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¿Qué pasa si Julieta es una histérica, y Romeo un adúltero? | Libre 2WJvCGs


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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Nejbet Ištar-Anat Lun Oct 13, 2014 9:14 am

- ¡¡Maldito seas, una y mil veces, Mâlik!! ¡¡Maldito seas tú, y todos los ancestros por los que juras en vano!! ¡¡Maldito seas por traerme a este horrible lugar a rastras, para luego abandonarme!! ¡¡Te odio, Mâlik, más de lo que nunca he odiado a nadie!! -Los gritos y los golpes contra la puerta de la habitación de su esposo se sucedían en cadena, sin nunca acabar. Estaba furiosa, incapaz de creerse que después de todo aquel tiempo, después de todas aquellas promesas, su esposo hubiese decidido, nuevamente sin consultarle, partir de viaje durante más de dos semanas. Al salir del cuarto ni siquiera la miró, se limitó a resoplar por lo bajo y despedirse de ella con un simple "Maʿa s-salamah", un adiós que le supo más amargo que todos los desplantes que le había hecho. Juntos. Y no habían sido pocos, precisamente. Desde contratar doncellas mujeres, todas hermosas y europeas, hasta coquetear con ellas abiertamente delante de sus narices, como si ella no tuviera ni voz ni voto en sus decisiones. Estaba muy equivocado. Cada vez que él le engañaba, ella respondía de la misma forma, motivo por el cual su esposo había despedido a todo el servicio masculino de la mansión. ¡Era increíble! Intentaba denigrarla, convertirla en la mujer-florero que había sido su madre, y su abuela. Y no iba a conseguirlo. Nejbet no estaba hecha para ser propiedad de nadie, y le importaba muy poco si quería verlo o no. Se lo demostraría.

Se vistió con sus mejores galas, e ignorando todas las advertencias de la doncella que su marido había contratado expresamente para seguirla a todas partes, salió de la mansión, dispuesta a hacerle sentir a su esposo de la misma forma que él la hacía sentir: abandonada. Como si no valiera lo suficiente. ¡Ella era una Ištar-Anat! Procedente de una de las dinastías más importantes y aclamadas del país. Su forma retrógrada de tratarla no tenía cabida en su mundo, en su entorno. ¿Acaso se le olvidaba que gran parte de la fortuna que ahora tenía se la debía a ella? ¡Ella no era parte de su harén! ¡Ni lo sería nunca! Si él quería ser su dueño, quería a cambio la misma fidelidad de su parte. O rompería su enlace por muy prohibido que estuviera según una religión a la que, realmente, ninguno de los dos hacía gran caso. Todo tiene un precio, y ella tenía todo el dinero que podía imaginar. No le costaría demasiado embaucar a cualquiera que quisiera enjuiciarla. Su familia era conocida y admirada por todos en Egipto...

Pero, ¿por qué no lo hacía? Por más que quisiera engañarse a sí misma, lo que sentía por su esposo era demasiado fuerte para llevar a cabo sus amenazas. Y toda aquella rabia, todas aquellas traiciones que ambos cometían hacia el otro continuamente, no eran más que un indicativo. La punta del iceberg. Necesitaban sentarse y hablar, pero siempre que lo intentaban la pasión surgía antes que los sentimientos. Era el lenguaje que ambos hablaban. Pero aquella noche, el odio era el sentimiento imperante en su herido corazón. Tenía que desquitarse. Tenía que olvidarse del daño que le estaba haciendo. Pidió al cochero que la dejara en el teatro. Una tragedia como Romeo y Julieta no era precisamente lo que necesitaba en aquellos momentos, pero sería un buen aperitivo para una noche que sabía que iba a ser larga. Entró en el recinto y pidió el palco de siempre, reservado para las pocas personas que podían permitírselo. En cuanto se sentó en una de las butacas, echó de menos la compañía del joven cortesano al que siempre solía llamar en ocasiones como aquella. Pero aquel sentimiento no duró demasiado. Minutos después, la obra empezó y el teatro se sumió en silencio y en la penumbra. Su mente, inevitablemente, comenzó a divagar. ¿Qué hubiera sucedido si ella fuese Julieta, y Mâlik, su Romeo? ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de existir la oposición de sus familias, lo opuesto hubieran sido sus personalidades? ¿Y si hubieran sido incompatibles? ¿Hubieran podido olvidarse de ese fuego interno que les llamaba a estar juntos, aunque no se soportaran? ¿Podrían haberse alejado?

Con suerte, podría descubrirlo aquella noche. Realmente lo necesitaba.


Última edición por Nejbet Ištar-Anat el Dom Nov 16, 2014 12:40 pm, editado 1 vez
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Mensaje por Na Karshe Sáb Oct 25, 2014 5:53 pm




— Cuando Julieta escapó de los brazos de Romeo.

Si el humo no aflora de la hoguera, échale agua y pinta con el carbón —
Bueno, me voy —anunció levantándose del colchón roído en el que yacía desnuda junto a Deka. Notaba su mirada oscura clavada en la nuca, pero la ignoró.— No, no me mires así. Si esta noche quieres tener algo que echarte a la boca más vale que me dé prisa.— Amenazaba, mientras buscaba su ropa interior entre los montones de prendas esparcidas por el suelo. La muchacha hizo caso omiso y sus manos, doradas por el sol, se abalanzaron sobre el cuerpo fino de Na Karshe. Con violencia la tumbó de nuevo en el colchón y, agarrando sus muñecas con fuerza, la contuvo situándose encima. Su robustez no dejaba lugar a forcejeos, Na Karshe no tenía opción de escapar. Resopló con furia.
Deja de hacer eso, deja de irte cada noche. Tenemos todo lo que necesitamos aquí, quiero que te quedes —imploraba con seriedad, intimidatoria y voraz. Na Karshe se limitó a mirarla a los ojos hasta que Deka dejó de presionar sus muñecas. Sabía que por culpa del color de su piel, Deka había sido esclava desde su nacimiento, toda comunicación compartida con semejantes se había limitado a órdenes, quizás por eso cada palabra que escapaba de sus labios carnosos era imperativa.
Na Karshe esbozó una media sonrisa pícara y, en una caricia, bajó por su espalda hasta el trasero, que apretó con fuerza. Se mordió el labio. —Sabes que no puedo resistir cuando te pones así.
Y la besó de nuevo. Deka volvió a agarrar sus manos y las alzó por encima de su cabeza contra el colchón, inmovilizándola . Sus cuerpos se contraían, se alejaba, se entralazaban otra vez, conectaban y así, una vez más, volvieron a deshacerse entre suspiros y gritos ahogados, en éxtasis. Ésa era la droga más dura, el cuerpo tostado de Deka se había convertido en su nueva adicción y no había forma de escapar de ella. Cuando, exhaustas, cayeron de nuevo sobre el colchón, le ofreció un trago de aguardiente casero, de ese que quema la garganta y corroe las entrañas, y se tumbó a contemplar el batir de las costillas de su compañera, se alzaba con cada respiración, y con cada exhalación sus ojos se iban cerrando poco a poco hasta caer dormida, como si toda su energía le hubiese sido robada. Na Karshe la observó durante unos segundos más y por un instante la envidió. Una parte de ella deseaba quedarse, durmiendo plácidamente, pero un llamado a la coherencia gritaba desde su interior que el pacto de aquella noche no era cualquier cosa. Así, perezosa, se levantó por segunda vez del colchón, pero en esta ocasión nadie trató de retenerla, tan sólo un vago murmullo que rendido le decía —Promete que no llegarás tarde, que no te irás con nadie más.
Lo prometo.
Recogió su ropa interior y se la puso mientras andaba por la casa, camino del listón atravesado en la pared que hacía las veces de armario. Se encontró con el pequeño Bill, un chaval poco agraciado que dejaba caer su cuerpo entre cuatro escalones, completamente ebrio. Na Karshe enarcó una ceja a modo de saludo y él se lo devolvió alzando su botella, antes de beber un trago. La semi-asiática se  introdujo en la habitación contigua y se engaló con el vestido más caro  que poseía, su última adquisición. Lo había robado a una sastrería del centro de París apenas un par de días antes, en vistas a la ocasión que se le presentaba. Bajo él, ocultó sus botas raídas de siempre. No cambiaría esa comodidad por ningún zapato hecho de mil perlas.
Hasta luego, Bill.
Ey, Na Karshe... —hizo una pausa mientras intentaba recobrar el control sobre el peso de su cabeza.— Tráeme una manzana.
Caprichos de borracho, se decía.
Haré lo que pueda.
Bajó las escaleras y, agarrándose las faldas para no estropear la puntilla con el lodo, escapó al bosque, caminando a zancadas por entre las ramas. Conocía perfectamente todos los atajos que llevaban a la ciudad, las luces amarillas de las lámparas no tardaron en proyectarse sobre los charcos que las  tormentas de verano habían dejado a su paso. Pisaba el suelo con fuerza, en esa forma de andar garbosa con algo de agilidad reptil que la caracterizaba. Derrochaba confianza que radicaba en locura, bordeando la fina línea de la cordura. Se relamía pensando en lo que la noche le deparaba. Lejos quedaba el recuerdo del cuerpo de Deka, al fin y al cabo, el placer del sexo era algo instantáneo y efímero, nada comparado con la satisfacción que le producía el éxito en su negocio, así compraba su libertad y la de los suyos, saltándose las reglas día a día, pura adrenalina.
Llegó al teatro donde se había citado con Monsieur Allamand, uno de los más ricos burgueses cuya industria emergente le permitía llenar sus estanterías de opio para consumir en soledad hasta perder el sentido. Al sacar la entrada que uno de sus emisarios le había entregado, rememoraba palabra a palabra la carta adjunta:

Na Karshe,
Necesito de sus cuidados médicos una vez más, en concreto de la planta del opio ya elaborada en una cantidad de dos bolsas. A cambio le proporcionaré el dinero necesario para comprar la libertad de la esclava antes de que la encuentren. Prometo, además, ofrecer protección jurídica si es necesario hasta que esto ocurra.
El intercambio será en el teatro, el próximo jueves, durante la primera obra de la noche.  Escoja la butaca 24, situada en la cuarta fila . Cuando se abra el telón y las luces se apaguen, le proporcionaré el dinero en primer lugar, para asegurarle que puede confiar en mi palabra.
A más ver,
A.


Sin embargo, Na Karshe no era tan ingenua como él pensaba. Tan pronto pasó la entrada, se introdujo en el sótano, en la zona de camerinos. Los baños estaban vacíos debido a que los actores ya se habían preparado para la acción, por lo que no tendría problema en esconder las  bolsas. Con los nudillos golpeaba levemente los azulejos que conformaban la pared hasta que uno de ellos emitió el sonido a hueco que buscaba. Lo desencajó y en el agujero escondió la droga. Si aquello se trataba de una trampa, jamás obtendría lo buscaba.
Regresó a la multitud y siguió al pie de la letra lo que le ordenaba en la carta. A su derecha, en el palco, se sentó un matrimonio viejo. La mujer, al parecer, se había bañado en perfume antes de salir de casa  y le estaba destruyendo el sentido. A su izquierda la butaca permanecía vacía. Na Karshe se acomodó en su asiento de una forma cuanto menos informal, aparentemente en calma, pero espectante. Las luces comenzaban a apagarse cuando finalmente una mujer sin acompañante se sentó a su lado. Vale, eso no era lo acordado, no conocía de nada a aquella dama y su extraño olor a lobo le hizo ponerse alerta. Se revolvió en el asiento para comprobar que no se había equivocado de lugar y finalmente se rindió, tratando de relajarse en una posición no muy ortodoxa dado el contexto.
Las luces se apagaron por completo, el telón se abría y mostraba una representación de Verona bajo una tenue luz azulada. Na Karshe, huyendo de los efluvios almidonados que la anciana a su derecha desprendía, dejó caer su peso sobre el reposabrazos izquierdo, acercándose a la refinada joven. Quién podría advertirle del error que estaba a punto de cometer cuando, descarada, le preguntó:
Excusez-moi, ¿sois vos enviada de A.?






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Mensaje por Nejbet Ištar-Anat Dom Nov 16, 2014 6:17 pm

En cuanto las luces se apagaron y los actores salieron a escena, Nejbet se dijo a sí misma que lo mejor sería concentrarse en ella. ¿Quién mejor que Shakespeare para darle respuesta a todos los interrogantes que rondaban su cabeza? ¿Quién mejor que el maestro de los dramas y los romances para inspirarla a buscar solución -o más problemas- dentro del suyo mismo? Nadie mejor, estaba segura. Por eso tomó aire y cerró los ojos un momento. Un hondo suspiro salió de entre sus labios. Se sentía mentalmente agotada, frustrada por el camino que su matrimonio estaba llevando. Porque sabía que el fuego, que aquella chispa que los mantenía unidos en aquellos momentos terminaría por apagarse, ¿y qué pasaría después? ¿Qué harían? ¿Mantenerse juntos por no añadir más habladurías a su ya de por sí "ruidosa" situación. La prensa de su país no paraba de sacar noticias de ambos, de sus escándalos y del adulterio que ambos cometían, cada uno por su lado. Aún así, la joven seguía siendo apreciada en Egipto por pertenecer a la familia que pertenecía, y él por haberse casado con ella. Finalmente, abrió los ojos, en el mismo momento en que el primer actor salió a escena, recitando con maestría el prólogo de la obra que todos en aquel teatro habían ido a presenciar.

Dos familias de idéntico linaje;
una ciudad, Verona, lugar de nuestra escena,
y un odio antiguo que engendra un nuevo odio.
La sangre de la ciudad mancha de sangre al ciudadano.

La caracterización de la ciudad se correspondía en gran medida a como ella siempre se la había imaginado. Lo único que le fastidiaba un poco era el hecho de haber tenido que ir hacia París -ciudad de la que renegaría por siempre por haber sido arrastrada por su esposo- para poder apreciar aquella obra como Dios manda. Verona bien podría asemejarse un poco a su Al-Qahira natal. Muchas familias de distinto linaje confluían en el mismo lugar, por lo que era muy sencillo que acabaran surgiendo problemas por los intereses encontrados. Ella misma había vivido alguna que otra situación comprometida con la familia Mubarak, tras haber rechazado al primogénito como esposo. Y más cuando escucharon sus motivos para hacerlo: además de ser terriblemente feo, era un completo imbécil. Pretendía que ella fuera una de las siete mujeres que pretendía llegar a tener. ¿Y debería haber aceptado? Agradeció que su padre se impusiera sobre ellos, diciéndoles que si proseguían con sus intentos de desprestigiarla públicamente cortaría todos los negocios que tenía abiertos con ellos, y no eran pocos. Por aquel entonces la relación entre ambas familias no es que hubiese mejorado realmente, pero ambas se toleraban. Aún así, el rencor y la desconfianza eran trasmitidos generación a generación, de grandes a pequeños, perpetuandola.

Y aquí, desde la oscura entraña de los dos enemigos,
nacieron dos amantes bajo estrella rival.
Su lamentable fin, su desventura,
encierra con su muerte el rencor de los padres.
El caminar terrible de un amor marcado por la muerte,
y esta ira incesante entre familias
que sólo el fin de los dos hijos conseguirá extinguir,
centrarán nuestra escena en las próximas dos horas.
Escuchad esta historia con benevolencia,
¡que cuanto falte aquí ha de enmendarlo nuestro empeño!

La fuerza con que terminó su discurso obligó a su mente a desprenderse de aquellos pensamientos que en aquellos momentos parecían del todo innecesarios. La gente aplaudió con solemnidad, y ella se quedó mirando fijamente durante unos instantes al escenario, a esa Verona representada, y sonrió. ¿Sería también la muerte lo que lograría romper para siempre los muros que tanto ella como Mâlik iban erigiendo entre ambos, uno tras otros, separándose? No podía evitar pensar que sí. Porque, pese a los muchos sinsabores y desencuentros que sufrían casi a diario, ¿podía definirse a sí misma, a la mujer que ahora era, en la que se había convertido, sin mencionarlo a él? Estaba segura de que no. Porque él le había otorgado una nueva naturaleza, que aunque no hubiera sido deseada al principio, ahora formaba parte de su ser. Se había acostumbrado a ella, se había adaptado, y ni siquiera podía imaginarse siendo de otro modo. Su drama, si bien no podía competir con el de aquellos dos enamorados que pronto saldrían a escena, también era terrible, aunque fuese de otra manera menos... ¿mortal?

Gregory y Sampson aparecieron en el escenario apenas dos minutos después, y justo cuando Nejbet ya se había acomodado sobre la butaca, dispuesta a disfrutar del espectáculo, una voz a su derecha la hizo girar la cabeza levemente en esa dirección, irritada. Al principio no sabía de qué le hablaba, ni si se dirigía a ella o no. Pero el palco estaba prácticamente desierto, a excepción de ella misma y otra pareja de ancianos, por lo que hubo de centrar su vista en la única interlocutora posible, con un desgano más que visible. Por suerte, lo que vio le gustó lo bastante para que mereciera la pena. Los ojos rasgados de la muchacha, junto con una palidez casi etérea, la hacía parecer una perfecta muñeca de porcelana de aspecto exótico y delicado. Una sonrisa pícara se dibujó en su semblante. - Did you say something, sweetheart? -Murmuró en un perfecto inglés. Siempre se había mostrado reticente a hablar en francés, aunque supiera hacerlo, pero al ver que la mujer no decía nada más, se resignó a contestarle en francés. - ¿Quién demonios es "A."? Creo que necesito más letras para saber si conozco a alguien con ese nombre. -Su acento árabe quedó plenamente marcado en aquella simple frase, y sí, lo hizo a propósito. Los ojos del anciano se giraron hacia ella y en sus ojos pudo ver reflejado a la perfección aquella especie de odio patente que muchas personas en aquel país sentían por los suyos. Y no le importó en absoluto. Le devolvió la mirada con indiferencia para luego centrarse nuevamente en el hermoso rostro de aquella joven.
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