Viridiana Sovari

Estamos en 1845, en uno de los incontables orfanatos de la gloriosa ciudad de París, en la edad Victoriana. Un lugar frío, oscuro y donde los jóvenes allí resididos no encuentran precisamente los servicios que debería ofrecer una institución como aquella, aunque, muchos asegurarían que ese destino es mucho mejor que pasar a formar fila entre los incontables niños que cada día se matan por un trozo de pan, que cada día, luchan por sobrevivir una jornada laboral más en un trabajo que los extenúa hasta los límites de la carne.

Viridiana no pensaba precisamente eso. Para una joven de trece años, tan hermosa como problemática, era una verdadera pesadilla estar recluida entre aquellas paredes donde solo la violencia reinaba. No eran niños los que compartían su improvisado hogar, eran criaturas que luchaban por una porción más de comida, seres humanos convertidos en bestias con la finalidad de lograr el respeto de los demás y así, poder conseguir sustento un día más. El orfanato no era un lugar de recreo, allí se pasaba el mismo hambre que en la calle con la única diferencia de que no te matarían trabajando en jornadas intensivas, al menos eso pensaba Viridiana.

Pese a ser chica era de las más respetadas dentro de aquel infierno gracias a su carisma y carencia de escrúpulos, este último don le facilitó cometer actos de los que hoy en día prefiere no pensar por miedo a que los fantasmas de su pasado vuelvan para destruir todo por lo que ha luchado, y nosotros no seremos quienes relatemos aquellos acontecimientos, basta con saber que una joven de diez años, famélica, no tiene dificultad física a la hora de cortar el rostro de otro chico en el mismo estado lamentable aun con un trozo de latón.

Necesitaba huir de allí, sus compañeros eran hijos de cortesanas, de pobres diablos tan pobres como miserables o simplemente habían sido encontrados medio muertos en la calle presa del hambre o de alguna paliza. Sin embargo ella tenía familia, unos padres que según pudo saber la abandonaron en la puerta del orfanato cuando era un bebe y de los que solo guardaba un recuerdo: Una pulsera de cuero, tan grande que aún no podía ponérsela sin miedo a que se le cayera, en la que venía grabado un nombre, el mismo nombre que la altruista mujer encargada de aquellas criaturas había tenido a bien ponerle cuando la encontró hacía ya años.

Tenía un nombre, sus padres se lo habían dado. No se llamaba Pulgas, Gato, Cicatrices o Muñeca como muchos de los demás niños que la acompañaban en su día a día, tenía un nombre propio y además, no era como los demás. Se hacía preguntas a las que nadie podía dar respuesta, observaba todo lo que ocurría a su alrededor con precisión milimétrica en un intento por poder usar la información, el conocimiento de su entorno y de los que viven en él, a su favor para poder sobrevivir una noche más. Era inteligente, tan analfabeta como los demás pero al menos era capaz de razonar y pensar en algo más que no fuera violencia y alimento. Una cosa dependiente de la otra, por supuesto.

Por ello, un día como otro cualquiera decide abandonar el sitio que había sido su hogar durante toda su vida y adentrarse en ese mundo desconocido al que llamaba Paris.  Para su sorpresa, nadie la detuvo, nadie se puso en su camino evitando su marcha en busca de su propio camino.

Fuera cual fuese este.

Dos años en el Infierno. Dos años en los que la joven de cabello corto, a lo chico, y trapos harapientos como indumentaria logró sobrevivir en las calles parisinas gracias a su habilidad para el latrocinio, sus dedos ágiles y su facilidad para acercarse a las victimas más propicias, tanto  en busca de limosna como para encontrar un aliado con el cual formar equipo durante un breve lapso de tiempo. Tenía un don, o más bien, las habilidades que sus padres le habían dejado en herencia comenzaba a despertar en su interior debido a la necesidad… era capaz de intuir el estado de ánimo de los demás, a quien debía acercarse a la hora de robar monedas u objetos de valor de los bolsillos o a quien tenía que proponer según qué cosas. Gracias a esto y a su picardía, logró imponerse a la miseria.

Quienes no han padecido la pobreza en París pueden llegar a creer que el mayor peligro se encuentra en la violencia, en la explotación laboral a la que son sometidos los niños de la calle… pero se equivocan. El hambre, el hambre es el mortal enemigo de aquellas criaturas que al caer la noche se tienen que morder la punta de los dedos para paliar mínimamente la sensación de vacío en sus estómagos, y por supuesto, Viridiana no fue menos. Hizo cosas de las que hoy se arrepiente para poder sobrevivir y alimentarse, actos que invaden sus pesadillas como fantasmas de un pasado que la ha convertido de una forma u otra en la persona que es, hechos que intenta olvidar con una sonrisa en los labios y un sentido del humor extraño de encontrarse en alguien que ha pasado por lo mismo que la joven. Un carácter jovial y optimista que enmascara la amargura con la que vive día a día, en el fondo de su corazón.

Esta etapa de su vida la obligó a realizar todo tipo de tareas, desde caza de ratas más grandes que su brazo para limpiar las calles (a cambio de media ración, rancia en el mejor de los casos, de comida) armadas tan solo con un palo con punta, a formar una pequeña banda con varios de los chicos de su barrio para matarse a pedradas con otra banda vecina, todo por conseguir las mejores zona de robo y mendicidad. Viridiana vestía como un chico, por lo tanto, la trataban como tal y sangro, rió, y lloro con los demás niños de la calle, los mismos niños con los que compartía el calor corporal en las duras noches invernales. Aunque con el nuevo amanecer, no sabía si aquellos a los que consideraba sus amigos, lo más cercano que tenía a una familia, la matarían por arrebatarle un trozo de pan.

Sobrevivir no es lo mismo que prosperar, y Viridiana, o Vi, como ya la conocían en las calles, aun creía que su destino no era morir de hambre entre la escoria y la mugre de París, o asesinada por aquellos que sufrían su tormento. Deseaba tener otra vida, soñaba, como todos, en salir de las calles y poder demostrarle al resto del mundo que ella era diferente, que no merecía ser tratada como una miserable. Que pese a los actos que se debía obligada a realizar, no era un monstruo.

Pero nunca hubiera imaginado que la magia era su destino.

La esperanza llegó en forma de hombre. De nariz aguileña, cabello moreno y ojos tan oscuros como la noche se podía decir que era atractivo, aunque sin formar parte de los cánones de belleza convencionales. Vestido con ropas elegantes y de tonalidades oscuras, sus anteojos opacos se clavaron en la joven Viridiana mientras esta intentaba sustraer de forma ilegítima el monedero de una dama que paseaba tranquilamente, ajena al hurto. Pese a que las capacidades de la joven para el latrocinio eran notables, no fue esto lo que llamó la atención del misterioso desconocido.

Él era un brujo, y como tal era capaz de percibir el aura de los demás y diferenciar los seres humanos de las razas sobrenaturales, para su sorpresa, Viridiana era miembro de su misma especie y ya fuera por ego, orgullo o vergüenza ajena, no podía permitir que alguien de su clase fuera una alimaña como aquella. El comienzo no fue sencillo, pese a que no le costó mucho convencerla para que trabajara con él en su negocio como ayudante, Viridiana no se fiaba en absoluto y todo parecía apuntar a que sería más difícil de lo esperado poder explicarle a aquella chica quien era realmente.

El Brujo no tenía nombre, o más bien, tenía miles. Se presentó a Vi como Kalendish Sovari, un mago proveniente de Reino Unido perteneciente a la clase media, pero no un mago como hechicero, que también lo era, sino un ilusionista de los que había a centenares por París, siempre en la búsqueda constante del entusiasmo del público y de nuevos trucos que dejen a la audiencia con la boca abierta. Era respetado allí a donde viajaba, y su condición como hechicero le impedía pasar mucho tiempo en una misma ciudad por miedo a ser descubierto. Pero claro, esto último lo omitió a la hora de presentarse.

Por su parte, Viridiana encontró un maestro que le enseñó en el pequeño teatro que tenían como hogar los entresijos del ilusionismo. Le mostró los trucos más sencillos, le explico cómo hacerlos y gracias a su agilidad en los dedos y sus giros de muñeca le era fácil aprender todos los juegos de cartas, trucos en los que la destreza y los reflejos eran más importantes que la puesta en escena. No se preguntaba por qué el maestro había decidido recoger a una niña de la calle y hacerla su criada, tenía todo lo que necesitaba y estaba aprendiendo a leer y a escribir, a cambio tan solo de limpiar la ropa del mago, ayudarle en sus trucos y entretener al escaso público con juegos malabares o chistes obscenos.

Los meses pasaron y las habilidades innatas de Viridiana comenzaron a florecer, sueños que invadían sus noches resultaban hacerse realidad a los pocos días, empezaba a ver extrañas auras de colores en los demás y su capacidad para predecir el estado de animo de quienes observaba empezaba a ser más fuerte. Tenía miedo, no entendía que estaba ocurriendo pero para su fortuna Kalendish, su maestro, estaba en el lugar indicado en el momento justo para explicarle quien era.

Tardó días en hacerse a la idea, en aceptar que no era humana y sin embargo, como podía haber sido lo normal, no se alarmó o se espantó ante la revelación de su auténtica naturaleza. Siempre había sido consciente de que era diferente, de que no merecía el tipo de vida que estaba teniendo y ser bruja era la prueba que constataba su teoría. Junto a Kalendish aprendió todo lo que necesitaba saber sobre los seres sobrenaturales, como diferenciarlos, como evadir a la inquisición y en definitiva, aprender el arte de la hechicería sin resultar una amenaza para los demás ni para ella misma. Su maestro no era malvado, no usaba su don para dañar a los demás y jamás sacaba partido de ello en sus funciones, la tapadera perfecta para un brujo es ser un mago, un ilusionista. Mostrarse al mundo como realmente se es, pero sin darle pruebas que puedan usarse en su contra, una forma de ser uno mismo sin riesgo a ser ejecutado por los inquisidores. Le enseñó cómo comportarse ante la elite de la sociedad, a ser educada y amable, a explotar su encanto natural y ocultar tras una máscara de cordialidad y simpatía todos los fantasmas de su pasado, usando su humor para abrir el corazón de los demás y ganarse su confianza.

La relación entre ambos fue creciendo, con el paso de los meses Viridiana veía en su maestro el padre que nunca tuvo y él a una hija que nunca se había permitido tener. Finalmente, Kalendish decidió otorgarle su apellido y de cara a todo el mundo, Viridiana era su hija. Los Sovari eran una familia antigua de magos nómadas, con un poder económico decente y una condición sociable mejorable, pero dentro de lo que se calificaba como clase media. Nadie en Francia conocía lo suficiente a esa familia de las islas como para decir si la joven podía o no ser su hija, por lo tanto, nadie alzo la voz nunca… aunque no fueron pocos los rumores que saltaron alrededor de la pareja.

Viridiana por fin tenía lo que había estado buscando toda su vida: Una familia, algo que se le daba realmente bien y con lo que podía sacar beneficios además de una prueba definitiva de quera diferente. Sin embargo, cuando ya hacían dos años desde el primer encuentro entre el maestro y la alumna este desapareció sin dejar rastro, todas sus pertenencias seguían en la habitación que compartían y no había ni una nota, nada, que explicara su marcha. Sin embargo Vi sabía que no volvería, algo en su interior se lo decía. Dejando a la joven con un mar de dudas, el corazón hecho añicos y un pequeño teatro como herencia. Un teatro que como máximo podía albergar cincuenta personas, una cantidad a la que ella nunca podría optar sin su aprendizaje como maga finiquitado.

Volvía a estar sola, con un negocio que no podía llevar por su cuenta y con la duda de si realmente su apellido significaba algo, o tan solo era otro nombre falso de su maestro… un engaño, una treta para jugar con ella y atarla usando su esperanza como cadenas.

Solo el tiempo podía decirlo.