Bittersweet blood

 
 
 
 
 

Aquella noche, había decidido pasarla a la intemperie, si bien aún estaba intentando dormir la mona del día anterior. De las calles le llegaba el olor a tierra que se impregnaba en la brisa, cuando el viento soplaba por entre las casas levantando partículas de polvo, algo que hacia que el cazador, Berger, pudiese olfatear mejor a los peatones que pasaban por su alrededor.

Entre cajas, barriles y unas redes, Berger, compartía esquina con tres desaliñados vagabundos con el rostro como una pasa; dejados al tiempo y plagados de moscas, hombres de calle y sin futuro que extendían la mano en procura de recibir algo para poder comer. Pero poco recibían ya que la gente apenas se acercaba a la esquina por el espantoso olor que desprendía un perro con la boca llena de moscas y en avanzado estado de descomposición; la humedad impregnaba el ambiente de un hedor malsano y nauseabundo. Con los brazos cruzados y sombrero casi sobre el rostro, el cazador observaba los pies de los peatones que no se paraban para donar ni una mísera moneda los pobres infelices.

Sabía por experiencia que la noche era el manto de amparo de los monstruos, de los ladrones, de los asesinos, de los engendros y en general de todas las criaturas que Berger odiaba. Él también danzaría aquella noche bajo la luz de la luna, como hacían los cazadores al buscar a sus presas.

Entonces el cazador que hasta el momento parecía dormido movió los brazos con lentitud y extrajo una manzana de su chaqueta. La palpó y buscó zonas blandas en donde hincar su nuevo cuchillo recién comprado, si bien no era aquel con el que tantos seres había desollado, pero se le veía ágil y suelto con él y, ademas, todavía se veía joven y capaz de superar el número de victimas del anterior.  

Se llevó un pequeño fragmento a la boca y disfrutó del dulce sabor de la fruta, de pronto el sabor se le amargó, aquello no entró por la boca sino por la nariz, un inconfundible olor a los seres de la noche. Casi saltó, se tensó e inclinó levemente la punta del sombrero para fijar la vista en el objetivo que su olfato indicaba; una mujer de pálida tez y elegante atuendo.

Sólo hubo una señal que delatara su tensión tras la observación a aquella persona, si bien era muy breve: los nudillos tensos alrededor del cuchillo con el que troceaba despacio un trozo de manzana un poco madura; el jugo impregnaba el cuchillo y sus dedos goteando. Apretó el puño y dejó caer la manzana, sabía que había llegado el momento crítico. Cuando la fruta cayó los vagabundos, que hasta el momento se habían contenido mirando como el cazador comía, se abalanzaron como locos a por ella. Berger se separó del grupo añadiendo: -guardarme el sitio -, desplegó su gabardina y emprendió el seguimiento al principio con desidia casi. Sus pies se movieron de forma torpe sobre el suelo adoquinado y por fin, de forma decidida, agitó los puños.

Caminaba discretamente mirando los escaparates y parándose a observar conversaciones ajenas que se detenían en cuanto el cazador se aproximaba. Se deslizaba debajo de arcadas de piedra y de los dinteles de las puertas más amplias, luego, hasta la entrada de una taberna en donde sé percató de que era observado por una mirada no deseada y en menos de lo que una fruta cae de un árbol, el cazador desapareció como una fugaz sombra; aprovechando un hombre de gran talla que se había interpuesto entre depredador y presa, la cuestión era: ¿Quien era el depredador y quien la presa?. La caza comenzaba.