No sé quién soy [Giselle]

Quiso la fortuna que la noche fuera cerrada y oscura como la boca de un lobo, porque la luna habría hecho un flaco favor amparando a la nueva criatura en la que Basile Grushenko se había convertido hacía escasamente una semana. Al saltar del alféizar de la ventana de casa de Vaël, donde lo habían mantenido controlado y alimentado por seis días, no había tenido en consideración el riesgo que correría si alguien lo veía tal y como era ahora. Su tez pálida ya le parecía delatora de por sí, tal vez por la extrañeza que le suponía a él que siempre había estado ligeramente tostado por el sol, y lo mismo le ocurría con el brillo fiero de sus ojos, por no hablar de lo afilado de sus colmillos. En esos momentos desesperados le parecía que no quedaba ni rastro dentro de su cuerpo del boticario de ascendencia rusa que por treinta y dos años había vivido allí, y que se había convertido en una bestia que lo tendría prisionero por siempre. La eternidad nunca había tenido un sabor tan amargo. Basile habría querido vivir más tiempo para poder leer más, aprender nuevas cosas, gozar de la vida que recién empezaba a descubrir al lado de Vaël y de los escasos amigos que atesoraba en la intimidad. Nada de eso pareció importarle al monstruo, y no hablaba del vampiro que le había mordido sino del que ocupaba ahora su lugar: de él mismo. Si Prime no hubiera estado vigilándolo Vaël no existiría ya, lo habría devorado en un abrir y cerrar de ojos y lo peor de todo es que habría disfrutado bebiendo de su sangre hasta dejarlo exangüe.

Había llegado hasta alguna parte no identificada de la ciudad a base de planear de tejado en tejado, surcando los aires como uno de esos murciélagos con los que el folclore popular identificaba a los de su raza. Su camisa estaba rasgada, tenía la cara y el pecho manchados de sangre y las pupilas empequeñecidas por su condición animal. La adrenalina le recorría los vasos por los que antes circulaba su sangre, impulsada por un corazón que había dejado de latir. No sabía a dónde iba y tampoco dónde podría resguardarse cuando amaneciera, si es que lo hacía, porque la idea de dejar que la luz del sol acabara con su sufrimiento se iba volviendo más y más tentadora. Estaba cegado por la angustia y por una especie de furia ciega que lo instaba a arremeter contra todo y a alejarse de esos molestos sentimientos humanos que no le dejaban explotar al máximo su potencial de ser sobrenatural. Una voz en su interior lo animaba a alimentarse de las personas sin pensarlo dos veces, a usar la fuerza para conseguir lo que quería y para saciar todos sus apetitos. Había sido un hombre hasta hacía tan poco tiempo que resultaba una aberración lo poco que le importaban los de esa condición ahora.

Aturdido y confuso puso pie en tierra por fin justo cuando empezaba a llover. No se lamentó por eso, le vendría bien estar empapado en lugar de ensangrentado, pero tampoco intentó cubrirse. Se agazapó en medio de una calle desconocida y lloró su suerte sin lágrimas, porque parecía que no tenía desde que era inmortal. Tembló y sollozó en voz baja intentando por todos los medios no respirar, porque si tomaba aire y percibía la esencia de los humanos por allí cerca se le despertaría el hambre y hasta él mismo se temía cuando le entraba el frenesí.

El olor de otro ser acercándose no le alertó por dos razones: la primera era que evitaba voluntariamente tomar aire para no notar el aroma tentador de los humanos que pudieran vivir allí cerca, no quería ser el causante de una matanza en serie en su primera semana de vampiro. La segunra era que posiblemente aunque hubiera estado olfateando aquella niña se le habría pasado por alto, ya que al estar técnicamente muerta no desprendía el mismo efluvio que las personas de las que Basile estaba más acostumbrado a rodearse. Durante los días que había pasado en casa de Vaël había tenido cerca a Prime, que era otra vampiresa, pero su olor quedaba totalmente eclipsado por el del hombre al que Grushenko amaba y al que al mismo tiempo ansiaba con todas sus fuerzas poder hincar los colmillos.

La lluvia seguía cayendo sin dar tregua y el neófito estaba agazapado en la misma posición en la que había caído sobre el pavimento de adoquines después de su vuelo, no sabía si largo o corto. No estaba seguro de poder reconocer la parte de la ciudad donde había ido a parar, pero tampoco tenía pensamientos de orientarse cuando su necesidad más acuciante en caso de recobrar la sensatez sería resguardarse y aprender a calmar ciertos instintos que le impedían volver a intengrarse en la sociedad a la que acababa de dar la espalda. El dedito infantil tocándole el hombro le llegó desde muy lejos, como si el cuerpo del que demandaba la atención no fuera el suyo. Realmente fue la voz lo que terminó de despertarlo, porque al oír a la niña giró lentamente la cara hacia ella. Tal vez la pequeña se asustaría al ver aún los restos de sangre en su mentón y sus nuevos ojos de bestia, esos orbes con pupilas tan puntiformes que apenas sobrepasaban en diámetro a la cabeza de un alfiler. Sus iris, otrora de un color gris claro, estaban ahora empañados de la misma oscuridad que le emponzoñaba el corazón.

- He hecho tantas cosas que están mal que no creo que volar agrave mis problemas. - Le confesó a la chiquilla.

Ni siquiera se paró a pensar que era bastante bizarro estar manteniendo aquella clase de conversación con una personita de tan corta edad, porque le había bastado un vistazo para averiguar que aquella cría era igual que él.