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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

¿Estás dispuesto a regresar más doscientos años atrás?



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Mensaje por Éline Rimbaud Lun Jul 14, 2014 7:01 am

"I will not speak of your sin
There was a way out for Him
The mirror shows not
Your values are all shot
But oh my heart, was flawed I knew my weakness
So hold my hand consign me not to darkness"
                                       
                                          Broken Crown, {Mumford & Sons}





El cielo anunciaba el desastre con un negro terrorífico. Oscuro, brumoso. Grisáceo como los humos de las fábricas, como la maldad de un alma humana. Calles solitarias. Vagabunda sin sendero. Nadie le impedía acudir a su destino. ¡Que pusieran trampas! ¡Que mordiese un anzuelo envenenado! Que le partiese un misericordioso rayo (y digo misericordioso porque hubiera sido tal el gesto, de haberse producido, en lugar de quedarse allí mirando como se podían destrozar la vida el uno al otro) Pero ella lo encontraría, a fin de cuentas, y él se quedaría allí mirando. ¿Que de quién hablo? Pues de Dios, claro. Ah, Dios. El espectador implacable. El que nunca estaba contento. El maestro de ceremonias de ese gran guiñol del mundo.

Si sus pies de hada hubiesen sido más listos, jamás habrían regresado. Pero era esa quemazón del alma la que la arrastraba a la boca del lobo. ¡Jamás esa expresión había sido empleada por mi veloz pluma con tanto acierto como aquella noche!

Y es que, hoy me he propuesto ser cruel -como lo fueron con Éline- y os describiré cómo se ahogaba la demente en los charcos de su propias entrañas:
"Como si te cortasen la lengua"
"Como si te arrancasen los ojos"
"Como si te quedases sordo"
"Como si te amputasen las manos"
"Como si te cercenasen la nariz"

Así es. Así era. Desprovista de sentidos, ¿dónde acabaría la loca, loca Éline? Tal vez, en el instinto de supervivencia, los pies -de hada- de Éline la llevaba solos. Solos, solos, solos hasta el principio del fin.

El principio del fin. Se lamentó el Señor Maspero, que, cansado de luchar contra lo imposible, había volado con Dios y los ángeles para llorar con ellos el desgraciado final de la fábula del lobo y el ruiseñor.

Encontró la cueva y esperó. Esperó a que las nubes muriesen, esperó a que las aguas se volvieron rojas, esperó a que las ranas no se convirtieran en príncipes, esperó al final del primer acto, esperó a su futuro ineludible. Esperó a la décima campanada. Esperó.


Última edición por Éline Rimbaud el Mar Oct 14, 2014 5:57 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Fausto Vie Jul 25, 2014 10:27 pm

Prologue [Final] by Walt Disney on Grooveshark
'A veces, en el clamor de la insurrección,
es fácil olvidar el motivo por el que luchábamos.'
-V de Vendetta
(Alan Moore/David Lloyd)

De repente, de golpe y porrazo, de súbito y una larga hilera de expresiones humanas, enjauladas en un lenguaje inferido y convencional que no podía empatizar menos con aquella situación, el coleccionista de conocimiento había parado de completar su codiciosa biblioteca; el hombre hecho de acero había dejado de aceitar sus engranajes para quedarse plantado en mitad del paisaje, sin nada ni nadie a su alrededor, apartado y eterno. Así pasaron los días desde la última vez que sus cuatro paredes arrojaron de sus fauces al único ser vivo que las había acariciado con curiosidad sin saber que quería quedarse entre ellas para siempre. El tiempo dejó de ser un títere más al servicio de sus propósitos, olvidados, rajados y quemados en lo que antes había sido su mesa de estudio, y que ahora parecía más bien la prueba del delito o peor: las únicas reliquias que ilustraban el paso de Éline Rimbaud por su vida. La parte más inalcanzable de su vida.

Curioso que alguien que había conseguido elevarse tanto como para quedar alienado de cuanto le conviniese, ahora supiera reconocer hasta los colores más minúsculamente bajos del fango, y no sólo porque aquella noche estuviera lloviendo. Llovía de un modo simple, mucho más simple del que cualquiera se hubiera imaginado para ellos. Para él, que había descartado 'el ellos' con toda la fuerza de la que disponía. No había escatimado en nada, ni en cuerpo, ni en mente, ni en las definiciones rebuscadas que siempre añadían 'el alma' a ese tipo de conflictos personales. El erudito que meditaba en mitad de artes marciales milenarias era perfectamente capaz de separar y unir cuantos puntos extremos del ser humano fueran necesarios, pero después de lanzar aquel rugido de animal que en el último suspiro de la batalla todavía clamaba por su orgullo ya innecesario, todo su razonamiento se marchó con la mujer que volvía a dejar en libertad. Una libertad ciega y censora, un verdugo que llegaba demasiado tarde para amputar el problema. La infección ya correteaba por todas partes.

Y como aquellos cabellos en llamas atestados de locura y aves parlantes se habían largado con su razonamiento, naturalmente la dirección de sus pensamientos apuntaba en todo momento hacia ellos y su maldita portadora. Le habían robado algo que probablemente fuera lo que más valoraba, sabía quién había sido el ladrón y con toda seguridad, también dónde estaba, pero por mucha teoría que quedara al descubierto, no había nada que pudiera motivarle a la práctica. Por primera vez en toda su existencia, incluso en la que compartió con Georgius, daba marcha atrás. A conciencia, obligándose, negándose y todo cuanto contradijera su recorrido por la tierra hasta ese momento, quién era Fausto, qué buscaba y cómo lo había conseguido siempre. Había cometido un error y ahora que ya no tenía su razonamiento cerca, podía pensarlo con total claridad, con todas las letras. Había cometido un gravísimo error al querer estudiar la cabeza de una vagabunda aparentemente inofensiva y haber permitido que aquel hervidero de contradicciones en el que se encontraba cobrara cada vez más y más intensidad, hasta que ahogarse y quemarse fueran de la mano. Y no, por supuesto que se dio cuenta de que el agua hervía muchísimo antes de oler el fuego, pero el riesgo también había sido otro error fatal que ahora sólo podía combatir con la cautela. Sí, con la cobardía, nuevamente podía decirlo sin eufemismos, era lo único que podía hacer mientras pasaban las semanas y cada vez que hacía descansos en su tortura mental, se asomaba un poco por la ventana para encontrarse a la pobre y deshilachada Éline Rimbaud en la calle de en frente. Como si no hubiera más rincones pútridos donde ir en la ciudad de París, como si fuera una muñeca rota que no sabía que ya no era de utilidad para nadie, como si hasta su mugriento ruiseñor hubiera dejado de recordar lo que significaba la libertad para siempre. Cuando la mesa de su estudio no ilustraba el paso de Éline Rimbaud por su vida, allí tenía la imagen de la propia Éline Rimbaud para hacer de reliquia. Una a lo lejos, que jamás volvería a hacer compañía a las otras. No debía, nunca más. Allí podría seguir hasta que sus pies se volvieran mantequilla que untar con el sucio suelo que pisaba, que el lobo nunca saldría a cazar de nuevo. La rectificación de los sabios sería su castigo más retorcidamente irónico.

Esa noche de lluvia simple, sin embargo, se encargó de hacerle la competencia a todas las turbiedades y a todas las ironías, pues el cazador dio descanso a su martirio diario y se asomó para contemplar cómo, una vez más, la férrea memoria en la que había trabajado desde niño era todo cuanto le quedaba. Ya que aquella lluvia simple caía sin ningún obstáculo sobre el rincón que debería estar ocupando la dueña de sus pesadillas, vacío. Sin nada ni nadie a su alrededor, apartado y eterno. Una eternidad que invadió a Fausto de arriba a abajo hasta convertirse en su nuevo razonamiento al abandonar por fin el techo de su piso, sin ni siquiera ponerse el abrigo, y sumergirse en las aguas simples, de la lluvia simple, con el simple propósito de regresar definitivamente a por lo que le pertenecía. Pero no para recuperarlo, sino para zarandearlo con sus propias manos y luego arrojarlo lejos, mucho más lejos que adonde había arrojado a Éline, sólo que entonces, ella permanecería bien aferrada a sus puños. Porque ambos se habían acostumbrado ya a la temperatura del agua hirviendo, y aquello sólo era una simple, simple y maldita lluvia en mitad del apocalipsis más purgador de a cuantos universos pertenecieran.
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Mensaje por Éline Rimbaud Miér Ago 13, 2014 11:11 am

La serpiente en el estómago. El aire de los pulmones ahogándola en las profundidades. Si tiras una piedra al mar, ¿qué queda? Los labios hinchados. El cielo debajo, arriba la hora de las expiaciones. "Dególlalo. Asfíxialo. Ejecútalo. Lapídalo. Envenénalo" ¿Cuál iba a ser su tributo? El que se merece. El zorro es astuto; el búho, sabio. El lobo cambia de piel y al pajarillo se le quiebran las plumas.

La reina sin corona junto con su guerrero sin escudo vagaban por las nevadas tierras del monstruo de sucias garras. "Fuerzas, ¿por qué la abandonáis?" Su agonía empieza ahora. "¿Cuál iba a ser su tributo?". La serpiente en el estómago. El vástago. El santo inocente. Ellos. Los inocentes. Ellos son el sacrificio de los que transgreden.

Un trueno

Una vez le dijeron que la lluvia era las lágrimas de los ángeles y ella lo creyó. ¡Pero qué mentira! ¡Qué mentira más absurda! Si sus carcajadas no fuesen las de una ninfa triste, reiría. Así la habían engañado siempre. Con fábulas y cuentos. Los cuentos siempre acaban bien. Después de todo. Después de todo.

Otro trueno

Todo lo que bañaba la luz espectral era su torre ardiendo. Las ruinas. La caída de un imperio a punto de empezar. Porque un imperio así de frágil no puede durar. "Eres débil. Débil. Débil. Débil". La voz de la sierpe del Edén. "El Mundo es para los fuertes". Ella había comenzado su descenso a la más pura y completa pérdida.

-Entrega un reino por un sólo corazón, reina sin corona -esa era su canción-Entre un reino... Entrega un reino...-calló.

Porque su reino estaba allí, y el lobo aullaba sobre las ruinas. El lobo, cabreado y desquiciado. Sobre las ruinas de su vida.

Otro trueno

-Qué frágiles hemos resultado ser, lobo mío -murmuró para sí, con cierta tristeza.
Otro trueno. El lobo aullando sobre las ruinas de su vida.
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Mensaje por Fausto Lun Sep 01, 2014 7:31 pm

Fausto era una persona experta en meditación. No sólo experta; que podría abrir escuela, si quisiera, que recolectaría seguidores por distintos recovecos de la tierra y daría la vuelta incluso al concepto mismo de vaciar la mente y ser capaz de todo, libre de todo, dueño de todo. Fausto, con su historia, con su leyenda, con su cruz, con su tragedia, con su poder, extendía la palma de la mano y allí había un mundo entero que todos conocían, pero sólo él manejaba. Su vista se tornaba de negro sin necesidad de cerrar los ojos y ahora, en aquellos instantes, ese mismo Fausto, ese supuesto e impávido Fausto, lo único que buscaba era aferrarse al destello más paliducho y débil de la noche. Fausto tenía la cabeza llena de palabras y de hechos, cada uno de sus pulcros e impertérritos pensamientos estaban completamente desordenados, inmersos en un caos sin juicio y sin nombre. Fausto caminaba a paso ligero con los ojos cubiertos de lluvia y la mente a ciegas. Fausto había cambiado. El mundo estaba cambiando, mas el mundo siempre cambia.

Ni siquiera sabía qué estaba viendo, ni siquiera oía sus propias pisadas salpicar en los charcos. A decir verdad, ni siquiera se dio cuenta de que había acelerado la marcha al divisar por fin el cuerpo errante de la vagabunda arrastrándose por una de las callejuelas, ni tampoco sintió el tacto de su brazo al agarrárselo para que se volviera hacia él en mitad de aquella tormenta. Pero recordó perfectamente la mezcla de agua caliente y fría entre su boca y la de ella, recordó el sabor amargo de sus labios al besar a Éline Rimbaud, no porque ya lo hubiera hecho antes, sino porque todo hasta ese momento, desde la primera mirada de confusión y triunfo en las calles mugrientas de París, habían sido recuerdos a manos de la más reveladora represión. Recuerdos de lo que había nacido y de lo que había abortado. Y con el vasto edificio de su mente sumido en anárquica oscuridad, con todo borroso y cambiado de sitio, el único modo de ponerle fin a todo cuanto se le venía encima estaba en el resto de su cuerpo, en el resto de su ser que se regía por normas completamente diferentes a las que conocía. A las que el Fausto normal conocía. El Fausto anterior.

No reparó en el tiempo, ni en el espacio, ni en lo que sucedía por parte de cada uno de ellos. Se ahogó con la lluvia y la saliva y el cuerpo de Éline ablandándose bajo esas garras que no tenían ninguna intención de volverla a soltar. Siguió besando como si después de haberlo hecho tantas otras veces, sólo existiera una forma de besar en ese momento, en ese lugar, con esa persona. Probablemente hasta hubiera dejado de mover el rostro hacía mucho rato y únicamente sus dientes y su boca reconocían el perímetro vedado hasta entonces. En su interior, en los rincones que nunca antes habían sido habitados, fluía una serie de sacudidas impetuosas, insolentes y libres que no había experimentado ni en presencia de Georgius, que eran completamente ajenas a sus enseñanzas, y precisamente en el final de su legado se encontraba la destructora solución a aquella historia para no dormir. Dios ha muerto, larga vida a Dios. Larga vida a los infiernos del cielo.

¿Adónde crees que vas? –y al decir aquello, no sabía si estaba hablando para el mismísimo Fausto o para la mujer. Su voz resonó a través de la tempestad, mientras sus labios eran lo único en separarse del cuerpo de Éline… unos endebles e insignificantes centímetros frente a la feroz apoteosis de su mirada y de sus manos. Acarralándose incluso a sí mismos.

Estaban atrapados de verdad.
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Mensaje por Éline Rimbaud Vie Sep 12, 2014 11:10 am

El carrusel de su mente no divagaba en aquel momento. Había atracado en el puerto adecuado. Tras enfrentar a las tormentas y leviatanes de su quemada imaginación, había llegado a la primera parada de esa tragicomedia absurda, de ese drama, novela, poesía. Llamadlo como queráis. El punto de inflexión que desbordaría el final de una fábula gloriosamente triste, como gloriosamente tristes eran sus dos -tres- protagonistas. El pajarillo y el lobo.

La marejada no deja de cantar en el idioma del embravecido océano. El tacto salvaje, doloroso, de un beso cargado de furia. Mas que un beso era un sello. Una marca. Ya la habían timbrado otras veces. Su piel era todo un cuadro de firmas ansiosas, perforadas y supurantes. Pero ese tatuaje era diferente a todos los demás, porque no se veía, porque con él también el pajarillo sellaba al lobo hambriento.

Escozor. Calor. Anhelo. Brillo. Estallido en llamas. Rabia.

Se quedó sin aire. Sin aire, ¿cómo se sigue caminando? Y ella lo hacía. Caminaba. Caminaba. Caminaba. Pero solo con la mirada. Caminaba por cada surco del lobo. Piel. Huesos. Alma.

Cayó una gota sobre la blanca mejilla. Era escarlata. Luego otra, sobre su frente. Carmesí. Luego otra, entre sus diminutos pechos. Era clara y transparente.
"¿Adónde crees que vas?"

Se llevó un dedo a los hinchados labios. "No hagas ruido. No hagas ruido, pajarillo". Los más crueles hombres se esconden en las sombras de este mundo. El menor crujido los vuelve locos.
-Ven. Voy a enseñarte el principio del fin.

Pasos. El hada caminando con gráciles pasos. ¿Y si en una vida pasada Éline Rimbaud fue un cervatillo? "Puedes ser lo que quieras en una vida pasada, pero en esta eres lo que eres". Sus descalzos pies se detuvieron. El ajado vestido, antaño de un blanco puro, perdió el vuelo.

El convento en ruinas. Su vida en ruinas.

Entró observándolo todo con delicadeza, como si los viejos muros le trajeran recuerdos de una vieja batalla olvidada ya. Se volvió y le tendió la mano al lobo, invitándolo a entrar a su palacio echo trizas.
-Querías saber todo de mi, ¿no? Indagar en la mente de la pobrecita desquiciada. Perforar. Taladrar. Traspasar -se burló. Y su voz sonó más cuerda que nunca-Pues aquí lo tienes todo. Ruinas.

Con cuidado, guió la mano del lobo, que no había soltado, hasta su corazón. Bombea. Bombea. Bombea con trémulo compás. Le obligó a que clavase las garras en su clara y mojada piel para que sangrase, para que le arrancase el corazón.
-Ruinas -susurró. La réplica de sí misma.
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Mensaje por Fausto Mar Oct 14, 2014 5:49 pm

El alemán a quien bautizaron la literatura y la noche estaba siendo guiado por alguien. Alguien que ya nunca más volvería a tratarse de Georgius. Alguien que ni siquiera volvería a ser ese alguien. Pero las dudas turbias y las mismas cadenas de niebla que lo habían vedado todo hasta el momento, que se habían resistido durante tanto y tanto tiempo, acababan de quedar calcinadas bajo el ácido purificador de aquella lluvia de sueños y, por primera vez, realidades. El hombre de sonrisa fría y acero en el corazón había descendido de la torre que le permitía el control del mundo para perderlo todo, absolutamente todo, entre las piernas de la mujer que hablaba con los pájaros de su cabeza. Fausto jamás debería haber bajado la guardia ante el destino de su propio nombre, que lo convertía una vez más en el personaje de un relato poético, una fábula; una leyenda que escribían los demonios y narraban los ruiseñores. Aunque de todas maneras, haber estado alerta de que, tarde o temprano, aquello acabaría sucediendo, sólo hubiera servido para preservar la certeza de algo que no podría detener. A fin de cuentas, el destino no cambia su función para nadie, ni siquiera para los que saben cómo regatear el precio de su alma.

Las paredes derrumbadas de la iglesia no pudieron ser más acertadas para resguardarles de un vendaval que se seguía escuchando por cada rincón de piedra que aún permitía cierto acceso al agua que ya había dejado de ser bendita. Éline le apretó la mano contra su pecho, mientras sus ojos hablaban antes que su propia voz de muñeca rota. Y pensar que esas palabras siempre estuvieron en su mente y jamás en sus informes escritos. Ruinas. ¿Adónde le había llevado su erudita curiosidad, su terquedad intelectual? Solamente al retraso de lo inevitable. A eso se habían reducido de repente todas sus maestrías. A eso, y a la necesidad de mover cada uno de sus dedos por la piel de su falso conejillo de Indias. Trazó la senda que marcaban las arrugas de su ropa mojada como la ofrenda que era, la que esa vagabunda acababa de hacerle.

Todo, Éline, todo –y el 'todo' de él se juntó con el 'ruinas' de ella antes de volver a besarla justo a tiempo de que sus caricias se sintieran más como lo que habían sido desde que la pelirroja las había conducido a sus senos: arañazos. Arañazos que rajaron cada porción de humedad a su paso, en tanto sus bocas creaban más al otro lado de la tormenta.

Su condición de cazador se había vuelto especialmente certera aquella noche, la muchacha pudo sentirlo al tener clavadas sus uñas en los muslos, que la transportaron hacia el altar de la iglesia, o lo que debió de serlo en un tiempo pasado, donde depositar y extender su cuerpo, convulsionado y empapado. Él ya había estado con otras mujeres en París, pero con ninguna de aquella manera, ni en Francia ni en ningún lugar del mundo, pues entonces no iba a tener sexo en otro sitio más que el de la misma locura en la que vivía su trastornada amante (¿Un lugar y no un estado mental?). De esa manera, fuera de sí, preso únicamente de cuanto pudiera descontrolarle, Fausto empezó a romper, con extrema y sorprendente delicadeza, el vestido de la chica, desde el borde de la falda hasta el centro de su escote, que se rasgó suavemente por la mitad con la misma facilidad que si estuviera hecho de papel. Al terminar, se encorvó para que su cabeza quedara a medio camino de su garganta y su torso desnudo, perlado de gotas de lluvia y del calor de una lengua que no tardó mucho más en desparramar sobre ellas. Sin dejar de beber de sus pechos, el teólogo ascendió una mano y sujetó a Éline del cuello, y deslizó la otra hacia sus piernas para hacer que las enroscara en torno a su cintura, a la vez que se apretaba más contra ella a todos los niveles posibles.

Que los jadeos de la hermosa demente se escucharan con mayor precisión incluso que la tempestad del exterior era una de las muchas, extenuantes, cosas que quería estudiar en aquellos momentos. Y puede que mucho, mucho después.
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Mensaje por Éline Rimbaud Mar Dic 16, 2014 12:59 pm

La tela de araña de niebla al final acaba por atrapar a todos. Y los que escapan -los pocos que lo consiguen, claro- maldicen, lloran y blasfeman cuando se dan cuenta de lo que han hecho. Porque al final, todos anhelan caer. Despeñarse. Pues, ¿por qué, si no, iban a ser las telarañas tan bellas?

Y por muy especiales que se creyeran. Por muy aciagos que fueran. Por muy maquillas sus ánimas estuvieran de arrogancia o paranoia, ¿por qué iban a ser el Lobo y el Pajarillo distintos a todos los demás desgraciados? Ya una vez sumergidos entre las garras y las alas no se daban cuenta de la telaraña de niebla, invisible para los ojos de los que allí habían quedado, pero tan reluciente para estos trovadores el fino hilo de rocío que la dibujaba.

Las manos de Éline estaban frías cuando con ellas rodeó su cuello. Su cuerpo quebradizo se mantenía erguido entre las garras del Lobo amante. Con cuanta rabia rompía el frágil envoltorio que lo separaban de la ansiada carne. Como si le enfadara sobremanera haber cedido al chantaje de esa trampa.

Como un simple mortal más.

La proximidad del Lobo amante, como nunca antes le había permitido, hizo de Éline la lluvia cortante, que desciende y desciende hasta cubrirlo todo.

Con la misma rabia animal, las gélidas manos del pajarillo rasgaron las telas que cubrían corazón y entrañas. El aliento escapó de sus violáceos labios en volutas de humo y con la misma fascinación que alguien siente al saberse la única persona que ha descubierto lo despiadado y hermoso del mundo, repasó Éline con sus dedos cada marca de pasado. Dolían tanto que hasta a ella quemaban.

Esa fuerza fiera fue la que guió sus labios otra vez hacia los del Lobo. Pero no se detuvieron ahí, si no que descendieron por su cuello. Sus piernas lo atrajeron más hacia sí, asiéndose por encima de las caderas.

Las uñas no abandonaron su sujeción a la carne ardiendo.

Y la Cabra -entintada representación- lo observaba todo con sus ojos omnipresentes, contrayendo las bovinas facciones en una profética sonrisa.
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Mensaje por Fausto Jue Dic 25, 2014 7:27 pm

Cortes, tajos, líneas de tensión que custodiaban la carne. Toda su figura estaba repleta de ellas, todas al servicio de ilustrar la gélida robustez que poseía por dentro, sólo con mirar lo que había por fuera. Fausto había nacido con cicatrices, de forma prácticamente literal además, pues conoció lo que se sentía cuando te marcaban la piel al ser sólo un bebé y descender en picado hacia los cristales rotos que sus padres no pusieron en el suelo, pero como si lo hubieran hecho. Cada uno colocado en un extremo del que tirar hasta provocar la caída del niño, para pelearse por una vida que nunca les perteneció, aunque crearan y esparcieran su semilla. Aquellos despojos de persona acabaron ardiendo tras el resultado abominable que surgió de la diabólica autonomía de su hijo, igual que arderían otras cosas a lo largo de su existencia. Unas más trágicas que otras. Ésa de ahora, por descontado, era imposible de clasificar en ninguna de ellas. Ambigua y eterna.  

Las manos de la joven se pasearon, aparentemente inmunes, por el lienzo de esas cicatrices: las viejas, las recientes, las que apenas se podían ver y las que harían retroceder a una monja de clausura. La blasfema y desperdiciada Éline ya había sido una en el pasado, lo que volvía más irónico y más placentero aún que fueran sus dedos los que, entonces, repasaban el sello cetrino de su piel, temblorosos y sedientos. Casi esperaba ver cómo, de un momento a otro, el humo surgía finalmente de sus yemas a medida que las deslizaba más y las hundía más, hasta escarbar en el mismísimo fuego que habitaba en aquel hombre.

El olor del infierno se podía respirar desde su cuerpo.

El cazador recibió con ansia la nueva estocada de los labios de la mujer y antes de que éstos bajaran por su cuello, él se aferró todavía más a sus caderas, al tiempo que quedaba despojado de toda su camisa, igual de despreciada que el vestido rasgado de la pelirroja. Ni siquiera el frío que se colaba por cada escondrijo de aquel templo de Dios (fascinado y horrorizado a partes iguales) servía de freno a los movimientos que ambos herejes intercambiaban de los pies a la cabeza. Si sus poros, en algún instante, se erizaron, no fue más decisivo que obedecer a los impulsos que salían de sus entrañas, y que conforme ellos ignoraban al mundo para hacer lo que querían y como querían, extendían ese ardor que tanto custodiaban por encima de todas sus capas y membranas. El tacto podía ser de hielo, mientras el contenido les abrasaba, al ritmo de arañazos, mordiscos y jadeos humeantes que hasta encenderían los candelabros del suelo, si no estuvieran roídos por los años y a punto de perder su función. Como todo lo que les rodeaba, en realidad. A excepción de la propia Éline y el propio Fausto, víctimas irremediables de los malos augurios, pero en su plenitud más ansiosa y desmedida. Dispuestos a presenciar aquello que siempre quisieron evitar.

Continuaba sin pensar en nada que no fuera la silueta frágil y profana que había estudiado en la distancia más indiferente, y a la que regresaba en ese momento como espectador de una misma ópera con distintos actores. O a la inversa, con actores que en su día no llamaron su atención y que ahora, cambiaban de cabo a rabo por medio de palabras y de gestos a la altura del mismísimo arte, ya corrompido. Corrompido y muerto de sed, así fue cómo terminó de despojarla también de su ropa interior y seguidamente, la agarró de la cintura para incorporarle la espalda y tener su rostro a un centímetro del suyo, mientras se decidía a supervisar el calor de la velada entre sus piernas. Con la muchacha sentada sobre el altar y él de pie, sin despegarse, empezó a restregar las uñas dentro de ella, de arriba abajo, de izquierda a derecha, dueño absoluto de lo que sabía hacer desde ese punto y que le transmitía, acto seguido, sin ningún miramiento por su tranquilidad (como si la tranquilidad hubiese recibido invitación siquiera…). Sus dedos bailaron allí la danza del éxtasis, que iba comprobando directamente de las expresiones que conseguía arrancarle y que en aquella distancia que había dispuesto, podía contemplar a la perfección. Sus ojos fijos en la cara de Éline y sus yemas, en la humedad de su interior.

Quería volverla aún más loca de lo que ya estaba, quería llenarla de tanto placer que incluso la agobiara. Quería complacerla mucho más de lo que ella quisiera complacerle a él. Competitivo, codicioso, perfeccionista. Completamente ciego ante el hecho ineludible de que, al lograrlo, de todas maneras, ya estaba siendo brutalmente complacido.
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Mensaje por Éline Rimbaud Sáb Feb 14, 2015 9:54 am

"I will not speak of your sin
There was no way out for him
The mirror shows not
Your values are all shot"

El sonido de la lluvia los acurrucaba. Entró fuego en ella. Corazón y corazón unidos por una cuerda y encerados en un cofre en el fondo, fondo del mar; cuanto más daño se hacían, más fuerte soplaba el viento.

El frío mármol estaba ardiendo. Quemaba carne. Piel. Hueso. Ambas sombras danzantes se proyectaban en los vetustos muros de ese santuario condenado. Dos siluetas perfectas definiendo una perfecta desnudez de cuerpos. Almas. La mascarada frenética no tardaría en empezar. Las ruinas del pajarillo ahora serían también las ruinas del Lobo depredador.

Carlo. Calor cuando las garras de la bestia entraron en ella con la vehemencia del carnívoro que era. ¿Qué quieres, amigo mío? Ya la romperán por dentro. No sufras.

Y el menudo, huesudo, escuchimizado y profanado cuerpo de la loca respondía con intensidad al desgarro del Lobo. Palpitaba por dentro. Los suaves besos se hacían ahora con veneno. "Muerde. Muerde. Muerde". Como una leona, no un pajarillo, pues quería ver la sangre manar de los labios del amante.

El Lobo cuando sangra es más bello.

Las manos frías -siempre frías- de Éline peleaban por deshacerse del último resquicio de tela que cubría la cintura de él, dejando al Lobo en el natural estado de hermoso salvajismo.

Acercó su menudo, huesudo, escuchimizado y profanado cuerpo al del Lobo, uniendo su vientre al de él. Piel con piel. Hasta el punto que podía escucharlo. Otra vez. Pum.Pum.Pum. Tan completa ecuación que ambas caderas quedaban cosidas en un perfecto zurcido de dolor. "Porque aquí, compañero, hasta el placer se sufre". Tuvo que alzar el rostro para verlo. Verlo a él. A él como era. El sufriente Lobo. Cazador cazado. Ni el aire se atrevió a pasar entre ellos.

Lo había retado. La diáfana mirada de Éline decía que ahora el hilo de las tres Moiras era de duro oro. Indestructible.
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Mensaje por Fausto Vie Mar 20, 2015 8:20 pm

Ni el fuego abrasaba mejor, y eso que aquel hombre llevaba toda la vida sufriendo y provocando los efectos de las llamas a partes iguales, como para que ahora sus metáforas se quedaran cortas para describirle en el sexo. Porque decir 'en la cama' estaba de más allí, en el convento de las almas perdidas que una vez conocieron la cordura de Éline. Allí, donde él ya había estado antes en sus obsesionadas pesquisas disfrazadas de curiosidad científica. Allí, que ya no quedaba ningún testigo más de quienes ellos habían sido días, meses, años atrás. Allí, allí mismo sus cuerpos retozaban sin ningún recuerdo civilizado, como si hasta las baldosas del suelo hubieran sido hechas para soportar el peso de la mismísima cópula. No, ni el fuego abrasaba mejor.

Los dedos del alemán no frenaron ni una sola de sus placenteras descargas cuando la mujer se le aferró con más fuerza, con sus manos heladas hundidas en la lava de su piel ardiendo, como si quisiera subirse encima del volcán en plena erupción. Sin embargo, aminoró la marcha de sus fricciones, burbujeantes en la humedad del interior de la chica, al momento de sentirse completamente expuesto, en armónica desnudez con su presa. Su paradójica presa, el cervatillo cazador que había trastocado el significado de aquella palabra para nadie más ni nadie menos que Fausto. Ese cervatillo ahora lo desnudaba físicamente porque ya era la última forma que le quedaba de hacerlo. Maldito fuera (y maldito sería, junto a la tragedia que ya tenía grabados sus nombres, fogosa pero paciente).

Se dejó agarrar, se dejó tocar, se volcó sobre ella con la misma determinación que fluía por la unión de sus siluetas desprovistas de nada que no fuera la verdad, el origen de todo; sus naturalezas preparadas para el duro desafío (ellas siempre lo habían estado). Su pecho subía y bajaba contra el suyo, mientras el altar se convertía ya del todo en un sucedáneo de lecho donde enredar sus piernas y colonizarse el uno al otro. Mas no de la manera definitiva todavía, sino que en aquella posición, embriagado por la mirada retadora que brotaba de los famélicos ojos de la pelirroja, le agarró de las muñecas y las guió hacia la propia entrepierna del hombre, donde pudieron extender toda la palma de sus manos y aferrarse también al resultado que había provocado con su sola imagen, con su sola excitación. Con su sola existencia contradictoria.

¿Dónde te has dejado las alas, Éline? –expulsó desde su voz cavernosa, atorada por los roncos gruñidos de un depredador en mitad de la cacería. Aquella pregunta era igual de retórica que la que había salido de sus labios antes de besar los suyos por primera vez bajo el ácido de la lluvia. Sus alas de pajarillo herido, sus alas inservibles hasta que él se las había arrancado para después devolvérselas con su nombre, impulsándolas en el aire. Las alas con las que ahora podía sumergirse en el mar para cazar peces. La lluvia estaba llena de mar y de peces, incluso la que Éline era capaz de ver a través de las pupilas azules de Fausto. Nadaban los dos entre lluvia y lava, el agua hervía como su saliva hervía y como sus bocas, una vez más, se unían para dejarla entrar y ahogarse entre sus rugientes olas.
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Mensaje por Éline Rimbaud Jue Mayo 14, 2015 5:50 am

La bestia rugía abriéndose camino por las entrañas, furiosa por haber estado tanto tiempo sumida en el sin sentido de la mente rota. Con garras dañinas deshilachaba una inocencia ya sucia para así poder abrasar lo que era suyo por derecho, pues había aprendido de las serpientes que el animal que habían hecho de ella no hacía otra cosa más que rugir, crujir y gemir.

Sus dedos escalaron la espalda del Lobo, cada pedazo de carne era el premio, el homenaje al culmen último de lo bueno y lo malo; lo real y lo inventado en su cárcel de paranoia. Quería llegar hasta el tuétano si no podía llegar hasta el alma. "Cuidado con los deseos", le advirtió la troceada mente. Le daba lo mismo, ya encontraría la puerta al final del túnel.

La curva de la columna la hacía descender hacia la forma perfecta del infinito. La promesa del comienzo del fin llegaba, y ahora que ambos se mostraban desnudos delante del otro, no había nada que ocultar, nada de lo que renegar. Solamente les quedaba esperar, infames, hasta que impactase el meteorito.

La presión de las manos de ella contra el miembro de él hizo hervir las entrañas del pajarillo, ahora león, guiándolo con gritos silenciosos para que el Lobo se hundiera en ella hasta los huesos, mientras sólo la iglesia vacía lloraba por los dos fantasmas. Ojalá se hubiesen llegado a la carne y no más lejos.

¿Dónde se había dejado las alas? Ah, las alas ahora eran zarpas. Garfios nocivos, llenos de veneno de víbora. La única pasión que había conocido era pura ponzoña. Hasta a Dios, a quien un día había adorado con ingenuidad candorosa, escupía destrozando Su trono con lujuria llameante. ¿Dónde se había dejado las alas? Ah, las alas, ahora, eran zarpas.

Únicamente el Hombre puede ser tan arrogante como para creer que puede escapar del día.
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Mensaje por Fausto Mar Jun 02, 2015 11:10 pm

En cualquier otra ocasión, el cazador seguramente lo hubiera repasado todo, con todas las formas habidas y por haber para ello. Lengua, pelo, ojos, uñas… Habría bebido de las piernas de Éline hasta saborear la última gota, luego probablemente también habría sentido cómo la boca de ella le devolvía el desafío en el mismo lugar que ahora ocupaban sus dedos, decisivos y temblorosos, los aliados perfectos de la carne… Carne que la pelirroja hundía de placer, una y otra, y otra vez, bajo el calor de sus cuerpos y el delirio de sus mentes, unidas por el mismo agobio, la misma urgencia. La misma exigencia.

Si no le dio tiempo a alargar todavía más las últimas brasas del momento, si no pensó en otra cosa que no fuera avanzar hacia donde se había obligado a retroceder hasta entonces, fue porque era la primera vez, el primer bocado de la bestia sobre la presa más inaudita que había llegado a sus garras y a sus colmillos. De pronto, al hombre de las mil experiencias le engullían las prisas del novato, pero no porque no supiera qué hacer, ni porque necesitara acabar con todo eso cuanto antes, sino por esa especie de fascinación impaciente de quien explora territorio desconocido, territorio prohibido. La tensión que había ido creándose entre las fauces de su escepticismo y su rechazo hacia la joven y lo que representaba por fin se había ahogado con la saliva, los mordiscos y las caricias aceleradas que buscaban desgarrar al otro, descubrir lo que ocultaban tras una coraza banal; de qué estaban hechas sus locuras más íntimas. Y es que, ah, el sabor de la derrota nunca había sido tan catastróficamente adictivo, y menos para un orgullo como el del mismísimo Fausto.

Ese mismísimo Fausto que aceptó, de una vez por todas, la senda que había estado trazando Éline con sus zarpas y se adentró sin más miramientos (ni ella ni él los habían pedido). Tras la primera embestida, el ruido de la crepitación ensordeció cada uno de sus sentidos, y después, todo se volvió fuego a su alrededor, avivado por las siguientes estocadas. El cazador entraba sin parar, a la vez que su espalda se llenaba de los arañazos de la chica; la humedad de la sangre paralela a esa otra humedad que iban fabricando entre sus órganos, completamente desquiciados, como dos perros de presa que se peleaban por el mismo pedazo hasta descubrir que sólo estaban mordiéndose el uno al otro.

El altar temblaba, muerto de miedo ante el peso del huracán, entonces mucho más intenso y descontrolado que la tormenta que repiqueteaba contra los cristales y se veía a través de los agujeros de aquellas ruinas que una vez fueron iglesia. La lluvia y el frío se habían vuelto un remolino asustado que no se atrevía a acercarse al volcán en erupción que rugía en medio de los ojos de Dios y sobre el techo del infierno. El coito de dos criaturas blasfemas justo en el punto intermedio que definía el purgatorio, cuando de todas maneras, no habría ningún orgasmo que les salvara de su destino… Pero quizá, y sólo quizá, para ellos tampoco hubiera ya otro destino que las cenizas de ese orgasmo mismo.
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Mensaje por Éline Rimbaud Dom Ago 02, 2015 11:55 am

La luz que siega, la oscuridad abyecta. El prisma que fragmentaba el haz en colores imposibles de ver. Todo es invisible ante los ojos de los dos que son uno. El cataclismo nunca se espera hasta que ya ha caído sobre ti. Ni los visionarios son tan sabios, ni los sabios creen todo lo que dicen. ¿Qué soy yo; lo primero o lo segundo? Me gusta pensar que sólo soy el narrador subjetivo de una fábula. Los protagonistas los conocéis de sobra.

Qué dolorosamente bello comprobar que no se sabe donde empieza uno y acaba el otro. En sus garras, en su masoquista pasión, las arañas de la locura no podían morder a Éline. Estaba más enferma que nunca ahora que el Lobo había rasgado, penetrado, cada centímetro de su amoratado cuerpo.

Yo le dije que lo soltase, que lo dejase caer a él solo. Pero, ¿quién iba a hacer caso de un ave vieja y cansada? El principio del fin. Éline, la criatura que Dios más había amado, se precipitaba a su último acto. ¿Cómo juzgarla? Se retuerce, lo agarra con todas sus fuerzas. Ella se mueve, se desliza, al ritmo que él marca. La muñeca de porcelana que no sabe recoger sus propios trozos. ¿O acaso es él, la solitaria bestia, que por fin ha encontrado la tabla del náufrago, el clavo donde agarrarse?

Si no fueran tan bellos me parecerían patéticos. Patético el velo de sueños con el que Éline se protegía del Universo. Patético el complejo divino del animal averiado, estropeado. Pero era en la forma de entrelazarse los dos cuerpos solitarios, marcados y vapuleados cada cual a su manera, cuando el hado se hacía ineludible. Y entonces, lloraba.

Éline entreabre los labios. Todo le duele; un dolor soportable porque es el que el Lobo le produce. Echa la cabeza hacia atrás y su larga melena de fuego cae como lava por su encorvada y blanca espalda. No le quedan más fuerzas para pelear, así que deja al Lobo ganar. Gime y escupe su afrenta hacia las alturas de la iglesia en llamas. Y toda la sagrada construcción se hace eco del grito.

Su pecho desnudo sube y baja, recupera un silencioso ritmo. Sus músculos se relajan. Apoya la cabeza sobre el torso del Lobo amante y cierra los ojos. Un trueno, el último. No dice porque creen en la fuerza del silencio, pero entiende el mensaje.

"Dios ha perdido, definitivamente, a su criatura más hermosa"
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