AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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El aroma de los jazmines || Privado
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El aroma de los jazmines || Privado
"Hallé lo más bello de las flores en las flores caídas."
Antonio Porchia
Antonio Porchia
A su alrededor, todo era jolgorio y festejos. La velada era un éxito para la anfitriona, una condesa anciana, dos veces viuda, con siete hijos, y que tenía un extraño placer por beber hasta la inconsciencia, a pesar de las buenas costumbres y de su edad. Era el décimo cumpleaños de su décimo nieto, y como era adepta a la extraña práctica pagana de la numerología, había decidido dar una velada como Dios manda. Era una gran amiga de la familia y, haciendo uso de sus artilugios encantadores, había convencido a Eloise, su abuela, para que le insistiese a Geneviève para dar un pequeño repertorio en honor al cumpleañero. La primera respuesta de la cantante fue un rotundo no. Detestaba los conciertos privados; en primer lugar, porque la acústica no era la misma, en segundo lugar, porque le parecía tener a los espectadores demasiado cerca, y eso le hacía sentir una desconcertante debilidad, y tercero, porque solían ponerla muy nerviosa los halagos, tanto previos como posteriores. Fue una semana de pura insistencia, en los que no hubo una ocasión en que Eloise no aprovechase para recordarle la petición a “Marie-Thérèse”, como le gustaba nombrarla. La pelirroja, que era dueña de una paciencia fingida por la cual podía ser premiada, repitió su negativa una y otra vez. Hasta el día que la condesa y su nieto almorzaron en la residencia. Generalmente, Geneviève ingería un almuerzo ligero en sus ensayos, no en familia, pero tuvo la mala fortuna de, ese miércoles, compartir la mesa. Sus defensas se vieron derribadas ante los inocentes ojos del niño, que le pidieron que cantase el día de su natalicio. Dudó, pero no resistió demasiado, y terminó aceptando. Luego captó la mirada cómplice entre Eloise y la otra anciana, y se molestó consigo misma por haber caído en una trampa tan antigua como la injusticia.
Estaba espléndida en su vestido amarillo, que si bien en el mundo artístico se decía que era de mala suerte, Geneviève había quedado fascinada con el mismo. Llevaba el cabello muy tirante, atado a la coronilla, con una cintilla de diamantes, que refulgían entre su melena caoba. Cuando llegó la hora de cantar, pequeñas gotas de sudor le perlaban el escote, sintiéndose observada por todos. Su abuelo, su adorado abuelo, le dio una palmadita en el hombro y la animó a caminar, entre el pasillo que habían hecho los mismos invitados, que batían palmas al unísono, todos en la misma elegante posición, sin demasiado entusiasmo, ya que sería indecoroso. El pianista y el violinista, que conformaban su reducida orquesta, comenzaron los acordes, y cuando la música le recorrió el cuerpo y le tocó el alma, el vozarrón grave y melodioso de la muchacha, enmudeció a la audiencia, anonadada ante su talento. Cuando la Zéphire, una ópera que aún no se cantaba en los grandes teatros europeos, finalizó, los presentes tardaron en reaccionar. Sólo cuando Geneviève les sonrió tímidamente y les hizo una reverencia, estallaron los aplausos de todos los presentes, que la llenaron de elogios, la tocaron y felicitaron, todos al mismo tiempo, dejándola agotada.
Cuando hubo terminado de agradecer a todos y cada uno, se inmiscuyó por una puerta y salió a uno de los jardines. Suponía que daba al sector de los empleados, pues la iluminación no era tanta, ni las plantas tenían los cuidados que había visto en las de la parte delantera. La pelirroja tenía un olfato privilegiado, y un gusto especial por las flores. Supo distinguir el aroma de un jazmín y recorrió tranquilamente el jardín hasta dar con él. Si bien estaba descuidado, sus hojas verdes resaltaban la blancura purísima de las flores. Se acercó a él, y con una maniobra experta, logró acuclillarse entre la pompa de su vestido, y tomar uno. Jamás le había agradado arrancar las flores, eso sólo lo hacía en sus pocos momentos libres para hacer perfumes, su secreto más preciado, y se dedicó a estudiarla. Colocó uno entre sus dedos, y lo olió, embriagándose del maravilloso olor. Sin embargo, el instante de paz duró poco. Escuchó unos pasos que no tardaron en detenerse detrás suyo, obligándola a ponerse rápidamente de pie. No volteó, imaginando que podía ser alguna empleada que la había visto salir.
—Enseguida vuelvo a la fiesta. Estaba cansada y necesitaba un poco de aire. No tenía intenciones de arrancar la flor —aseguró. Su criterio era no dar demasiadas explicaciones, ya que podía interpretarse de manera contraria a sus intenciones, pero se sentía en falta, por haber desaparecido de aquella manera.
Estaba espléndida en su vestido amarillo, que si bien en el mundo artístico se decía que era de mala suerte, Geneviève había quedado fascinada con el mismo. Llevaba el cabello muy tirante, atado a la coronilla, con una cintilla de diamantes, que refulgían entre su melena caoba. Cuando llegó la hora de cantar, pequeñas gotas de sudor le perlaban el escote, sintiéndose observada por todos. Su abuelo, su adorado abuelo, le dio una palmadita en el hombro y la animó a caminar, entre el pasillo que habían hecho los mismos invitados, que batían palmas al unísono, todos en la misma elegante posición, sin demasiado entusiasmo, ya que sería indecoroso. El pianista y el violinista, que conformaban su reducida orquesta, comenzaron los acordes, y cuando la música le recorrió el cuerpo y le tocó el alma, el vozarrón grave y melodioso de la muchacha, enmudeció a la audiencia, anonadada ante su talento. Cuando la Zéphire, una ópera que aún no se cantaba en los grandes teatros europeos, finalizó, los presentes tardaron en reaccionar. Sólo cuando Geneviève les sonrió tímidamente y les hizo una reverencia, estallaron los aplausos de todos los presentes, que la llenaron de elogios, la tocaron y felicitaron, todos al mismo tiempo, dejándola agotada.
Cuando hubo terminado de agradecer a todos y cada uno, se inmiscuyó por una puerta y salió a uno de los jardines. Suponía que daba al sector de los empleados, pues la iluminación no era tanta, ni las plantas tenían los cuidados que había visto en las de la parte delantera. La pelirroja tenía un olfato privilegiado, y un gusto especial por las flores. Supo distinguir el aroma de un jazmín y recorrió tranquilamente el jardín hasta dar con él. Si bien estaba descuidado, sus hojas verdes resaltaban la blancura purísima de las flores. Se acercó a él, y con una maniobra experta, logró acuclillarse entre la pompa de su vestido, y tomar uno. Jamás le había agradado arrancar las flores, eso sólo lo hacía en sus pocos momentos libres para hacer perfumes, su secreto más preciado, y se dedicó a estudiarla. Colocó uno entre sus dedos, y lo olió, embriagándose del maravilloso olor. Sin embargo, el instante de paz duró poco. Escuchó unos pasos que no tardaron en detenerse detrás suyo, obligándola a ponerse rápidamente de pie. No volteó, imaginando que podía ser alguna empleada que la había visto salir.
—Enseguida vuelvo a la fiesta. Estaba cansada y necesitaba un poco de aire. No tenía intenciones de arrancar la flor —aseguró. Su criterio era no dar demasiadas explicaciones, ya que podía interpretarse de manera contraria a sus intenciones, pero se sentía en falta, por haber desaparecido de aquella manera.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
- Mensajes : 72
Fecha de inscripción : 13/04/2013
Localización : Ciudadana del mundo
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Re: El aroma de los jazmines || Privado
"La música en mi vida, hacía las veces de luz para alguien que permanece preso"
¿Cuántas veces he creído recuperar mi vida? Las suficientes como para tener claro que lo que se ha perdido no ha sido mi vida, sino yo. Venía caminando en zigzag, atravesando estadios emocionales, deteniéndome en adicciones, como quien al estar cansado del camino se sienta en una piedra creyendo descansar, cuando en realidad sólo se detiene. Me he hecho muchas preguntas, pero apenas me he respondido unas cuantas. Le he dado vueltas a la idea de confesar mi naturaleza a alguien que se dedica a matar sobrenaturales, y en ello radica todo mi problema. A mi modo me vengo despidiendo de esta vida.
Sin embargo, he dedicado lo que considero mis últimos días a ejercer lo que otros quisieron para mí, a hacer las veces de abogado de terceros para encontrar respuestas a mi propia defensa. A reforzar mi labia para argumentar a favor de mí mismo cuando el momento que pretendo, llegue. Todo es absurdo y hasta me causa gracia saberlo. Pero así y todo me enfrentó al desastre que hice de mí y asisto a cuanta reunión soy invitado dada mi posición.
La de esa noche, era una reunión relativamente pequeña, para personas cercanas, y realizada por ello en una residencia en vez del Palacio Royal, que era el que comúnmente se usaba para eventos grandes de la clase alta y la realeza. Tenía como ventaja el poder distraer mi mente con los conocidos y hacer nuevos y mejores contactos. Pero como desventaja tenía que ninguno de ellos conocía mi adicción al alcohol y presionaban con más veras para que aceptara una copa. Pero debía resistir a ello, el problema siempre empieza con el primer paso y realmente no quería que saliera a flote algo tan delicado como eso en medio de tanta gente importante. Por suerte, cuando hube apenas tomado en las manos la primera copa, el silencio tomó lugar para darle paso a una jovencita que no había visto nunca. Lucía con elegancia un vestido en tono amarillo y el cabello bien atado resaltaba el marco de un rostro hermoso y saludable que sonreía a medias. La observé en silencio y aproveché para moverme hacia la puerta que daba al patio para escucharla desde allí. El piano y el violín dieron el anuncio de una tonada bien elaborada y difícil, con tonos altos dignos de ser acompañados por una soprano o mezzosoprano dedicada y que sin duda, eran un toque muy elegante para aquella reunión.
Escuché atento toda la interpretación e incluso sentí la piel erizarse en mis brazos en cada octava que subía sin perder siquiera una nota. La práctica se le notaba, no había errado en ninguna nota y eso lo sabía yo, porque siempre quise ser músico en vez de abogado. Incluso al llegar a París canté en un par de lugares antes de poder hacer clientes que creyeran en mis habilidades argumentativas sin conocerme y, por suerte obtuve buenos resultados. Suspiré sonriendo y cuando ella terminó su interpretación, la aplaudí con sutileza y me retiré antes que nadie pudiera notarlo.
El jardín me recibió con un olor distinto al del alcohol al que le huía y que irónicamente llevaba en una mano. La brisa distraía mis fosas nasales aunque mis ideas sobre la dicha confesión me invadían. Caminé de un lado a otro durante un rato, me senté en un banco de madera en silencio, agité la copa observando con detenimiento el líquido y volví a retomar el camino para no beberlo pero sin ser capaz de tirarlo. Estaba inquieto, deseaba irme del lugar pero por mera educación no podía hacerlo. De no ser porque el día siguiente era domingo, hubiera inventado algún caso para la mañana siguiente, muy temprano. Pero era inútil intentarlo.
Y buscando la excusa perfecta fue que vi salir a quien minutos antes cantara. Sus pasos iban más rápido de lo que quien solo pretende dar un paseo avisado. Parecía escapar también y en vez de quedarme donde estaba, avancé a ella con calma. No quise alarmarla pero no fui lo suficientemente sutil y ella se levantó de donde estaba casi de golpe. Un jazmín permanecía en sus manos y me fue imposible no soltar una corta risa a lo que ella dijo en cuanto se reincorporó. –Descuide, por favor, no vengo a recriminar nada. Más bien vengo a felicitarla por la interpretación de allá adentro. Aunque ya debe saber bien el don que posee. ¿La he asustado? Si es así, le ruego me disculpe– expresé con el tono pasivo que me caracterizaba y retrocedí un paso para darle un espacio que le permitiera sentirse más tranquila.
Sin embargo, he dedicado lo que considero mis últimos días a ejercer lo que otros quisieron para mí, a hacer las veces de abogado de terceros para encontrar respuestas a mi propia defensa. A reforzar mi labia para argumentar a favor de mí mismo cuando el momento que pretendo, llegue. Todo es absurdo y hasta me causa gracia saberlo. Pero así y todo me enfrentó al desastre que hice de mí y asisto a cuanta reunión soy invitado dada mi posición.
La de esa noche, era una reunión relativamente pequeña, para personas cercanas, y realizada por ello en una residencia en vez del Palacio Royal, que era el que comúnmente se usaba para eventos grandes de la clase alta y la realeza. Tenía como ventaja el poder distraer mi mente con los conocidos y hacer nuevos y mejores contactos. Pero como desventaja tenía que ninguno de ellos conocía mi adicción al alcohol y presionaban con más veras para que aceptara una copa. Pero debía resistir a ello, el problema siempre empieza con el primer paso y realmente no quería que saliera a flote algo tan delicado como eso en medio de tanta gente importante. Por suerte, cuando hube apenas tomado en las manos la primera copa, el silencio tomó lugar para darle paso a una jovencita que no había visto nunca. Lucía con elegancia un vestido en tono amarillo y el cabello bien atado resaltaba el marco de un rostro hermoso y saludable que sonreía a medias. La observé en silencio y aproveché para moverme hacia la puerta que daba al patio para escucharla desde allí. El piano y el violín dieron el anuncio de una tonada bien elaborada y difícil, con tonos altos dignos de ser acompañados por una soprano o mezzosoprano dedicada y que sin duda, eran un toque muy elegante para aquella reunión.
Escuché atento toda la interpretación e incluso sentí la piel erizarse en mis brazos en cada octava que subía sin perder siquiera una nota. La práctica se le notaba, no había errado en ninguna nota y eso lo sabía yo, porque siempre quise ser músico en vez de abogado. Incluso al llegar a París canté en un par de lugares antes de poder hacer clientes que creyeran en mis habilidades argumentativas sin conocerme y, por suerte obtuve buenos resultados. Suspiré sonriendo y cuando ella terminó su interpretación, la aplaudí con sutileza y me retiré antes que nadie pudiera notarlo.
El jardín me recibió con un olor distinto al del alcohol al que le huía y que irónicamente llevaba en una mano. La brisa distraía mis fosas nasales aunque mis ideas sobre la dicha confesión me invadían. Caminé de un lado a otro durante un rato, me senté en un banco de madera en silencio, agité la copa observando con detenimiento el líquido y volví a retomar el camino para no beberlo pero sin ser capaz de tirarlo. Estaba inquieto, deseaba irme del lugar pero por mera educación no podía hacerlo. De no ser porque el día siguiente era domingo, hubiera inventado algún caso para la mañana siguiente, muy temprano. Pero era inútil intentarlo.
Y buscando la excusa perfecta fue que vi salir a quien minutos antes cantara. Sus pasos iban más rápido de lo que quien solo pretende dar un paseo avisado. Parecía escapar también y en vez de quedarme donde estaba, avancé a ella con calma. No quise alarmarla pero no fui lo suficientemente sutil y ella se levantó de donde estaba casi de golpe. Un jazmín permanecía en sus manos y me fue imposible no soltar una corta risa a lo que ella dijo en cuanto se reincorporó. –Descuide, por favor, no vengo a recriminar nada. Más bien vengo a felicitarla por la interpretación de allá adentro. Aunque ya debe saber bien el don que posee. ¿La he asustado? Si es así, le ruego me disculpe– expresé con el tono pasivo que me caracterizaba y retrocedí un paso para darle un espacio que le permitiera sentirse más tranquila.
Patrick Verlaine- Cambiante Clase Alta
- Mensajes : 36
Fecha de inscripción : 27/03/2014
Re: El aroma de los jazmines || Privado
Suspiró, aliviada de no recibir una reprimenda como si se tratase de una niña traviesa. Lo último que deseaba era que se dijera que Geneviève Lemoine-Valoise, la nieta del Duque de Aquitania y la joya de la ópera europea se dedicaba a escaparse de las fiestas para destrozar jardines. Con gran lamento para su persona, la opinión pública le pesaba sobre los hombros más de lo que le hubiera gustado. Seguramente, porque de ella vivía; si se comportaba como se le había enseñado, irían a verla por su talento. Si se veía envuelta en algún escándalo, los curiosos irían a presenciar su caída. Era prisionera del juicio ajeno, y en más de una ocasión su libertad se había visto coartada. Pero no podía quejarse, desde su niñez había tenido una vida de lo más inusual, criándose lejos del seno familiar y recibiendo una educación especial y de altísima calidad, no sólo en lo que atañía a su profesión, sino que su abuelo había puesto énfasis especial en convertirla en una joven cultivada. No era algo común entre las mujeres, que se encontraban casi excluidas del sistema educativo, pues nacían para ser esposas y madres, y en base a eso eran criadas; sólo sabían leer y escribir, difícilmente sabían matemática y no podían opinar de política. Sin embargo, Geneviève no había nacido para someterse a un hombre, y Auguste, su adorado abuelo, había invertido en su educación tanto como en la de sus hijos y nietos varones. Era por eso que tanto lo amaba y lo admiraba, y era ese el mayor motivo por el cual había terminado aceptando el matrimonio que se había arreglado para ella.
—Le agradezco —dijo, una vez que volteó. La escasa luz le devolvía la imagen de un caballero que había llamado su atención en la velada. Había visto en él lo mismo que ella sentía: un profundo deseo de huir de allí. La pelirroja estaba gustosa de que no la hubiera encontrado uno de los remilgados que le empalagarían el cerebro con elogios. El hombre parecía sincero, pero a la perceptiva Geneviève, no se le escapó la tristeza de su mirada. Como artista que era, tenía una sensibilidad especial, y si bien era una mujer dura, sabía reconocer a las almas atormentadas. Su voz le transmitía paz, y automáticamente la expresión se le relajó. —No me ha asustado, quédese tranquilo. Sólo que no estaba atenta a mi alrededor y me tomó por sorpresa. Tengo debilidad por las flores —comentó, mostrándole la flor que yacía en su mano derecha. —Pero esto ha sido un accidente, no me malinterprete. Mi afición no es cortarlas —bromeó. Era una confusa sensación la de sentirse cómoda con un extraño.
Estuvo a punto de confesarle que su gusto por la flora no pasaba por una mera frivolidad. Geneviève, desde pequeña, había desarrollado una habilidad especial para hacer perfumes, cremas y alguna que otra medicina. Lo había aprendido en Italia, gracias a una empleada del conservatorio donde estudiaba, que había tenido la gentileza de enseñarle sus artes. La sabia mujer, con gran tino, le había dicho que era importante que una mujer siempre supiera ganarse la vida de alguna manera. “Tu voz, el día de mañana, si tu marido te repudia, no te servirá para comer” le comentó, y si bien en aquel momento, su inocencia no había alcanzado a captar el verdadero sentido de aquella frase, la cercanía de su matrimonio con el árabe, comenzaba a darle un matiz que no le agradaba. Así como los pintores tenían su atelier, el mayor secreto de la cantante era su taller, donde elaboraba todo tipo de productos que vendía a las tiendas con un nombre falso. En un comienzo, el negocio le había servido para ahorrar su propio dinero, para algún que otro capricho, sin embargo, luego de la adquisición del Comedor Comunitario, todo iba destinado a los fondos de éste.
—Tome. Se la regalo —le extendió el pequeño jazmín, no tanto por cortesía o por la tristeza de sus ojos, sino porque le pareció que combinaría perfectamente con su aroma. El caballero olía muy bien, y eso para una mujer tan sensorial como Geneviève, era fundamental. Se acercó el paso que él retrocedió, y se concentró en individualizar la combinación de su perfume. <<Almizcle >> identificó inmediatamente. <<Vainilla, gardenias…>> y había otra que no lograba reconocer. Le parecía que eran unos granos que su maestra le había mostrado en el pasado, y que provenían, algunos, de la América española, de aquellos virreinatos tan lejanos; otros, podían encontrarse en la colonia portuguesa del continente. Se dijo que consultaría, en cuanto llegase a su hogar, con su cuaderno de anotaciones. Allí debía tener todas esas especies, y también reflexionó que pediría al boticario que le consiguiese esos productos, pues le otorgaban una gran masculinidad y que ansiaba probar. —Geneviève Lemoine-Valoise —se presentó con una corta reverencia. No estaba bien visto que una dama departiese con el sexo opuesto a solas, y menos en un sitio tan oscuro, pero la joven estaba segura que a nadie se le ocurriría ir en ese momento allí, pues la noche estaba avanzando y las copas comenzarían a hacer su efecto en la cabeza de los asistentes.
—Le agradezco —dijo, una vez que volteó. La escasa luz le devolvía la imagen de un caballero que había llamado su atención en la velada. Había visto en él lo mismo que ella sentía: un profundo deseo de huir de allí. La pelirroja estaba gustosa de que no la hubiera encontrado uno de los remilgados que le empalagarían el cerebro con elogios. El hombre parecía sincero, pero a la perceptiva Geneviève, no se le escapó la tristeza de su mirada. Como artista que era, tenía una sensibilidad especial, y si bien era una mujer dura, sabía reconocer a las almas atormentadas. Su voz le transmitía paz, y automáticamente la expresión se le relajó. —No me ha asustado, quédese tranquilo. Sólo que no estaba atenta a mi alrededor y me tomó por sorpresa. Tengo debilidad por las flores —comentó, mostrándole la flor que yacía en su mano derecha. —Pero esto ha sido un accidente, no me malinterprete. Mi afición no es cortarlas —bromeó. Era una confusa sensación la de sentirse cómoda con un extraño.
Estuvo a punto de confesarle que su gusto por la flora no pasaba por una mera frivolidad. Geneviève, desde pequeña, había desarrollado una habilidad especial para hacer perfumes, cremas y alguna que otra medicina. Lo había aprendido en Italia, gracias a una empleada del conservatorio donde estudiaba, que había tenido la gentileza de enseñarle sus artes. La sabia mujer, con gran tino, le había dicho que era importante que una mujer siempre supiera ganarse la vida de alguna manera. “Tu voz, el día de mañana, si tu marido te repudia, no te servirá para comer” le comentó, y si bien en aquel momento, su inocencia no había alcanzado a captar el verdadero sentido de aquella frase, la cercanía de su matrimonio con el árabe, comenzaba a darle un matiz que no le agradaba. Así como los pintores tenían su atelier, el mayor secreto de la cantante era su taller, donde elaboraba todo tipo de productos que vendía a las tiendas con un nombre falso. En un comienzo, el negocio le había servido para ahorrar su propio dinero, para algún que otro capricho, sin embargo, luego de la adquisición del Comedor Comunitario, todo iba destinado a los fondos de éste.
—Tome. Se la regalo —le extendió el pequeño jazmín, no tanto por cortesía o por la tristeza de sus ojos, sino porque le pareció que combinaría perfectamente con su aroma. El caballero olía muy bien, y eso para una mujer tan sensorial como Geneviève, era fundamental. Se acercó el paso que él retrocedió, y se concentró en individualizar la combinación de su perfume. <<Almizcle >> identificó inmediatamente. <<Vainilla, gardenias…>> y había otra que no lograba reconocer. Le parecía que eran unos granos que su maestra le había mostrado en el pasado, y que provenían, algunos, de la América española, de aquellos virreinatos tan lejanos; otros, podían encontrarse en la colonia portuguesa del continente. Se dijo que consultaría, en cuanto llegase a su hogar, con su cuaderno de anotaciones. Allí debía tener todas esas especies, y también reflexionó que pediría al boticario que le consiguiese esos productos, pues le otorgaban una gran masculinidad y que ansiaba probar. —Geneviève Lemoine-Valoise —se presentó con una corta reverencia. No estaba bien visto que una dama departiese con el sexo opuesto a solas, y menos en un sitio tan oscuro, pero la joven estaba segura que a nadie se le ocurriría ir en ese momento allí, pues la noche estaba avanzando y las copas comenzarían a hacer su efecto en la cabeza de los asistentes.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 13/04/2013
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Re: El aroma de los jazmines || Privado
"La música en mi vida, hacía las veces de luz para alguien que permanece preso.
Por eso la necesitaba."
Por eso la necesitaba."
A veces, sólo es necesario contemplar a los viejos para entenderme un poco, para saber que me quejo a mi modo por haberme dejado moldear de terceros, de los cuales ya ni importa ni su nombre, ni su contenido. Por momentos sólo pretendo estar lejos, encerrarme durante días sin abrir las cortinas para permitir el paso del sol, mientras me sumerjo en lo profundo de mí mismo y encuentro la brecha que me empujó a mi personal abismo, a mis delirios, a mis adicciones.
En el salón principal, el sonido de las risas, el chocar de las copas, los murmullos de muchos que encuentran su felicidad entre el dinero y lo superfluo, representado apenas en acciones y francos, resuena con fuerza y hace vibrar los vidrios. Y era eso mismo de lo que buscaba alejarme, entre silencios y distracciones que me permitieran escabullirme como siempre, hasta que encontraba algo de paz, justo antes de poder retirarme a una hora adecuada y descansar hasta el próximo evento. Por lo general no me encontraba a nadie, o hacía caso omiso a cualquiera que me cruzara en el camino, limitándome a asentir en forma de saludo mientras avanzaba. No obstante, la persona a quien había prácticamente seguido esta vez, me resultaba diferente, porque ella, al menos, disfrutaba de una pasión a la que quise dedicarme en lugar de las leyes.
—Supongo que el sonido de adentro no le permitió sentir mi llegada. Así que puedo hacer mea culpa con la flor arrancada— respondí con una sonrisa a medias, ocupando mis labios en palabras, en vez de la copa que aún llevaba en la mano y cuyo olor me llamaba a ceder, mintiéndome como siempre al decir que era sólo un trago y nada más.
No obstante, iniciar una conversación que me alejara de aquél mundo, aún en medio de él, me resultaba tan grata como sorprendente, del mismo modo que lo fue el jazmín que me entregó, como si intentara comprender mis secretos a través de un gesto del que no tenía explicación alguna —Vaya, gracias...— alcancé a musitar, antes de quedarme callado al verla acortar la distancia que yo mismo había creado segundos atrás. Me sentí anonadado, curioso y no sólo por el hecho de encontrar una mujer que regala flores, sino por lo que pareció hacer al acercarse, como si de un perfumista profesional se tratase. Por suerte, su presentación salvó mis palabras y en vez de besarle la mano como comúnmente se hace en nuestra clase social, me limité a realizar también una pequeña reverencia, que no le invadiera el espacio ni le diera pie a pensar de mí algo que yo no era. Si bien tenía mis conflictos, uno de ellos no era la descortesía —Patrick Verlaine. Es un gusto conocer a alguien de quien ya había antes escuchado, aunque no me imaginé que fuera usted tan joven, a decir verdad— y claro que su nombre me resultaba familiar.
Cuando llegué a París, pude distraerme con la música, pese a no dedicarme a ella. Y fue entonces cuando muchos nombres clave dentro del contexto francés hicieron aparición en mi vida y comencé a asistir a la famosa ópera francesa, en donde podía permanecer durante horas sin pensar siquiera en aburrirme. El nombre de Geneviève Lemoine-Valoise, había llegado a mí en una invitación que me hacía una de mis clientes, una señora que estaba en pleno proceso de divorcio pese a saber la ruptura social que aquello implicaba. Yo era quien llevaba el molesto caso y de vez en cuando, tenía la leve impresión que cada invitación o pago extra de la mujer, pretendía obtener algo más de mí. No obstante, el día que iba a asistir a la ópera por un mero acto de cortesía, me vi obligado a retornar a Beaujolais por el fallecimiento de mi abuelo paterno. Al regresar, me limité a finiquitar el caso de la señora y a verme esquivo, inventando casos que atender en cada ocasión que pretendía que fuera a verla. En el fondo la entendía, pero eso no implicaba en absoluto que cediera.
Lamentablemente no podía hacer lo mismo conmigo. Por lo mismo, acerqué la copa a mis labios y bebí apenas un trago.
En el salón principal, el sonido de las risas, el chocar de las copas, los murmullos de muchos que encuentran su felicidad entre el dinero y lo superfluo, representado apenas en acciones y francos, resuena con fuerza y hace vibrar los vidrios. Y era eso mismo de lo que buscaba alejarme, entre silencios y distracciones que me permitieran escabullirme como siempre, hasta que encontraba algo de paz, justo antes de poder retirarme a una hora adecuada y descansar hasta el próximo evento. Por lo general no me encontraba a nadie, o hacía caso omiso a cualquiera que me cruzara en el camino, limitándome a asentir en forma de saludo mientras avanzaba. No obstante, la persona a quien había prácticamente seguido esta vez, me resultaba diferente, porque ella, al menos, disfrutaba de una pasión a la que quise dedicarme en lugar de las leyes.
—Supongo que el sonido de adentro no le permitió sentir mi llegada. Así que puedo hacer mea culpa con la flor arrancada— respondí con una sonrisa a medias, ocupando mis labios en palabras, en vez de la copa que aún llevaba en la mano y cuyo olor me llamaba a ceder, mintiéndome como siempre al decir que era sólo un trago y nada más.
No obstante, iniciar una conversación que me alejara de aquél mundo, aún en medio de él, me resultaba tan grata como sorprendente, del mismo modo que lo fue el jazmín que me entregó, como si intentara comprender mis secretos a través de un gesto del que no tenía explicación alguna —Vaya, gracias...— alcancé a musitar, antes de quedarme callado al verla acortar la distancia que yo mismo había creado segundos atrás. Me sentí anonadado, curioso y no sólo por el hecho de encontrar una mujer que regala flores, sino por lo que pareció hacer al acercarse, como si de un perfumista profesional se tratase. Por suerte, su presentación salvó mis palabras y en vez de besarle la mano como comúnmente se hace en nuestra clase social, me limité a realizar también una pequeña reverencia, que no le invadiera el espacio ni le diera pie a pensar de mí algo que yo no era. Si bien tenía mis conflictos, uno de ellos no era la descortesía —Patrick Verlaine. Es un gusto conocer a alguien de quien ya había antes escuchado, aunque no me imaginé que fuera usted tan joven, a decir verdad— y claro que su nombre me resultaba familiar.
Cuando llegué a París, pude distraerme con la música, pese a no dedicarme a ella. Y fue entonces cuando muchos nombres clave dentro del contexto francés hicieron aparición en mi vida y comencé a asistir a la famosa ópera francesa, en donde podía permanecer durante horas sin pensar siquiera en aburrirme. El nombre de Geneviève Lemoine-Valoise, había llegado a mí en una invitación que me hacía una de mis clientes, una señora que estaba en pleno proceso de divorcio pese a saber la ruptura social que aquello implicaba. Yo era quien llevaba el molesto caso y de vez en cuando, tenía la leve impresión que cada invitación o pago extra de la mujer, pretendía obtener algo más de mí. No obstante, el día que iba a asistir a la ópera por un mero acto de cortesía, me vi obligado a retornar a Beaujolais por el fallecimiento de mi abuelo paterno. Al regresar, me limité a finiquitar el caso de la señora y a verme esquivo, inventando casos que atender en cada ocasión que pretendía que fuera a verla. En el fondo la entendía, pero eso no implicaba en absoluto que cediera.
Lamentablemente no podía hacer lo mismo conmigo. Por lo mismo, acerqué la copa a mis labios y bebí apenas un trago.
Patrick Verlaine- Cambiante Clase Alta
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Fecha de inscripción : 27/03/2014
Re: El aroma de los jazmines || Privado
Patrick Verlaine. El nombre le resultó extremadamente familiar. Recordó a una mujer de la alta sociedad que asistía a sus conciertos y que lo había nombrado. Él era el abogado que llevaba adelante la engorrosa causa de su divorcio, algo nada fácil teniendo en cuenta los pruritos sociales. A la dama la salvaba venir de una familia de buen apellido, pero el repudio público era casi total. Cada vez que se hacía presente en una reunión, se murmuraba a sus espaldas y se la miraba de soslayo, como si se tratase de una hereje. Y en parte lo era. Pero a Geneviève la tenían sin cuidado aquellas nimiedades de la vida privada de las personas, y si bien se había mostrado exagerada en sus elogios hacia la cantante, parecía una buena mujer, que sufría por la humillación que había significado que encontraran a su marido en la cama con una muchacha muchísimo más joven. La historia había sido la comidilla de la temporada anterior, pero la alta sociedad encontraba fácilmente nuevas historias, y si bien seguía recibiendo cierta hostilidad, ya había nuevos blancos para el cardumen de pirañas adineradas.
—Un placer, Monsieur Verlaine. Yo también he tenido la fortuna de escuchar sobre su merced con anterioridad —le sonrió con una amabilidad casi desconocida en la ella, que se caracterizaba por ser seria y bastante reservada, de pocas y estudiadas palabras. Jamás se la vería departir con cualquiera, asistía a los eventos por obligación, y para nadie era un secreto lo incómoda que se sentía entre tantas personas, a pesar de que lo disimulaba con el estoicismo que su posición social demandaba. Los empleados tenían la capacidad de escuchar detrás de las paredes y de comentar entre ellos lo que ocurría en la casa de sus patrones, y así hacer llegar a los oídos de todos, las intimidades de tal o cual familia; por ende, el rumor de las eternas discusiones entre Geneviève y su madre por una invitación, le daba de comer a los chismosos durante varios días.
En el caballero, había algo de atormentado que a la cantante le provocó una inmediata melancolía. En su mirada podía verse que ocultaba miles de secretos o alguno demasiado poderoso, que lo controlaba. Notó cierta culpa cuando Verlaine llevó la copa a sus labios, y por cortesía, decidió no sacar conclusiones. Al fin de cuentas, ella no era nadie para decir lo que estaba bien o lo que estaba mal, pero sí se percató la lucha que se libraba entre él y la bebida que ingresaba a su organismo. Le agradó que aceptase la flor con tanta sorpresa; pero claro, lo común hubiese sido un acto contrario, que fuese él quien tuviese la iniciativa de regalarle ese pequeño gesto, sin embargo, la propia Geneviève se había dejado llevar por sus propios impulsos. Los aromas eran algo superior, que la transportaba a sitios desconocidos de su propia personalidad; la llevaban por rincones de los que no era consciente y se descubría a sí misma en facetas que le gustaban más que la cantante que debía brillar para todos y que se apagaba una vez que la soledad regresaba. Quizá era por eso que prefería viajar de un lado a otro, que no le gustaba estar estática en un mismo sitio. Jamás se sentía parte en ningún lado, siempre estaba fuera de lugar y la búsqueda de sí misma era algo sin fin.
— ¿Le gustaría que tomemos asiento? Dios lo ha enviado por algo, y creo saber por qué —le señaló un banco bajo una farola atacada por insectos. Su luz intermitente amenazaba con dejar todo en la oscuridad muy pronto. —No tome a mal mi comentario, por favor. Sólo me gustaría intercambiar unas palabras con usted, más de tipo profesional que íntimo. Sé que nuestra interacción es casi nula, y no tome mi regalo como un…incentivo —bromeó. —Pero creo que, debido a que ambos no estamos con el espíritu en condiciones de regresar al salón, sería provechoso que nos entretuviésemos mutuamente en una conversación de la que saldremos beneficiados —se dio cuenta lo misteriosa y complicada que sonaba, pero le habían enseñado que el protocolo lo era todo. Estaba segura que Patrick Verlaine era el indicado para lo que su mente había elaborado, y si bien por un instante pensó en pedirle una estrategia legal que impidiese su inminente y cercano matrimonio, sabía que en su actual situación, había otras prioridades. Conocía, por palabras de la clienta del letrado, que era un hombre excelso en su profesión y con un sentido de la justicia y humanidad que encajaban perfectamente con lo que Geneviève tenía en mente.
—Un placer, Monsieur Verlaine. Yo también he tenido la fortuna de escuchar sobre su merced con anterioridad —le sonrió con una amabilidad casi desconocida en la ella, que se caracterizaba por ser seria y bastante reservada, de pocas y estudiadas palabras. Jamás se la vería departir con cualquiera, asistía a los eventos por obligación, y para nadie era un secreto lo incómoda que se sentía entre tantas personas, a pesar de que lo disimulaba con el estoicismo que su posición social demandaba. Los empleados tenían la capacidad de escuchar detrás de las paredes y de comentar entre ellos lo que ocurría en la casa de sus patrones, y así hacer llegar a los oídos de todos, las intimidades de tal o cual familia; por ende, el rumor de las eternas discusiones entre Geneviève y su madre por una invitación, le daba de comer a los chismosos durante varios días.
En el caballero, había algo de atormentado que a la cantante le provocó una inmediata melancolía. En su mirada podía verse que ocultaba miles de secretos o alguno demasiado poderoso, que lo controlaba. Notó cierta culpa cuando Verlaine llevó la copa a sus labios, y por cortesía, decidió no sacar conclusiones. Al fin de cuentas, ella no era nadie para decir lo que estaba bien o lo que estaba mal, pero sí se percató la lucha que se libraba entre él y la bebida que ingresaba a su organismo. Le agradó que aceptase la flor con tanta sorpresa; pero claro, lo común hubiese sido un acto contrario, que fuese él quien tuviese la iniciativa de regalarle ese pequeño gesto, sin embargo, la propia Geneviève se había dejado llevar por sus propios impulsos. Los aromas eran algo superior, que la transportaba a sitios desconocidos de su propia personalidad; la llevaban por rincones de los que no era consciente y se descubría a sí misma en facetas que le gustaban más que la cantante que debía brillar para todos y que se apagaba una vez que la soledad regresaba. Quizá era por eso que prefería viajar de un lado a otro, que no le gustaba estar estática en un mismo sitio. Jamás se sentía parte en ningún lado, siempre estaba fuera de lugar y la búsqueda de sí misma era algo sin fin.
— ¿Le gustaría que tomemos asiento? Dios lo ha enviado por algo, y creo saber por qué —le señaló un banco bajo una farola atacada por insectos. Su luz intermitente amenazaba con dejar todo en la oscuridad muy pronto. —No tome a mal mi comentario, por favor. Sólo me gustaría intercambiar unas palabras con usted, más de tipo profesional que íntimo. Sé que nuestra interacción es casi nula, y no tome mi regalo como un…incentivo —bromeó. —Pero creo que, debido a que ambos no estamos con el espíritu en condiciones de regresar al salón, sería provechoso que nos entretuviésemos mutuamente en una conversación de la que saldremos beneficiados —se dio cuenta lo misteriosa y complicada que sonaba, pero le habían enseñado que el protocolo lo era todo. Estaba segura que Patrick Verlaine era el indicado para lo que su mente había elaborado, y si bien por un instante pensó en pedirle una estrategia legal que impidiese su inminente y cercano matrimonio, sabía que en su actual situación, había otras prioridades. Conocía, por palabras de la clienta del letrado, que era un hombre excelso en su profesión y con un sentido de la justicia y humanidad que encajaban perfectamente con lo que Geneviève tenía en mente.
Geneviève Lemoine-Valoise- Humano Clase Alta
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Fecha de inscripción : 13/04/2013
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Re: El aroma de los jazmines || Privado
Los tragos se ahogan con las palabras.
Por eso siempre bebía solo.
Por eso siempre bebía solo.
— ¿Ah sí? — pregunté con curiosidad. Si bien yo tenía bastantes clientes en París, también era cierto que yo no era el único abogado conocido y con buen salario en aquella ciudad de frío ánimo ¿Cómo entonces o de dónde podría conocerme? Quizás supiera de mis casos ganados, o tal vez, de algunos de los pocos que perdí una vez estuve recién llegado a París. Ambos me precedían y resonaban en cada caso. Por suerte, mis clientes no sabían de mis actividades nocturnas, vicios o secretos, o al menos no que yo supiera.
Sin embargo, al alejarme de la multitud también buscaba alejarme de mis ideas comunes, del hecho de llamar a muchos clientes y a otros contactos, de intentar convencerme que aquella esfera era mi lugar y que no tenía nada de malo beber algunas copas. Quería dejar ir mi mente y olvidarme de regresar por más bebida una vez terminada mi copa. Y ahí, creí que ella podía ser una buena opción de escape, sobre todo porque no llevaba licor en sus manos y en el fondo, esperaba que no sintiera deseos de pedir una copa mientras nos encontrábamos allí. Realmente, no quería poner a prueba mi dominio propio durante esa noche, ni muchos menos causar bochorno en una refinada señorita como aquella.
—No sé si Dios planea algo conmigo, pero eso es lo de menos— respondí sin dar mayor explicación. Mi teoría sobre Dios seguramente difería de la suya. Para mí, era un ser lejano o que hacía oídos sordos a cualquiera de mis peticiones. No es que él no existiera para mí, sino que más bien, yo no existía para él. Esperaba que no fuera de esos que pretenden que uno se convierta a la religión en una noche, ni de los que insisten y refutan como si fueran los dueños de la verdad absoluta. Me gustaban los debates, pero no cuando se trataba del ser supremo que gobernaba a una institución que quería matarme. No obstante, lo que dijo a continuación logró que me riera. Ella, al igual que yo, quería evitar confusiones. —No, para nada. Adelante por favor, realmente no quiero estar en medio de la algarabía de adentro y su compañía me resulta grata. — con la mano, di pie para que ella avanzara primero y se pusiera cómoda. En el fondo, agradecía que se prestara para distraerme, para pensar en cualquier cosa diferente a las de siempre y para escabullirme del tumulto del que también huía ella.
Cuando hubimos tomado asiento, un par de jovencitas pasó a unos cuantos metros de nosotros y soltaron una risita. Sin disimulo, giré el rostro para observar con desaprobación la picardía que llevaban en los ojos y en los gestos mientras cuchicheaban. Pero era de esperarse, en esas reuniones más que compañeros, se buscan chismes.
—Pero dígame…— continué volviendo a ella la mirada, intentando que ahora ella no prestara atención a las evidentes malas intenciones de las muchachas — ¿Cuál es el propósito que cree que tiene mi aparición en este lugar? Parece usted estar segura de los motivos— pregunté manteniendo una distancia prudente, más por ella que por mí. La copa seguía en mis manos, mi deseo de beberla también e incluso pensé en tirarla, más fingiendo un accidente que a propósito, de nuevo por cuestiones de cortesía. —Y a propósito ¿Realmente prefiere estar afuera? Adentro han de anhelar su presencia, los elogios pendientes deben de ser muchos—.
Sin embargo, al alejarme de la multitud también buscaba alejarme de mis ideas comunes, del hecho de llamar a muchos clientes y a otros contactos, de intentar convencerme que aquella esfera era mi lugar y que no tenía nada de malo beber algunas copas. Quería dejar ir mi mente y olvidarme de regresar por más bebida una vez terminada mi copa. Y ahí, creí que ella podía ser una buena opción de escape, sobre todo porque no llevaba licor en sus manos y en el fondo, esperaba que no sintiera deseos de pedir una copa mientras nos encontrábamos allí. Realmente, no quería poner a prueba mi dominio propio durante esa noche, ni muchos menos causar bochorno en una refinada señorita como aquella.
—No sé si Dios planea algo conmigo, pero eso es lo de menos— respondí sin dar mayor explicación. Mi teoría sobre Dios seguramente difería de la suya. Para mí, era un ser lejano o que hacía oídos sordos a cualquiera de mis peticiones. No es que él no existiera para mí, sino que más bien, yo no existía para él. Esperaba que no fuera de esos que pretenden que uno se convierta a la religión en una noche, ni de los que insisten y refutan como si fueran los dueños de la verdad absoluta. Me gustaban los debates, pero no cuando se trataba del ser supremo que gobernaba a una institución que quería matarme. No obstante, lo que dijo a continuación logró que me riera. Ella, al igual que yo, quería evitar confusiones. —No, para nada. Adelante por favor, realmente no quiero estar en medio de la algarabía de adentro y su compañía me resulta grata. — con la mano, di pie para que ella avanzara primero y se pusiera cómoda. En el fondo, agradecía que se prestara para distraerme, para pensar en cualquier cosa diferente a las de siempre y para escabullirme del tumulto del que también huía ella.
Cuando hubimos tomado asiento, un par de jovencitas pasó a unos cuantos metros de nosotros y soltaron una risita. Sin disimulo, giré el rostro para observar con desaprobación la picardía que llevaban en los ojos y en los gestos mientras cuchicheaban. Pero era de esperarse, en esas reuniones más que compañeros, se buscan chismes.
—Pero dígame…— continué volviendo a ella la mirada, intentando que ahora ella no prestara atención a las evidentes malas intenciones de las muchachas — ¿Cuál es el propósito que cree que tiene mi aparición en este lugar? Parece usted estar segura de los motivos— pregunté manteniendo una distancia prudente, más por ella que por mí. La copa seguía en mis manos, mi deseo de beberla también e incluso pensé en tirarla, más fingiendo un accidente que a propósito, de nuevo por cuestiones de cortesía. —Y a propósito ¿Realmente prefiere estar afuera? Adentro han de anhelar su presencia, los elogios pendientes deben de ser muchos—.
Patrick Verlaine- Cambiante Clase Alta
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