The Road Not Taken || Privado

por **Cassandra Schiavone** Miér Oct 15, 2014 3:26 pm

<<No pongas el amor en mis manos como un pájaro muerto.>>
Jaime Sabines

Observarlo sentado en su escritorio, triunfal, altivo, maravilloso, no hacía más que llevarla hacia aquellas memorias de la infancia, cuando lo admiraba desde lejos, sabiéndose carne de su carne, una parte de él, que nadie más compartiría jamás. Nunca golpeaba la puerta, simplemente ingresaba y se tomaba sus segundos para memorizar cada gesto de su padre. El camino hacia la mansión lo emprendía con rapidez, con el corazón en un puño, con la ansiedad y la urgencia del cuerpo y el alma. Nada quería más que verlo, que aprehender su figura, su respiración, su mirada, su alma. Detestaba la distancia, desde que le dijeron que debía irse a vivir con aquel pusilánime desconocido, había experimentado el verdadero odio. Podía sentir la impaciencia recorriendo sus venas, trazando un camino infinito en su sangre. Siempre era la misma sensación, la misma urgencia. No importaba el tiempo, ni los obstáculos, si quiera lo que aquello significaba, deseaba volver a verlo, como si el día anterior no hubiesen compartido tiempo juntos. Para ella, las horas eran lentas, frías, hurañas y olvidables cuando no estaba a su lado; cuando estaba en su compañía, los minutos se volvían rápidos segundos, que aleteaban y amenazaban con cortar el encuentro, sin embargo, él parecía empeñado en alejarse y alejarla, pero siempre volvía a sus brazos, y ella lo recibía en el altar que había construido en su cuerpo, para saciarlo y adorarlo como a un verdadero Dios.

—Padre —murmuró para captar su atención. Sabía perfectamente que él la presentía, o eso quería creer. Ella deseaba que Greco la esperase en agonía, como ella lo esperaba a él. —Greco —pronunció nuevamente, más por necesidad de nombrarlo. Adoraba su nombre, adoraba llamarlo, cómo sonaba entre sus labios, el sonido que se agolpaba en sus oídos cuando en la intimidad lo repetía una y otra vez. Infinidad de veces había tenido que reprimir el impulso de mencionarlo cuando tenía a su marido dentro suyo.

Cerró la puerta tras de sí y se relamió los labios, nerviosa. Su presencia siempre lograba intimidarla, era tan perfecto, tan fuerte… Cassandra le sonrió, sus comisuras se levantaron apenas, pero era suficiente para demostrarle su absoluta devoción. No le interesaba que su madre –aquella maldita mujer que la había portado en su vientre y gozaba de la presencia de Greco todos los días- estuviese con sus hijos y su esposo en el hall, esperando el té y los bocadillos de las cinco. Ella se había lanzado a la carrera cuando le informaron que su padre se encontraba en su estudio. Había surcado los metros que los separaban, tras depositar a su bebé en los brazos de la doncella que los acompañaba, y con el peso de la mirada de la dueña de casa clavándose en su nuca. Ella lo sabía todo, jamás lo había impedido, y se había quedado en su cómoda posición de dama y señora, obviando la situación que se daba puertas adentro. Cassandra, en muchas ocasiones, había intentado recurrir a su madre en busca de explicaciones que le dijera si aquello estaba bien o estaba mal, si aquel sentimiento apremiante podía ser de Dios, pero la mujer siempre la había ignorado, y el escaso acercamiento que la muchacha había intentado truncadamente, terminó por convertir en abismal la brecha que las separaba. El amor que ambas profesaban por Greco y la displicencia de la progenitora, terminaron convirtiendo aquella competencia en un espectáculo encarnizado. Recorrió la distancia que las separaba. El único sonido era el frufrú de su amplio vestido lavanda, y los lejanos traqueteos de la calle. Le hizo una reverencia y se puso de rodillas a su lado.

—Su bendición —le pidió, ansiosa de sentir sus labios acariciando la piel de su frente despejada por el peinado semirecogido, que convertían su cabello negro en una catarata de bucles bien formados, simulando cientos de tirabuzones brillantes y oscuros. —Me informaron que se encontraba aquí, y quise venir personalmente a buscarlo. He traído a los niños, a nuestros niños —no se había levantado. Permanecía allí como una devota frente a la imagen de un santo, con su mirada dulcificada de amor, ocultando tras sus palabras las exigencias que habían generado entre ellos roces y discusiones acaloradas. Cada noche se preguntaba por qué Greco no lanzaba todo al viento y se permitía vivir aquel tesoro que habían construido. Ellos eran una familia, y Cassandra debía esmerarse en una farsa que estaba agotándola.

—Te he extrañado —susurró y tomó su mano entre las propias y le beso el centro de la palma. Inspirando profundo, adoraba el aroma que él desprendía. La muchacha había encontrado cierto regocijo en el límite, ya no se ocultaba, abiertamente demostraba los sentimientos que profesaba hacia Greco; sin embargo, los ojos ajenos sólo veían un padre y una hija de relación estrecha, y más con el previo conocimiento de que desde su infancia fue recluida y retenida en su mansión. Habían sido contadas las ocasiones que alguien la había visto fuera de su hogar, y lo único que rescataba de su vida marital, era la libertad de la que gozaba, algo que nunca antes había poseído. Pero, a pesar de ello, hubiera cambiado lo que fuere por seguir compartiendo el mismo techo que Greco, poder interceptarlo en cualquier parte de la casa y ponerlo nervioso ante los ojos de los empleados. Ellos nada decían, simplemente, pensaban lo mismo que los demás. A Cassandra le molestaba demasiado el hecho de que nadie viese la verdad, quizá esa era la única manera que tenía de que él se animase a huir con ella, como tantas veces le había pedido, rogado, entre lágrimas, a los gritos, con calma. Él la había convertido en eso que era ahora, él la había envuelto y la mataba con cada desprecio, con cada rechazo hacia ella o hacia los hijos que habían engendrado. Lo odiaba tanto como lo amaba.