¿Y la ardilla? [Giselle]

El aire otoñal de parís acariciaba mis cabellos, como si quisiera jugar con ellos. Como si quisiera jugar conmigo. Sonreí ligeramente, mientras continuaba caminando por las calles de parís.
Iba saltando de hoja en hoja, disfrutando del sonido que producían mis pies cuando las aplastaban.
Me gustaba el otoño, pero comenzaba a hacer frío, cada vez más frío. Y es que el otoño significaba que venía el invierno. Y ese sí que no me gusta. No, no me gusta el invierno. Hace frío, mucho frío y apenas se puede jugar en la calle. Parece que siempre es de noche y que la gente está más malhumorada que de costumbre y apenas se paran para ver a los que están a su alrededor. Una pena, desgraciadamente.

Mis pequeños pies se detuvieron al contemplar algo verdaderamente extraordinario. ¡Una ardilla estaba cruzando la plaza! Mis ojos se abrieron mucho, ante la sorpresa. El animalito esquivaba con agilidad las piernas de cientos de transeuntes que iban de un lado a otro, pensando en sus cosas.
Un carro de caballos la asustó, tanto que la pequeña ardillita se fue corriendo.
Inflé las mejillas y puse los brazos en jarra, enfadada. Con paso decidido y expresión, por qué no decirlo, cómica, fui hasta donde estaban esos caballos, ahora parados.

-¡Abusones!-les dije recriminándoselo con el dedo índice y sacándoles la lengua. Después me giré y fui corriendo por donde se había ido la pobre ardillita. Corrí y corrí, todo lo que mis pies me lo permitieron, pero no la encontré. Levanté la vista y vi que ya no estaba en las calles de París. El asfalto y los adoquines se habían convertido ahora en una mezcla de hierba y tierra y las casas eran árboles tan grandes que parecían que iban a cortar el cielo.

¿Cómo había llegado hasta allí? La verdad es que no sabía muy bien qué camino había tomado, pero ya me preocuparía de eso en otro momento. Seguí caminando, dejándome envolver por la naturaleza.
Las hojas doradas por el otoño, caían de las ramas más altas, como si estuviera lloviendo, o como si los árboles estuvieran llorando. Mi rostro se vistió con una mueca triste y me acerqué a zancadas a uno de ellos, uno que era muy, muy grande. Tanto que parecía que era el padre de todos. Y una vez allí, estiré los brazos y lo abracé como pude, para que no estuviera triste.
-Venga, venga tranquilo-le dije con una sonrisa en los labios-Ya verás como pronto se te pasa y vuelves a ser tan guapo como siempre.

Deslicé mi espalda sobre su tronco, dejándome caer al suelo. Apoyé mi cabeza sobre dicho tronco y cerré momentáneamente los ojos, recordando cuando estaba en mi casa y yo estaba triste. En esos momentos, mi padre se acercaba a mí, me acariciaba mi pelo y me daba un beso en la frente, acomodándose donde yo estaba y preparándose para contarme un cuento. Uno sobre hadas y princesas, sobre ángeles protectores, sobre animales que jugaban con niñas como yo y sobre...sobre mi madre. Y esos eran mis preferidos.