caminaban como almas silenciosas los sacerdotes, las monjas y los devotos. También merodeaban sus colegas, sus compañeros, sus cómplices, aquellos que compartían el deber como ser humano protector del fiel y del desprotegido. La misión de purificar al mundo contemporáneo de los seres malignos.
-Parece ser muy preciado para usted.- Dijo en referencia al religioso collar de sagradas perlas. -Señorita Tejeda y Luna…- Rowena se inclinó disimuladamente hacia delante para hablar en un tono más cómplice, sólo para que Inés oyera sus palabras, para hablar esta vez. –Estoy consciente de que no es el lugar ni el momento indicado, pero admiro vuestro espíritu noble y filántropo. Sepa usted que mi familia apoyará su moción con firmeza… Como también quiero que esté en conocimiento de que usted puede confiar en mi persona tanto en los buenos como en los malos momentos. Incluso cuando sienta que su espíritu desfallezca, usted tendrá un oído que la escuche respetuosamente.- Susurró con bajo tono de voz. La chica tomó su propio rosario el cual observó fijamente. –Usted tal vez considere que el poco tiempo que nos conocemos no amerite tales confianzas, pero, créame que ambas somos mujeres consagradas y fieles a nuestras causas.-
Rowena Lumia- Condenado/Hechicero/Realeza
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