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PARÍS, FRANCIA
AÑO 1842

Nos encontramos en París, Francia, exactamente en la pomposa época victoriana. Las mujeres pasean por las calles luciendo grandes y elaborados peinados, mientras abanican sus rostros y modelan elegantes vestidos que hacen énfasis los importantes rangos sociales que ostentan; los hombres enfundados en trajes las escoltan, los sombreros de copa les ciñen la cabeza.

Todo parece transcurrir de manera normal a los ojos de los humanos; la sociedad está claramente dividida en clases sociales: la alta, la media y la baja. Los prejuicios existen; la época es conservadora a más no poder; las personas con riqueza dominan el país. Pero nadie imagina los seres que se esconden entre las sombras: vampiros, licántropos, cambiaformas, brujos, gitanos. Todos son cazados por la Inquisición liderada por el Papa. Algunos aún creen que sólo son rumores y fantasías; otros, que han tenido la mala fortuna de encontrarse cara a cara con uno de estos seres, han vivido para contar su terrorífica historia y están convencidos de su existencia, del peligro que representa convivir con ellos, rondando por ahí, camuflando su naturaleza, haciéndose pasar por simples mortales, atacando cuando menos uno lo espera.

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Mensaje por Alphonse de La Rive Sáb Dic 06, 2014 12:14 pm



El miedo, el caos y la venganza son tres cosas muy a tener en cuenta cuando se desea conseguir poder, aunque ese poder sea ejercido en la oscuridad sin que nadie se dé cuenta, sin que nadie pueda apreciarlo al primer golpe de vista. Esto era algo que Alphonse de La Rive conocía a la perfección, y sabía aprovecharlo a su mejor conveniencia. Las mentiras eran un arte -al menos para él- que manejaba como nadie.

El sol resplandecía posando sus rayos en las coloridas flores que decoraban aquel jardín en el sur de la capital parisina; unos colores que contrastaban con el negro nuclear del Cardenal. El calor asfixiante le atosigaba dentro de aquellas prendas de cuero, mas la clase y la elegancia siempre debía prevalecer ante la comodidad. Era uno de sus mandamientos -a los que hacía caso sin dudarlo, no como los que Dios le había entregado a Moisés para que todos los fieles siguiéramos ciegamente-. La maldad y la crueldad que habitaba dentro del clérigo podían darle una imagen de hombre despreciable, incapaz de distinguir la belleza. Todo lo contrario, sin embargo. Podría distraerse durante un largo periodo de tiempo siguiendo los pasos de una joven hermosa por las calles -solo seguirla, nada extraño- o pasar horas deleitándose ante las obras de sus artistas favoritos -el Greco, el Bosco, o su querido Bernini-; también sabía disfrutar de la lindeza que desprendían los mejores jardines, disfrutando de todas las tonalidades que residían en ellos, observando cada una de las diferentes clases de flores que creían en sus prósperas tierras. En aquel instante se había detenido delante de un centenar de amapolas rojas que crecían sin ton ni son, libres en la superficie. El borgoña era su color favorito, sobre todo debido a su significado -eran los colores de su vestimenta habitual como Cardenal o la sangre derramada por los inocentes en la eterna historia de la Iglesia Católica-. Sus azules ojos apenas parpadeaban, bañándose en aquel campo carmesí... y un pensamiento acudió a su mente, tan solo cuando la palabra sangre apareció entre sus ideas. Sangre derramada de inocentes; inocentes que habían sufrido miles de horrores bajo el dominio de la Santa Inquisición y en nombre del Señor. Él, de La Rive, era un hombre político, nunca había asesinado a nadie... no al menos con sus propias manos. Alzó éstas, observando los resecas que estaban, como la piel se pudría con el paso del tiempo y las venas resaltaban en relieve, todo a causa de la vejez que cada día le abrazaba con más ahínco, con mayor posesión. Sus manos estaban limpias, ¿verdad? No poseían la misma tonalidad que aquellas amapolas. Después de todo, él únicamente... ordenaba acabar con ciertas personas -o monstruos-. ¿Importaba, acaso? Él, un hombre ateo pero ferviente creyente en el Demonio. Todos, al final, acabaremos en el Infierno, pensaba. ¿Para qué amargarse con preguntas sin respuesta durante la corta vida que nos es ofrecida?

Un niño paseó a su lado, arrancando algunas de las amapolas con fiereza, para después entregarle éstas a su madre con la mejor de las sonrisas. La mujer le contestó de la misma manera, con cariño, agradeciendo el inocente gesto del muchacho con un abrazo. De La Rive sintió nostalgia ante esa escena -¿era posible que en el frío corazón del Cardenal existiera algún tipo de compasión, de amor, por ínfimo que fuera?-. Mas las amapolas habían muerto con aquel gesto, al ser arrancadas del resto de sus hermanas.

Dirigió su mirada a un reloj que colgaba del edificio principal del Jardín Botánico, suspirando frustrado al presenciar como el tiempo parecía no desfilar. Había acordado reunirse allí con uno de los cazadores que trabajaban para él. Una joven movida por la venganza y el odio hacia los seres sobrenaturales que pululan por nuestra tierra; una muchacha convencida del exterminio de éstos cuando solo causaban dolor a los seres humanos. Eso sí era inocencia, una inocencia diferente a la del niño acabando con las flores, pero inocencia al fin y al cabo. ¿Qué derecho tenían los cazadores o los inquisidores para decidir sobre la vida de los demás? Para de La Rive, quien presenciaba con cierta objetividad esta realidad, le eran incomprensibles los planteamientos de sus compañeros; su trato con la Iglesia y con la Inquisición le otorgaba poder y riqueza, ya que para él lo sobrenatural le era totalmente indiferente, de hecho veía a los vampiros o a los hechiceros ligeramente superiores a los humanos, a lo que ellos eran. Poderosos, eternos... sabían sobre lo que cualquier humano desconocía. ¿No era lo mismo el niño acabando con la amapola, el león devorando el antílope, el vampiro alimentándose de un mortal? Caos. Desconocimiento. Y él, el Arzobispo de París, aprovechándose de ello.

Hacía un par de días había recibido una carta por parte de una joven cazadora, la que debía aparecer por el jardín en apenas unos minutos, relatando el éxito de la última operación y acordando verse. El Cardenal le había ordenado acabar con los miembros de una familia noble -un hombre y su mujer embarazada, aunque la cazadora no sabía acerca de éste último detalle-, quiénes vivían al norte del país galo. Le había dicho a la muchacha que éstos colaboraban con ciertos vampiros de la zona ofreciéndoles campesinos como alimento, y recibiendo favores a cambio de ello -se suponía que de ahí habían obtenido la fortuna que tan rápido ascendió en pocos meses-. Mentira. Todo había sido un engaño del Cardenal, quien había mostrado pruebas falsas a la cazadora, engañándola para llevársela a su terreno. ¿Cuál era el verdadero propósito acerca del asesinato del matrimonio? Se negaban a pagar los altos impuestos que la Iglesia imponía sobre sus tierras -impuestos acrecentados durante el mandato de Alphonse-. La revolución empieza con pequeñas acciones, y al parecer del clérigo, todas ellas deben ser paliadas de inmediato. Los nobles reunían a otros aristócratas para hablarles de cambio, de que no podían seguir sometidos a la realeza y la Santa Sede. ¿Qué pasaría si el Cardenal dejara que se reunieran a su gusto, que las ideas de cambio avanzaran hasta París...? La respuesta es obvia, él perdería el poder que tanto le había costado obtener. ..

... y allí esperaba a uno de sus títeres, desconociendo que ella también ansiaba un cambio al darse cuenta de los verdaderos propósitos que manejaba el Arzobispo.
Alphonse de La Rive
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