Buscando en alguien más, lo que me falta {Juliet E. Deveroix}

Todo cuando es acción, sea guerra o raciocinio, es falso; y todo cuanto es abdicación, es también falso. ¡Ojalá pudiera yo saber el modo de no actuar si abdicar de actuar! Sería esa la corona-de-sueño de mi gloria, el cetro-de-silencio de mi grandeza.

Yo ni siquiera sufro. Mi desdén por todo es tan grande que a mí mismo me desdeño; y desprecio los sufrimientos ajenos como desprecio también los míos, y así aplasto bajo mi desdén mi propio sufrimiento.

Ah, pero así sufro más... Porque darle valor al propio sufrimiento aureolarlo con el oro de un sol de orgullo. Sufrir mucho puede dar la ilusión de que se es el Elegido del Dolor. Así ∆


Repentinamente me sumí en un abismo de situaciones burdas; no lo atribuía a mis recientes fracasos en los experimentos, que, por ahora, pienso es mejor mantenerlos bajo la protección de mi silencio.

Sufría, esa era una realidad que no podía debatirse, ni por mí ni por nadie que no me conociece. Dejaseme abrazar por la soledad que por años se hubiese convertido en mi confidente-amigo-amante. Y así, intentase superar lo que yo suponía seriase un dolor de breves días; mas, y con dotes de tragedia no fue así.

Hallándome viajando a París creía en un par de semanas, encontrase la llave que me permitiese abrir la puerta que el extraño sufrimiento se habiese interpuesto entre mi conocimiento  y mi voluntad por hacer las cosas, por ahora, en particular, la investigación que mi silencio le procura seguridad ante los buitres de mi facción, que en ocasiones lograsen en mí rabiar. No obstante, sé que no son ellos los que provocasen este sufrimiento, que, aunque no me es tormentoso, -como la espina del nopal causare en mi cuando niña una molestia que interrumpiase mis juegos en la bella Hacienda de la Nueva España-, consiguió absurdamente desestabilizar mi disciplina que considerase por bastante tiempo inamovible.

Habiese llegado en tren, ocupé mi primer día para viajar a la capital del reino gobernado por Nigel Quatermane... Francia. Fuese el Museo de Louvre el primer lugar al que asistiese, en mi odisea igual al de Odiseo narrada por Homero. No fue la primera vez que hubiese visitado la gran estructura perteneciente a la reina de los Países Bajos, Amanda Smith. Y aunque no me impresioné como quizá lo hiciese tiempo atrás, mi visita tuvo una particularidad... Habiese llegado con un propósito, lo que haciase más importante mi visita y que hiciese relevante liberar la información que tenía sobre los soberanos de todo lo que pisaba. La Iglesia era todo mas nada ciega y yo a lo largo de mis estudios aprendí bastante del mundo que por mucho tiempo se me fuese negado.

Por la tarde encontrándome en un restaurante muy elegante y hasta ese momento no hallaba la respuesta que me permitiese sosegar mi alma, comensándome a inquietar cuando la noche estaba por caer y; sin que la comida calmara mi ansiedad, tomé un coche que me llevó al teatro, puesto que, informaseme de una representación de Otelo y confiaba en que la función daríame tranquilidad al fin. Pero me equivoqué y eso odiosamente me frustró. Sientiéndome desesperada caminé por una larga calle, entre burdeles y tabernas meditaba como lo haría un filósofo la existencia del universo; mas en mi caso era el bloqueo a mi investigación, mi ambiciosa investigación.

De pronto y, al fin, comprendí que de mí y mi soledad no encontraría el alivio a mi sufrimiento, a eso que sé estoy sobre valorando, ya que, al resolverlo me reprenderé por convertir mi sentir en una tragedia griega. Entonces, regresándome al pie de la Taberna pensé en sí era debido que entrase a un nido de pecado y que en la época no se permitía el acceso a mujeres que no fuesen prostitutas o tuviesen dotes de persuasión en su espectro de sobrehumanos. No quise levantar sospechas así que decidiéndome emprendí mi marcha a un café de las cercanías para socializar... La llave a mi hambre la encontraría en palabras de una persona, no de las mías, por más que me doliese reconocer.

«La magia es solo ciencia que no entendemos aun».-Arthur C. Clarke