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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Invitado Mar Feb 24, 2015 10:06 am

 “El dolor se halla en la eternidad de los muertos”

¿Es que realmente estaba buscando mi propia muerte? Hacía apenas unos cuantos meses atrás me había encontrado como un trapo roto, había intentado recomponerme y con ello esconderme de la inquisición. Esperaba que me dieran por muerto, pero ahora ya no valía la pena. La fuentes eran certeras y con lo que Deiran había terminado de informarme no existía otra alternativa si quería seguir en Paris. Por momentos, pensé que terminaría respirando oxigeno realmente, pues mi pecho subía y bajaba sin parar un solo segundo. Había releído los papeles sobre la mesa un centenar de veces y no tenía duda alguna. Él iba a poder ayudarme, aquel inquisidor humano, llamado Alphonse de La Rive, un cardenal y arzobispo que según contaban hacía tratos con sobrenaturales a cambio de información. ¿Era esto una traición total a mi raza? Quizá sí, pero pretendía cerciorarme que nada les ocurra a mis allegados. Quería la protección total de aquel asqueroso instituto. De solo pensar que nuevamente podían llegar a torturarme las lágrimas asomaban por mis ojos. Nicolás decía que escondiéndonos nada iba a pasar. Pero con Skye en la casa ninguno podía estar seguro. Incluso Camila me había informado que se sentía perseguida. No iba a poder soportarlo, ya demasiados se habían ido de mi lado como para perder otra parte.

Así que aquella noche tomé el coraje que no había tenido durante más de tres años. Con un juvenil saco negro y tiritando de miedo me dediqué a escabullirme a aquella mansión de la que me habían hablado. Según los informes tenía todo a mi favor, él era un humano completamente -uno vil, pero uno al fin-, yo era un vampiro. Y quien me ha quitado los dientes también respiraba… Me helé en el lugar y apretando los puños con un dulce temblor que me recorría de pies a cabeza insistí en llegar a la zona. “Te dijeron que gusta de hacer tratos, tú tienes información valiosa, puedes ayudarlo” Me dije una y otra vez hasta que el lugar apareció y un retorcijón en la piel se hizo presente. No podía presentarme de esa forma tan patética frente a él. Froté los ojos alargados y ovalados que tenía con ambas manos. Hundiendo las mejillas, estirando toda la piel incluso con los codos y cuando me sentí lo suficientemente realizado miré al frente. Las rejas estaban altas, pero no era nada que no pudiese saltar. Después de todo, hacer el papel de espía y de ovillo en un rincón era lo que mejor se me daba. Tenía una habilidad especial cuando se trataba de salir huyendo o de correr muy rápido y sigiloso. Así que de ese modo lo hice. Pues de ninguna manera me presentaría a la puerta de su residencia. No sin antes cerciorarme que ninguna criatura sobrenatural estuviese allí. Pues en ese caso, sin duda terminarían decapitándome y quemándome. Y no tenía intenciones de morirme. ¡No señor!

Me colgué entonces por los costados de una columna, mirando que nadie estuviese alrededor ni en los metros de radio. Y tímidamente terminé por llegar a una ventana. Claro que no iba a pasar, tan solo… ¿Dónde estaría? Ya lo había visto varias veces desde las lejanías, en algunos autos de fe. O cuando caminaban cerca de la iglesia. Un hombre alto, con una barba extraña y ojos tan claros que parecían agua. Era mayor, sin duda me llevaría poco más de veinte años. Y conocía su aura, daba miedo, pues era demasiado formada para ser real. Como si la pudiese modificar a su antojo para parecer una persona balanceada. Aquello me daba terror y al recordarlo mis piernas tiritaron como si se trataran de dos bastones al viento. Y entonces su aroma me agazapó, estaba cerca y no sentía la presencia de nadie más a su alrededor. “toc, toc” Bramé en la puerta con los dedos finamente acomodados, esperando ver su silueta aparecer delante de la cortina que no me dejaba mirar bien por dentro. — ¿H-hola? ¿Hay alguien ahí? — Con la vergüenza a flor de piel y la mano apoyada en el vidrio, transpirando sangre, esperé. Los orbes negros estaban tan abiertos que seguramente parecería que fuesen a salirse de sus orbitas. Estaba claro, me sentía humillado, pero tan cansado, tan debilitado por las cosas que ellos nos hacían. Que aún sin decirle a nadie sobre aquel plan, me había lanzado a pedirle ayuda a mi peor enemigo. 
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Mensaje por Alphonse de La Rive Miér Feb 25, 2015 10:24 am



La imagen de Cristo, pereciendo a causa de su propio peso, ahogándose en los falsos males de los que fue acusado; su sangrante cuerpo y la corona de espinas propias de un falaz rey, unos ojos entrecerrados suplicando por misericordia, rogando no por su perdón, si no por el de todos aquellos que dudaron de su procedencia, los que le llevaron a perecer en la cruz, esa cruz convertida posteriormente en símbolo de los creyentes. Aquellos que decidieron seguirle, ironía en estado puro. No era real, el eclesiástico bien lo sabía. No al menos aquella simple figura hecha a base de cerámica, la cual colgaba de una pared repleta de pinturas apocalípticas -su admirado Jardín de las Delicias del Bosco, El Juicio Final de Memling. ¿Estratégicamente situados al lado del que fue nuestro Salvador? Alphonse jamás dejaba nada al azar. Ni siquiera el sentirse atraído por aquellos trípticos; hombres y mujeres condenados hechos a base de pinceladas deformes, rostros desfigurados y figuras extrañas- . La mirada del Cristo tallado parecía acusarle de todos sus pecados. Otro Poncio Pilatos más, lavándose las manos y creyendo en vano que por esto, su pecado no llegaría a existir como tal. Así era Alphonse de La Rive, desvainando la peor de las espadas, mas pocas veces tomando la susodicha por el mango, sino ordenando a los invidentes que trabajaban para él realizar los más atroces actos.

La imagen que proyectaba al pueblo parisino -y al francés en general- poco tenía que ver con la realidad que habitaba en su interior. Cinismo ante la Santísima Trinidad -Padre, Hijo y Espíritu Santo-. En ocasiones burlándose de la fe de otros, cuando él mismo vivía en una insoportable dualidad ante lo que el Señor representaba en su existencia, en sus recuerdos. Seamos sinceros por una vez; es realmente complicado separarse de lo que te ha acompañado durante la mayor parte de tu vida, y no sólo eso, si no en lo que has creído desde antes de tener una conciencia propia. ¿Su vida dedicada a una mentira? La idea no le agradaba, y el fingir aún menos. La duda y la incertidumbre nunca le habían sido tan terribles. ¿Qué era, pues, el Cardenal? Un hombre. Nada más; mortal como todos, repleto de preguntas sin respuesta; triste como ningún otro. Patético, la palabra más adecuada para definirle. ¿Lo peor? Que él mismo era consciente de ello, a pesar de intentar erradicar estos pensamientos a toda costa.

Y el Hijo del Todopoderoso ahí seguía, con su mirada acusadora. Al lado del eclesiástico, una vela prácticamente consumida por completo y una botella con la sangre de Jesucristo -vino, en otras palabras-; casi acabada -cuan extraño era ver al religioso bebiendo, ¿verdad?-, junto a un rosario revuelto, como si hubiera estado rezando instantes antes. Un trago tras otro a la copa y la realidad que le rodeaba cada vez le parecía menos nítida, menos real. No obstante, debía continuar concentrado en los pergaminos dispuestos sobre el escritorio. De vez en cuando remojaba la pluma en el tintero, suspirando ante la eternidad que le suponía todo aquello. Inquisición o Iglesia -o ambas-. De La Rive, como Cardenal y Arzobispo de París, era el más alto cargo dentro de la jerarquía eclesiástica en tierras galas. Sin embargo, no estaba metido de lleno en los asuntos de la Inquisición -poco le importaban los seres sobrenaturales, incluso su único amigo del alma pertenecía a este grupo, siendo un eterno en la noche. Ellos eran perseguidos por la Iglesia, y Alphonse sencillamente se aprovechaba de ello para conseguir poder, dinero o tierras. O las tres cosas-. Ni tampoco en las ceremonias religiosas, repletas de actores y falsedad, un paripé digno de ser representado en cualquiera de los teatros que tanto amaba -¿un sacerdote sintiéndose atraído por este arte, respetando el trabajo de los cómicos? Era una vergüenza, sin duda alguna, para todos aquellos que se denominaban Siervos de Dios-. El hacer de Alphonse iba más ligado a la política, a trabajar desde las sombras para no ser visto. La acción no era lo suyo -nunca lo había sido, aunque a veces no le quedara otro remedio. De hecho, no hacía tanto que había acudido hasta Gévaudan, una región al sur de Francia, para capturar a una manada de licántropos, los cuáles se entretenían devorando a pobres pueblerinos-. Empero, su hogar era aquel, el Palais-Cardinal. Perdido entre papeles, comiendo y bebiendo junto a nobles y reyes -intentando en lo posible manipularles para obtener así todo lo que deseara-. No servía a Dios, en verdad; servía a Francia. Y su mayor propósito no era el ser Papa, el cabecilla de la Santa Sede; era convertirse en el Primer Ministro de Francia -y para ello debía trabajar arduamente-. Nadie se interpondría en su camino -lo tenía más que claro-.

Sus lazos llegaban hasta límites insospechados, y no eran pocos los espías que trabajaban para él -de cualquier raza y condición, de índoles totalmente diferentes-. Todo a cambio de algo, por supuesto. Sus espías, sus trabajadores le pedían desde dinero hasta protección. Y Alphonse, mientras obraran adecuadamente, les trataba como se merecían. Eso sí, un solo error -uno, nada más. Solo había una única oportunidad- y haría lo que fuera para que ante ellos apareciera el [i[fin[/i]. No soportaba que el resto jugaran con él, o lo infravaloraban -algo que sucedía, lamentablemente para su persona, cada vez con más frecuencia-.

Perdido entre sus pensamientos, la vela terminó por apagarse. Entonces, la única luz en la habitación era la que procedía de la luna, a través de la ventana, atravesando las cortinas, penetrando sutilmente en sus aposentos. Posó la pluma con cuidado, levantándose de su butaca. Se dirigió hasta el crucifijo -la mirada persistía, y él no lo soportaba-. Lo tomó entre sus manos unos segundos, dejando que durante esos segundos sus párpados cayeran rendidos. Posteriormente, volvió hasta el escritorio y tomó también el rosario, guardando éstos en uno de los cajones -ojos que no ven, corazón que no siente. No era la primera vez que hacía algo semejante. Cuando procedía a actuar de forma pecaminosa, cualquier símbolo de Dios era ocultado. Como si Él no fuera capaz de ver a través de nuestros propios ojos. No te inclinarás ante ninguna imagen, ni las honrarás; porque yo soy Yahveh, tu Dios-.

La botella de vino le llamaba a gritos. Alphonse, Alphonse. Y él no pudo evitar caer rendido ante sus encantos. Se sirvió una generosa copa, volviendo a sentarse... empero, unos suaves golpes en la ventana le sobresaltaron. Se llevó una mano al pecho, respirando hondo y dejando la copa -de nuevo- sobre el escritorio.


-¿Qué demonios...? -blasfemó, dirigiéndose con precaución hacia la mencionada ventana. Retiró las cortinas, no sin antes percatarse de que una sombra se situaba justo detrás. Una sombra con forma humana. ¿Había bebido demasiado, o su Guardia Roja, como siempre, estaba formada por hombres incapaces de protegerle como debían?-. Y entonces vio a un joven asiático -algo que le sorprendió todavía más-. Solo con posar su azulada mirada sobre él, ya se percató de qué era -años de experiencia-. Un vampiro, un chupasangre -del que no tenía recuerdo alguno, además-. Debía reconocer que el joven en apariencia -no sabía cuál sería su edad real- era realmente atractivo. Un rostro dulce y temeroso a la vez. No pudo evitar sonreír -¿el motivo? La situación le resultaba cómica. Una sonrisa ladina e irónica-.

-¿Cómo has conseguido burlar a mis guardias? ¿Crees que debería acabar con ellos, debido a su ineptitud? -susurró por fin, abriendo antes la ventana-. ¿Qué resplandor se abre paso a través de aquella ventana? -recitó a Shakespeare; Romeo y Julieta, cuando el primero aparecía en el balcón de la muchacha-. Puedes entrar, eres bienvenido.

¿Era un error el hecho de invitar a un vampiro a que entrara en su morada? Quién sabe -ni por un segundo pensó en que aquel inmortal podía causarle daño alguno; el miedo en su mirada era más que evidente-. Y, la verdad, se había visto involucrado en situaciones mucho más surrealistas...
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Mensaje por Invitado Miér Feb 25, 2015 9:51 pm

“Es un espejismo, una realidad que viene, va y gira cada vez más”


Apenas podía ver la silueta de aquel hombre, demasiado largo para ser real. Con su aura espesa y tenebrosa, aquella que había visto ya unas cuantas veces. Y aquellos momentos, ninguno, había sido por casualidad. Meses enteros había trabajado duro para animarme a pararme frente a su ventana. Había visto como trabajaban sus hombres, a qué horas de la noche se dormían o jugaban con dados, apostando fieramente. Era inevitable, temblaba cada vez que me acercaba y sabía que lo único en lo que era bueno era eso. Pasar desapercibido, hacerme un pequeño bollo en los rincones más recónditos de todos. Ocultar mi aura y llorar en silencio mientras esperaba que nadie me descubriera. ¡Qué patético! Años atrás me había esforzado hasta el desmayo para aprender a usar una espada, ahora, ya lo había olvidado. Siquiera las dotas que me daba el vampirismo podían ayudarme a pelear. Siempre de lejos, siempre como una mosca que solo molesta y no puede picar. Pero ahora sería otra historia, usaría eso a mi favor, por primera vez intentaría hacer un movimiento estratégico. Algo que tampoco se me daba bien, no sabía pelear, mi inteligencia era pobre. Mis encantos se hallaban en la parla, la apariencia y conocimientos musicales o de algunas cosas puntuales. Libros que había leído más de tres veces para recordarlos. Suspiré entonces, mis recuerdos no eran más que inyecciones para bajarme el autoestima. ¡Y ahora lo necesitaba más que nunca!

Ya me había deslizado hasta su bello balcón, pues recién ahora podía ver lo acomodado que se encontraba. Una lástima que no había podido estar lo suficientemente atento para apreciarlo un poco más. Ya que tenía la sangre casi coagulada por solo sentir el interior del lugar, el olor me debilitaba, el cielo estaba del otro lado y yo, yo pertenecía al infierno, que era la tierra, la vida eterna. Cuando me hiciera cenizas, probablemente, no iría a ningún lado, simplemente dejaría de existir. Esa era nuestra maldición, siquiera teníamos oportunidad de ir al verdadero averno que se suponía que estaba en las profundidades de la tierra. Apreté entonces mis piernas y mis dedos se quedaron plantados sobre el vidrio casi transparente. Mis huellas estaban haciendo fuerzas para no tiritar y cuando supe que él se dirigía a mí, mis ojos se abrieron tanto que me giré en mi propio eje, estaba por irme, estaba por dar un salto que me rompería las piernas. Sin embargo su mirada me detuvo cuando sus faroles se clavaron en mi piel y me quedé estático. ¿Ya estaba muerto? Pensé por una fracción de segundo. Y su pregunta viajó por mi cuerpo y me silenció por más tiempo del que realmente fue. Yo… Oh no, no les haga eso, es que soy muy escurridizo señor. Igual, creo que están jugando con unos dados ahora. — El contorno de madera se abrió, las cortinas habían sido deslizadas en un momento que no noté. Estaba tan angustiado que en mis mejillas corrían pequeñas gotas rosadas. Si fuese un humano, seguro estaría jadeando como a quien lo están torturando desde hace días. Por lo que tomé todo el aire que pude y di el primer paso, tambaleándome hacia un costado, hasta terminar en su tupido lecho con maderas sobre el suelo. Alcé la vista. Cuadros. Yo conocía algunos, los había visto en los museos y Nicolás los tenía en todos sus pasillos. Eran un recordatorio de eso que odiaba. Jamás entendería por qué algunas personas aborrecían lo que eran. Después de todo, teníamos que amarnos para poder sobrevivir eternamente.

Me quedé parado, observando el Jardín de las Delicias. Era extraño, según lo que había investigado, aquel hombre no estaba demasiado apegado a Dios. Por eso mismo lo había buscado a él. Se suponía que gozaba de tener información, que escalaba por su manera calculadora y fría de hacer las cosas. ¿Me había metido en una trampa? Me giré y busqué sus ojos claros; dedicándole una sonrisa apenada y levemente desconfiada. — Buenas noches... señor Alphonse, sé su nombre porque estuve espiándolo por varios meses. Me llamo Hero, como ‘héroe’, pero de eso no tengo nada. — Estiré el brazo y apenas rocé sus dedos para hacer un saludo de manos cuando me embriagó la vergüenza y la quité rápidamente, escondiéndola detrás de mi espalda. Hacía no demasiado tiempo había bebido la suficiente sangre como para parecer un humano frente a ojos desconocidos. Por lo que aquel elixir subía para acumularse en mis mejillas, dejándome sonrojar muy levemente. La risa nerviosa se escapó de entre mis dientes y mirando alrededor una y otra vez, pude terminar por ver una copa completamente llena de vino en la mesa que estaba en un costado. Mis instintos no me dejaron en paz y me acerqué apenas pestañeando con una curiosidad infalible. ¿Así que él sí era un hombre que bebía demasiado? Lo observé y justo en ese momento aquel sentido del olfato se activó. Parecía que antes había tenido la nariz completamente tapada, pues el olor a vino se sentía fuerte en el lugar. — Lo siento, vine cuando estaba tomándose un trago. Mmm, ¿me puedo sentar? Estoy algo apenado. Por cierto, conozco esos cuadros, pero nunca supe sus significados, ¿los sabe? Ah… Siempre me dieron curiosidad, sobre todo el del Jardín de las Delicias, tiene muchos colores, pero no me animo a buscar, temo que sean horribles y sangrientos. —


Bramé apretando los dedos unos con otros, supe en ese instante que estaba tan inquieto que no paraba de hablar, mi cerebro formulaba oraciones y mi lengua las escupía tan rápido como podía. Escondí mis ojos con palmas y dedos largos y filosos al final. Quise llorar, pero no me humillaría tanto. Pero estaba odiándome. Había practicado más de mil veces la secuencia. 'Yo, entrando con aires divinos, explicándole por qué quería que me ayudara, -cosa que tenía más de la mitad de mentiras envueltas-. Y el por qué el debería decirme que .' En mi mente, yo era quien lo estaba ayudando a él. Pues estaba claro ahora que me sentía como una pequeña hormiga nadando en un océano, a punto de ahogarse y sin más salida que pedirle a una gaviota que la lleve a la orilla. 
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