AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Últimos temas
Alphonse de La Rive.
3 participantes
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Alphonse de La Rive.
NOMBRE DEL PERSONAJE
Alphonse de La Rive.
EDAD
58 años.
ESPECIE
Humano.
CLASE SOCIAL Y CARGO
Clase alta - Cardenal de San Luis de los Franceses y Arzobispo de la archidiócesis de París.
ORIENTACIÓN SEXUAL
Como buen servidor de Dios que es… básicamente le va de todo.
LUGAR DE ORIGEN
Poitiers, prefectura del departamento de Vienne, y de la región Poitou-Charentes, situada a orillas del río Clain. Francia.
HABILIDADES
De crío y adolescente fue entrenado en el arte de la esgrima y el florete, por lo que si la situación lo requiere es capaz de defenderse bastante bien gracias a ello.
¿Qué se puede contar sobre De La Rive? ¿Qué se puede contar sobre él… que no se sepa ya?
Un hombre egoísta, cruel, despiadado y sobre todo ambicioso. Sus ansias de poder, sus ansias de seguir subiendo en las esferas eclesiásticas no conocen límites. Él no se considera un religioso como tal, sino más bien un político -después de todo eso es lo que son los cardenales, ¿cierto? Meros políticos-. A lo largo de su vida ha pasado de ser hijo de unos nobles muertos de hambre a ser uno de los hombres más ricos de toda Francia -y de toda Europa, me atrevería a decir-.
No siente remordimientos por prácticamente nada de lo que hace y siempre se justifica diciendo que es por el bien de Francia, cuando en realidad sus palabras deberían ser por mi propio bien. Hombres, mujeres y niños han muerto directa o indirectamente por su culpa para llegar hasta donde está.
Es un buen intérprete y cuando quiere es capaz de fingir una beata devoción por Dios cuando tal vez, arrodillado ante el altar, está realmente rezando al Diablo para que éste le conceda la mejor estancia en el Infierno -después de todo, ¿es un siervo del Bien o del Mal?-.
Por otro lado es un hombre enamoradizo, obsesivo y celoso. El tiempo le ha hecho convertirse cada vez más en un ser despreciable.
Un hombre egoísta, cruel, despiadado y sobre todo ambicioso. Sus ansias de poder, sus ansias de seguir subiendo en las esferas eclesiásticas no conocen límites. Él no se considera un religioso como tal, sino más bien un político -después de todo eso es lo que son los cardenales, ¿cierto? Meros políticos-. A lo largo de su vida ha pasado de ser hijo de unos nobles muertos de hambre a ser uno de los hombres más ricos de toda Francia -y de toda Europa, me atrevería a decir-.
No siente remordimientos por prácticamente nada de lo que hace y siempre se justifica diciendo que es por el bien de Francia, cuando en realidad sus palabras deberían ser por mi propio bien. Hombres, mujeres y niños han muerto directa o indirectamente por su culpa para llegar hasta donde está.
Es un buen intérprete y cuando quiere es capaz de fingir una beata devoción por Dios cuando tal vez, arrodillado ante el altar, está realmente rezando al Diablo para que éste le conceda la mejor estancia en el Infierno -después de todo, ¿es un siervo del Bien o del Mal?-.
Por otro lado es un hombre enamoradizo, obsesivo y celoso. El tiempo le ha hecho convertirse cada vez más en un ser despreciable.
Diario personal del Cardenal, Arzobispo de París; Alphonse de La Rive.
Habitación del Monseñor de La Rive; en sus aposentos dentro del Palais-Cardinal, París.
Una suave luz procedente de las velas de un candelabro sobre el escritorio, en la habitación de La Rive, alumbra el diario personal del Arzobispo parisino. Un libreto de cuero negro y páginas amarillentas dispuesto junto a un tarro de tinta y una pluma -en este caso de cisne, de las más costosas, por supuesto- que escribe a una velocidad pasmosa entre los dedos del Monseñor. Acaricia su sien con la susodicha pluma, pensativo. Hoy está dispuesto a añadir, al menos, algunas páginas más a su tragicomedia personal -así llama él a su propia biografía-. Siempre dirigiéndose a Nuestro Señor, más por costumbre que por devota creencia.
Habitación del Monseñor de La Rive; en sus aposentos dentro del Palais-Cardinal, París.
Una suave luz procedente de las velas de un candelabro sobre el escritorio, en la habitación de La Rive, alumbra el diario personal del Arzobispo parisino. Un libreto de cuero negro y páginas amarillentas dispuesto junto a un tarro de tinta y una pluma -en este caso de cisne, de las más costosas, por supuesto- que escribe a una velocidad pasmosa entre los dedos del Monseñor. Acaricia su sien con la susodicha pluma, pensativo. Hoy está dispuesto a añadir, al menos, algunas páginas más a su tragicomedia personal -así llama él a su propia biografía-. Siempre dirigiéndose a Nuestro Señor, más por costumbre que por devota creencia.
15 de Julio de 1800 - París.
Hoy se me ha acercado un novicio pidiéndome consejo. El muchacho veía en mí una especie de figura paterna y celestial, como si yo tuviera una aurora encima de mi cabeza. ¿No es extraño como estos jóvenes abandonados a su suerte creen a ciegas en lo que se les dice? Me reí para mis adentros cuando el muchacho me confesó que sentía atracción hacia ciertas monjas que el viernes pasado habían venido a traernos algunos de los deliciosos pastelitos que cocinan en sus monasterios…
Pobre inocente. Nada más que esas muchachas habían entrado por la puerta de la catedral yo ya me había fijado en sus rosadas mejillas. Mis ojos se detuvieron especialmente en una. Un mechón de su cabello rubio se había descubierto y destacaba increíblemente en su negra vestimenta. Sonreía, mostrando un pequeño hueco entre sus incisivos. ¿Cuántos años tendría? ¿Quince como mucho? Pude ver a mi joven novicio quedar embobado ante la muchacha. Tuve que darle un sutil pisotón para que reaccionara y le diera las gracias a la joven hermana, por habernos traído aquellas delicias. El pobre tartamudeó. Volví a reírme interiormente. Y todo ello me trajo algunos desagradables recuerdos de mis inicios en la Iglesia. Sentí una extraña envidia recorriendo mi cuerpo. Sé perfectamente la fama que poseo en el Reino de Francia, entre la propia Santa Sede. Puedo notar, en ocasiones, los ojos de algunos indeseados clavarse en mi nuca mientras camino por el altar para servir, oh, esa magnífica sangre de Dios -un vino magnífico. Querido Señor mío, supongo que… no te importará el que la semana pasada diera un cambiazo, ¿verdad? El populacho no es capaz de saborear los diferentes matices que el vino dispuesto por uno de mis obispos auxiliares contiene. De hecho creo que ni el propio obispo podría catar toda su dulzura. Ahora está en un lugar mejor, guardado entre mis más valiosas pertenencias, y en mi estómago. Por ti, Dios mío-.
Fuera llueve. Siento las gotas de lluvia resonar contra el cristal y a mi querido Louis ladrar como un loco. Es el más mentecato de todos mis pomeranian. Siempre está ladrando, por cualquier cosa y no deja dormir a sus cinco hermanos. ¿Te parece estúpido tener estos perros? Sé que mi querido Monseñor Richeliu vivía rodeado de gatos… pero los gatos me desagradan. Son demasiado independientes, demasiado inteligentes. Un gato puede traicionarte huyendo por la ventana mientras que a un perro le puedes dejar de alimentar una semana entera y él seguirá siéndote fiel. Así es como este estúpido pueblo francés debería ser. Perros, todos ellos. Fieles a sus amos, a quienes les dan de comer.
Mi lejana juventud… -maldita sea, cada día que pasa la veo más y más lejana-. Aún tengo en la memoria la imagen del novicio -Mathieu se llama. Un nombre que ya me hubiera gustado tener a mí. Alphonse me suena demasiado español. Un reino que no sabe gobernarse ni a sí mismo-.
Sinceramente, no sé ni para qué escribo todo esto. ¿Hace falta que te cuente mi vida, tú, qué lo sabes todo, que eres omnisciente y omnipresente? Ni siquiera tú puedes saberlo todo, ¿verdad? Ah, si pudieras verme ahora, soltando una carcajada mientras brindo con tu sangre, con la sangre de tu hijo Jesucristo… Allá va. Quizá esta sea una forma de redimirme a mí mismo. Unas pequeñas memorias. Para mí, para ti, y para mis pomeranian. También la costumbre tiene mucho que ver. Cuando nos hacemos viejos nos agarramos irremediablemente al pasado.
- Primeros años:
Nací en Francia. En Poitiers para ser más exactos, a las afueras de la ciudad, en una mansión que parecía derrumbarse en cualquier momento. Mi padre, Jean-Luc de La Rive pertenecía a la Casa de Valois -quiénes habían reinado siglos atrás en nuestra nación.- Era un noble de segunda, ya que no era descendiente directo y no llevaba el apellido Valois. Mi madre, Sophie d’Albert, por otro lado, era hija del Marqués de Luynes. Los dos procedían de grandes familias pero no tenían nada que llevarse a la boca. ¿Cuántas familias aún prefieren seguir con su arrogancia antes de poder comer todos los días? Anclados en una época pasada, una época que ni siquiera ellos han vivido. Pero por fortuna su estupidez les está matando. Muertos de hambre en sus grandes mansiones, cubiertos por el polvo que nadie les limpia -¿cómo van a limpiar ellos, Señor, a servirse ellos mismos cuando han sido elegidos por ti cómo unos privilegiados entre los privilegiados?-.
Mis primeros años los pasé en una mansión cuyo nombre no recuerdo. Cualquiera que pasara delante de la Residencia de La Rive podría pensar que era un lugar alejado de la mano de Dios -te menciono en cada párrafo de mi tragicomedia, ¿ves? Eso es que sigo creyendo en ti, mi Señor, o quizá me esté autoengañando, ¿quién sabe? Oh, tú, claro. Tú lo sabes todo-.
Las ventanas estaban rotas y el frío penetraba por ellas, por las paredes en invierno, amenazante. El viento se colaba entre cualquier grieta y nos acariciaba con cortesía, con suavidad, para susurrarnos en el oído que no pasaríamos de aquel frío año.
Mi señora madre tuvo siete hijos. Sobrevivimos a una infancia llena de penuria cuatro de nosotros. Y actualmente quedo solo yo, el menor de todos. Precisamente por ser el benjamín me tocó vivir esta vida servicial a la Iglesia. No me quejo. Al menos no ahora. Pero fue duro, muy duro cuando se es un niño. Un chaval que nunca había oído sobre santos, milagros y aún menos sobre el Reino de los Cielos.
Mi tío -el hermano de mi madre- también había sido el menor de sus hermanos y por esa razón -el no tener derecho a ninguna herencia debido a que sus hermanos iban primero, a no poder aprender un oficio digno de su posición como aristócrata-, le tocó también entrar en un seminario y jurar sus votos. Él fue quien me acogió, quien prometió a mis padres pagar mis correspondientes estudios si pasaba a ser de su tutela. Ellos no lo dudaron y cuando volvió de la Nueva Francia a Europa -ejercía allí como obispo, en una de las colonias francesas del Nuevo Mundo. Se mantuvo un mes en París debido a unos asuntos que debía tratar. De hecho fue con él cuando vi por primera vez la majestuosa ciudad de París, mi mundo, mi pequeño mundo, comenzaba a abrirse. No todo era frío, mansiones derruidas y campesinos muertos de hambre-, en el verano de mis trece años, partí después hacia Montreal. ¿Por qué razón? Allí se encontraba el Seminario de San Sulpicio.
El viaje fue mucho más duro de lo que jamás hubiera imaginado. No sé si por la lejanía de esos años o por el hecho de que intento olvidar aquellos momentos, soy incapaz de recordar prácticamente nada. Excepto algo que se quedó grabado en mi retina y en mis oídos para siempre -algo que me haría comprender, al menos en una pequeña escala- la imagen que la mayoría de los mortales tenían sobre nosotros, los supuestamente pudientes.
Mi tío tenía varios anillos en sus dedos. Yo dormía junto a él en uno de los camarotes -los mejores-, y durante el viaje varios de los tripulantes, junto con otros viajeros, murieron. Sus cuerpos inertes fueron arrojados por la borda, para que el Océano Atlántico se alimentara de ellos. La comida iba escaseando -excepto para nosotros. Nunca hasta entonces me había dado tales manjares- y la paciencia de los marineros menguando. Una noche pude escuchar como algunos planeaban asesinar a mi tío y hacer que pareciera una muerte más -ellos sacaban tajada de las muertes, obviamente, quedándose con las pertenencias de los muertos. En aquellos años veía eso como algo horrible, ¿robar a los muertos, estaban locos? Con el tiempo yo me volví exactamente igual que ellos, salvo que mis robos a los muertos son de una magnitud mucho mayor y más terrible. Los negocios son siempre los negocios, ¿verdad, Señor?-. Según los estúpidos marineros estábamos hechos de otra pasta por toda la vida que llevábamos en nuestros palacios, debatían si al rebanar nuestros estómagos saldrían esmeraldas, diamantes o cualquier tipo de piedras preciosas. Lo que ellos no sabían es que seguramente sus estómagos tenían mejor vida que el mío propio. Se lo comenté a mi tío y él no dudo en tragarse uno de los anillos que siempre llevaba en su rechoncho dedo pulgar. Palabras de él "si lo quieren, que acaben conmigo y busquen entre mi mierda, como cerdos que son".
Ah, la codicia… Palabra desconocida por mí en mi tierna infancia. El inicio en el seminario fue duro -a pesar de ser tierras de Francia y que aún la Guerra de los Siete años no había tenido lugar, el inglés estaba extendido entre bastantes de los seminaristas. El acento que poseían la mayoría me era terriblemente molesto. Aún lo es, de hecho-. Mas pude adaptarme perfectamente. Era mejor de que lo que hasta entonces había conocido y el aprender sobre historia, diferentes lenguas, filosofía, aritmética… era un regalo concedido por mi tío -a quien debía llamar monseñor nada más llegar allí-. No obstante lo que yo más escuchaba con atención, lo que provocaba el brillo en mis ojos… eran las falsas promesas que nos hacían. El Paraíso, el Edén, el Reino de los Cielos… Palabras bonitas y decoradas. Felicidad eterna, devoción y servicio a los demás. ¿Cómo pude convertirme en lo que soy?
Alphonse se echó hacia atrás en el asiento, resoplando mientras llevaba las manos hacia sus ojos, frotándose éstos debido al cansancio que se hacía dueño de su cuerpo. A continuación volvió a servirse una generosa copa de vino, alzó ésta hacia el crucifijo que tenía justo delante de su persona, colgado en la pared y lo bebió de un trago entero, relamiéndose los labios para no desperdiciar nada de aquel sabor. Después, siguió escribiendo según los recuerdos aparecían en su mente.
- Desventuras de juventud y entrada en la vida adulta:
Mi vida en el seminario, según fui creciendo, no podría haber sido mejor. Poco a poco iba comprendiendo más el motivo del porqué estaba allí, y aprendiendo las diferentes doctrinas que los monseñores nos enseñaban -agradezco, de verdad, todo lo que me enseñaron. Aunque ahora me parezcan una sarta de patrañas para poder tenernos a todos atados de una correa-. Hice amigos rápidamente y nuestros educadores me tenían como un pequeño ángel -mi cabello de chaval era un castaño tirando a rubio y mis ojos… bueno, eso es obvio, al igual que ahora eran azules. Mas guardaban el brillo de la inocencia y la juventud-. Entonces fue cuando comencé en esgrima -algo que me resultó muy útil tiempo después-; aprendí latín, griego clásico, inglés, alemán y español. Me podía pasar horas rezando, encerrado en la ermita de nuestro seminario.
En una ocasión, uno de los más jóvenes, cuando yo contaba unos dieciséis años, aseguró haber visto a la Virgen María dentro de aquella ermita y que ella le había besado los labios, prometiéndole que ella misma se aseguraría de convertirle en un gran hombre justo dentro de la Iglesia -ahora entiendes mis posteriores dudas de fe, ¿verdad, Señor? Nada se sabe de ese muchacho y yo soy el mayor representante de la Iglesia en Francia, y sin tu ayuda-. Hicieron ceremonias sobre aquello, el rumor de aquel milagro fue recorriendo otras ciudades y algunos fieles peregrinaban hasta San Sulpicio -creyendo, quizá, que ellos tendrían la misma suerte que el crío-. Por patético que suene, yo también era uno de los crédulos. Yo deseaba que la Madre de Dios se apareciera ante mí, no hacía falta que me besara o que dijera nada. Solo quería poder verla. Algo que, obviamente, nunca pasó.
Me entristecí como buen estúpido que era. Pensaba que si pasaba horas rezando en la ermita Ella me escucharía, haría caso a mis plegarias y me aseguraría un buen futuro -todo lo que deseaba era no volver a mi hogar. Evidentemente no quería acabar como mis padres-.
Con el tiempo me di cuenta de que la Virgen me había dado la espalda, pero no por eso tiré la toalla. Seguí progresando en mis estudios, soñando con cambiar el mundo. Me enseñaban eso, después de todo. ¿Acaso, Señor, tú no promulgabas el mensaje de pobreza y ayuda a los necesitados? En eso creía yo. Como mi joven novicio, ése que se entretiene mirando a las monjas.
Entonces llegó mi primera distracción. Fue en mi último allí, antes de jurar mis votos monásticos -lo que incluía servicio a Dios, y cómo no, castidad-. Después yo sería un novicio.
En el seminario apareció un chaval nuevo, un año menor que yo. Su nombre era Angelo -un italiano de largos y rizados cabellos negros, tez olivácea y unos achispados ojos azabache-. Apenas hablaba francés o inglés -sólo dominaba el italiano y un poco de español-. Por lo que nos empezamos a comunicar en mi horrible español. Él aprendía rápido y al poco de estar allí, con ayuda de los monseñores, del resto de los seminaristas y de mí mismo, pronto pudo manejarse en mi idioma natal. Entre nosotros creció una rápida amistad que… rápidamente se convirtió en algo más -Señor, ¿algunas de mis desgracias pudo ser por aquel… pecado, por el inicio de todo lo que vino después? ¿O miraste para otro lado?-.
Hasta entonces nadie nos había hablado sobre esos sentimientos. También es cierto que no teníamos ningún contacto con el mundo exterior. Solo, muy de vez en cuando -citas señalaras como la cuaresma, la Misa del Gallo… Tonterías, vaya- podíamos salir de nuestro voluntario encierro. De ahí que apenas tuviera conocimiento de mujeres de la zona. Ellas, las mujeres, eran todo un misterio para mí. Las veía misteriosas, lejanas e inaccesibles. Sabía que mi sitio en el mundo nada tenía que ver con ellas, que ellas pertenecían a otro universo, de modo que nunca hice grandes esfuerzos en conocer a ninguna -otros seminaristas, mucho más listos que yo, huían del seminario para encontrarse con sus primeras amantes. Yo jamás hice algo semejante-. Tal vez mi nulo interés por las féminas en mi juventud fue causado por el propio Angelo y la ceguera que me provocó en cualquier otro ser humano.
Personalmente nunca pensé que él y yo hiciéramos algo malo al amarnos y desearnos. Como es obvio, no sabía lo que la homosexualidad era en verdad. Escuchaba rumores sobre sodomitas condenados y era sabedor de la historia de Sodoma: la violación de los ángeles. Pero poco más. Angelo, por su parte, tenía un conocimiento del mundo y sus costumbres mucho más amplio que el mío a pesar de que fuera menor que yo. Le prometí que nuestra relación sería secreta, que nadie allí sabría sobre ella… mas este tipo de secretos pocas veces pueden ser eso, secretos. Siempre, de un modo u otro, acaban en la palestra para que todos puedan señalar con el dedo y sentirse mejor con ellos mismos.
Quien se enteró de nuestros escarceos fue mi tío. Yo era el único que no le temía en el San Sulpicio. Los demás chavales procesaban por él una mezcla de miedo y adoración. Era el más poderoso de todos -con el tiempo su posición de obispo cambió a arzobispo de Montreal, de modo que era el alto más cargo en la ciudad-. Mi persona le veía como lo que era para mí, mi tío -de acuerdo, mi trato hacia él tenía que ser de monseñor, como mencioné antes-, pero la confianza entre ambos había crecido con el tiempo -era un familiar y algo que me unía a mi querida Europa-. Al descubrirnos no nos condenó, no nos denunció. Simplemente me dio el mismo consejo que me había dado Angelo: hay cosas que deben ser secretas, al menos de momento… ¿Y quién era yo para contradecir a las dos personas que más quería por aquel entonces? Nadie.
Con veinte años tuve que volver a Francia. Mis años en el seminario habían terminado y me tocaba ser novicio. Había pasado en Montreal el sacramento de la orden sacerdotal por parte de mi tío junto con otros de mis compañeros. Cuando pisé tierras parisinas ya no había vuelta atrás. Había jurado, había sido ordenado y lo sería para toda la eternidad.
Era novicio en la basílica de Saint-Denis, situada en los suburbios de la ciudad. Allí comencé a comprender el verdadero significado de lo que era la Iglesia Católica. Allí, entre aquellas paredes, comprendí que estaría condenado para siempre.
Angelo mientras tanto permanecía en Montreal, a él le quedaba un año más de seminario. Abandoné Montreal justo en plena Guerra de los Siete Años.
Oh, Señor… ¿escogiste tú los pasos que di en mi juventud o fue el mismo Diablo quien me empujó por el precipicio?
De La Rive se sirve otra generosa copa de vino, algo excitado por lo que escribía y por el alcohol. Cuando bebió salpicó algunas de las amarillentas hojas del diario, dejando en éstas unas pequeñas manchas borgoña. Y al limpiarse sus labios con la manga de su hábito de cardenal, continuó escribiendo.
- Escalones en la Iglesia y actualidad:
Como novicio fui aprendiendo lo necesario. Y también lo que no me decían pero veía. El sacerdote principal de la basílica, monseñor Damien Pinaud, vivía rodeado de los mayores lujos -tomaba bebida, comidas, que yo desconocía-. Tenía decenas de amantes diferentes -tanto hombres como mujeres-, y desde luego su mera presencia mostraba todo lo contrario a la pobreza y la dedicación a los pobres. Gordo, sudoroso y cubierto de unas joyas tan brillantes que pueden cegar a cualquiera -Señor, debo decir que me repugnan este tipo de sacerdotes… Reconozco que yo estoy muy lejos de la perfección, pero al menos sé ocultar mi gusto por el lujo-. Monseñor Pinaud debía romper unos cuantos pecados capitales al día.
En menos de un año me sentí defraudado, estafado… y sobre todo, solo. Mis padres seguían viviendo en Poitiers -aunque ya habían salido de la pobreza gracias a mis hermanos, especialmente a la primogénita, Dominique-. Dominique se había casado al poco de irme yo con un noble adinerado -¡Sorpresa! Yo creía que toda la aristocracia eran como nosotros, muertos de hambre-. Gracias a eso pudieron reformar la mansión y contratar a sirvientes que lo hicieran todo por ellos. Les visitaba de vez en cuando más por compromiso que por otra cosa.
Soñaba con escapar de allí, huir… pero sabía que entonces sería juzgado como hereje -algo terrible como sé ahora-. Por suerte, Angelo apareció. Nos mandábamos cartas que tardaban en llegar de un lado del océano al otro, pero llegaban -yo estaba temeroso de la guerra, temiendo que pudiera pasarle algo. Las luchas y la independencia del Nuevo Mundo era una cruenta batalla, y, desde luego, nosotros los europeos no éramos bien apreciados al otro lado del charco-. Al parecer él no estaba interesado en ordenarse sacerdote como si lo estaba yo, sino que sus aspiraciones eran más cercanas al ejército de la Inquisición. En principio quería volver a su Italia natal y ejercer allí como soldado, pero yo le supliqué para viniera aquí, a París. Que estuviera conmigo. Y solo me hizo falta una misiva para convencerlo.
Solo había pasado año y medio desde mi partida, pero fue tiempo suficiente para que cambiara radicalmente -físicamente hablando. Debo reconocer que siempre me he sentido atraído por los hombres como él-. El entrenamiento para convertirse en soldado era duro y requería mucha fuerza física. Su cuerpo adolescente se había evaporado dejando pasar a un tonificado cuerpo de adulto. Se había dejado una poblada barba que cubría parte de su rostro y su cabello era aún más largo. Ya había sido nombrado como soldado de la Inquisición y nada más llegar a París tenía su primera misión, junto a su maestro -un importante inquisidor español, Miguel Ángel Cortázar de la Paz, caballero de la corona española-.
Pasaban los días, los meses y los años. Yo iba progresando dentro de la Iglesia, de un simple novicio a un diácono, de un diácono a un sacerdote… Y en ese tiempo según subía peldaños dentro de la Santa Sede me iba volviendo cada vez más cínico, más egoísta y sobre todo más ambicioso. Aprendía rápido y olvidaba rápidamente todo lo aprendido en el seminario de Montreal -Señor, creo que organizaste mal tu jerarquía… o dejaste tu mensaje en malas malos, en esos apóstoles que tergiversaron tus palabras de amor y entrega a los demás-. Por su parte, Angelo perseguía un tipo de herejes muy peculiar -vampiros, brujos y demás seres variopintos. El día que descubrí la existencia de estos por poco me desmayo. Es curioso… no dudaba por entonces en la existencia de un Dios todopoderoso y sus ángeles pero sí de algo que, en el fondo, caminaba junto a nosotros, la humanidad-. Angelo evolucionaba de una forma totalmente diferente a la mía… la ambición y el poder no era algo que ansiaba, sino acabar con el Mal que el Diablo insertaba en nuestro mundo. Creía en el perdón, en la salvación… por lo que nunca era el causante de la quema de brujas ni el asesinato -sí, el decía que eran asesinatos- de vampiros o licántropos. Buscaba soluciones para ellos, rogándoles que se entregaran a la Iglesia. A veces lo conseguía, otras veces no.
Yo, un ser cada vez más despiadado, y él, la viva imagen de la bondad. Él, el Dios que todo lo perdona, y yo, el Diablo que no duda en castigar a quien lo merece. Éramos las dos caras de la misma moneda, pero a pesar de todo nos amábamos. Logramos seguir queriéndonos a pesar de cambiar, a pesar de que poco teníamos que ver con aquellos chiquillos de San Sulpicio. Se podría decir que manteníamos una relación sodomita y monógama. No tenía ojos para nadie más -¿cómo iba a mirar a otras personas teniendo a la más perfecta a mi lado?-. Y él siempre me perdonaba -en su sangre fluía el perdón. Creo que era algo genético, de verdad-. Hasta que apareció la desgracia. Las historias felices no existen, ¿verdad, Señor bondadoso?
Angelo solía viajar debido a su condición de soldado dentro de la Inquisición. Pasábamos meses separados -algo que en verdad no suponía un gran problema. La confianza entre ambos era plena-. En una ocasión tuvo que viajar hasta el virreinato de Nueva España, para ocuparse de ciertos indígenas que, con su brujería, estaban acabando con los criollos y los europeos que vivían allí. Entonces los indios estaban exentos de la jurisdicción inquisitorial, y sus asuntos de fe eran atendidos primero por los misioneros y luego por un tribunal dependiente de los obispos, que los juzgaba con más tolerancia por ser considerado "neófitos" en la fe. Excepto cuando ponían en peligro al resto, como ocurría en esa ocasión.
Angelo quería apaciguar aquella pequeña guerra, llegar a un acuerdo entre los criollos y europeos, para que no condenaran a ser ejecutados a los indígenas. Nada resultó. Los españoles no perdonan, y acabaron colgando a todos los indios -los muy idiotas… en fin, son españoles, que se les va hacer. El castigo para ellos fue peor, ya que acabaron posteriormente la mayoría muertos por la venganza de los indios que lograron no ser atrapados-. Angelo volvió a Francia derrotado -su primera derrota-. Su pálida piel, su cansancio, su fiebre… los dos lo achacamos al viaje y a la propia derrota. Cuan equivocados estábamos… ¿sabes, Señor? Aún me siento culpable. Aún me siento culpable por no darme cuenta antes de que estuviera enfermo, quizá si nos hubiéramos percatado nada más de su regreso a París, habría sobrevivido.
Angelo se desmayó en medio de una de mis ceremonias. No sé si fue casualidad -o tu acción divina, Señor-, pero justo cuando iba a transformar el vino en tu sangre, él se desplomó del asiento, dándose un buen golpe en la cabeza. No lo dudé dos segundos y tiré la copa sobre el altar, dejando que tu sangre, Dios mío, y la sangre de tu hijo, se derramara por éste, precipitándose algunas gotas contra el suelo. Nada más llegar junto a Angelo lo cogí entre mis brazos y grité que vinieran las monjas enfermeras cuanto antes.
Fiebre amarilla. Una enfermedad "habitual" en América y con pocas probabilidades de sobrevivir. Angelo fue ingresado de inmediato en el hospital de la Pitié-Salpêtrière. Apenas podía tener contacto con los propios médicos y enfermeras -el riesgo de contagio era altísimo-. No obstante, yo le visitaba siempre que mis obligaciones como sacerdote no me lo impedían. Limpiaba su sudor, le daba de beber -esta enfermedad produce una importante deshidratación-, y limpiaba tanto el vómito como las heces que dejaba sobre su cama. Me desviví para él saliera de todo aquello. No podía creer lo que estaba sucediendo, no podía creer como en tan poco tiempo el Angelo que había ido hasta Nueva España se había convertido en… aquello. El pelo le caía, su delgadez era cada vez más extrema y podía acariciar incluso los huesos marcados de su esternón, sus costillas y su cadera. No quería comer, ni beber, había que prácticamente obligarlo. En el tiempo que él dormía visitaba la capilla del hospital. Rezaba día y noche por su curación, porque no me abandonara para ir a tus brazos, Señor. Sin embargo, como aquella vez en el seminario cuando recé sin descanso por la aparición de la Virgen, mis plegarias no fueron escuchadas.
Angelo murió un caluroso día de agosto. Su cuerpo fue quemado para que el riesgo de contagio desapareciera.
Y ése fue el final de nuestra historia.
La muerte de Angelo fue lo que, definitivamente, acabó con mi fe. ¿Cómo podía un ser bondadoso acabar con la persona más bondadosa de la Tierra? ¿Por qué había decidido llevárselo a él, quien perdonaba a todos, quien luchaba para que el Bien se instalara entre todos nosotros? ¿Y por qué sobreviví yo, un hombre a quien no se le puede llamar hombre, egoísta y cruel? ¿Por qué yo no me contagié y me fui con él? ¿Qué tipo de decisiones tomas, Señor?
Otros sacerdotes, otros de mis congéneres intentaron consolarme, intentaron explicarme que nosotros sólo somos siervos de Dios, y que únicamente Él conoce el motivo de sus acciones. Mentira, me dije. Dios no existe, pero el mal sí. Y ése fue el fin de mi buen camino.
De La Rive, serio, leía una y otra vez lo que había escrito en su diario. Ciertamente, habían pasado muchos años desde la muerte de Angelo. Tras su muerte, el cardenal, fue subiendo escalones en la Iglesia hasta acabar convirtiéndose en el archidiácono de la Catedral Saint-Pierre d'Angoulême, situada en la ciudad Angulema, al sudoeste de Francia. Sin embargo, el recuerdo de su primer amor se mantenía día tras día, sin que pasara uno sólo en el que no le dedicara algún pensamiento. No necesitaba un lugar al que acudir para hablar con él, lo podía hacer -y de hecho lo hacía- a cualquier hora. Su cinismo y ambición creció tras la muerte de su amante. Ya no tenía a nadie que le parara los pies, no tenía a nadie que le dijera lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que se debía hacer o no. Y la Iglesia ya le había corrompido por completo.
El arzobispo suspiró, mojando la pluma en la tinta negra para seguir con su historia, con su confesión ante un ser en el que no cree.
- Reina de Hielo alias My Lady:
No puedo decir que tardé en recuperarme de la muerte de Angelo, ya que realmente jamás lo he superado. He aprendido a convivir con ello sin que me duela, teniendo un buen recuerdo de él y acudiendo precisamente a esos recuerdos cuando el mundo se me viene encima. Lo que sí puedo decir es que tardé muchísimos años en interesarme realmente por otra persona. Señor, no te confundas. Estuve con muchos otros hombres y mujeres, me encapriché de ellos -podría decir incluso que me enamoré de una forma vertiginosa y fugaz, la cual rápidamente llevaba a un aburrimiento y desprecio por las mismas personas que anteriormente agasajaba de amor-. Mas, ninguno de ellos, podía equipararse a la admiración que yo sentía por Angelo, nunca vi a ninguno de ellos como a un igual. No eran lo suficientemente inteligentes, ingeniosos, imaginativos ni perspicaces. Hasta la aparición de ella, una mujer de pálida piel pero negros ojos, a juego con su oscuro cabello. De cierta forma, su físico propio de las tierras del sur me recordaron a Angelo. Pero eso no fue lo primero que me llamó la atención, no. Lo primero en lo que me fijé fue en su extraño rostro. Nunca antes había visto a una mujer así, a quien no podía catalogar de hermosa o grotesca. A decir verdad, esa mujer poco tiene que ver con Angelo. Al igual que yo, es todo lo contrario a lo que él fue.
Como archidiácono me encargaba de los sacerdotes de la catedral y a su vez yo estaba bajo el mandato del obispo de Angulema. En su ausencia yo era el responsable de todo lo que ocurría en la diócesis. Vicisitudes de la vida… el obispo tuvo que ir urgentemente a París por ciertos asuntos de la Iglesia. Yo me quedé allí. Y así conocí a la My Lady.
Ella era una chiquilla de veinticinco años, mientras que yo ya superaba los cuarenta. Ella era tan sólo una muchacha que apenas sabía del mundo y sus calamidades. Puede que me recordara a mí mismo cuando regresé de Montreal a París, con casi la misma edad que ella. Joven, inocente y honesto. Pensaba que esta Tierra era un lugar maravilloso en el que vivir.
El marido, un hombre casado con ella por dinero, la acusaba de adulterio. Según sus palabras les había pillado a ella y a uno de los mozos de cuadra manteniendo relaciones en la caballeriza. Él era varios años mayor que la muchacha y no tardé en darme cuenta de sus intenciones. Era obvio que sus palabras eran falsas, y que su propósito era deshacerse de ella pero quedarse con el dinero, las tierras y el título nobiliario. Realmente yo podía haberle ayudado con sus deseos, acabar con la chica y así tener un hombre de altas esferas a mi lado. Pero no lo hice. Si era capaz de vender a su mujer… ¿de qué no sería capaz? Debido a que el obispo no estaba, el juez en el juicio sería yo. Y así fue.
Se le pedía como castigo a la mujer cinco latigazos, la separación y la pérdida de las tierras en compensación por el daño causado con su adulterio. Pude intervenir de modo que tan solo se le castigó con los latigazos -sí, Señor, he dicho tan solo. ¿Cuántos latigazos recibiste tú antes de ser crucificado para que todos te vieran?-.
Por fortuna el castigo corporal de la Reina de Hielo se realizó a puerta cerrada, no tuvo que pasar por la vergüenza que quizá tú sí pasaste, Señor. Nadie -excepto yo y el hombre encargado de azotarla- pudieron oír sus gritos o ver sus lágrimas derramadas por el dolor causado -tanto interno como externo-.
Ella no era nadie para mí, así que el dolor que le estaban -estábamos, lo reconozco- causando no fue algo que me hiciera no mirar. Observé cada latigazo, como el látigo rasgaba su pálida piel, dejando al cubierto prácticamente todo su cuerpo. Ella gritaba pidiendo perdón, pidiendo piedad y asegurando que no era culpable de nada… No pronuncié palabra alguna durante el castigo, hasta que el azotador paró y la dejó caer sobre el duro y frío suelo del calabozo. Le indiqué que se fuera y que nadie apareciera por allí si yo no lo ordenaba. Recogí a la muchacha del suelo y la cubrí con mi hábito, procurando que ninguna parte de su cuerpo quedara al descubierto. A continuación la cogí en brazos -no todos somos como tú, Señor, algunos tenemos un límite ante el dolor y ya sabes… dejamos de caminar, perdemos las fuerzas-.
La llevé hasta mis aposentos en el Palais-Cardinal y me hice cargo de ella, cuidando sus heridas con ayuda de una de las monjas, limpiando la sangre de su cuerpo y dejando que bebiera algo de agua. La cubrí con unas ropas de mujer que tenía por allí y dejé que durmiera en mi propia cama. Ella durmió durante un día entero -luego supe que su marido la reclamaba-, mientras que yo no pegué ojo. Todo aquello tenía que salir bien. Nunca hago nada en vano, y menos lo que acontecería después de aquella maravillosa casualidad.
En cuanto despertó y me percaté de que estaba consciente, de que podía entender lo que yo le decía… le hice firmar un contrato de lealtad -contrato que le expliqué con anterioridad-. Yo le había salvado y estaba en deuda conmigo. Si no fuera por mi intervención en el juicio habría acabado durante un buen tiempo en una fría y mugrienta cárcel, para salir de allí con el pelo rapado, una flor de lis tatuada con fuego en su piel… y sin ninguna de sus preciadas posesiones. La muchacha estaba aturdida y no se imaginaba lo que estaba firmando. Me veía entonces como su Salvador, me agradecía infinitamente que la hubiera ayudado. Ah, me decía por aquel entonces… si ella supiera lo que acababa de hacer… el juramento que acababa de realizar. Ya no había vuelta atrás. Después de todo yo era un hombre instruido en la Iglesia -ya sabes, Señor, instruido en el engaño y la buena interpretación- y ella tan sólo una chica de veinticinco años casada a la fuerza.
Nuestro contrato ha durado trece años desde entonces. Y nuestra relación ha evolucionado muchísimo a lo largo de ese tiempo. Yo sigo manteniéndome como antes -tal vez más ambicioso, no lo sé-, pero ella… oh, ella… Señor, ¿si eres tan bueno, por qué no la ayudaste y la alejaste del Diablo, por qué no la alejaste de mí? Tu sola presencia, Señor, es un fraude… Ella cambió por completo. Dejó su dulzura e inocencia, y la transformé -los actos que le obligaba a hacer, las muertes que causó en mi nombre, la gente a la que tuvo que engañar, los amigos a los que traicionó y espió…-. Es otra persona. Cuando me miraba podía sentir el odio, el asco que yo le producía… -y debo reconocer, aunque me cueste, el dolor que ese odio suyo por mí, me causa…-. Nos convertimos en iguales. Ella, una Reina de la frialdad atrapada en un pacto creado hacía años, una mujer con influencia en la alta aristocracia -llegando incluso a la realeza-, y yo, un obispo -por aquel entonces- ambicioso, un obispo con influencia en la política del país, que le debe a ella su posición -al fin y al cabo me convertí en obispo gracias a que ella sedujo a mi predecesor y acabó envenenándolo hasta la muerte-. Yo sé los crímenes que ella ha cometido, y ella sabe lo que yo he hecho para llegar a donde estoy. Yo puedo acabar con ella, pero ella también conmigo. Puedo decir, sin miedo a equivocarme, que a pesar de todo -sí, a pesar de los años que llevamos sin vernos, sin hablar- es la única persona en quien realmente confío. ¿Se puede confiar en quien te puede vender, Señor? ¿Confiabas tú en Judas? ¿Te esperabas su traición, cierto?
Puedo recordar el día en el que yo mismo sufrí un intento de asesinato. Mi comida fue envenenada -sí, el causante fue asesinado, su cabeza quedó desencajada del cuerpo gracias a la gran eficiencia de la guillotina-, y por poco me reuní con Angelo, en el Reino de los Cielos -no, eso no me lo creo ni yo. Está bien autoengañarse de vez en cuando, pero no de esta manera. Yo tengo un sitio reservado en el Infierno-. Ella fue quien vengó mi casi muerte. Ella investigó lo sucedido y dio caza a los culpables. Estamos atados el uno al otro, ¿verdad?
Como sucedió con Angelo, la desgracia no tardó en aparecer -estoy condenado, ya lo sé. Desde que juré mis votos como Siervo de Dios-. En una de las misiones, mi Reina de Hielo tenía que seducir al director del periódico más importante de toda Francia, a Joseph Panckoucke, director de la Gazette de France. Tuvimos algunos problemas con ciertos campesinos al sur de Francia -cuando digo tuvimos… me refiero a mí mismo y a mi superior, el Arzobispo de París-. En resumidas cuentas, los estafamos con falsas promesas para que ellos cedieran sus terrenos a la Iglesia -ósea, a nosotros-. Panckoucke tenía ciertos informes, ciertos contratos -no sé aún como pudo conseguirlos- que probaba nuestra culpabilidad. Teníamos controlados todos los periódicos, y éstos estaban censurados… sin embargo el director de la Gazette quería marcarse un pulso con nosotros. Y el maldito de él ganó.
Cuando los documentos desaparecieron se dio cuenta de inmediato que había sido aquella seductora mujer quien se los había llevado.
Ella fue juzgada por conspiración. Sé que si hubiera salido en su defensa, si yo hubiera confesado… el castigo habría sido menor al estar compartido, pero perdería todo mi poder, todo lo que tanto me había costado conseguir… Me arrepiento. Al igual que con Angelo, perdí a esa mujer por mi egoísmo, por mi estupidez. Ella fue condenada a veinte latigazos, la flor de lis fue quemada en su piel, dejándole esa marca para siempre, y su pelo cortado al cero. Todo en una plaza pública, para que cada parisino pudiera verlo. ¿Señor, jugaste conmigo? ¿Me obligaste a repetir la historia, a ponerme a prueba… para saber si el tiempo me hacía cambiar, si esta vez yo era digno de ser tu representante en la Tierra? Los recuerdos de cómo ella y yo nos conocimos, los recuerdos de Angelo, mis tiempos como seminarista… todo me vino a la mente cuando, de nuevo, escuché los desgarradores gritos mi Reina de Hielo.
Por suerte, su marido -por extraño que parezca, siempre hay gente que cambia para bien- intervino por ella. Pagó una buena suma de dinero para sobornar al cardenal y los demás jueces. Gracias a ese dinero no fue guillotinada delante de todos. Tras la vergüenza pública, mi Reina de Hielo y su marido huyeron a Estados Unidos -¿por qué será siempre que el Nuevo Mundo tiene que ver en mis pérdidas, por qué siempre se lleva a lo que más quiero?-.
Han pasado ya unos tres años desde entonces. He hecho lo imposible por contactar con ella, por saber dónde se encuentra, qué hace, si alguna vez me perdonará… pero nada. Se ha evaporado, ha dejado de existir. ¿Y sabes lo peor, Señor? Desde entonces ya no le dedico pensamientos a Angelo, ya no invoco en mis peores momentos los recuerdos de ambos. No. Ahora en mis pensamientos aparece ella. Cuando todo parece que se derrumba, ella, mi Reina de Hielo, aparece de la nada. Ahora ella es la dueña de todo lo que hago.
¿Este es tu castigo, mi Señor? ¿Te ríes de mí desde tu trono celestial?
Han pasado ya tres años desde la desaparición de la mujer y en ese tiempo De La Rive ha continuado ascendiendo hasta convertirse en arzobispo de París y cardenal.
De La Rive dejó la pluma sobre el escritorio y cerró éste, guardándolo en uno de los cajones. Luego echó un vistazo al crucifijo colgado en la pared y se santiguó -costumbre adquirida tras los años-. Se sirvió una última copa de vino y la bebió de un trago único para a continuación soplar las casi inertes velas del candelabro. Tras eso la habitación quedó totalmente a oscuras. A ciegas caminó hasta su cama y se dejó caer sobre ella. Estaba agotado, pero sabía que no podría descansar… en cuanto cerrara los ojos, en cuanto intentara dormir… su Reina de Hielo aparecía ante él. Suplicando por su ayuda, por su perdón.
† Bebe mucho... él no se considera un borracho -un alcohólico, vaya- pero bebe... muchísimo.
† No cree en la existencia de Dios, pero paradójicamente sí cree en la existencia del Diablo.
† Es un hombre enamoradizo y caprichoso, mas sus dos verdaderos amores son Angelo -su primer amor- y su Reina de Hielo- algo que él mismo no reconoce aunque sea una evidente realidad-.
† Es un gran admirador de la obra del Greco, de hecho tiene algunas de sus obras en el Palais-Cardinal, donde reside en la actualidad.
† Uno de sus referentes es el famoso Cardenal Richelieu, de hecho vive donde éste vivía en el pasado.
† Vive junto a cinco pomeranian. Louis, Armand, Claudio, Alejandro Magno y Espartaco.
† Palais-Cardinal. Un conjunto monumental que integra un palacio, jardines, galerías y un teatro situados al norte del Museo del Louvre, en París. Su construcción fue un encargo del Cardenal Richelieu en el siglo XVII. De La Rive reside en algunas de las estancias del palacio, pero no es el único que vive allí, sino también sus obispos auxiliares, algunos nobles y cortesanos del Rey.
† Siente un profundo desprecio hacia los gitanos.
† Tiene varios espías trabajando para él. Entre éstos se encuentra un brujo al que acude en ocasiones, sabiendo que puede ser condenado a la hoguera por esto. No obstante, es un secreto entre ambos.
Última edición por Alphonse de La Rive el Dom Nov 16, 2014 8:44 am, editado 46 veces
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Alphonse de La Rive.
FICHA EN PROCESO
incompleta
TU FICHA ESTÁ INCOMPLETA. CUANDO HAYAS TERMINADO, POR FAVOR POSTEA A CONTINUACIÓN EN ESTE MISMO TEMA PARA QUE UN MIEMBRO DEL STAFF PASE A REVISARLA Y TE DE COLOR Y RANGO SI TODO ESTÁ EN ORDEN.
NO OLVIDES QUE PARA PODER ACEPTARLA ES NECESARIO QUE PRIMERO HAYAS REALIZADO LOS REGISTROS OBLIGATORIOS EN ESTE APARTADO Y QUE CUMPLAS CON LO QUE PEDIMOS EN EL ESQUELETO DE LA FICHA, INFORMACIÓN QUE PUEDES VER AQUÍ.
GRACIAS.
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Re: Alphonse de La Rive.
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Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Alphonse de La Rive.
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bienvenido/a a victorian vampires
¡ENHORABUENA! YA ERES PARTE DE VICTORIAN VAMPIRES Y TE DAMOS LA MÁS CORDIAL BIENVENIDA.
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