|| Un trato justo ||

por **Kerevan D. Flourite** Dom Jun 29, 2014 5:25 am

El local en el que ahora se encontraba la tienda de muñecas había sido antiguamente una casa. Cuando la zona pasó a ser más comercial, este fue convertido por su dueño en una pequeña librería en la que se afincó por varios años, mientras París crecía a su alrededor. Y siguió así hasta que Kerevan decidió que debía ser suya, el motivo ya quedó perdido en el olvido, a causa de una tiendecita que quería tener cerca, pero al menos se quedaba con el consuelo de que la ubicación era muy buena y había conseguido que le reportara muchos beneficios.

Llevaba ya varios años con el negocio y había tomado un aspecto muy profesional. La primera planta, la que daba a la calle con unas cristaleras, mostraba lo principal. Muñecas en los estantes, otros dedicados solo a sus complementos como ropas y demás. En el escaparate había siempre una colección distinta, para ir llamando la atención de todos los niños y no tan niños que pasaran por allí, con cosas novedosas y hermosas. Había un mostrador, donde la dependienta se encargaba de atender a los clientes que aparecieran por allí, todo estaba siempre inmaculado y perfecto.

Detrás del mostrador, en un rincón, habían unas escaleras que subían, al igual que unas que bajaban. En el piso superior se encontraba una amplia estancia, que estaba decorada como una habitación muy recatada, apenas con muebles y una pequeña cocina, donde Kerevan daba la oportunidad de alojarse a quién se encargaba de su tienda. Abajo, en el sótano, tenían el almacén, repleto de repuestos, así como una mesa grande y los materiales necesarios para que el muñequero pudiera realizar allí los trabajos que creyera oportuno cuando estaba por la tienda o lo necesitaba. El lugar era grande, no el más grande, pero sí llamativo por no ser una cuevita diminuta llena de muñecas que parecían mirarte de forma incómoda, porque eso no era lo que él buscaba.

La mujer que se había hecho cargo los últimos años del local, había quedado en estado, lo que la había dejado impedida para trabajar finalmente por tenerlo de riesgo y deber estar en cama. Esto había sido una verdadera molestia para el brujo, ya que debía hacerse cargo él del lugar, y por supuesto ella había perdido el trabajo. Ahora había hecho que corriera la voz, que llegara a todas partes, ofrecía trabajo a quién quisiera pasarse por allí y decidiera quedarse. Sus condiciones no estaban nada mal, alojamiento, comida y tal vez algún extra, dependiendo del trato al que llegaran, a cambio de disponibilidad total y mucha discreción, lo que pasara allí quedaba entre ellos. A veces recibía clientes especiales a los que atendía en privado y no quería que fueran por ahí coreándolo a los cuatro vientos.

Era media tarde, no quedaba mucho para que decidiera cerrar por ese día y acababa de vender una muñeca a una niña que decía que se parecía a su hermana. A saber, casualidades que existían. Estaba contando el dinero que guardaba en una caja bajo el mostrador, cuando escuchó de nuevo la campanilla sonar y alzó el rostro para encontrarse con una cara desconocida para él. Solo se quedó en silencio, esperando que se pronunciara.

por **Dauphine "Fiura" Sorcière** Jue Jul 10, 2014 5:53 pm

Iba a vivir. Fuera como fuera, la niña de la cama veintiocho, la paciente a cargo de la enfermera Sorcière, iba a ser más fuerte que la enfermedad. Dauphine la observaba de pié junto al colchón, calculando mentalmente cuánto tiempo le faltaría para tener un rato a solas con ella y así mezclarle un par de gotas de sangre de vampiro junto a la medicina rutinaria para burlar a la muerte. Así se quedaría. No merecía morir. En realidad, desde la perspectiva de la bruja clandestina, ningún niño lo merecía, pero este era un caso especial. Veías a la pequeña y notabas un rostro pálido cuya luz de sus ojos se marchitaba lenta e inexorablemente; levantabas las sábanas y descubrías la causa: gonorrea.

—Una niña de once años muere de gonorrea bajo mi cuidado —repitió en su mente Dauphine, despreciando el mundo que le había tocado vivir a aquella inocente criatura. ¿Qué culpa había tenido ella de ser prostituida por su familia? Ninguna, pero tenía que pagarlo. Era un precio elevadísimo.— Estos bastardos.

Físicamente el cálculo que había hecho le indicaba que aguantaría hasta la madrugada siguiente si continuaba así, pero había otro factor. El ser humano no se componía únicamente de cuerpo, sino también de espíritu. Y el espíritu debía siempre recoger al cuerpo, hacer que se apoyara en él para conseguir que continuara funcionando. Eso se lograba más con los tontos, los ignorantes y los inocentes. Pero Dauphine había visto los ojos de aquella verde criatura antes de que los cerrara por cansancio. La inocencia se la habían robado, la vida que llevaba la había obligado a conocer y —como el peor de sus pecados— se notaba que era inteligente. Se había resignado a la muerte. El espíritu no ayudaría. La enfermera supo que el tiempo que tenía para salvarle la vida se le había disminuido drásticamente. No obstante, no se quedaría ahí. Tenía que recuperar esas horas a como diera lugar.

Fue así que la sanadora le encargó a una de sus colegas que la cubriera por un rato y se largó del hospital en dirección a alguna salida de su problema. Sabía cómo motivar a los adultos para salir del agujero, pero con los niños era un asunto delicado. Era complejo porque la infancia se identificaba con la esperanza y la confianza en el futuro. El alma, a diferencia del cuerpo, nunca sería más fuerte que durante la niñez. ¿Qué hacer con quien se le había agotado esa fuente vital? O más bien, con quien cuya fuente había sido arrebatada. No tenía ni la menor idea y la razón era simple: su madre y casi asesina jamás se lo había permitido. Si Dauphine continuaba viva era porque tenía familia por la que luchar: su sobrino Emilien, hijo de su fallecida hermana. Él era su fuente vital.

Detuvo su paso ante un local, dándose cuenta de que había llegado a la zona comercial sin mayor conciencia de adónde la habían llevado sus pies. Una vez más, el espíritu se había apoderado del cuerpo. El primero era sin duda superior; por algo éste persistía después de la defunción del segundo. Si era más fuerte, debía ser más sabio también. Ante la bruja resplandecía una tienda de muñecas. ¿Coincidencia? Para quienes creían en la magia era imposible creen en las coincidencias. Así que entró no desesperada, como se sentía por dentro, sino como una normal señora de clase media que estaba de paso, quitándose sus guantes con lentitud educadamente, pero no tan refinada como lo haría la esposa de un noble. Cuando se ocultaban secretos graves como los de ella, ser del promedio era fundamental.

Vislumbró caras preciosas e irreales en los estantes. La mayoría de esas estatuillas que evocaban inocencia e incluso maternidad vestían tan elegantes como varias de las niñas que las adquirieran jamás vestirían. Debía ser por eso que eran tan atractivas a la vista. Daban esperanza, futuro. La ficción superaba a la realidad. ¿Cómo se medía eso? Por la cantidad de pasos que cada una hiciera dar fuera del camino de la muerte. ¡Ahí estaba la respuesta! Si pudiera hacer que su paciente recibiera algo de eso…

Y en medio del lugar, enfocó al responsable de las creaciones contando dinero en el mostrador. ¿Por qué supuso la enfermera que aquel sujeto era el artífice? Porque sólo un artista acomodaría sus obras con mayor delicadeza que la que utilizaba contando su dinero.

Dauphine salió de su trance y se sintió repentinamente inquieta. Se adelantó a la sensación. Los minutos pasaban y su paciente no esperaría demasiado. Se acercó al hombre, de rostro un tanto intimidante, la cara de rasgos fuertes, rígida y perfeccionista; contemplaba la novedad en el rostro de la recién llegada.

—Buenos días, Monseiur —saludó asintiendo— Qué muñecas más exquisitas luce en este lugar. Casi podría decirse que no es bueno para los niños pasarse por aquí; no podrían controlar las ansias. —hizo notar para bajar las energías que traía detrás. Dejó el halago para después— Necesito algo especial dentro de lo especial que ya posee. Trabajo como enfermera de niños en el hospital y conozco de memoria cada frasco que podría hacer perdurar una vida aunque estuviera a segundos de extinguirse. —suspiró— Pero eso supone que el paciente esté dispuesto a luchar. Tengo una niña a mi cargo que al parecer se ha rendido. Le suplico que me diga ya si alguna de sus princesas pueda hacerla sonreír. Sé que con una sonrisa bastará, porque un gesto así de un niño es… esperanza.

Sólo eso bastaba. Una gota de esperanza y la bruja Fiura juraba hacerla sobrevivir.

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