AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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The Man in the Mirror [Miles Walker]
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The Man in the Mirror [Miles Walker]
THE MAN IN THE MIRROR
—¿Becker, dices?—
Caminé delicadamente sobre el fino piso de aquella mansión con aquel felino entre mis brazos. Había subido hasta aquel cuarto gracias a la hermosa enredadera que cubría gran parte de las paredes externas de aquella construcción. En primera instancia mi idea era sacar provecho del descuido de quien habitase aquella casa al dejar la ventana abierta, pero al saltar por el marco de la ventana me había topado con aquella criatura que captó de inmediato mi atención dado su extremo parecido con mi formal animal.
—Es un nombre poco usual para un gato. —
Tomé asiento en una de las tantas sillas que se distribuían a lo largo de una mesa para seis, al parecer era una especie de estudio privado. Frente a la silla en la que me encontraba sentado se erguía un imponente espejo de cuerpo entero empotrado en la pared. Los marcos de mármol que lo rodeaban tenían formas demasiado complicadas como para haber sido elaborados por la mano humana. La vista era toda una visión en la cual sólo desentonaba mi reflejo.
Me puse a pensar, como no lo hacía muy a menudo, y reflexioné en las injusticas de la vida. En cómo ese gato, Becker, recibía más atenciones de las que yo había recibido jamás en mi vida, de cómo posiblemente la persona que habitaba aquel lugar tenía más cosas de las que necesitaba y de cómo había gente en los callejones de París que se moría de hambre y de frío. Pensé en los pobres, en que nuestra suerte ya estaba echada y que nuestra única tarea en este mundo era la de sobrevivir sin ayuda y sin esperanza.
Becker se apegó más a mi estómago y frotó su mejilla contra mi improvisado abrigo. —Lo sé Becker, es una verdadera patada en el culo.— Giré mi rostro de izquierda y luego a la derecha, analizando mi reflejo. Limpié una pequeña mancha de polvo que se encontraba en mi mejilla izquierda y empujé suavemente al gato negro para que saltara al piso. —No puedo perder más tiempo.— Le informé puesto que un maullido molesto me hizo saber que no le había gustado que lo haya apartado de mí. —Vine a robar, no te voy a mentir.— Me puse de pie y lentamente fui girando sobre la planta de mis pies mientras mi perfecta visión analizaba todo a su paso.
—No guardan las joyas aquí, ¿no?— Becker se rehusó a contestarme y dándome la espalda saltó por la ventana y se largó. No me preocupé, seguro no era la primera vez que se escapaba en búsqueda de alguna gata en celo. —Estúpido gato.— Abrí un par de cajones aleatoriamente y en ese momento la puerta de la habitación de abrió de un golpe. Mi primera reacción fue saltar hacia atrás del susto, no supe qué hacer me quedé completamente petrificado y para el momento en que mi cerebro logró reactivarse, unos azules ojos me observaban con una mezcla de pánico y extrañeza.
—No grites. — Levanté mis manos en señal de tregua pero de todos modos, mis ojos se enfocaron rápidamente en la ventana. Aparentemente no estaba armado, podía huir en cuestión de segundos, sólo necesitaba cruzar al otro lado de la habitación sin ponerlo más nervioso de lo que ya estaba. —Por favor, no grites.—
Caminé delicadamente sobre el fino piso de aquella mansión con aquel felino entre mis brazos. Había subido hasta aquel cuarto gracias a la hermosa enredadera que cubría gran parte de las paredes externas de aquella construcción. En primera instancia mi idea era sacar provecho del descuido de quien habitase aquella casa al dejar la ventana abierta, pero al saltar por el marco de la ventana me había topado con aquella criatura que captó de inmediato mi atención dado su extremo parecido con mi formal animal.
—Es un nombre poco usual para un gato. —
Tomé asiento en una de las tantas sillas que se distribuían a lo largo de una mesa para seis, al parecer era una especie de estudio privado. Frente a la silla en la que me encontraba sentado se erguía un imponente espejo de cuerpo entero empotrado en la pared. Los marcos de mármol que lo rodeaban tenían formas demasiado complicadas como para haber sido elaborados por la mano humana. La vista era toda una visión en la cual sólo desentonaba mi reflejo.
Me puse a pensar, como no lo hacía muy a menudo, y reflexioné en las injusticas de la vida. En cómo ese gato, Becker, recibía más atenciones de las que yo había recibido jamás en mi vida, de cómo posiblemente la persona que habitaba aquel lugar tenía más cosas de las que necesitaba y de cómo había gente en los callejones de París que se moría de hambre y de frío. Pensé en los pobres, en que nuestra suerte ya estaba echada y que nuestra única tarea en este mundo era la de sobrevivir sin ayuda y sin esperanza.
Becker se apegó más a mi estómago y frotó su mejilla contra mi improvisado abrigo. —Lo sé Becker, es una verdadera patada en el culo.— Giré mi rostro de izquierda y luego a la derecha, analizando mi reflejo. Limpié una pequeña mancha de polvo que se encontraba en mi mejilla izquierda y empujé suavemente al gato negro para que saltara al piso. —No puedo perder más tiempo.— Le informé puesto que un maullido molesto me hizo saber que no le había gustado que lo haya apartado de mí. —Vine a robar, no te voy a mentir.— Me puse de pie y lentamente fui girando sobre la planta de mis pies mientras mi perfecta visión analizaba todo a su paso.
—No guardan las joyas aquí, ¿no?— Becker se rehusó a contestarme y dándome la espalda saltó por la ventana y se largó. No me preocupé, seguro no era la primera vez que se escapaba en búsqueda de alguna gata en celo. —Estúpido gato.— Abrí un par de cajones aleatoriamente y en ese momento la puerta de la habitación de abrió de un golpe. Mi primera reacción fue saltar hacia atrás del susto, no supe qué hacer me quedé completamente petrificado y para el momento en que mi cerebro logró reactivarse, unos azules ojos me observaban con una mezcla de pánico y extrañeza.
—No grites. — Levanté mis manos en señal de tregua pero de todos modos, mis ojos se enfocaron rápidamente en la ventana. Aparentemente no estaba armado, podía huir en cuestión de segundos, sólo necesitaba cruzar al otro lado de la habitación sin ponerlo más nervioso de lo que ya estaba. —Por favor, no grites.—
Vadam Covenant- Cambiante Clase Baja
- Mensajes : 8
Fecha de inscripción : 02/07/2014
Re: The Man in the Mirror [Miles Walker]
Mansión Walker
El libro cayó a mis pies, momento en que me pude dar cuenta de que me había quedado dormido sin percatarme de tal hecho. Froté mis ojos, incorporándome para recoger mi pequeño ejemplar escolar. Al parecer no habría sufrido mayor daño que el recibir una ligera capa de polvo al chocar contra el piso. Le sacudí un poco aún adormilado. Me levanté con mucho desgano para estirar los músculos, bostezando. ¿Cuánto tiempo habría pasado ya? no tenía la menor idea, pero el reloj de bolsillo que habitualmente siempre llevaba conmigo me revelaría que faltaban menos diez minutos para las once de la noche. ¿Tanto tiempo había pasado? alcé ambas cejas asombrado. El extenuante período de evaluaciones me estaban arrancando el sueño todos los días; demasiado ajetreo y nerviosismo. Suspiré. Al parecer la “hora de estudio” me había llevado mucho más tiempo del esperado, porque mi estómago comenzó a protestar de hambre. Indudable e irremediablemente perdí la hora de la comida. Dios, no tenía remedio; siempre perdía la noción del tiempo al adentrarme a las páginas de cualquier libro que cayese en mis manos. Estaba seguro de que la Tía Rose se pondría furiosa conmigo, porque no era la primera vez que me ocurría tal falta de atención. A ella no podría darle gusto en nada aunque me esforzase el triple, de cualquier manera. Su especialidad era señalarme, recalcando mis grandes y graves errores… Como si ella fuese perfecta. Todo un dechado de virtud.
Una ráfaga helada proveniente de un inmenso ventanal apostado a mis espaldas, me sacó de concentración, haciendo que las llamas de la chimenea estuviesen a punto de apagarse. Apresuré mis pasos para cerrarle. Aquella zona de la casa era particularmente fría en cualquier estación del año, pero lo suficientemente apartada de todo y de todos, para que nadie me molestase. El refugio perfecto para mi alma solitaria. Una vez acomodado el cortinaje, deposité el pequeño libraco sobre la cubierta de un escritorio de madera; ahí esperaría hasta el día siguiente en que volvería a requerir de sus servicios y conocimientos médicos. Volví a bostezar al mismo tiempo que mi estómago protestó por segunda vez consecutiva. Necesitaba alimentarme, pero dada la hora, cualquier mozo de servicio estaría ya instalado en sus aposentos y no iba a tener el desatino de sacarle de su lecho solo por el simple hecho de haberme quedado dormido. El sueño de cualquier individuo era sagrado tratase de quien se tratase.
Habiendo cerrado las puertas del pequeño estudio tras de mí, dirigí mis pasos hacia la cocina, que quedaba dos pisos más abajo. Traté de hacer el menor ruido posible, pero era tal el silencio, que incluso las pisadas más tenues podían hacer eco al caminar. Casi que de puntillas bajé las escaleras, penetrando aquel recinto del arte culinario para tratar de robar algo que oliera exquisitamente apetitoso, que no requiriera demasiada elaboración, ya que a mi no se me daba del todo bien aquel don. Había poca luz, por lo que mi olfato era el candidato adecuado para tal travesía nocturna. A tientas logré encontrar un par de frutas y algo parecido a un tipo de queso envuelto en un paño, y al lado de éste, un cuenco rebosante de leche y tres rebanadas de pan. ¡Todo un manjar al paladar! El botín perfecto para un ladronzuelo hambriento como yo.
Acomodé todo perfectamente en una charola, encaminando mis pasos hacia el comedor, donde esperaba tener una apacible y reconfortante cena improvisada. Al llevar ambas manos ocupadas, tuve que hacer malabares al abrir la puerta recargando un costado y parte de mi espalda. Pero… Nada me había preparado para lo que mis ojos verían: Delante de mi se encontraba un hombre. Un sujeto que me pedía no gritar, y al juzgar por lo andrajoso de sus ropas, se trataba nada más y nada menos que de un ladrón. ¡Un ladrón enfrente de mí! La bandeja tembló en mi manos. Abrí la boca tratando de decir algo, alguna palabra, pero como siempre ocurría, no pude decir ni una sola palabra. Mi problema de tartamudez jugando una mala pasada en el momento menos oportuno. ¿Qué cosa debía hacer? No podía gritar pidiendo por ayuda, mis pies se anclaron en el piso y la bandeja con los alimentos cayó al piso, haciendo un ruido seco. Todo mi cuerpo temblaba, pensando en la factible posibilidad de que en cualquier momento el ladrón arremetería contra mi persona, para asesinarme. Iba a morir aquella noche... Mi vida pasó ante mí, como un rayo aparece y desaparece en el cielo.
Una ráfaga helada proveniente de un inmenso ventanal apostado a mis espaldas, me sacó de concentración, haciendo que las llamas de la chimenea estuviesen a punto de apagarse. Apresuré mis pasos para cerrarle. Aquella zona de la casa era particularmente fría en cualquier estación del año, pero lo suficientemente apartada de todo y de todos, para que nadie me molestase. El refugio perfecto para mi alma solitaria. Una vez acomodado el cortinaje, deposité el pequeño libraco sobre la cubierta de un escritorio de madera; ahí esperaría hasta el día siguiente en que volvería a requerir de sus servicios y conocimientos médicos. Volví a bostezar al mismo tiempo que mi estómago protestó por segunda vez consecutiva. Necesitaba alimentarme, pero dada la hora, cualquier mozo de servicio estaría ya instalado en sus aposentos y no iba a tener el desatino de sacarle de su lecho solo por el simple hecho de haberme quedado dormido. El sueño de cualquier individuo era sagrado tratase de quien se tratase.
Habiendo cerrado las puertas del pequeño estudio tras de mí, dirigí mis pasos hacia la cocina, que quedaba dos pisos más abajo. Traté de hacer el menor ruido posible, pero era tal el silencio, que incluso las pisadas más tenues podían hacer eco al caminar. Casi que de puntillas bajé las escaleras, penetrando aquel recinto del arte culinario para tratar de robar algo que oliera exquisitamente apetitoso, que no requiriera demasiada elaboración, ya que a mi no se me daba del todo bien aquel don. Había poca luz, por lo que mi olfato era el candidato adecuado para tal travesía nocturna. A tientas logré encontrar un par de frutas y algo parecido a un tipo de queso envuelto en un paño, y al lado de éste, un cuenco rebosante de leche y tres rebanadas de pan. ¡Todo un manjar al paladar! El botín perfecto para un ladronzuelo hambriento como yo.
Acomodé todo perfectamente en una charola, encaminando mis pasos hacia el comedor, donde esperaba tener una apacible y reconfortante cena improvisada. Al llevar ambas manos ocupadas, tuve que hacer malabares al abrir la puerta recargando un costado y parte de mi espalda. Pero… Nada me había preparado para lo que mis ojos verían: Delante de mi se encontraba un hombre. Un sujeto que me pedía no gritar, y al juzgar por lo andrajoso de sus ropas, se trataba nada más y nada menos que de un ladrón. ¡Un ladrón enfrente de mí! La bandeja tembló en mi manos. Abrí la boca tratando de decir algo, alguna palabra, pero como siempre ocurría, no pude decir ni una sola palabra. Mi problema de tartamudez jugando una mala pasada en el momento menos oportuno. ¿Qué cosa debía hacer? No podía gritar pidiendo por ayuda, mis pies se anclaron en el piso y la bandeja con los alimentos cayó al piso, haciendo un ruido seco. Todo mi cuerpo temblaba, pensando en la factible posibilidad de que en cualquier momento el ladrón arremetería contra mi persona, para asesinarme. Iba a morir aquella noche... Mi vida pasó ante mí, como un rayo aparece y desaparece en el cielo.
Miles Walker- Humano Clase Alta
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