Foro de rol situado en el París del siglo XIX; encontrarás vampiros, licántropos, cambiaformas, hechiceros, humanos, etc. (Advertencia: Sitio +18 años).
PARÍS, FRANCIA AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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→ Aparición/Invisibilidad: Habilidad para aparecer y desaparecer las veces que deseen y a cualquier hora del día, además de que ellos poseen la capacidad de mostrarse solo ante las personas que ellos elijan y ocultarse a ojos de los que no desean que los vean.
→ Ilusión: Capacidad de crear ilusiones ópticas a los vivos, mostrar recuerdos a través del tacto o similares.
→ Teletransportación: Habilidad para moverse de un lugar a otro sin ocupar espacio o masa en el trayecto. Traspasar superficies sólidas que un humano común no podría, como paredes, etc.
→ Telequinesis: Habilidad para mover objetos, tocar a los seres humanos que están vivos, animales, etc. En pocas palabras pueden hacerse pasar perfectamente por una persona viva y realizar las mismas actividades que un vivo haría si es que lo desean. Los objetos pueden moverlos no sólo con tocarlos, también haciendo uso solamente de su mente.
→ Permanencia: Capacidad de quedarse en el mundo de los vivos el tiempo que deseen, pero mientras lo hagan su alma no estará en paz y no descansarán como el resto de los difuntos.
→ Corporeidad: Característica de lo que tiene cuerpo o consistencia. Los Fantasmas tienen la capacidad de tener un cuerpo físico, de tocar, sentir y hacer sentir y ser tocados por otros (vivos) si lo desean; significa que pueden gozar de las mismas sensaciones de las que goza un mortal (aunque nunca será igual a como las siente un vivo) pero esto sólo será logrado si se concentra lo suficiente y solamente si desea que asi sea.
→ Posesión: Posibilidad de entrar en el cuerpo de un vivo, pero esto sólo pueden lograrlo con la ayuda de una persona que tenga conocimientos en el tema (como los brujos o mediums), además de que la posesión solo será momentánea (máximo un par de horas), nunca permanente.
Dicen que la venganza es un plato que ha de servirse frío. ¿Y qué tal si yo la ofrezco completamente congelada? Dirigida directamente al corazón de mis objetivos, como una certera flecha en el momento perfecto. Sin posibilidad de escapatoria. Sin posibilidad de lograr que el golpe sea menos fuerte. Sin posibilidad de evitarlo. Eso soy yo: un vengador. Vine de la muerte para obtener respuestas, y puesto que estoy condenado a pasar el resto de la eternidad vagando por un mundo que ya debí haber abandonado, mi furia será la acompañante perfecta para esta interminable velada. Todos aquellos que contribuyeron a que todo mi linaje, a que toda mi familia, incluido yo mismo, pereciera bajo tierra, sufrirá las consecuencias. Y nadie sabe de lo mucho que soy capaz. Si en vida los valores que mis padres me enseñaron eran que el honor era todo cuanto tenemos, deberían temblar una vez ese honor me ha sido arrebatado. Deberían temerme, porque ahora no tengo nada que perder. Y en esta guerra, más que en todas las demás, cualquier cosa es válida. Inclusive los golpes bajos. Sobre todo, los golpes bajos.
Soy rastrero, sí, más que una mísera rata de esas alcantarillas que recorren el subsuelo de París. ¿Y saben qué? Que me siento bien orgulloso de serlo. Porque sólo siendo un monstruo, puedes abrirte paso en un mundo demasiado hostil con los débiles. Yo ataco a matar: perder no está permitido. Y ahora que, apueste lo que apueste, tengo todas las de ganar, lejos de mostrarme más despreocupado, me he convertido en alguien más preciso. Porque el miedo es lo que nos hace humanos, erráticos, inestables e imperfectos. Y yo ya no tengo miedo de nada. Ni de nadie. Estar muerto contribuye, por supuesto. La muerte te cambia inevitablemente, y siempre a peor. Porque los muertos que no descansan en paz se quedan con una única cosa de sus vidas humanas: la ira que jamás pudieron demostrar. Yo ahora no sigo las reglas de este mundo del que me echaron a patadas sin una justificación. El juego ha cambiado, y ahora soy yo quien tiene la mayor ventaja. Todos pagarán por lo que me han hecho. Les haré gritar de dolor por lo mucho que nos hicieron sufrir a mi y a los míos. ¿Vengativo? Por supuesto, pero que no se engañen: la culpa es sólo suya. Antes tuvieron la oportunidad de enfrentarse con alguien que, pese a ser duro de pelar, podía llegar a ser clemente. Ahora no habrá clemencia para nadie. Sólo dolor.
Me valgo de mi facilidad para mentir y manipular a cualquiera que se me ponga por delante. Es una de las muchas cualidades que siempre he tenido y que, con el tiempo, he ido perfeccionando. Soy un maestro en el arte de fingir ser quien no soy. Todos ven, de mi, esa sonrisa enigmática y un poco extraña que nadie sabe descifrar. No pueden ver al lobo hasta que yo mismo les muestro las orejas. Y, entonces, es demasiado tarde. Nadie puede escapar de las redes que tejo alrededor de ellos. Es imposible. Soy invencible, indestructible. La peor de tus pesadillas. Perseguiré a aquellos que nunca pensaron posible que los Frimost regresaran de la tumba. Y les haré hundirse en el mismo infierno en que yo perecí.
Para hablar de lo que fue mi vida, antes de que todo terminara por desmoronarse, hemos de trasladarnos a Escocia. Asolada por las guerras entre ricos, pobres, y ejércitos que pretendían invadirla, el país estaba profundamente dividido cuando mi padre, Sir William T. Frimost, se abrió paso entre todo aquel caos con unos cientos de hombres, alzándose por la fuerza como conde de una de las ciudades más importantes de la región. Pese a que el suceso no fue bien recibido por los antiguos habitantes de aquella zona, no fue demasiado difícil persuadirles de que se marcharan: por aquel entonces, las armas alemanas, de donde él y su pequeño ejército procedían, eran temidas y envidiadas por todo el mundo. Y no era de extrañar. Confeccionadas para hacer el mayor daño posible con materiales sumamente resistentes, aunque a un coste no asequible por todos, eran las más efectivas que se confeccionaron hasta la fecha. Una vez establecidos en aquella zona, y cuando a fuerza de batallas interminables los antiguos habitantes se dieron por vencidos, las cosas se suavizaron. En pocos meses, erigió un imponente castillo que, frente al resto de edificaciones casi destruidas por la guerra, llegó a ser la envidia de la nobleza del país durante bastantes años. Incluso una vez finalizada la guerra. Tras aquellos muros se desarrollaron muchas de las fiestas más importantes y decisivas para la firma de la paz, convirtiéndose en poco tiempo en uno de los lugares más importantes y con mayor historia de Escocia entera.
Fue una época feliz, y terriblemente fructífera en cuanto a economía se refiere. Siendo él el único que había establecido una alianza con los pueblos enemigos, las tierras circundantes pudieron coronarse como las únicas en toda la región capaces de dar alimento. Trigo, frutas, cualquier cosa crecía en esas tierras, en parte por el fertilizante exportado de África que mi padre traía ilegalmente, y en parte por las artes que mi madre, hechicera, empleaba para que el clima en el condado fuera siempre idóneo para que creciera. Pronto, el recelo se convirtió en envidia, y no fueron pocos los nobles que trataron de acusar ante la Inquisición -justamente, aunque ellos no lo supieran- a mi padre por haber robado aquellas tierras y emplear la brujería para conseguir sus propósitos. Lógicamente, aquellos "jueces" que debían decidir si estaba pasando algo fuera de lo común, siempre eran "comprados" la noche antes de emitir su deliberación, con lo que aquellas acusaciones siempre cayeron en saco roto y no consiguieron frenar el imparable desarrollo y enriquecimiento de mi familia. Fue entonces cuando me di cuenta de que no hay arma más potente, tanto para proteger a los tuyos como para atacar a otros, que el dinero. Mi padre no era como otros nobles: él no despilfarraba con festejos, ni era invitado a bailes, ni los organizaba, ni se gastaba sus ahorros en putas y en mantener a hijos secretos. No. Él utilizaba su ingente fortuna en hacerse más y más rico cada vez, empleando cada moneda de la forma más lógica e inteligente según el caso. ¡Siempre fue como un héroe para mi! Cuando nos llevaba de caza a mi madre, mis cuatro hermanas, y a mi, siempre mencionaba que cuando él muriera, todo aquello sería nuestro, y que por eso trataba de hacer siempre lo mejor. Nos invitaba a ser astutos, a no dejarnos engañar por las apariencias... Y también a aparentar.
Mi padre era un lobo feroz escondido tras una sonrisa seductora y un semblante envidiablemente joven pese a su edad. Siempre supo que, en la vida, para ser alguien, no puedes valerte de métodos convencionales para conseguir las cosas. Nos enseñó a mentir, a estafar y a manipular, sin dejar de pensar siempre en el beneficio final de la familia. Porque la familia era lo más importante. Lo único importante, en realidad. Y entre nosotros teníamos que cubrirnos las espaldas. Porque así es como se comportan las familias, ¿no? Hunden a los otros para salir ellos a flote. Y en aquellos momentos, no sólo estábamos flotando, más bien sobrevolábamos Escocia. Por todo lo alto. Mientras unos se quejaban de lo mal parados que habían quedado tras la guerra, y otros se morían de hambre, nosotros vivíamos un momento idílico en aquel castillo que, pese a estar abierto a todo aquel que pidiera nuestra ayuda, encerraba bastantes más secretos de los que nadie sospecharía. Nadie... salvo él.
El nuevo monarca del reino, progresista y profundamente desconfiado, nos tuvo en el punto de mira desde el principio. Y es que la mala fama precedía a los Frimost desde que, en Berlín, intentamos derrocar al rey y envenenar a la reina, a fin de que una de las hijas se casara con el primero, para acabar con él después. Lógicamente, mi padre trató de entablar amistad con él desde el principio, a fin de hacerle saber que aquellos errores del pasado habían quedado atrás y que, dado que había colaborado en el establecimiento de la paz en el país, se merecía, al menos, una oportunidad. La consiguió, sin duda, cuando el monarca decidió otorgarle el título de conde a todos los defectos, hecho que se ganó el enfado de muchos de sus aliados. Durante los primeros años desde aquel acontecimiento, mi padre trató de fingir una normalidad que jamás se dio de puertas para adentro, a fin de que aquella confianza que el rey parecía haber depositado en él no acabara llegando a la nada. Pero un terrible suceso truncó sus planes. Una noche, unos asaltantes entraron en casa, estando él y yo cazando en el bosque, y asesinaron a la que siempre fue el amor de su vida. Mi madre. Ella, tratando de defenderse, desató una tormenta que no pudo controlar, destapando finalmente la verdad ante ojos de todos: mi padre no sólo se había valido de la brujería para hacer crecer su fortuna, sino que, además, había extorsionado a quienes lo habían descubierto a fin de que nadie se la quitara.
El monarca, presionado por la nobleza del país, se vio obligado a revocar sus privilegios y arrebatarnos las tierras que con tanto sacrificio habíamos conseguido. Y nunca se lo perdonaríamos. De nada valieron las muchas cartas y tierras que ofreció a mi padre como disculpa. Si no quería hacerlo, ¿por qué lo hizo? ¿Por qué no fue capaz de plantarles cara al resto de aristócratas, en lugar de hacerles caso y pretender que luego nos conformáramos con sus sobras? El odio hacia los Hannover fue lo que más marcó los siguientes años de nuestra vida, y con él crecimos, y recuperamos parte de quienes fuimos al principio. Lejos de las tierras que una vez los hombres de mi padre conquistaron, él pudo dar rienda suelta a todos los trucos que conocía a fin de volver a amasar una fortuna tal como la que habíamos perdido. Y lo consiguió. Me enseñó todo cuanto sabía a fin de que yo mismo pudiera extender sus redes comerciales -y de compra-venta de productos ilegales- más allá de la frontera escocesa. Así fue como siguiendo los pasos que él mismo dio en su juventud, acabé en Milán. Y la conocí. Por aquel entonces yo ni sabía quién era, ni mucho menos, que pertenecía a la casa de Hannover y, por tanto, era la única descendiente al trono de Escocia. Utilizaba el apellido de soltera de su madre, Vasílièva, por lo que no fue hasta que nuestro pseudoromance se hubo consumado, hasta que le comenté a mi padre que estaba enamorado de aquella muchacha de cabello rubio y ojos azules.
Irïna, futura reina de Escocia e hija del peor de mis enemigos. ¿Que cómo reaccioné? Obviamente, amenazándola, exigiéndole saber por que había mentido respecto a quién era. Sabía que estaba allí con el único propósito de seguirme, de vigilar mis movimientos a fin de descubrir nuestros planes al traidor de su padre. De nada sirvieron sus palabras confusas ni que fingiera no saber de qué estaba hablando. Era más que evidente que era tan traidora y mentirosa como él. Astuta. Pero eso no me hizo olvidarme de ella, más bien al contrario. Entre mi padre y yo tramamos un plan que, de haber salido bien, nos hubiera convertido en los reyes de aquel país que había tratado de destruirnos. Y haríamos lo mismo con él. Pedí disculpas y supliqué a los monarcas que perdonaran mi comportamiento, fingiendo haber estado en todo momento manipulado por mi adorado padre. Y me gané su confianza. En pocos meses, pasé de consejero del reino a confidente de la reina quien, por cierto, no yació pocas veces en mi cama mientras su esposo le era infiel con el servicio. La heredera nunca sospechó, por supuesto, y tampoco el rey, quien, convencido de que era un buen partido y que mi relación anterior con Irïna facilitaría mucho las cosas, me rogó que tratara de volver con ella. Quería que fuera su esposo. No fue tan sencillo como esperaba. Aquella chica había heredado todo lo malo de su padre, además de aquella capacidad femenina de confundir a los hombres de su entorno. Yo incluido. Fui rechazado tantas veces que ni siquiera recuerdo en qué momento exploté y la apunté con aquel arma. Directamente al pecho.
No hay que decir que fui expulsado del castillo en menos de dos segundos, y despojado de todo el honor que con tanto esfuerzo me había ganado. Otra vez. Así que opté por urdir un plan un poco más... directo, a fin de conseguir una vez por todas nuestros propósitos. Mi padre contrató a varios sicarios y los logró hacer pasar por guardias del castillo sin demasiada dificultad. El dinero puede comprar a cualquiera, como ya he dicho, y aunque todo el reino alababa al monarca, ¿quien no se vendería por su peso en oro? Y por supuesto, siempre era más fácil convencer a unos que a otros. Criminales, que aunque no estaban precisamente entusiasmados con la idea, la promesa de ser ricos bastó para hacerles cambiar de opinión. ¿Matar al rey por convertirse ellos en reyes? Si hubiera pedido su alma, también la hubieran vendido. Los intentos de asesinato, aunque fueron numerosos, jamás llegaron a acabar con los malditos Hannover-Sutherland. Y comencé a desesperarme. Ahora me arrepiento de no haber escuchado las palabras que instaban a que me tranquilizase de mi padre, tan cegado estaba por la rabia hacia aquella familia.
Y eso se volvió contra nosotros. Una noche, el ejército de la ciudad apareció ante nuestra puerta exigiéndonos que escogiésemos entre el exilio o la muerte. Pero nosotros no huimos. Nunca lo hubiésemos hecho. Y entonces, él avanzó. El rey, tratando de mostrar una clemencia que yo sabía que era fingida, nos juró que no habría represalias si nos marchábamos de allí a la mañana siguiente. Lo amenacé con matarlo y, ante mi sorpresa, mi padre aceptó. Depositó en ese hombre una confianza que nunca se mereció. Y ese fue nuestro fin. Cuando desperté a la mañana siguiente, los cuerpos de mis hermanas yacían degollados a los pies de la cama de mi padre. Su cuerpo, lleno de cortes a cual más profundo, descansaba sobre el lecho. Y una corona de papel a forma de burla ante sus intentos por aspirar al trono estaba depositada sobre su cabeza. Sus ojos, sin vida, miraban hacia uno de los laterales de la habitación. Y entonces, me vi. Mi cuerpo, degollado como el de mis hermanas, estaba sentado como si nada en un trono hecho de piedra. Nunca volví a ver mi cabeza.
Tampoco supe por qué regresé yo, y no ninguno de ellos. Quizá hubiera sido mejor. Lo que nadie en el reino sabe es que fui yo quien incendió el palacio y acabó con la vida de los reyes, antes de volver a Milán. Buscándola.
- Se ha ido "vengando" de la muerte de toda su familia con cada uno de los descendientes, lejanos y cercanos, de la casa Hannover, independientemente del lugar del mundo en que vivieran. Pero nunca encontró a Irïna, aunque no por ello deja de intentarlo.
- No sabe que quien ordenó el ataque contra su familia no fue el rey, quien, de hecho, lamentó mucho su pérdida y celebró una misa en honor de la familia. Los culpables fueron los mismos sicarios que su padre había contratado.
- Llegó a París siguiendo una corazonada, y se estableció aquí al descubrir que la nueva reina está escondida en alguna parte de la ciudad.
- Disfruta de hacerse corpóreo con el único propósito de acabar con sus objetivos con sus propias manos, además de abandonarse al alcohol para olvidar todos los recuerdos que aún le atormentan.
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Doreen Jussieu
Hechicero Clase Alta
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