Espectáculo privado. || Gilbert T. Rouché

Merodear por las calles de París era un hábito, innecesario completamente, absurdo, una pérdida de tiempo, pero costumbre. La ruta recurrente cruzaba siempre el barrio de los burdeles, le gustaba el olor a sexo. Cada vez que pasaba por allí con su porte altivo y su sonrisa seductora, se le aproximaban hombres y mujeres en busca de placer sexual. Él siempre los rechazaba, sabiendo bien que podría llevarse a cualquiera a la cama y sin tener que pagar, cosa que hacía de vez en cuando por matar el tiempo. Le gustaba follar como a todo hijo de vecino, pero rarísima vez se sentía satisfecho tras un polvo con un humano, no tenían el aguante necesario para su yo animal y se cansaban enseguida. Pero eso no significara que no pudieran terminar jugando a otras cosas mucho más entretenidas, que saciaran al menos una parte de su hambre.

Notó su olor de nuevo, sabía quién era aún sin haberle visto nunca, ni falta que hacía. Era un varón, un vampiro, joven de aspecto (eso lo sabía por la sombra que proyectaba a veces a su lado o en algún edificio junto al que pasaban) y seguramente con cientos de años a sus espaldas, por su manera de moverse, sigilosa y predadora. Sin embargo, él era un espléndido rastreador, y por muy bien que creyera ocultar su aroma, le tenía calado hacía días. Y era por eso que había decidido que ya era suficiente de jugar al gato y al ratón. ¿Quería un espectáculo? Lo iba a tener.

Al pasar frente a un burdel, indistinto de los demás para él, se le acercó una joven pelirroja de exuberantes pechos y redondeado trasero. No llevaba demasiada ropa, como ya era de esperar y pegó sus senos al brazo de Rigor para reclamar su atención, al tiempo que le miraba con unas verdosas orbes grandes y brillantes, tan cargadas de lujuria que enseguida supo que ésta era una de las rameras que se dedicaba a esto por placer, y no por dinero. Pasó su brazo alrededor de la pequeña cintura de la muchacha y susurrándole palabras llenas de halagos y un tono grave y varonil que la hizo estremecer, se llevó a la cortesana de allí y se dirigió con ella hacia las afueras de la ciudad, que no quedaban muy lejos. Estaba convencido de que el chupasangres los seguiría y pudo notarlo, sin duda.

Tras poco más de media hora andando, llegaron al bosque y fue entonces que la joven prostituta sintió el impulso de cambiar de opinión.

-No creo que debamos... -Murmuró de manera lastimera, pero el cambiante la ignoró y tomó su codo con firmeza para arrastrarla hacia la espesura.- Señor, no, por favor... -Suplicó ella, pero él siguió sin hacer caso a su petición y la miró desafiante.

-Quieres el mejor polvo que te han echado en la vida, ¿verdad? Entonces me seguirás y estarás calladita hasta que yo te dé permiso para gemir. -Su tono de voz era sombrío y monocorde, sin pizca alguna de sentimientos que tiñeran sus palabras, lo que las volvía más tenebrosas.

La muchacha contrajo el rostro en una mueca de miedo y fue entonces cuando supo que no podría escapar. Rigor era demasiado fuerte para ella y si se lo proponía, la rompería. La chica optó por obedecer, con la esperanza que tras realizar su trabajo la permitiera marchar. Más no sabía ella cuan equivocada estaba, pero pronto lo iba a averiguar.

Siguió tirando de la muchacha hasta que, a lo lejos, empezó a vislumbrarse una tenue claridad oscilante. Era su cabaña de torturas. Había dejado prendidas varias lámparas de aceite que iluminaban el interior del lugar y otorgaban cierta calidez fingida, pero nada más allá de la realidad. El lugar era frío y húmedo, no había lugar alguno para sentirse cómodo, como en casa. Pero no era algo que precisara un cambiante como él, que para dormir se convertía en lobo y se adentraba en una cueva. Esa casucha era su centro de placer, uno que la prostituta, no iba a disfrutar.

La arrastró has la entrada y abrió la puerta de una patada, lanzando luego a la muchacha dentro, que cayó de costado, golpeándose en el hombro contra las tablas sueltas que formaban el suelo. Pasó luego tras ella y cerró, sabiendo sobradamente que su acosador encontraría la manera de espiarles. Estaba claro que le gustaba mirar, que era un morboso. Pues iba a pasárselo muy bien aquella noche.

Se quedó parado con los pies paralelos a los hombros y enarcó una ceja, sonriendo de medio lado. Se desabotonó la bragueta y sacó su miembro, que estaba flácido. No le excitaba aquella mujer, en lo más mínimo, pero tal vez se animara la cosa si sabía usar bien la lengua.

-Vamos, ven aquí y usa tu boca.

La chica se colocó de rodillas, tocándose el brazo dolorido y decidió quedarse callada. Ya había visto cómo se las gastaba el hombre y no quería retarle. Se aproximó en aquella posición y empezó a masturbarle, besar y lamer su miembro. Se tomó su tiempo para intentar que el falo ajeno se pusiera duro, pero no había manera.

-Métetelo entero y chupa. Déjate de chorradas románticas.

La joven hizo caso y rodeó el glande del varón con los labios para succionarlo. Él colocó una de las manos en su cabeza y la empujó para que se lo tragara entero. Pudo notar como intentaba toser, la arcada que le vino, las convulsiones de su cuerpo por querer apartarse de semejante situación.

-¿No puedes hacer bien tu trabajo? Entonces no me eres útil.

La soltó y en cuanto ella se retiró, llevándose una mano a la boca entre tosidos exagerados y con una lágrima resbalándole por la mejilla, el cambiante la sujetó firmemente del cuello, apretando los dedos a ambos lados y jugó con su poder de cambio, logrando que le empezaran a crecer las uñas y sus manos fueran adquiriendo la forma de garra. Pero lo detuvo justo en ese instante y tiró, arrancándole parte de la tráquea de un fuerte tirón y la chica cayó de costado, intentando detener el dolor, la sangre. No podía gritar, ya no tenía cuerdas vocales, ni lengua. Ahora pendían de la mano de nuevo humana del cambiante. Las lanzó a un lado y se relamió, viendo como la cortesana se debatía entre la vida y la muerte, mientras él se quitaba la chaqueta y camisa sin desabrochar, haciendo saltar los botones. Volvió a forzar el cambio, ésta vez por completo, y en cuanto su forma fue la de un lobo grande con ojos bicolor, se aproximó a su víctima y empezó a comérsela cuando ella aún temblaba, intentando aferrarse a su último aliento.

Aguardó el tiempo suficiente para no ser oído, y saltó al suelo. Se aproximó con el sigilo de alguien de su naturaleza a la cabaña, acercándose a una de las ventanas. Quitó el polvo y la suciedad con una mano y, únicamente por una esquina, observó toda la escena. El tipo era atractivo, en todos los sentidos, pero aquello que tenía no era lo que atraía su atención. En cambio, observó su rostro, la manera en que observaba a la joven. Y Gilbert, por todos sus años de inmortal, sabía por experiencia que no estaba disfrutando, que no estaba experimentando placer alguno.

¿Qué hace agarrándola del cuello, es que va a ahogarla?, pensó Gilbert, asombrado, hasta que vio cómo los dedos se introducían en su cuello. No, no eran dedos. Eran garras. Se quedó boquiabierto, incrédulo. Tener más de cuatrocientos años le permitía tener un poder con el cual podía infligir dolor a aquel monstruo con la mente, pero aún era pronto. No podía ser visto todavía...
Observó cómo la piel colgaba de las uñas de aquel monstruo, cómo la mujer se agarraba lo que le restaba de cuello con las manos a la vez que intentaba frenar el torrente de sangre, y cómo el atractivo joven se convirtió en un lobo que comenzó a devorarse el cuerpo aún vivo de la joven. Contuvo la respiración, acercándose lentamente a la puerta mientras con su oído agudizado y superdesarrollado escuchaba cómo el lobo arrancaba la piel de los huesos de la cortesana y la devoraba. Él también era un monstruo, pero él sólo bebía de alguien hasta quitarle la vida, no hacía tales atrocidades.

Abrió la puerta muy lentamente, dando gracias a Dios de que ésta no chirriase, y adoptó una pose fiera, con el torso levemente agazapado hacia delante, sus ojos rojos, ávidos de sangre, y los colmillos saliendo de su escondite. No podía permitir que criaturas así rondasen por París, y aunque nunca antes había intervenido en una lucha... siempre había una primera vez para todo, ¿cierto? Las lámparas de aceite de la cabaña reflejaban su figura en las paredes opuestas, luego el lobo quizá ya había advertido de su presencia. Y cuando hiriese de gravedad a aquel lobo, si es que lo conseguía, le borraría la memoria a la cortesana antes de que muriese, si es que no estaba muerta ya.

—¡Déjala en paz, maldito bastardo! ¡Métete con alguien de tu calaña! —corrió hacia él y gracias a su superfuerza consiguió empujar al lobo y provocar que dejase de comer de la cortesana. Rodaron por el suelo, y Gilbert tuvo la mala suerte de quedar debajo del lobo. Pero no indefenso. Con sus manos intentaba agarrar el cuello del lobo, manteniendo la cara de éste alejada de la suya propia. El atractivo hombre al que había perseguido durante tanto tiempo había desaparecido; ahora le odiaba con todo su alma, si es que acaso le quedaba algo. Sus uñas, como si fuese también un cambiaformas, se afilaron por sí solas. Si no podía con él, al menos intentaría arañarle.