AÑO 1842
Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.
Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.
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Quaerens quem devoret | Privado
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Quaerens quem devoret | Privado
Buscando a quien devorar
La noche trajo consigo el relente que refrescó. La velada, avanzada como estaba, comenzaba a perder fuerza, a deslizarse lentamente, como en un vals, hacía su propio término. Baldric había asistido porque ese era su papel como Conde de una nación extranjera residiendo en París, la capital francesa. En su mano, una copa con vino. Una bebida que era poco para los apetitos del vampiro, por ser precisamente eso. Pero se adaptaba. Esa era una de sus grandes fortalezas, siempre conseguía ajustarse a la situación y vaya que había pasado por un par que eran bastante iconoclastas. Al otro lado del salón, vio un rostro conocido. De La Rive era una figura con la que sentía incómodo, por su papel en el clero y considerando lo que él alguna vez fue (y era). Se habían topado antes, encuentros sin significado pero que a la larga había construido algo de más peso. Avanzó entre las parejas que danzaban y los meseros que ofrecían bebidas y canapés. A su paso dejó la copa a medio beber sobre la charola de un mozo que iba pasando.
—Cardenal de La Rive —saludó, con una leve inclinación de cabeza, y entonces se dio cuenta que no estaba solo—. Monsieur Fragonard —se dirigió al segundo; más joven que el clérigo, mucho más viejo que la edad que él aparentaba. No sabía a ciencia cierta qué hacía, nunca se había preocupado por investigar, pero siempre lo veía en ese tipo de eventos, por lo que intuyó que de alguna importancia debía ser para aquellos que sostenían el poder en la nación gala.
Se dio cuenta que llegó a mitad de una charla y no dijo más, los dejó continuar. Fragonard decía con esa ciega e idiota pasión de los más devotos que Francia estaba condenada por sus pecados. Para Baldric fue penosamente doloroso escucharlo, aunque enternecedor también, el hombre evidentemente creía con fervor de lo que hablaba. Con la mirada oteó el salón, para localizar algún otro mesero y que le llevara algo de tomar. Le daba igual si lo conseguía, sólo le servía de cabeza de turco momentánea para no prestar más atención a las palabras del sujeto simplón aquel.
Pero todos los meseros estaban ocupados y, debido al avance de la fiesta, era probable que no se pasearan más entre los invitados ofreciendo bebidas y alimentos a menos que se lo pidieras expresamente. Derrotado, regresó su atención a los hombres y buscó la mirada del eclesiástico, quería conocer su opinión al respecto y eso empezaba por verle el semblante ante tal discurso de devoción religiosa. En el proceso, captó de nuevo las palabras magras de Fragonard y no aguantó más la vergüenza ajena, quiso contestar. Abrió la boca, movió un brazo, pero no pudo.
Fragonard se disculpó, alegando que tenía que irse. Fue apresurado y Baldric lo siguió con la mirada. Fue hasta una pareja joven que bailaba. Gritó algo, la mujer también y el otro caballero se interpuso entre ambos. Vaya escena. Quien la viera diría que se trataba de la hija del adinerado hombre, pero en realidad era su esposa. Una sonrisa cínica se dibujó en el rostro del vampiro y apartó la vista, regresó su atención a de La Rive.
—Supongo que así le paga su Dios tanto fervor que le tiene —soltó, no pudo evitar la sorna y la sonrisa se esfumó tan rápido como vino—. Lamento haberlos interrumpido, aunque usted no parecía especialmente entusiasmado con su perorata, si me permite decirlo —apuntó con atildada educación—. Raro, considerando su posición, uno supondría que recibiría con mejores ánimos a tan piadoso cristiano —volvió a echar un vistazo a Fragonard y su esposa; ya la sacaba del brazo del palacio mientras el otro caballero se quedaba de una pieza, sin hacer nada. Suspiró, pensaría que ese joven tendría que luchar por su amor, pero creyó que tal vez el viejo tendría demasiado poder como para competirle.
Al fin un mesero pasó a su lado y le robó una de las pocas copas que aún llevaba consigo. La levantó en dirección al cardenal en amago de brindis y dio un trago breve, aguardando por las reacciones de tan peculiar compañía de la que se había hecho esa noche.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Cinco copas de vino llevaba encima. Y lo peor de todo es que no lo había hecho a propósito… Es decir, podría haber injerido aquella indecente cantidad de licor con tal de evadirse del lugar, para huir de aquella tediosa velada o algo semejante, pero no. Ni siquiera se había percatado de ello, simplemente los sirvientes pululaban a su alrededor con las bandejas, y sobre ellas las copas estratégicamente dispuestas. Era una tentación para él -a pesar de su condición de clérigo pocas veces intentaba resistirse a las tentaciones que el Señor procuraba en su camino-. Por suerte para el eclesiástico y el resto de los comensales que se encontraban en el lugar, jamás se emborrachaba. Algo paradójico si tenemos en cuenta que el Arzobispo era un completo borracho -extraño es verle sin una copa de vino en la mano-. Lo único, tal vez, que se apreciaba cuando el alcohol en su sangre superaba lo recomendado era que su lengua se tornaba más viperina y su confianza se acrecentaba incluso con desconocidos, también las maldiciones hacia Dios y la Iglesia se volvían su conversación favorita.
Al menos, se decía a sí mismo, el convite había dado como resultado una maravillosa transacción, en la cual llevaba trabajando durante meses. Monseñor Fragonard era la típica persona de quien el Cardenal se aprovecha. Esos vehementes creyentes, crédulos ante cualquier representación de la Iglesia, temerosos de la cercanía del Apocalipsis y su posterior caída al Inframundo. Por esa razón paliaban sus pecados ofreciendo unas generosas donaciones. Se pensarían que, de esa manera, tendrían su sitio reservado en el Reino de los Cielos.
Alphonse se había visto envuelto en un coloquio por parte de Fragonard. Éste hablaba sin tregua, queriendo impresionar al representante de Dios en la Tierra -o al menos eso dice la Santa Sede-. Sus palabras parecían un ensayado discurso, esperando que el Cardenal le felicitara por sus pensamientos, por las ideas que tenía de aquella condenada Francia. Mas de La Rive ignoró por completo cada una de sus teorías acerca de los pecados que habitaban en los rincones de la antigua Galia. De hecho, para él, el que Francia estuviera condenada no era más que un regalo venido desde el mismísimo cielo. Cuanto más caos hubiera, más miedo y rendición, más se valdría él para alcanzar cada uno de sus lóbregos deseos.
Entonces, en medio de esa soporífera charla, apareció alguien conocido para el Cardenal: monseñor Purcell, un conde del Sacro Imperio Romano Germánico -siendo sinceros, el tener contactos entre la nobleza y la realeza era un buen as en la manga que le podría sacar de ciertos apuros o que le podría ayudar a alcanzar las metas de sus objetivos, no obstante su foco de interés se centraba más entre las altas esferas francesas, por razones obvias-.
De La Rive había lanzado una mirada de complicidad hacia el conde, a sabiendas de que probablemente los dos compartían la vergüenza ajena ante tal bochorno. Cuando Fragonard se disculpó ante ambos, el Cardenal le hizo una pequeña reverencia para hacer una mueca de repulsión en cuanto se aseguró que ya estaba fuera de su campo de visión. Lo que vino a continuación -otra escena nada apropiada- le provocó una risa interna, la cual le costó reprimir.
-¿Su Dios? -murmuró Alphonse dirigiendo la mirada hacia su interlocutor-. Nuestro Dios, conde. Recuerde que todos le servimos a Él y que no existen otras representaciones divinas superiores a su imagen -dijo todo aquello con cierta sorna. No le importaba fingir fervor religioso cuando era necesario, desde luego. Pero si teníamos en cuenta el alcohol que había bebido, lo que le provocaba ser todavía más crítico y sincero, entremezclado con el placer que le producía el echar pestes de su propio gremio… En fin, que incluso se podría sentir algo de empatía hacia su persona y llegar a comprenderle-. Oh, no se preocupe. En verdad agradezco su interrupción. Creía que iba a terminar diciendo algo de lo que, seguramente, me arrepentiría minutos después; y hoy no estoy muy por la labor de confesarme por un simple remordimiento -luego rió, esta vez en público, ante las palabras que el conde acababa de pronunciar-. No es necesario pedir permiso, sobre todo cuando ha acertado en su hipótesis -dio un trago a su copa, volviendo a posar sus azules ojos sobre Fragonard. No sabía qué opinar sobre lo que acababa de presenciar, ya que para él los líos de faldas le eran algo lejano y desconocido; una suerte o una desgracia según para quién-. Quizá a causa de mi posición soy el más cínico de todos los aquí presentes, ¿no cree? Si yo fuera un buen religioso, algo que no aseguro, pensaría que el señor Fragonard es el tipo de cristiano más despreciable, ésos que creen poder comprar el perdón de nuestro Señor -y al decir eso señaló hacia el techo- . En cambio yo acepto todo el dinero que nos ofrece en su vana búsqueda de paz… Después de todo es muy satisfactorio tener… los bolsillos llenos a base de las riquezas de idiotas que no son capaces de pensar por sí mismos -cuando el camarero pasó cerca de ellos, dejó su sexta copa ya vacía sobre la bandeja, para coger la séptima sin ningún tipo de demora-. Perdón… quise decir las arcas de la Iglesia, no los bolsillos. La gente de por aquí tiende a malinterpretar mis palabras -murmuró por último, dándose cuenta él mismo de que su sinceridad hacía flote con cada nueva copa. E hizo lo mismo que su acompañante, alzar la susodicha en un supuesto brindis, dando finalmente un más que generoso trago.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Por un segundo o dos, Baldric se quedó meditabundo, aun pensando en la desgracia melodramática de Fragonard. Dio un vistazo más al punto por el que había desaparecido con su esposa, el tercer partícipe de esa puesta en escena ya no estaba tampoco. Pero eso estaba en el pretérito, muy a pesar que para alguien como él, el tiempo fuera un concepto tan diferente. Regresó la vista de ojos morenos al cardenal y en su hálito se podía adivinar su estado. Pero parecía coherente aún dentro de lo que cabía. Era extraño que él, precisamente él, hubiera acudido al clérigo como salida de escape a su tedio. Su relación con la iglesia, y las religiones establecidas de occidente en general, era por demás extraña y es que no podía ser de otro modo. No podía estar en paz con ellas, pero tampoco debía alejarse demasiado, después de todo, sacrificó todo para llegar a ese punto.
Claro que los resultados no le complacían en absoluto. No podía hacer mucho para remediarlo y debía aprender a vivir con ello.
—Claro —respondió al fin. Su Dios, qué singular concepto. Había imaginado, en sus noches más oscuras, miles de otros escenarios a lo que había sucedido, pero su maestro —el primero— fue muy claro en sus intenciones y él obró a ciegas, confiado. Y no echaba la culpa a nadie del devenir de los hechos, no se sentía traicionado, simplemente, en su fe ingenua, se arrojó con todo al precipicio.
Escuchó con atención cada palabra que de La Rive pronunció. Cuando se dio cuenta, sintió el ceño propio ligeramente fruncido en un gesto más de intriga que de enojo. En primera instancia atribuyó todo al vino. Pero había algo también en el alcohol que desnudaba el alma de las personas. Se tomó un momento para acomodar sus ideas. Para saber qué tanto de lo que escuchó le calzaba y qué tanto le molestaba. También, para develar ante sí mismo qué era exactamente lo que le incomodaba tanto.
—Cuidado, cardenal —advirtió—, podrían escucharlo y tomarse a mal sus comentarios —decidió, por ahora, tomárselo a juego. Los disparates de un hombre entrado en años que ha bebido más de la cuenta, tal vez. No era tan cercano a de La Rive como para conocerlo en ese estado, sólo hablaba al tanteo.
—Creo que no voy a venir a enseñarle absolutamente nada, ¿verdad? Pero ¿debo recordarle el pasaje bíblico de la Expulsión de los Mercaderes del Templo? Está en todos los evangelios, y me pregunto hasta qué punto se puede llegar para llenar las arcas de la iglesia… o los bolsillos propios —habló con calma, no estaba atacando, pero se le escuchaba con la guardia en alto. ¡Por favor! Él había estado ahí, si su maestro —el primero— en verdad fue el hijo de Dios, seguía sin tener una certeza, pero sus enseñanzas, la mayoría, seguían teniendo valor aún tantos siglos después. Esos que iban bajo el nombre de Dios, a veces, demasiado seguido para el gusto del conde, parecían ser los primeros en ignorarlas.
Bebió de su copa y guardo silencio, mirando fijamente a su interlocutor. Pensaba en la ironía, ¿qué haría si supiera con quién estaba hablando en realidad? Por desgracia no podría reafirmar la fe de nadie, porque él mismo la había perdido, pero como curiosidad histórica, suposo que tendría algún valor.
—Usted y yo sabemos que las puertas del Cielo, si es que existe —tuvo que decirlo así para no sentir la boca sucia—, no se abren con oro, ¿cierto? ¿O usted qué piensa? ¿Personas como nuestro amigo Fragonard tienen un lugar asegurado en esa tierra de leche y miel? Bienaventurados sean los hombres de buena voluntad —Baldric conocía los textos que se desprendieron de las doctrinas de su maestro —el primero— y sus compañeros apóstoles, por su propio bien. Pero no estaba seguro en qué creer y qué no y se encontraba en una posición complicada y penosa. Tampoco creía que de La Rive era el indicado para disipar sus dudas.
Claro que los resultados no le complacían en absoluto. No podía hacer mucho para remediarlo y debía aprender a vivir con ello.
—Claro —respondió al fin. Su Dios, qué singular concepto. Había imaginado, en sus noches más oscuras, miles de otros escenarios a lo que había sucedido, pero su maestro —el primero— fue muy claro en sus intenciones y él obró a ciegas, confiado. Y no echaba la culpa a nadie del devenir de los hechos, no se sentía traicionado, simplemente, en su fe ingenua, se arrojó con todo al precipicio.
Escuchó con atención cada palabra que de La Rive pronunció. Cuando se dio cuenta, sintió el ceño propio ligeramente fruncido en un gesto más de intriga que de enojo. En primera instancia atribuyó todo al vino. Pero había algo también en el alcohol que desnudaba el alma de las personas. Se tomó un momento para acomodar sus ideas. Para saber qué tanto de lo que escuchó le calzaba y qué tanto le molestaba. También, para develar ante sí mismo qué era exactamente lo que le incomodaba tanto.
—Cuidado, cardenal —advirtió—, podrían escucharlo y tomarse a mal sus comentarios —decidió, por ahora, tomárselo a juego. Los disparates de un hombre entrado en años que ha bebido más de la cuenta, tal vez. No era tan cercano a de La Rive como para conocerlo en ese estado, sólo hablaba al tanteo.
—Creo que no voy a venir a enseñarle absolutamente nada, ¿verdad? Pero ¿debo recordarle el pasaje bíblico de la Expulsión de los Mercaderes del Templo? Está en todos los evangelios, y me pregunto hasta qué punto se puede llegar para llenar las arcas de la iglesia… o los bolsillos propios —habló con calma, no estaba atacando, pero se le escuchaba con la guardia en alto. ¡Por favor! Él había estado ahí, si su maestro —el primero— en verdad fue el hijo de Dios, seguía sin tener una certeza, pero sus enseñanzas, la mayoría, seguían teniendo valor aún tantos siglos después. Esos que iban bajo el nombre de Dios, a veces, demasiado seguido para el gusto del conde, parecían ser los primeros en ignorarlas.
Bebió de su copa y guardo silencio, mirando fijamente a su interlocutor. Pensaba en la ironía, ¿qué haría si supiera con quién estaba hablando en realidad? Por desgracia no podría reafirmar la fe de nadie, porque él mismo la había perdido, pero como curiosidad histórica, suposo que tendría algún valor.
—Usted y yo sabemos que las puertas del Cielo, si es que existe —tuvo que decirlo así para no sentir la boca sucia—, no se abren con oro, ¿cierto? ¿O usted qué piensa? ¿Personas como nuestro amigo Fragonard tienen un lugar asegurado en esa tierra de leche y miel? Bienaventurados sean los hombres de buena voluntad —Baldric conocía los textos que se desprendieron de las doctrinas de su maestro —el primero— y sus compañeros apóstoles, por su propio bien. Pero no estaba seguro en qué creer y qué no y se encontraba en una posición complicada y penosa. Tampoco creía que de La Rive era el indicado para disipar sus dudas.
Última edición por Baldric Purcell el Lun Dic 08, 2014 1:38 pm, editado 2 veces
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Tras la marcha del anfitrión, su esposa, y el discordante en la historia, uno de los muchos aristócratas y burgueses que disfrutaban de la velada salió hacia el centro de la estancia, tomando de la mano a una muchacha y bailando al son de la música. En un abrir y cerrar de ojos se les unió muchísima más gente, danzando todos en un aparente sosiego, como si se evadieran de todo lo que concurría a su alrededor. El Cardenal les observaba evidentemente molesto, refugiándose en su querida copa de vino, dando un trago tras otro. Nunca había sido demasiado partícipe en lo que se refiere a reuniones sociales, tampoco en el lujo y la pomposidad que suele acompañar a éstas. Aunque no lo pareciera -su afán por la riqueza no conocía límites- su residencia en el Palais-Cardinal no era para nada exagerada, y las únicas ostentaciones que se permitía eran los buenos ropajes y su amada arte. ¿Qué hacía con el resto del capital? Salvaguardarlo. Tal vez, a causa de su precaria niñez, aún temía a la pobreza. Él, procedente de una familia aristócrata sin nada que llevarse a la boca, fue completamente ajeno a todo lo relacionado con la vanidad. Y así permanecía en la actualidad, siendo una nota discordante ante tanto colorido, ante tantas risas y aparente felicidad en aquel Palacio Real.
Por otro lado, escuchaba atento al Conde. Con unas pocas palabras había captado casi toda su atención, en apenas unos meros segundos. Y se lo agradecía, en verdad. Como Arzobispo tenía la obligación de acudir a aquellas recepciones reales, aunque lo que realmente deseara fuera perderse entre todo el papeleo que había sobre la mesa de su despacho -un hombre amante de su trabajo-. Sus ojos azules se desviaron del populacho danzando, para centrarse en el noble. Apreció como fruncía el ceño, y no pudo por menos sonreír. A diferencia del otro, el clérigo contestó a sus palabras sin apenas pensar o meditar en qué decir exactamente para no ofender, para no dejar entrever su verdadero yo. ¿El vino, quizás? Quién sabe, después de todo Alphonse permanecía alcoholizado la mayor parte del día, por lo que no era muy diferenciable si estaba borracho o no -una borrachera apenas apreciable, ya que el religioso tenía muy buena resistencia al alcohol. El hábito hace al monje, ¿no?-.
-No se preocupe, Conde -murmuró, sin perder la media sonrisa-. Medio París es conocedor de mis andanzas. La Iglesia, y sus miembros, pueden permitirse ciertas libertades que el resto del pueblo no. ¿Acaso los papas y cardenales no hemos gozado siempre de un poder que nos permite expresar lo que realmente queramos? -se le iba la lengua, en efecto. Pero nada de lo que acababa de decir estaba fuera de la realidad. ¿No había tenido Rodrigo Borgia, Alejandro VI, hijos siendo Papa en Roma, viviendo con más de una mujer como amante? ¿Fue condenado por ello? En el Infierno, a lo mejor, pero no aquí en la Tierra, donde por suerte o desgracia permanecemos todos hasta el fin de nuestros días-. Oh, venga... No me haga reír, monseñor. ¿Acaso no recuerda lo que era Jesucristo? Un judío, un simple judío que obedecía las leyes de la Toráh...-eso sí que era una terrible blasfemia. Combinado con algo de antisemitismo-. Además, cabe añadir que Él expulsó a los mercaderes. Nosotros, la Iglesia, no somos unos despreciables comerciantes. Somos sus vasallos, y por ello está perfectamente justificado el recaudar... fondos -y al decir eso asintió, acabando con otra copa más de vino.
Las palabras de su contrario, y las suyas propias, le antojaban graciosas, cómicas, a pesar de su evidente cinismo. La Iglesia se había transformado en una empresa más, encargada de estafar a todos los que acudían para refugiarse entre sus brazos -o al menos así lo veía Alphonse-. Habían hecho caso omiso a las profecías del Señor, a sus consejos y deseos. La creación de Dios no había sido nada más que un error, o una diversión por su parte.
De La Rive jugueteó con el poso que quedó en el interior la copa, moviendo ésta de un lado a otro y esperando que algún camarero no tardara en pasar de nuevo cerca de ambos -no quería perder aquel punto de gracia y tener que volver a la tediosa realidad-.
-¿De verdad importa lo que yo pienso, Conde? No soy más que un Siervo de Dios... -y al decir eso, de nuevo socarrón, se santiguó con un gesto exagerado. Por suerte ya apenas quedaba nada en la copa, ya que si así fuera hubiera cubierto al noble y a él mismo de vino-. Dejad a los niños, y no les impidáis que vengan a mí, porque de los que son como éstos es el Reino de los Cielos -como era lógico, el Cardenal también conocía bien las palabras de las Sagradas Escrituras; tiempo atrás tuvo que pasar tiempo estudiándolas. Tiempo que ahora ve como malgastado-. Monseñor, ¿conoce usted a alguien tan puro e inocente como un niño? ¿Tiene constancia de alguien bondadoso, piadoso, sin que ninguna pizca de maldad nuble su buena fe? Piénselo, ni siquiera los niños son unos santos... -a continuación, otra herejía más. Sin embargo, en esta ocasión fue algo más cuidadoso, por lo que se acercó algo más al Conde, susurrando de modo que él, y solo él, fuera capaz de escucharle-. Si es así, usted ha tenido mucha más suerte que yo en la vida. No, no creo que nuestro amigo Fragonard ni ningún otro acabe en esa tierra de leche y miel, como usted dice. Ni siquiera nosotros, Conde. ¿Sabe por qué? -y ahí venía, finalmente, el susurro-. El Cielo no existe, y todos nosotros estamos condenados desde que nacemos a arder en el Infierno. Desde el momento en el cuál lloramos por primera vez al ser arrancados de las entrañas de nuestras madres, ya se nos abren las puertas hacia el fuego, a sabiendas de que nuestras vidas estarán repletas de pecados.
¿Triste? Seguramente. Pero según lo vivido, de La Rive había llegado a esa desalentadora conclusión. Dios no existía, el Bien real no existía, pero sí el Mal y su consiguiente Lucifer.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Brevemente miró por sobre su hombro. Vio el cambio de talante en la velada. Como si nada hubiera importado. A veces, en verdad, se sentía disgustado de la naturaleza humana. Todo tomaba carices muy distintos para alguien como él, para alguien inmortal, claro estaba, pero sobre todo, para alguien que había jugado el papel que él había tomado en la historia. El traidor por antonomasia. Beso de Judas como sinónimo de la más alta falsía. Todo lo que refería a él era negativo, y así continuaba. Por eso mismo, era capaz de ver distintas las cosas. No juzgaba, qué cínico de su parte sería si lo hiciera; la mayoría del tiempo, tras observarlo todo, sólo llegaba a una serie de conclusiones, mismas que desde hace unos años a la fecha eran muy parecidas. Eran esas que después de la escenita montada por Fragonard, su mujer y el tercero, eran barridas por los pies de los bailarines del palacio en el mismo sitio donde había sucedido todo. Él no era cínico, no a ese grado, porque todos lo eran y qué destino tendrían si él se unía a esa tripulación del barco del descaro.
Su vista regresó al frente, a de La Rive y su resuello alcohólico. Escuchó con atención, pero a cada palabra que el otro avanzaba en ese camino de desvergüenza, Baldric se sentía más conmocionado, a falta de una mejor palabra. Porque no era enojo, ni tristeza, era sólo alteración. Pero resultaba peor, porque no sabía cómo reaccionar. Aunque una cosa tuvo clara, tal vez desde un principio debió darle más crédito al clérigo respecto a lo que podía o no trastocar en su propio fuero interno. Por otro lado, le pareció incluso cómico —aunque no lo reflejó en el rostro— que le hablara de ese pasado lejano como si el que hubiera estado ahí fuera de La Rive y no él.
—¿Y acaso eso lo hace correcto? ¿Que se haga sistemáticamente expía las culpas? —Al fin habló. Él también había sido judío en principio, como todo hombre en Galilea bajo el yugo romano. Después pasó a la fe de su maestro —el primero— y ahora no sabía en qué diablos creer. Sonó más bien parco. Preguntas sinceras pronunciadas con atildada educación y no más que eso; aunque le parecía increíble el argumento autocomplaciente—. Con todo respeto, monseñor, no creo que en lo que se ha convertido la iglesia sea muy distinto a la comercialización de aquel entonces —y dijo iglesia, con bajas, se notaba incluso en su tono de voz que así había sido. Se negó a darle el estatus de Iglesia, con alta, porque no la respetaba como institución.
Pero calló de nuevo, pues el otro continuó. Parecía que el vino estaba haciendo de las suyas. Sin darse cuenta, dejó los brazos lánguidos a los costados y abrió ligeramente el compás de las piernas. Como su la verborrea blasfema del cardenal fueran golpes físicos. De ese modo tenía mejor apoyo y estaba más libre para atacar. Aunque claro, un enfrentamiento no venía al caso, no un mano a mano, era obvio que el otro tenía todas las de perder. Respiró hondo antes de volver a hablar.
—Si existe el Infierno, existe el Cielo, uno no puede vivir sin el otro —pero esos eran conceptos filosóficos que quizá ni venían tan al caso—. Me sorprende, cardenal de La Rive escucharle decir todo esto —fue claro, aunque mintió un poco, a decir verdad no estaba sorprendido. Malacostumbrado en cambio. Se había topado demasiados hombres de clero como él como para si quiera estar un poco consternado—. ¿Entonces por qué sigue con esta charada? ¿Qué lo motiva? ¿El dinero nada más? Hemos usado el nombre de Dios en vano demasiadas veces. Veo que es un concepto hueco para usted, pero le da más miedo la vacuidad, la nada y el olvido, no teme a Dios, claro me queda, ni al Infierno, sólo eso... a la nada. ¿Creer en el Infierno pero no en el Cielo? ¿Por qué no creer en que simplemente no hay nada después? —Quizá ese era el punto en donde él estaba situado—. ¿Sabe por qué? Porque quiere creer que a pesar de todo, sus acciones tienen un sentido, un propósito y que al final todas repercutirán y eso… eso lo pone al nivel del resto, de aquellos cristianos piadosos que despilfarran el dinero en lugares como este y creen que por dar una moneda de oro a un vagabundo ya se han ganado un lugar en el Paraíso —conforme fue hablando, su voz se fue tornando más áspera. Más dura y amarga.
Todo ese tiempo lo miró de frente, pero de pronto giró ligeramente el rostro a un lado, mirando a las parejas que seguían bailando como si el suelo fuera lumbre y en la vida les fuera ello.
—Me interesa lo que piense y crea, cardenal de La Rive —su tono bajó de intensidad, ahora se escuchó más sosegado—. Pero me lo ha dejado claro. Toda mi vida he buscado el sentido de las religiones organizadas. Una de esas excentricidades que les permiten a hombres en mi posición. No quería creer que todos los caminos condujeran a lo mismo. Pero todos lo hacen. Me ha ayudado a esclarecerlo. A aclararme en ese sentido —lo miró de nuevo—. No hay sector de este mundo que no esté podrido, ya veo. No se preocupe, mi misión es no sermonear a la gente, a usted mucho menos. Créame, soy el menos indicado para hacerlo —al final sonó incluso tranquilo.
Su vista regresó al frente, a de La Rive y su resuello alcohólico. Escuchó con atención, pero a cada palabra que el otro avanzaba en ese camino de desvergüenza, Baldric se sentía más conmocionado, a falta de una mejor palabra. Porque no era enojo, ni tristeza, era sólo alteración. Pero resultaba peor, porque no sabía cómo reaccionar. Aunque una cosa tuvo clara, tal vez desde un principio debió darle más crédito al clérigo respecto a lo que podía o no trastocar en su propio fuero interno. Por otro lado, le pareció incluso cómico —aunque no lo reflejó en el rostro— que le hablara de ese pasado lejano como si el que hubiera estado ahí fuera de La Rive y no él.
—¿Y acaso eso lo hace correcto? ¿Que se haga sistemáticamente expía las culpas? —Al fin habló. Él también había sido judío en principio, como todo hombre en Galilea bajo el yugo romano. Después pasó a la fe de su maestro —el primero— y ahora no sabía en qué diablos creer. Sonó más bien parco. Preguntas sinceras pronunciadas con atildada educación y no más que eso; aunque le parecía increíble el argumento autocomplaciente—. Con todo respeto, monseñor, no creo que en lo que se ha convertido la iglesia sea muy distinto a la comercialización de aquel entonces —y dijo iglesia, con bajas, se notaba incluso en su tono de voz que así había sido. Se negó a darle el estatus de Iglesia, con alta, porque no la respetaba como institución.
Pero calló de nuevo, pues el otro continuó. Parecía que el vino estaba haciendo de las suyas. Sin darse cuenta, dejó los brazos lánguidos a los costados y abrió ligeramente el compás de las piernas. Como su la verborrea blasfema del cardenal fueran golpes físicos. De ese modo tenía mejor apoyo y estaba más libre para atacar. Aunque claro, un enfrentamiento no venía al caso, no un mano a mano, era obvio que el otro tenía todas las de perder. Respiró hondo antes de volver a hablar.
—Si existe el Infierno, existe el Cielo, uno no puede vivir sin el otro —pero esos eran conceptos filosóficos que quizá ni venían tan al caso—. Me sorprende, cardenal de La Rive escucharle decir todo esto —fue claro, aunque mintió un poco, a decir verdad no estaba sorprendido. Malacostumbrado en cambio. Se había topado demasiados hombres de clero como él como para si quiera estar un poco consternado—. ¿Entonces por qué sigue con esta charada? ¿Qué lo motiva? ¿El dinero nada más? Hemos usado el nombre de Dios en vano demasiadas veces. Veo que es un concepto hueco para usted, pero le da más miedo la vacuidad, la nada y el olvido, no teme a Dios, claro me queda, ni al Infierno, sólo eso... a la nada. ¿Creer en el Infierno pero no en el Cielo? ¿Por qué no creer en que simplemente no hay nada después? —Quizá ese era el punto en donde él estaba situado—. ¿Sabe por qué? Porque quiere creer que a pesar de todo, sus acciones tienen un sentido, un propósito y que al final todas repercutirán y eso… eso lo pone al nivel del resto, de aquellos cristianos piadosos que despilfarran el dinero en lugares como este y creen que por dar una moneda de oro a un vagabundo ya se han ganado un lugar en el Paraíso —conforme fue hablando, su voz se fue tornando más áspera. Más dura y amarga.
Todo ese tiempo lo miró de frente, pero de pronto giró ligeramente el rostro a un lado, mirando a las parejas que seguían bailando como si el suelo fuera lumbre y en la vida les fuera ello.
—Me interesa lo que piense y crea, cardenal de La Rive —su tono bajó de intensidad, ahora se escuchó más sosegado—. Pero me lo ha dejado claro. Toda mi vida he buscado el sentido de las religiones organizadas. Una de esas excentricidades que les permiten a hombres en mi posición. No quería creer que todos los caminos condujeran a lo mismo. Pero todos lo hacen. Me ha ayudado a esclarecerlo. A aclararme en ese sentido —lo miró de nuevo—. No hay sector de este mundo que no esté podrido, ya veo. No se preocupe, mi misión es no sermonear a la gente, a usted mucho menos. Créame, soy el menos indicado para hacerlo —al final sonó incluso tranquilo.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Los camareros pululaban a su lado, pero ninguno de éstos ofrecía lo que el religioso deseaba. Les fulminaba con la mirada -sin aparente disimulo-. Ah, sólo necesitaba una copa más, sólo una... Era consciente de que no se mantendría en pie por mucho tiempo más sin un poco de ayuda -en sus venas ya no corrían ríos de sangre, sino el otro líquido borgoña mucho más codiciado por el Cardenal-. En fin, al menos ese era un vicio aceptado por el populacho, hubiera sido peor acabar en las habitaciones repletas de hombres con vidas acabadas, quienes prefieren refugiarse en sus fantasías al son de las ensoñaciones provocadas por el opio -¿mas no hacía él lo mismo? Evadirse para no tener que soportar la realidad que le amenazaba, que le perseguía y atormentaba. Después de todo nadie es un borracho, un alcohólico en tiempos modernos, sin una razón de peso-. Lo único que hizo cuando otro de los meseros se acercó -de nuevo- a su persona, fue coger uno de los nada apetecibles canapés. Observó éste con una ceja alzada, sin saber muy bien qué era, no obstante sin dudarlo se lo llevó a la boca -y sintió lo que sospechaba, un sabor horripilante, desagradable-. En su rostro se apreció la mueca de asco, y antes de que su interlocutor contestara a las descaradas palabras que el Arzobispo había pronunciado, le susurró al camarero, que por Dios, le trajera una copa de aquel maldito y delicioso vino.
Alphonse siempre se mostraba irónico acerca de la Iglesia, su doctrina, fe y santos. Mas, tal vez, en otra situación no hubiera sido tan insolente. ¿Quién sabe? Él no conocía al Conde, y éste podría sentirse ofendido ante lo que tenía que escuchar. O peor, enfurecido. De La Rive era un hombre poderoso, gozando de una posición privilegiada en el seno de la Santa Sede. Sin embargo, él también podría ser denunciado, ya que siempre hay otros por encima de nosotros. Él lo sabía, aunque no hiciera nada para controlar su desvergonzada cháchara. Si al menos supiera quién era realmente el aristócrata. Quién y qué, claro estaba.
-No expía ninguna culpa, por supuesto. Pero sí nos hace intocables. La historia ha logrado que nosotros seamos una nueva realeza, ¿no cree? -y así era, incluso habían llegado a gobernar sin necesidad de haber nacido en una u otra familia. Bajo las sombras, pero logrando que el pueblo les tema y obedezca por ello-. Yo nunca he dicho que desee ver mis pecados perdonados, si no ser libre de decir y hacer lo que más desee -un hombre egoísta y despreciable, refugiándose en la religiosidad para alzarse por encima de los otros mortales, quiénes en verdad son meros hombres como él. ¿Expiar las culpas? ¿Para qué? Cuando perezcamos todos acabaremos en el mismo lugar, o al menos eso pensaba de La Rive-. Oh, Conde, el dinero recaudado se destina a orfanatos -donde los niños son casi esclavos y son sometidos a todo tipo de abusos-, a la construcción de templos -arquitectura innecesaria solo para engrandecer al rey o reina de turno, mostrándose así su supuesta magnificencia-, a los misionarios que dejan sus vidas por los abandonados... -sacerdotes que viajan a lugares recónditos de Sudamérica o África, únicamente para pisotear lo que allí se había creado, acabando con sus tradiciones milenarias y sometiéndoles al yugo del catolicismo. ¿Por qué Alphonse defendía a la Iglesia? Él, al igual que el noble, no respetaba la institución cristiana; pero el hecho de llevarle la contraria a alguien le gustaba. Una especie de burla sin malicia alguna.
La expresión del inmortal, sus gestos, hicieron que Alphonse le mirara dubitativo, extrañado. Preguntándose si se sentía ofendido por su estupidez -la del clérigo-. Y entonces, cuando escuchó lo que el Conde había dicho, fue cuando él sintió aquel puñetazo simbólico. ¿Se tambaleó de igual manera ante la verdad de sus hipótesis, o por el contrario fue a causa del alcohol? A saber; lo que sí era evidente es que el avispado vampiro había acertado en cada una de las palabras pronunciadas. Había calado al Cardenal a una velocidad alarmante, algo que provocó incertidumbre -algo de miedo incluso-en su interior. Tan sólo le bastaron unos minutos -sobrándole infinidad de ellos- para ver más allá de lo que él deseaba aparentar. Y todo ello provocó una bajada de defensas en el Siervo de Dios, sintiéndose vencido -humillado también-. Él era un hombre más, con sus creencias en el Infierno y el mal, queriendo pensar -como bien había dicho Purcell- que sus pasos le llevaban hacia algún lado, que había algo más, y no un desolado vacío, sin significado alguno, sin que nuestras preguntas sean respondidas. La nada más absoluta.
-El dinero no es mi mayor aliciente -jamás lo había sido. Podría vivir perfectamente sin riquezas, ya que durante buena parte de su vida vivió alejado de cualquier tipo de lujo-. Hay cosas mucho más interesantes dentro de la Iglesia, fuera de lo que una fortuna pueda ofrecernos -y eso era el poder. Lo que verdaderamente motivaba al Cardenal; el ser y sentirse superior a la mayoría, ser un déspota más, como aquellos reyes absolutos que parecían irrevocables en tiempos pasados-. ¿Quién no teme al olvido, Conde? -y ahora le tocaba responder a lo que tan acertadamente había mencionado Purcell-. Puede que tenga razón y yo no sea consciente de ello. Puede que yo también sea un piadoso, un vulgar creyente, deseando como cualquier otro mortal que mi camino no sea en vano, que mi vida tiene un significado más allá del hecho de vivir -no le gustaba reconocerlo, y menos aún en voz alta, pero la bebida ayudaba a que el francés mostrara su alma sin ningún tipo de pudor. Sus contradicciones e hipocresía, mostrando así sus debilidades, sintiéndose derrotado por un hombre aparentemente más joven.
La voz del Arzobispo, por su parte, se fue volviendo amarga, como si algo le estuviera afligiendo -y así era-. Intentaba avistar mientras tanto al joven camarero de antes, rezando -sí, rezando al Dios en el que no creía- que apareciera pronto con su anhelada copa de vino.
-En efecto, todos vamos hacia el mismo lado. ¿Acaso no hubo entre las filas de Jesucristo personas capaces de traicionarle? Él, Hijo de Dios, sufriendo por el destino de la humanidad, la maldad que siempre reside en nosotros -y se llevó una mano al pecho, agarrando la cruz que colgaba de su cuello-. El apóstol Pedro negó tres veces a nuestro Señor, yo no conozco a ese hombre del que me hablan -recitó un versículo del susodicho Evangelio, las supuestas palabras que Pedro había pronunciado cuando le acusaron de ser uno de los que acompañaban a Jesús-. Arrogante, altivo, ¿cómo acabó siendo un discípulo? Sin olvidarnos de Judas -y ahí estaba. El Cardenal estaba hablando de su acompañante, de Purcell. El Conde, quién sí había vivido aquellos días de persecución, un verdadero amante de Jesucristo, y un fariseo de la fe, hablando como si él hubiera estado en el Monte de los Olivos-; el traidor por antonomasia.
La ignorancia, cuan dañina podía ser. ¿Pero cómo él, un mortal, podía sospechar que el Conde fuera el mismísimo Judas?
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Observó con atención el rictus de su interlocutor. Si antes Fragonard había hecho un ridículo de grandes proporciones, si el clérigo seguía por donde iba, no se quedaría atrás. Pero no dijo nada. Su deber moral hubiera sido detenerlo, pero esas convenciones sociales ya no aplicaban para él. Era un tipo educado, que hacía honor al cargo de realeza que ostentaba —a la fuerza—, pero también se aburría con facilidad. Y esto, sin mentir, era de lo más entretenido que había tenido en un par de décadas. Eso no quería decir que el único sentimiento que albergaba en ese instante fuera sólo el de la diversión; aquella conversación hendía profundo.
Pocas cosas sorprendían a Baldric. Había vivido mucho. Y visto mucho. Sobre todo, puntos esenciales de la historia que muchos daban por sentado. Por eso, cuando alguien se quitaba la máscara, era extraño que se sintiera asombrado. Pero debía admitirlo, de La Rive lo había conseguido, no porque le sorprendiera que alguien en su posición ansiara poder, eso ni siquiera caía en la categoría de interesante, sino porque terminaba por asentar algo dentro de él. Algo pesado y frío y terrible que corroe. Cada día que pasaba en ese gran, eterno lapso de tiempo que era suyo, se daba cuenta, más y más, que había muy poco que salvar y que su sacrificio original, y el de su maestro —el primero—, el de sus compañeros apóstoles incluso, todo había sido un ejercicio inútil que quedaba como una mota de polvo en la inmensidad del universo. ¿Importaba? Sólo porque era parte del todo, pero si no existiera, nadie notaría la diferencia. Esa era la trascendencia real de ese encuentro. Podía parecer que el cardenal era sólo un borracho impertinente, porque eso era en esencia, pero consciente o inconscientemente, estaba jugando cartas de valor en el juego personal del conde.
No hacía falta que de La Rive aclarara a todo lo que se refería de manera velada, como si el vino hubiera antepuesto una barrera, pero apenas visible, insuficiente y que sólo lo enrarece todo. Sin embargo, Baldric sabía diferenciar, y era astuto, los años lo habían apaleado suficiente como para no serlo. La ironía del otro reverberaba en su interior de manera más honesta. Incluso cuando el otro, tergiverso por el alcohol, pareció aceptar que sus tiros había dado en alguna especie de blanco. Porque aunque parecieran a ciegas, no lo habían sido.
Fue a decir algo, sin embargo, el otro no había terminado y esa última parte de su discurso fue la que consideró un cambio significativo. Abrió más los ojos, un poco, imperceptible. Finalmente encontró un momento, un lugar, pero sobre todo, una persona capaz de hacer una diferencia. Eso no significaba algo bueno, necesariamente. Al principio rio, una risa breve y ronca y baja. Como un árbol siendo sesgado en la profundidad del bosque, pero calló rápidamente.
—Creo que no sabe lo que está diciendo —sonó incluso… despreocupado. Como si sólo advirtiera a un insolente ebrio. Miró de lado, buscando al mesero que había increpado antes de La Rive, lo vio a la distancia, al parecer buscaba el vino que con tanto apremio había encargado—. Venga conmigo —dijo, pero fue más un anuncio y lo tomó del brazo. Cuidó de su fuerza sobrenatural, el otro estaba beodo y viejo, era frágil y podía lastimarlo.
Caminó hasta el mozo, que ya tenía la copa servida. La tomó sin decir mucho y salieron así hasta el jardín. Entregó el licor al hombre; sabía que de otro modo no lo tendría tranquilo. Como un maldito niño. Y Baldric sonrió como no había sonreído en toda la maldita noche. Con esa sonrisa era el inmortal, el monstruo, el demonio mismo. Judas Iscariote reencarnado en el mismo cuerpo que murió hace poco menos de 1,800 años.
—Quizá mañana crea que todo esto es producto de su estado —comenzó e hizo un ademán con la mano señalando al cardenal completo—. Pero créame, es real —se puso serio. Solemne. Auguraba algo grave. Se acercó al eclesiástico y tomó la cruz que colgaba de su cuello y descansaba en su pecho. La estudio con cierto destello de mórbida curiosidad.
—¿Ha terminado? —Soltó la cruz—. ¿Ya se cansó de decir tantas… insensateces? —Iba a utilizar una palabra soez, pero no lo consideró imperioso y ese era Baldric, que no hacía las cosas sin un propósito. Oteó el lugar, comprobando que estaban solos y que la fiesta agonizaba al interior del palacio. Arriba la luna y las estrellas eran los únicos testigos de aquella reunión tan sui generis—. Verá, monseñor de La Rive, habla de todo eso con un cinismo increíble, y lo digo como halago, pero le voy a contar un secreto… —se hizo para atrás un par de pasos y se quedó con gesto meditabundo—. Primero me gustaría saber algo, ¿cree en lo sobrenatural? Me queda claro que en lo espiritual no y sólo teme la nada, pero las criaturas que deambulan por las noches, ¿ha escuchado de ellas? —Arqueó una ceja, inquisitivo.
Pocas cosas sorprendían a Baldric. Había vivido mucho. Y visto mucho. Sobre todo, puntos esenciales de la historia que muchos daban por sentado. Por eso, cuando alguien se quitaba la máscara, era extraño que se sintiera asombrado. Pero debía admitirlo, de La Rive lo había conseguido, no porque le sorprendiera que alguien en su posición ansiara poder, eso ni siquiera caía en la categoría de interesante, sino porque terminaba por asentar algo dentro de él. Algo pesado y frío y terrible que corroe. Cada día que pasaba en ese gran, eterno lapso de tiempo que era suyo, se daba cuenta, más y más, que había muy poco que salvar y que su sacrificio original, y el de su maestro —el primero—, el de sus compañeros apóstoles incluso, todo había sido un ejercicio inútil que quedaba como una mota de polvo en la inmensidad del universo. ¿Importaba? Sólo porque era parte del todo, pero si no existiera, nadie notaría la diferencia. Esa era la trascendencia real de ese encuentro. Podía parecer que el cardenal era sólo un borracho impertinente, porque eso era en esencia, pero consciente o inconscientemente, estaba jugando cartas de valor en el juego personal del conde.
No hacía falta que de La Rive aclarara a todo lo que se refería de manera velada, como si el vino hubiera antepuesto una barrera, pero apenas visible, insuficiente y que sólo lo enrarece todo. Sin embargo, Baldric sabía diferenciar, y era astuto, los años lo habían apaleado suficiente como para no serlo. La ironía del otro reverberaba en su interior de manera más honesta. Incluso cuando el otro, tergiverso por el alcohol, pareció aceptar que sus tiros había dado en alguna especie de blanco. Porque aunque parecieran a ciegas, no lo habían sido.
Fue a decir algo, sin embargo, el otro no había terminado y esa última parte de su discurso fue la que consideró un cambio significativo. Abrió más los ojos, un poco, imperceptible. Finalmente encontró un momento, un lugar, pero sobre todo, una persona capaz de hacer una diferencia. Eso no significaba algo bueno, necesariamente. Al principio rio, una risa breve y ronca y baja. Como un árbol siendo sesgado en la profundidad del bosque, pero calló rápidamente.
—Creo que no sabe lo que está diciendo —sonó incluso… despreocupado. Como si sólo advirtiera a un insolente ebrio. Miró de lado, buscando al mesero que había increpado antes de La Rive, lo vio a la distancia, al parecer buscaba el vino que con tanto apremio había encargado—. Venga conmigo —dijo, pero fue más un anuncio y lo tomó del brazo. Cuidó de su fuerza sobrenatural, el otro estaba beodo y viejo, era frágil y podía lastimarlo.
Caminó hasta el mozo, que ya tenía la copa servida. La tomó sin decir mucho y salieron así hasta el jardín. Entregó el licor al hombre; sabía que de otro modo no lo tendría tranquilo. Como un maldito niño. Y Baldric sonrió como no había sonreído en toda la maldita noche. Con esa sonrisa era el inmortal, el monstruo, el demonio mismo. Judas Iscariote reencarnado en el mismo cuerpo que murió hace poco menos de 1,800 años.
—Quizá mañana crea que todo esto es producto de su estado —comenzó e hizo un ademán con la mano señalando al cardenal completo—. Pero créame, es real —se puso serio. Solemne. Auguraba algo grave. Se acercó al eclesiástico y tomó la cruz que colgaba de su cuello y descansaba en su pecho. La estudio con cierto destello de mórbida curiosidad.
—¿Ha terminado? —Soltó la cruz—. ¿Ya se cansó de decir tantas… insensateces? —Iba a utilizar una palabra soez, pero no lo consideró imperioso y ese era Baldric, que no hacía las cosas sin un propósito. Oteó el lugar, comprobando que estaban solos y que la fiesta agonizaba al interior del palacio. Arriba la luna y las estrellas eran los únicos testigos de aquella reunión tan sui generis—. Verá, monseñor de La Rive, habla de todo eso con un cinismo increíble, y lo digo como halago, pero le voy a contar un secreto… —se hizo para atrás un par de pasos y se quedó con gesto meditabundo—. Primero me gustaría saber algo, ¿cree en lo sobrenatural? Me queda claro que en lo espiritual no y sólo teme la nada, pero las criaturas que deambulan por las noches, ¿ha escuchado de ellas? —Arqueó una ceja, inquisitivo.
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
La literatura había creado una figura nada auténtica sobre lo que en esencia es un borracho. El Romanticismo en el arte había representado a los alcohólicos como almas torturadas, depresivas, almas repletas de contradicciones, dolor e incertidumbre -esa imagen también vivía dentro de los propios dramaturgos, bebiendo y drogándose en pos de la creación-; no obstante el allí presente Arzobispo vivía muy alejado del prototipo de beodo, habitante de las imaginativas mentes de los escritores. Su embriaguez era ridícula, patética, y entremezclada con su vejez, su posición de religioso, y su labia vespertina -hablando más de la cuenta, y diciendo más de lo que debía-, le otorgaban una categoría demasiado alejada del romanticismo: irrisoria, mediocre. Sí, de acuerdo, tenía motivos más que suficientes para dejarse caer en los brazos de Dionisio, como si él fuera uno de los retratados en el cuadro de Velázquez, Los borrachos o el triunfo de Baco; dejándose tentar por aquel néctar divino. Pero ahí estaba la clave, tentar. Él, siendo un hombre como era, podía haberse sobrepuesto a las adversidades; y no mostrar tan inconscientemente sus debilidades. Mas no pensaba, en cuanto el vino tocaba sus labios -de hecho ni con el alcohol era tan fácil huir de los problemas-. Por esa razón se sentía tan cómodo hablando con aquel Conde, al cual solo conocía de contadas ocasiones, habiendo intercambiado... ¿qué? ¿Dos, tres saludos quizá?
Por otro lado, debía reconocer que se estaba divirtiendo. Rara era la ocasión en la cuál podía disfrutar al adentrarse -aunque fuera mínimamente- en los recovecos de otra persona. Por norma general, la gente que solía conocer se regía por el mismo patrón, y no le proporcionaban una rareza necesaria para llamar su atención -aunque esto sonara ególatra, creyéndose él diferente al resto, cuando en verdad no existen dos personas iguales, a pesar de ser todos tan parecidos entre nosotros-. Purcell no era un tipo cualquiera, y se diferenciaba considerablemente del resto de comensales -Alphonse no se podía imaginar el motivo, aunque dentro de poco lo descubriría-. Su palabrería, sus creencias y no creencias despertaban en el Cardenal un afán por saber todavía más. Por otro lado, si el tema del sacrificio hubiera salido a relucir, de La Rive demostraría otra de sus muchas contradicciones. En su aparente ateísmo podría estar de acuerdo con el inmortal, en cuanto a lo inútil que fue la muerte de Jesucristo y los apóstoles, no obstante el mensaje que Dios lanzó al mundo dejando a su hijo morir en la cruz, permanecía entre la población mundial siglos después. La Iglesia -a la que representaba Alphonse de muy malas maneras- era la verdadera causante del caos actual -¿por dónde empezamos? ¿Cruzadas? ¿Apoyo a la monarquía, muerte a los revolucionarios? ¿Su invento más temible, la Inquisición?-. Eran miles los males de la Santa Sede, y en sus años como siervo el francés había visto de todo, y ese de todo incluía también las buenas acciones por parte de no pocos creyentes. Hombres y mujeres dando su vida, sacrificándose por otros en nombre de lo que ya hizo Jesús tiempo atrás. ¿Acaso no merecía la pena, aunque fuera por una única persona?
En cuanto el Conde rió -con esa risa nada propia para una situación como aquella-, el religioso ladeó la cabeza, intentando comprender a qué se debía. ¿Se estaba riendo de él? ¿Había dicho algo estúpido, fuera de lugar? Por unos segundos se ofendió, incluso; pensando en cómo Purcell osaba a burlarse de su persona -cuan errado estaba-. Entonces fue cuando el otro le tomó del brazo y le llevó fuera, hacia el jardín -pudo ver con el rabillo del ojo como el aristócrata tomaba la copa de vino, creyendo que era para sí mismo. Ya estaba dispuesto a alzar la voz, incluso abrió la boca para ello, cuando el noble le tendió su ansiado borgoña-. El aire fresco disipó -al menos un poco- la incipiente ceguera del clérigo, aclarando su rostro enrojecido por la embriaguez, le sentó francamente bien. Durante un instante, cuando ya había dado el primer sorbo al licor -antes de que Purcell hubiera dicho nada- pensó en lo fantástico que sería conocer a alguien con un poder semejante al de Cristo. Transformar el agua en vino, ¿no sería perfecto? Lógicamente, este pensamiento se lo guardó para sí, no estaba -todavía- tan borracho como para decir tal insolencia en voz alta. Posó su mirada azul en el vampiro, y se percató de su demoníaca sonrisa; inconscientemente dio un paso atrás, como si fuera una presa a punto de ser cazada -irónico siendo él un inquisidor-. Vio al mismísimo Demonio justo delante -ése al que adoraba-. ¿Cuántas veces había intentando contactar con el que fue favorito de Dios, sin éxito alguno? Implorando por Él, como lo hacía de crío con el Señor y la Virgen. ¿Quién le iba a decir que sus plegarias iban a ser escuchadas, que, por fin, en aquella noche conocería al Diablo, al Judas inmortal?
-¿Qué... ocu...? -pero no le dio tiempo a continuar. Su pregunta fue acallada por el gesto de Purcell, en cuanto tomó la cruz. Esa cruz, con la cual el Cardenal siempre jugueteaba distraídamente en sus momentos de terror y nerviosismo. De niño solía hacerlo mientras rezaba, creyendo que así haría desaparecer a los demonios que le acechaban, demonios como aquel que sin ningún tipo de miramiento observaba morbosamente el símbolo de Jesús. ¿Seguía haciéndolo por costumbre, o por qué, aunque lo negara, seguía creyendo en la Salvación?
Bebió prácticamente todo lo que había en la copa, ante las primeras palabras del inmortal. Mas, las últimas, lograron relajarlo hasta límites insospechados. En su insensatez, como bien había indicado Purcell, creía encontrarse con un simple chupasangres. ¿Ése era su gran secreto?
-No solo creo en seres de la noche, Conde -sonrió de lado, sin dejar de mirar al otro-, sino que me he enfrentado a ellos. No soy un religioso más. Soy inquisidor -tal vez así espantaría al otro, ¿qué sobrenatural desearía contar un secreto a alguien como él, asesino de su especie eterna?-. Pero no tema -se adelantó-, mi interés en los vampiros, hechiceros, licántropos... o lo que se le ocurra, no reside en acabar con ellos. Me son totalmente indiferentes; pero no sus riquezas o lo que se pueda obtener de ellos -¿qué quería decir con esto? Sencillo, él solo ordenaba asesinar o encarcelar a los monstruos de los cuáles podía obtener algo, ya fuera tierras o información, qué importaba. Mientras no le molestaran, él no los perseguía-. ¿Cuál es ese secreto, monseñor Purcell?
Un secreto imposible de vaticinar, ¿quién le iba a decir que su interlocutor era el mayor incomprendido de la Historia, quién irónicamente Alphonse había comprendido en sus tiempos de diácono, cuando se veía como un traidor a Dios?
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Durante muchos años, Baldric, bajo cualquier nombre que adoptara, había hecho hasta lo imposible por ocultar su pasado. Porque significaba una carga muy grande, porque era demasiado con lo cual lidiar, pero había tenido tiempo de sobra para entender que eso, en la gran inmensidad de las cosas, no importaba tanto. Tampoco es que fuera por ahí gritando cuál era su verdadera identidad, la mayoría de las personas ni siquiera se enteraban de esa realidad paralela que los pasaba cerca, muy cerca, casi rozando; la de criaturas que muchos creen sólo mitos. Además, ¿qué ganaba? Sin embargo, últimamente, en ese gran tedio del que era víctima sin poder evitarlo, a veces soltaba la verdad sabiendo que no le iban a creer. «¿Sabes? Soy Judas, el de la biblia»; «eres un maldito lunático». No podía esperar más y no lo hacía con intenciones de nada, en realidad. Digamos que le gustaba ver la reacción de las personas. Sólo eso.
Pero existían ciertos casos en los que los caminos convergen, en los que Baldric sabía que sus palabras no serían tomadas como las de un loco. Sino que harían mella en partes más profundas del desdichado escucha. Y en él, para qué negarlo. Borracho y como estaba, de La Rive parecía buen candidato, ¿por qué? Precisamente por esa falta de fe, ese cinismo, esa indolente ironía. No era un regalo que le fuera a ofrecer, no era un tributo, una ofrenda. Era una condena. ¡Mira al demonio a los ojos y dime qué ves! Baldric observó detenidamente al hombre y escuchó su respuesta. Aunque no esperaba que fuera parte de la inquisición, algo le decía que algo en ello tenía sentido, mucho más cuando el clérigo ahondó en sus razones. Eso sí que ya no le sorprendía. Por supuesto, para sus adentros, el Conde se burló adivinando que de La Rive sólo sospechara de su naturaleza inmortal. Pero no más.
El elemento sorpresa.
—¿En verdad desea que se lo diga? Lo creí más inteligente —respondió con calma, era evidente que, muy a pesar de su estado, Alphonse debió llegar a algún tipo de conclusión. Negó con la cabeza, riendo, como si todo aquello fuera un jodido chiste—. ¿Entonces debo temer? Supongo que no siempre se topa con seres de mi naturaleza que posean un cargo de la realeza. Pero eso no es todo… a mis años, a mis años he tenido tiempo de sobra para ahorrar —no mentía, muy independientemente de su condado, Baldric poseía una fortuna considerable, ¿en qué iba a gastar si lo único que necesitaba era sangre? Y esa la tomaba por la fuerza. Se burló pero no encontró mayor gozo en ello y por eso no continuó.
Entonces se atrevió a darle la espalda, se llevó las manos a los bolsillos con gesto despreocupado y avanzó un par de pasos. Miró el cielo estrellado y sintió con detalle la brisa de aquella hora nocturna.
—Pero no soy su vampiro convencional —al fin habló y fue claro, qué caso tenía darle vueltas a ese asunto. Lo miró por sobre su hombro, la sonrisa acentuada como una puerta al inframundo—. Usted me conoce bien, incluso podría decir que somos parecidos —se giró para verlo de frente nuevamente—. Trece monedas de oro, muerto por suicidio, porque qué cosas sería más blasfema que esa, ¿no? El beso en los jardines de Getsemaní —se acercó amenazadoramente al arzobispo hasta quedar cerca, muy cerca. Su hombro derecho sobre el hombro izquierdo ajeno.
—Son pistas, ¿ya sabe quién soy? —Le dijo muy quedo al oído, sin dejar de sonreír. Ese era él. El traidor y demonio, el vampiro, sí, pero también la figura histórica, distorsionada, inverosímil. Luego soltó una carcajada mientras daba un paso hacia atrás, sin dejar de ver al hombre, quería deleitarse con su reacción. ¿Sería de miedo? ¿De burla? ¿Incredulidad? No lo sabía, pero pronto lo iba a averiguar, porque sabía que el otro, a pesar de todo, no era tonto. No, si lo fuera jamás se hubiera atrevido a hacer una confesión de aquel peso y aquella índole.
Durante años, décadas y siglos, Baldric había callado su realidad tirana. Y ahí estaba ahora, diciéndosela a quien tal vez menos debía, por sentido común. Inquisidor y cura. En todo aspecto ese hombre podía condenarlo, pero si lo iba a hacer, al menos quería caer al infierno sostenido de él. Caer juntos. No se iría con las manos vacías. Su deber, su misión no era la de adoctrinar, pero tampoco era a de borrar su propio nombre de la historia.
Pero existían ciertos casos en los que los caminos convergen, en los que Baldric sabía que sus palabras no serían tomadas como las de un loco. Sino que harían mella en partes más profundas del desdichado escucha. Y en él, para qué negarlo. Borracho y como estaba, de La Rive parecía buen candidato, ¿por qué? Precisamente por esa falta de fe, ese cinismo, esa indolente ironía. No era un regalo que le fuera a ofrecer, no era un tributo, una ofrenda. Era una condena. ¡Mira al demonio a los ojos y dime qué ves! Baldric observó detenidamente al hombre y escuchó su respuesta. Aunque no esperaba que fuera parte de la inquisición, algo le decía que algo en ello tenía sentido, mucho más cuando el clérigo ahondó en sus razones. Eso sí que ya no le sorprendía. Por supuesto, para sus adentros, el Conde se burló adivinando que de La Rive sólo sospechara de su naturaleza inmortal. Pero no más.
El elemento sorpresa.
—¿En verdad desea que se lo diga? Lo creí más inteligente —respondió con calma, era evidente que, muy a pesar de su estado, Alphonse debió llegar a algún tipo de conclusión. Negó con la cabeza, riendo, como si todo aquello fuera un jodido chiste—. ¿Entonces debo temer? Supongo que no siempre se topa con seres de mi naturaleza que posean un cargo de la realeza. Pero eso no es todo… a mis años, a mis años he tenido tiempo de sobra para ahorrar —no mentía, muy independientemente de su condado, Baldric poseía una fortuna considerable, ¿en qué iba a gastar si lo único que necesitaba era sangre? Y esa la tomaba por la fuerza. Se burló pero no encontró mayor gozo en ello y por eso no continuó.
Entonces se atrevió a darle la espalda, se llevó las manos a los bolsillos con gesto despreocupado y avanzó un par de pasos. Miró el cielo estrellado y sintió con detalle la brisa de aquella hora nocturna.
—Pero no soy su vampiro convencional —al fin habló y fue claro, qué caso tenía darle vueltas a ese asunto. Lo miró por sobre su hombro, la sonrisa acentuada como una puerta al inframundo—. Usted me conoce bien, incluso podría decir que somos parecidos —se giró para verlo de frente nuevamente—. Trece monedas de oro, muerto por suicidio, porque qué cosas sería más blasfema que esa, ¿no? El beso en los jardines de Getsemaní —se acercó amenazadoramente al arzobispo hasta quedar cerca, muy cerca. Su hombro derecho sobre el hombro izquierdo ajeno.
—Son pistas, ¿ya sabe quién soy? —Le dijo muy quedo al oído, sin dejar de sonreír. Ese era él. El traidor y demonio, el vampiro, sí, pero también la figura histórica, distorsionada, inverosímil. Luego soltó una carcajada mientras daba un paso hacia atrás, sin dejar de ver al hombre, quería deleitarse con su reacción. ¿Sería de miedo? ¿De burla? ¿Incredulidad? No lo sabía, pero pronto lo iba a averiguar, porque sabía que el otro, a pesar de todo, no era tonto. No, si lo fuera jamás se hubiera atrevido a hacer una confesión de aquel peso y aquella índole.
Durante años, décadas y siglos, Baldric había callado su realidad tirana. Y ahí estaba ahora, diciéndosela a quien tal vez menos debía, por sentido común. Inquisidor y cura. En todo aspecto ese hombre podía condenarlo, pero si lo iba a hacer, al menos quería caer al infierno sostenido de él. Caer juntos. No se iría con las manos vacías. Su deber, su misión no era la de adoctrinar, pero tampoco era a de borrar su propio nombre de la historia.
Última edición por Baldric Purcell el Dom Feb 08, 2015 2:29 pm, editado 1 vez
Baldric Purcell- Vampiro/Realeza
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Uno de los defectos -pecados- más habituales y con el cual -en general- estamos más familiarizados es la ignorancia -para quien lo considere un pecado, claro- y el alarde que hacemos respecto a ella, haciendo mayor ímpetu en su desconocimiento. Alphonse sin duda alguna era uno de ellos. En ocasiones, cuando un hombre alcanza un poder y una posición relevante, tiende a creerse, digamos, superior e invencible al común denominador del resto. La ceguera en realidad se apodera de ellos. Y ni siquiera Dios puede devolverlos al mundo de los videntes. Ellos mismos se lo impiden. ¿Por qué todo esto? Fácil. Alphonse se daría de bruces con esa mencionada realidad. Purcell no sería el primer vampiro que conociera, ni tampoco el primer personaje histórico que aún tras tantos años -siglos, milenios- transcurridos, continúa paseándose entre nosotros, manteniéndonos en la susodicha ignorancia. Purcell sería ese Dios disfrazado de Diablo capaz de obrar un milagro sobre el Cardenal, logrando que éste alce su cabeza y por fin vea lo que en un principio se le había negado.
Por otro lado, Alphonse no sabía a qué se enfrentaba, ni qué podría suceder a partir de aquel instante, ante aquella revelación. Curioso es que lo conocido como el Apocalipsis lleve un nombre semejante, El Libro de las Revelaciones. Futuras hazañas, futuros males aún indescifrables para el ser humano, mitos y leyendas que muchos ven como meros cuentos para críos o crédulos, son revelados en sus páginas. Aún incomprensibles sus palabras. El hecho de que Judas se burlara y mantuviera aquella charla con un hombre de Dios era cuanto menos irónico; él, a diferencia de todos los que actualmente se jactaban de ser Siervos del Señor, había conocido al Salvador. Y no sólo a Él, sino a todos los que le siguieron, incluido San Juan y el resto de los apósteles -aunque a muchos cristianos no les agrade la idea, el propio Judas fue alguien perteneciente a ese selecto club-. Y allí estaba, inalterable en el tiempo, a diferencia de los cambios que éste habían provocado en el rostro del clérigo, mostrándolo como un evidente anciano. Creyéndose en vano un hombre sabio debido a la experiencia, alguien que ya poco más puede conocer acerca de la religión y sus invenciones. La sorpresa le sorprendería -valga la redundancia-, empero ante su persona se abriría un nuevo mundo hasta entonces desconocido -y lo vería todo, de nuevo, con los inocentes ojos de un niño que aprende y disfruta con el aprendizaje-.
Purcell hablaba. Y De La Rive le escuchaba atento. Sabía que aquel momento era único, y ante la mirada del vampiro sospechaba que, lo que fuera a decir, no era una invención o una simple broma. Debía andar con cuidado, a pesar de todo. No sería la primera vez que la ironía de Alphonse le jugara una mala pasada, siendo consciente de que quien le devolvía la mirada podría acabar con su vida sin que él mismo se percatara -tal vez los años le habían vuelto más vulnerable a este miedo, pero otros habían nacido en su interior: miedo a lo desconocido y a lo que es incapaz de comprender-. En cuanto el otro se dio la vuelta, el eclesiástico suspiró. Ya poco quedaba en su copa, y removió ésta en un gesto inútil, como si de esa forma y por arte de magia se pudiera volver a llenar. Todo era más fácil con alcohol de por medio, sobre todo las confesiones. Le devolvió la mirada cuando el inmortal le miró por encima del hombro. ¿Trece monedas de oro? ¿Un beso en los jardines de Getsemaní? Sonrió de lado por unas milésimas de segundo. Oh, eso sí que parecía una burda burla. No lo hubiera creído por parte del Conde, no algo semejante, tan... improbable. No obstante, la razón se abrió camino entre los pensamientos del francés. Sí, la razón, aunque pareciera extraño en una situación como aquella. A lo largo de los años, Alphonse, había conocido a infinidad de vampiros, algunos de ellos habían sido importantes personajes en sus vidas mortales -de hecho, no hacía demasiado tiempo conoció al que considera su único amigo, un famoso dramaturgo tan amante de la botella como él mismo-, sin embargo... ¿Judas Iscariote? Esto lo superaba, ya que de alguna forma se sentía cercano a él, a lo que le sucedió, a la incomprensión de la humanidad ante aquella supuesta traición. Y, a pesar de todo, le costaba creerlo.
En cuanto el otro se acercaba, Alphonse bebió lo poco que quedaba en la copa que minutos antes Purcell le había conseguido. Se le notaba nervioso -toda una hazaña para el vampiro, lograr que alguien como Alphonse sea vencido por el nerviosismo-. En cuanto lo tuvo tan cerca, y le susurró cerca del oído las últimas palabras, se atragantó. Se dio varios golpes en el pecho, tosiendo con vehemencia hasta que el vino dejó de ser un problema. Inconsciente, llevó su mano libre a la cruz que siempre colgaba de su cuello -mentiras y más mentiras, a él mismo en esencia. Siempre alardeando de su ateísmo cuando en los peores momentos sus pensamientos son dedicados a Dios, sin excepción-. Tomó ésta entre sus manos, aferrándose a ella y agachándose para dejar la copa vacía sobre el suelo. Sus ojos azules no se apartaban del otro, y ni siquiera se atrevía a parpadear por si desaparecía en el instante de hacerlo. ¿Judas, en serio? No sabía si reír o comenzar a llorar -llorar por el descubrimiento, por la verdad. Desde que era un niño hasta la casi completa pérdida de su fe, había suplicado por alguna señal que le hiciera ver que el Altísimo es real. Que su vida no había sido entregada en vano a una ensoñación de los hombres del pasado-. Y, ahora, el traidor por excelencia soltaba una carcajada que le hizo estremecerse de arriba abajo. Le creía. Creía su confesión, cuando durante tanto tiempo no había creído nada que llevara el nombre del cristianismo impreso.
Y entró Satanás en Judas, por sobrenombre Iscariote, el cual era uno del número de los doce. Evangelio según san Lucas.
Satanás, el mismísimo Diablo parecía reírse del pobre religioso. Y éste, maldito inocente, creía haberse encontrado con el mayor tesoro de todos. Ya no se sentía tan sólo e incomprendido. Si un traidor como aquel era capaz de caminar como el resto de la humanidad, sin arder en el Infierno, eso significaba que para él mismo, para Alphonse de La Rive, aún había cierta esperanza.
Alphonse de La Rive- Inquisidor Clase Alta
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Re: Quaerens quem devoret | Privado
Por supuesto, no perdió detalle de las reacciones del clérigo. Se deleitó con todas ellas. Baldric, desde que había tomado la inmortalidad, se presentaba como un hombre calmado, taciturno y meditabundo, que alentaba las artes en medida de sus posibilidades y se cultivaba todos los días de su existencia infinita; pero era también, a pesar de su heterodoxia, una representación bastante clásica del vampiro; sus apetitos, tal vez, no eran el poder o las riquezas, sino algunas más transcendentes. Y quizá eso lo hacía más terrible.
El conde Purcell no era un buen hombre, eso debía quedar claro, sólo que sus acciones no eran descontroladas y sin dirección, como la mayoría de sus congéneres obraba. Quitaba vidas y aunque constantemente cavilaba respecto a las implicaciones filosóficas de tan monstruoso acto, no se detenía, sabía que lo necesitaba, y sus ambiciones eran combustible suficiente para anclarlo a este plano de existencia, aunque su vida fuera una media vida. Había tenido mil ochocientos años para poder limpiar su nombre. En cambio, había portado tantos nombres que era imposible contarlos y había, de cierto modo, deslindado su presencia de su verdadero nombre; sólo hasta donde le convenía. Y aunque las preguntas en su cabeza eran un enjambre voraz, no había negado quién había sido, no en su fuero interno.
Su camino había sido labrado de ese modo. Sin sentido, en apariencia, y con él tratando de buscárselo con vehemencia. Y en esa encrucijada, encontraba nuevos ingredientes a su eterna incógnita, que la acrecentaban, si acaso, que lo alejaban más de tener por fin una respuesta que lo satisficiera del todo.
Y ahí estaba, frente a un hombre que representaba a su maestro —el primero— en la tierra, como símbolo máximo e inequívoco de la corrupción que había caído sobre los hombres. Que el sacrificio de aquel llamado Jesús de Nazaret, hijo en verdad de Dios o no, había sido en vano, y de paso, el suyo. Y eso era lo que verdaderamente podía jalar sus hilos, la idea, el concepto de que pudo haber terminado sus días es santa paz sin mayor dilación, pero en cambio, decidió tomar una oferta injusta, la de convertirse en traidor, y luego, deambular por la tierra como condena, propia y a la humanidad. Alphonse de La Rive, en ese instante, personificó todo lo que Baldric odiaba, ahora, presente, superficial, y también antes, pasado, profundo.
—¿Qué pasa, monseñor? —Su risa se apagó como una vela que se consume y su voz se elevó con un respeto falso y condescendencia muy real—. ¿Le comió la lengua el gato? —Aunque no reía, Baldric sonreía. Se movió de nuevo con esa sutileza que sólo los inmortales poseían, como si flotara. Quedó de nuevo frente al cura, porque eso era, de alto rango, pero tan sólo un cura conducido por sus miedos mortales. Lo miró de frente.
—Este es un regalo que concedo a muy pocos, ahora, me interesa saber, ¿qué hará con esa información? —el conde interpretó el silencio ajeno como la aceptación de la verdad, por eso no luchó por hacerse creer. Le creía, ¿hasta qué punto? No podía adivinarlo—. ¿No tiene preguntas? Vamos, conocí a todos esos hombres santos de los que hablan los testamentos, pude ser uno de ellos, pero… me erigí como el más capaz, en el que más confiaba nuestro maestro, por eso estoy aquí ahora, y por eso estoy en sus libros sagrados descritos de tan desafortunada manera —continuó. Sonó incluso cándido. Se burlaba de la situación, qué más le quedaba, en todo caso.
—No se preocupe —cerró los ojos con calma, como si eso no fuera una imprudencia. La sonrisa se mantenía dibujada en su rostro moreno—. No beberé de usted, la sangre con tanto alcohol y tantos años no es precisamente mi favorita —abrió los ojos de nuevo y no se movió, en cambio estudió al otro, como si estudiara una antigua y rota obra de arte.
El conde Purcell no era un buen hombre, eso debía quedar claro, sólo que sus acciones no eran descontroladas y sin dirección, como la mayoría de sus congéneres obraba. Quitaba vidas y aunque constantemente cavilaba respecto a las implicaciones filosóficas de tan monstruoso acto, no se detenía, sabía que lo necesitaba, y sus ambiciones eran combustible suficiente para anclarlo a este plano de existencia, aunque su vida fuera una media vida. Había tenido mil ochocientos años para poder limpiar su nombre. En cambio, había portado tantos nombres que era imposible contarlos y había, de cierto modo, deslindado su presencia de su verdadero nombre; sólo hasta donde le convenía. Y aunque las preguntas en su cabeza eran un enjambre voraz, no había negado quién había sido, no en su fuero interno.
Su camino había sido labrado de ese modo. Sin sentido, en apariencia, y con él tratando de buscárselo con vehemencia. Y en esa encrucijada, encontraba nuevos ingredientes a su eterna incógnita, que la acrecentaban, si acaso, que lo alejaban más de tener por fin una respuesta que lo satisficiera del todo.
Y ahí estaba, frente a un hombre que representaba a su maestro —el primero— en la tierra, como símbolo máximo e inequívoco de la corrupción que había caído sobre los hombres. Que el sacrificio de aquel llamado Jesús de Nazaret, hijo en verdad de Dios o no, había sido en vano, y de paso, el suyo. Y eso era lo que verdaderamente podía jalar sus hilos, la idea, el concepto de que pudo haber terminado sus días es santa paz sin mayor dilación, pero en cambio, decidió tomar una oferta injusta, la de convertirse en traidor, y luego, deambular por la tierra como condena, propia y a la humanidad. Alphonse de La Rive, en ese instante, personificó todo lo que Baldric odiaba, ahora, presente, superficial, y también antes, pasado, profundo.
—¿Qué pasa, monseñor? —Su risa se apagó como una vela que se consume y su voz se elevó con un respeto falso y condescendencia muy real—. ¿Le comió la lengua el gato? —Aunque no reía, Baldric sonreía. Se movió de nuevo con esa sutileza que sólo los inmortales poseían, como si flotara. Quedó de nuevo frente al cura, porque eso era, de alto rango, pero tan sólo un cura conducido por sus miedos mortales. Lo miró de frente.
—Este es un regalo que concedo a muy pocos, ahora, me interesa saber, ¿qué hará con esa información? —el conde interpretó el silencio ajeno como la aceptación de la verdad, por eso no luchó por hacerse creer. Le creía, ¿hasta qué punto? No podía adivinarlo—. ¿No tiene preguntas? Vamos, conocí a todos esos hombres santos de los que hablan los testamentos, pude ser uno de ellos, pero… me erigí como el más capaz, en el que más confiaba nuestro maestro, por eso estoy aquí ahora, y por eso estoy en sus libros sagrados descritos de tan desafortunada manera —continuó. Sonó incluso cándido. Se burlaba de la situación, qué más le quedaba, en todo caso.
—No se preocupe —cerró los ojos con calma, como si eso no fuera una imprudencia. La sonrisa se mantenía dibujada en su rostro moreno—. No beberé de usted, la sangre con tanto alcohol y tantos años no es precisamente mi favorita —abrió los ojos de nuevo y no se movió, en cambio estudió al otro, como si estudiara una antigua y rota obra de arte.
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