El Traspiés (Gaël Marmalade & Miles Walker)

Aquel era un día especial en la primavera del París de mil ochocientos. Especial por ser el primero en el que el artista encargado de pintar el cielo hubiera decidido, durante la noche anterior y para el tiempo posterior, teñirlo de un azul claro y tan sólo con alguna ocasional y caprichosa nube. Así, cuando el lienzo del violáceo amanecer se quiso caer, una pura e iridiscente mancha de luz pudo extender su cálido abrazo por todo el espectro hasta acariciar con suavidad la superficie terrestre. Y, con ello, a los seres y a las personas que habían madrugado. Aquel día, el sol, como un padre contento y satisfecho, había querido agradar a sus hijos con la primera jornada del año que auguraba el comienzo del periodo estival.

Cualquiera que pudiera permitírselo, debía con ilusión preparar una improvisada salida al campo, con cesta de picnic incluida, para disfrutar de una agradable jornada bajo la sombre de un olmo o de un manzano. Quizás los jóvenes, que pudieran permitírselo, invitarían a las jóvenes a las que pretendieran, y que pudieran permitírselo, a tal aventura. ¡E incluso quizás sus padres se lo permitirían! Siempre y cuando pudieran permitírselo. Y éste no era el caso de nuestro protagonista.

El susodicho pertenecía al grueso de la sociedad, al denominado, bien proletariado, bien populacho, y, por lo tanto, no podía consentirse con tales placeres. Al contrario, él no se había desvelado por el brillante ardor en la mejilla, sino con la pesadez de párpados propia del despertarse, no por gusto, sino por obligación. Su nombre era Gaël y no había logrado descansar más de cuatro horas, no por falta de sueño, sino por falta de tiempo. Debía levantarse a las cinco de la madrugada para poder llegar a tiempo a la fábrica en la que trabajaba, tras una caminata de poco más de media hora, por lo que las ojeras eran fácilmente distinguibles bajo la mirada azul. Pero, pese al infortunio, él no se dejaba abatir. ¡Oh, no! ¡Claro que no! ¿Por qué iba a perder el tiempo y, de paso, la buena gana para lamentarse y quejarse cuando las condiciones de otros resultaban incluso peores que las propias, cuando otros no trabajaban doce, sino catorce o quince horas? No, su vida podría estar inundada con penurias, pero él, inocente, decidía saludarla con una amable sonrisa y la ilusión de recibir el escaso dinero que le permitiría mal llenar su estómago rugidor. Y así era día tras día desde que hubiera llegado a París, con el riguroso descanso del santo domingo, en el que se les permitía acudir a los servicios cristianos -y en el que él aprovechaba para entretenerse con cualquier otra ocupación-. Una existencia sin grandes diversiones, aunque compensada por ese curiosamente afable ánimo.

El astro diurno no tardó en calentar la atmósfera, la cual ya solía estar saturada de por sí en el edificio en el que Gaël realizaba su labor. El polvo de los tejidos se entremezclaba con el que se elevaba del suelo a causa de las tantas pisadas y la fricción y el ruido de las máquinas se sumaba al relativo hacinamiento. Pronto comenzaron a sudar.

El muchacho, resopló, algo hastiado y claramente agotado, lo cual podía distinguirse tanto en sus movimientos como en sus rasgos, mas no en su expresión, en la que esos ojos poseían mucha influencia -y éstos decían que aún quedaba alegría dentro de su cuerpo-. Su forma de pasar el tiempo solía convertir cualquier quehacer en un juego. Por ejemplo, si tenía que vigilar las máquinas de cardado, tendía a centrarse en los sonidos para intentar descubrir una oculta melodía; si tenía que cargar con fardos de tejidos, caminaba intentando evitar pisar las líneas de las baldosas, o bien, como realizaba en ese momento, efectuaba una disimulada danza al ritmo de la música industrial que ya hemos mencionado. Y fue ese su error, dado que el compás que escuchó forzó sus piernas hasta el punto de hacerle dar ese tonto traspiés que le hizo perder el equilibrio y, sin opción a recuperarlo, caer al suelo.

El impacto fue severo, dado que sus brazos se encontraban ocupados y no pudo usarlos de freno. Cerró sus ojos por el dolor cerca de la sien izquierda, ahí donde se había golpeado, pero el motivo por el que no quiso abrirlos fue el saber que pronto llegaría un capataz con porra en mano para darle el correspondiente castigo. Y, Gaël, cuya piel resultaba algo sensible, sufría demasiado con esos porrazos.