Bells of Notre Dame {Dianna Gomelsky}

por **Stephan Bibrowski** Mar Oct 28, 2014 12:29 pm

Era la hora de su paseo turístico nocturno. A Stephan Bibrowski le gustaba caminar solo. Él decía que era porque no soportaba las gilipolleces de Kamil y Sani, pero eso era únicamente una excusa más para ese típico arrebato suyo de dejar claro su aversión por las personas en particular, y la raza humana en general.

Desde su fortuito encuentro con la monja, sus pies, peligrosamente, se acercaban mucho a la catedral más antigua de París, la que no hacía mucho había servido de almacén para la Revolución.

Se preguntaba muchas veces qué esperaba encontrar allí. Y por qué aquel lugar. Cojones, ¿es que no existían más catedrales en esa condenada ciudad? Como si ahora le hubiera dado por rezar. Pero, por mucho que se mintiera a sí mismo, el descubrimiento de Dianna había abierto nuevas expectativas en su miserable vida. Podría sonar cruel -y, en efecto, tal vez lo fuera- pero la perspectiva de poder mantener una conversación con una persona (que no fuera del circo) que no abriese los ojos de par en par para luego salir huyendo al grito de "monstruo de feria", "bestia" o cualquier otra cosa más que se le pasase por la mente, era como un cálido bálsamo tras días soportando miradas humillantes.

Que sí. Que ya sabía que no era normal. Pero no le gustaba que se lo recordasen cada dos por tres.

Y allí estaba él. Stephan Bibrowski, envuelto en sombras y sentado en uno de los bancos de la plaza de la catedral, contemplando la impresionante fachada, preguntándose si algún ser igual de desgraciado que él viviría escondido entre los muros santificados de aquella catedral. Pero era una pregunta idiota, pues, después de todas las ciudades que había visitado, los países que había visto, nunca jamás había llegado a conocer a nadie como él.

por **Dianna Gomelsky** Dom Nov 02, 2014 2:50 pm

La única luz que bañaba los muros de aquella santa casa era la de la vela que la religiosa sostenía con cuidado, esperando tras la puerta de la gran biblioteca a que la otra monja llegase. Claro que, para ella, la luz resultaba de lo más innecesaria. Mucho tiempo atrás, cuando le dijeron que jamás recuperaría la vista, en su fuero interno se decía a sí misma que estaban equivocados. ¿Cómo iba Dios a permitir que por la hostilidad de un padre caído en desgracia, fuera ella quien acabase pagando? Confiaba en que sus ojos recuperaran la luz después de haberse quedado a oscuras durante un tiempo... Pero nunca sucedió. Tenía doce años cuando la oscuridad se hizo absoluta, y ahora, con veintitrés, casi podía decir que se había acostumbrado. Casi, porque aún añoraba poder ver el Sol, las flores, los paisajes, las letras; no tener que depender de nada ni de nadie para poder hacer cosas tan simples como regresar a su habitación, darse un baño o pasear por el camposanto. Siempre echaría de menos la libertad que la vista le otorgaba, aunque ya había aceptado que no tenía remedio. Dios, a veces, cargaba a sus fieles con dones pesados, pero nunca más de lo que podían soportar. Ella era fuerte a sus ojos, o eso quería pensar.

La hermana Teresa llegó minutos después, algo agitada, y le arrebató el candil de la mano a Dianna, para luego sujetarla con el brazo con firmeza. La ciega resopló al chocar con la puerta, ante lo que la otra religiosa replicó con una disculpa. En los últimos tiempos la salud de Dianna se había deteriorado notablemente, y ningún doctor sabía decir por qué. Los dolores de cabeza se repetían a diario y cada vez con más intensidad, y un profundo miedo a que aquella fuera otra de las consecuencias de los golpes de su padre le había encogido el corazón. El choque en sí no le hizo mucho daño, pero sí propició que un agudo dolor se instalase en su frente, cerca de los ojos.

- ¡Oh, Dianna! Lo siento muchísimo. No sabéis el problema que ha habido en el salón principal. La Madre Superiora nos ha dicho que todas las que podamos vayamos ahora mismo a ayudar, al parecer se ha roto una cañería y está todo encharcado. Me ha pedido que os lleve al patio para que puedas seguir con tus labores ya que en la Iglesia no se puede entrar de todo el agua que hay. -La joven asintió para luego apretar el brazo de la otra monja, como muestra de apoyo. Ella le devolvió el apretón y pudo sentir cómo se tranquilizaba casi de inmediato. Ese era uno de los efectos que Dianna tenía sobre las otras religiosas, transmitía tanta paz y calma que todas la veían como una especie de ángel. Si supieran que dentro de su cuerpo había todo menos tranquilidad, quizá se dieran cuenta de lo mucho que también necesitaba que el apoyo fuera mutuo. Pero todas estaban nerviosas, preocupadas y con exceso de trabajo, y ella jamás se quejaría. No podía hacerlo.

- Si hay algo que yo pueda hacer... No me gusta estar con los brazos cruzados. Si hace falta ayuda puedo seguir con las flores más tarde, no creo que sea prioritario. -La otra negó con énfasis, guiándola por los largos pasillos con destreza. Ella solía acompañarla al exterior de la catedral cuando deseaba salir, al ser una de las pocas monjas que no era de clausura. Al menos, hasta hacía unas semanas. Desde que el obispo anunciara que quería permanecer en la capital unos meses, todas habían estado tan ocupadas con los preparativos que incluso aquellas que tenían permiso para salir, no lo habían utilizado para poder ayudar. También estaba el hecho de que la Madre Superiora había ordenado expresamente a las monjas que no dejaran salir a Dianna al exterior, preocupada porque su estado de salud empeorase. Claro que eso ella no lo sabía. Se hubiera opuesto categóricamente.

- No, no, tranquila. Madre ha dicho que necesita que todo siga según lo previsto, y ya que sois la más hábil con las flores necesita que volváis a hacer los arreglos para la capilla. Con el agua han quedado destrozados. -Dianna asintió. No hubiera podido quedarse tranquila sabiendo que las demás estaban atareadas y ella no, así que le alegraba tener algo que hacer. Siempre le encargaban los arreglos florales, debido a su destreza con los mismos, y ella aceptaba sin pensárselo dos veces. Le gustaba sentirse útil. Así pues, ambas se dirigieron hacia el patio principal. La hermana Teresa se despidió de ella tras darle una cesta llena de rosas, amapolas y tulipanes con las que debía completar los arreglos para la recepción del obispo. La joven se adentró en el patio, sintiéndose embriagada de inmediato por las muchas fragancias que impregnaban la noche. La brisa, cálida, le resultaba sumamente agradable y la hizo alzar la vista al cielo de forma casi instintiva aunque, como siempre, no pudo ver nada. Se desplazó por el patio con los brazos parcialmente extendidos para no chocarse con nada, hasta que llegó a uno de los grandes bancos de piedra, donde se sentó con la cesta sobre el regazo. Ignorando el dolor de cabeza que a aquellas alturas había aumentado considerablemente, la religiosa cerró los ojos, intentando aliviar la presión alrededor de los mismos. Sus manos, delgadas y diestras, se dirigieron entonces hacia las flores, y con infinita delicadeza comenzó a anudarlas con una especie de lazo blanco.

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