Another Piece Of Meat [Sebastian Lahm] {+18}

¡Maldición! No sabía como lo había hecho pero otra vez me liaron para que saliera tarde de aquel antro de mala muerte llamado burdel, ¿es que nunca iba a aprender a marcharme a mi hora? La mayoría de las veces me resultaba un poco complicado lograrlo, sobre todo cuando algún cliente se mostraba reticente a marcharse del local y montaba alguna bronca monumental. Sin duda, las noches en las que los vasos volaban por los aires eran las más dignas de recordar, pues raro era si alguien no terminaba escalabrado. En cuanto dejé las ganancias a la madame salí a la calle, iba ataviada con un corsé ajustado de color negro a juego con una falda por encima de mis rodillas. Resultaba curioso pero los dos juntos parecían más un vestido que dos piezas de ropa unidas. Los zapatos de tacón eran lo único que podían hacer un ligero ruido y mi abrigo oscuro me protegía del frío. Pronto dejé atrás ese edificio de perdición y pecado cuando me di cuenta de que la oscuridad era bastante notoria; los faroles no alumbraban y tampoco se veía ningún alma deambulando por la zona. Algo lógico a esas horas de la mañana pues, si mi intuición no me fallaba tendrían que ser aproximadamente las cuatro o las cinco de la madrugada. Con una sonrisa grabada en el rostro y las manos metidas en los bolsillos, empecé a dejar atrás las grandes avenidas para dirigirme hacia los callejones donde sólo caminaban las ratas. Tal vez aquella situación debería haberme incomodado o alertado, sin embargo la noche se me dio tan bien y recaudé tanto dinero, que no pensaba dejar que ningún contratiempo me enturbiara el momento. Pronto empezaría a ser conocida entre los visitantes con más caché y mejor posicionados dentro de la sociedad actual. ¿Quién me iba a decir a mi cuando salí de Bélgica que en la ciudad de la luz y del amor iba a llegar tan alto? Siempre me había gustado el dinero fácil y mi profesión no me disgustaba en absoluto, aunque como en todos lados siempre había días malos. La luz de la luna iluminaba mis pasos cuando pasé junto a unos cubos de basura volcados, allí un felino se estaba poniendo las botas con los restos de comida tirados por el hostal de al lado. Casi instintivamente puse los ojos en blanco a modo de disgusto y conitnué avanzando hasta que, de repente escuché un ruido y me quedé paralizada. En un principio pensé que el sonido había sido ocasionado por el animal pero, pronto me di cuenta de que estaba equivocada. No estaba sola en ese callejón pero la poca visibilidad no me dejaba ver ni tan siquiera su sombra. - ¿Hay alguien ahí? - el tono de mi voz emergió de mi garganta casi sin fuerza, sabiendo que pocas eran las posibilidades de recibir algún tipo de respuesta. Si alguien pensaba atracarme no iba a dar señales de su presencia, por lo que, haciendo uso del sentido común me mantuve en un rincón durante un tiempo prudencial, a la espera de escuchar algo más o ver a alguien. Finalmente me convencí que había sido un ruido sin importancia y de que debía seguir andando hacia casa.

Faltaban sólo dos noches para el plenilunio.

En el interior de Sebastian tenía lugar una feroz batalla entre su Humanidad, cada vez menos presente, y la Rabia del monstruo que llevaba dentro de él. Poco a poco la bestia, impulsada por la rabia, iba ganando la contienda. En dos noches Sebastian dejaría de existir y, durante unas horas, dejaría vía libre a un ser sediento de sangre, carne y muerte. A un “yo” sin ninguna atadura moral, legal o religiosa. A un ser que se movía única y exclusivamente por impulsos naturales e instintos. Nadie era tan libre como él las noches de luna llena.

Pero aún faltaban dos noches. El filósofo deambulaba por los callejones de París, sabedor de la lucha que tenía lugar en su interior. Era tal el desasosiego que no podía quedarse encerrado en su nueva casa. Necesitaba sentir el rocío de la madrugada en su pie. Un gruñido manaba de lo más profundo de su garganta de vez en cuando. Casi ningún humano podría oírlo, pero las ratas y los gatos huían despavoridos al notarlo cercano. Su instinto les decía lo que estaba por venir.

Giró una esquina. Luego otra. Sabía que había gente a su alrededor, los olía antes de verlos. Sus sentidos lobunos estaban tan alerta que su mente humana no podía entender toda la información que recibía. Cada sonido y cada olor se superponían unos con otros, dando pie a una cacofonía que confundía a Sebastian. A veces daba un traspiés. Otras veces tenía que apoyarse en la pared., inseguro Apestaba a vino picado, sexo y huevos podridos. A su nariz llegaban gemidos y a sus oídos olor a semen. O al revés. Era todo tan confuso...

Giró otra esquina. Un nuevo olor llegó a él. Apartó a todos los demás como una caballo desbocado en medio de un camino abarrotado de viandantes. Conocía ese olor. ¿Dora? ¿Aquí? ¿En París? No podía ser.

La confusión dio paso a la claridad de ideas. A la simplificación extrema. Su lado más animal tomó el control y apartó al “yo” de Sebastian, que sólo iba a entorpecerle en aquél momento. Dora. Dora. Dora. Estaba allí. En París. Olía a ella. Estaba seguro. Era ella.

Giró otra esquina. Ya no se tambaleaba. Ya no tropezaba ni se caía. Tenía un objetivo. Un olor que seguir. Era lo único que importaba.

Una nueva esquina. Veía a su objetivo. Era ella. Sí. Lo era. Un nuevo gruñido nació en su garganta. Un gato salió volando. Dora dijo algo, apenas la entendía. ¿Desde cuando hablaba francés? ¿Era su voz? Sebastian no respondió. Le ocultaban las sombras. ¿Era ella? Parecía más... más... le costaba encontrar la palabra. Humana. La palabra era Humana. ¿Qué pasaba? ¿No era ella? El olor era el mismo. El físico... a aquellas horas de la noche juraría que también.

Siguió en las sombras. Esperó. Había empezado la cacería. Tenía tiempo. Era Dora. Lo iba a pagar. Le había traicionado. Lo iba a pagar. Sus colmillos salivaban. Lo iba a pagar.

No necesitaba ver a través de las oscuridad para ser plenamente consciente de todo lo que ocurría en aquél callejón. Notaba el olor de Dora inundar cada centímetro de la zona. Cómo se colaba entre el resto de aromas que abarrotaban el reducido espacio. Todo el vello de su cuerpo se erizó y empezó a salivar como un perro que huele la comida.

Dora. Mil veces maldita Dora. Iba a pagar su vil traición.

Dio un paso más por el callejón. Volvió a gruñir.

Dora. Iba a hundir sus colmillos en su cuello. Iba a destrozarla. Iba a abrirla de piernas y violarla. Iba a golpearla hasta que sangrara. Iba a dejarla irreconocible a golpes. La iba a violarla de nuevo. Y la mataría. Y a violar su cadáver. Y colgaría su cuerpo muerto de una farola con sus propios intestinos. Y todos sabrían de su castigo y pecado. Todos sabrían que no se podía jugar con Friedrich.

Dio otro paso más. Su oído y su olfato le mostraban el camino. El olor seguía allí. El resonar de los tacones dio paso a dos pies descalzos y que chapoteaban en el agua y los desechos. Dora...

La mente de Friedrich era un remolino de odio, ira, holocausto y rojo amanecer. Su lado animal había ganado la batalla y, a pesar de que aún tenía su envoltorio humano, no era mucho más inteligente que cuando vestía la piel lobuna.

De haber tenido aún una mente racional el licántropo se hubiera hecho varias preguntas. Como por ejemplo, ¿qué hacía Dora en París? ¿O por qué se ocultaba de él? ¿O por qué apestaba a miedo? ¿O por qué no se lanzaba contra el propio Friedrich? ¿Qué demonios hacía metiéndose entre dos huecos de las paredes?

Y su olor... Era el mismo. Pero a la vez era diferente. Tenía la misma esencia que recordaba, el mismo aroma a rosas, agua clara y madera quemada. Pero apestaba a humanidad, a vergüenza, a orina, a viejez, a miedo... Cosas que la auténtica Dora, la que le había convertido, ni siquiera conocía.

Pero Friedrich no tenía ninguna mente racional ni analítica. Sólo la rabia visceral propia de un hombre lobo a dos noches del plenilunio.

Sus pies lo llevaron hasta el hueco donde se ocultaba Dora. Durante una milésima de segundo pareció que iba a continuar. Durante un instante mantuvo la mirada en otro lugar. Durante menos de lo que dura un latido no mostró los colmillos. Durante un parpadeo sus ojos no brillaron con malicia en la oscuridad.

Pero después de ese breve lapso de tiempo Friedrich se giró y miró a Dora con la nariz y la saboreó con los oídos.

-Puta-ladró la palabra. Un gruñido que nació en su vientre salió entre sus dientes-. Dora. Ha llegado tu hora. Dora. Vas a pagar.

Dio un paso hacia la mujer. El vello erizado. La piel de gallina. El corazón a mil y un bulto entre las piernas. El odio, la rabia, la pasión y la lujuria se mezclaban en su cabeza. Odiaba, amaba y ansiaba a Dora todo a la vez.


PD: Aclaración importante. Durante unos días me desactivaron la cuenta y me tuve que cambiar el nombre. Ahora soy Friedrich :_D
PDD: perdón por el retraso. Espero que el post merezca la pena ^^

Los pasos de Friedrich se sucedían lentamente uno tras otro. Le bullía la sangre. Todo su ser quería saltar, rasgar y morder. Quería empotrar a Dora contra la pared y golpearla una vez, y otra, y otra, y otra... hasta que no quedara de ella más que montón de carne sanguinolenta.

El problema es que también, en lo más hondo de su cuerpo, seguía enamorado de aquella mujer que le había mentido y engañado. Dora había jugado con él. Se había aprovechado de la inocencia de Friedrich. Le había hecho daño. Y lo había transformado en licántropo.

Esa chispa de amor era lo que impedía que se abalanzara sobre ella con toda su ira homicida. Lo que detenía su puño homicida. Lo que la mantenía con vida. Y aquél momento de indecisión fue lo que impidió que esquivara el zapato que le golpeó en la cara.

Durante un segundo no pasó nada. Se hizo el silencio más absoluto no sólo en el callejón, si no también en las calles adyacentes, como si toda París quisiera saber qué iba a pasar a continuación. Friedrich bajó la vista al suelo, visiblemente incrédulo. Luego la alzó para mirar a Dora. La mirada duró lo que debió parecer una eternidad. Y sonrió.

Pero la sonrisa de un hombre lobo a dos noches del plenilunio no es algo bonito. Los dientes, afilados, sobresalían bajo los labios. Los ojos brillaban con la luz propia de la muerte.

-¿En serio, Dora? ¿Quieres jugar a ésto...?-se agachó y cogió el zapato. Lo sopesó un momento en la mano y luego lo lanzó contra la mujer. No le golpeó a ella, sino que reventó con violencia al chocar contra la pared que tenía a su espalda-. Muy bien... vamos a jugar...

Friedrich dio un paso a un lado, dejando la salida del callejón libre. Extendió el brazo y señaló hacia el exterior, hacia la libertad y seguridad del resto del mundo.

-Adelante...-le seguía costando hablar. Y la sonrisa que se dibujaba en su cara era de todo salvo agradable-. Vete Dora. Juguemos a la presa y al cazador...-un gruñido salió por su garganta. El cuerpo le temblaba de excitación-. Vamos. Todavía queda mucha noche...

Si quería salir del callejón tendría que pasar junto a Friedrich y su sonrisa. Ojalá saliera corriendo. Ojalá quisiera jugar. Ojalá se lo pusiera difícil. Ojalá.

Así se podría dejar llevar por su rabia. Y podría obviar, definitivamente, la pregunta que le rondaba por la cabeza desde hacía un rato. ¿Por qué Dora, la Dora homicida y brutal que conocía, iba a tirarle un zapato a la cabeza a nadie?